Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

sábado, 30 de junio de 2007

San Juanes

Las fiestas de San Juan, en Hernani, no fueron diferentes de otros años. La plaza del pueblo llena de gente y niños corriendo entre las piernas de los vecinos recogiendo los caramelos que se arrojaban desde los balcones del ayuntamiento; los cabezudos y gigantes habituales, con otras caras, dándole el color que le falta a la plaza un día normal y mucha gente. La ausencia de “cartelería” proclamando las ya eternas reivindicaciones, con los mismos colores, presagiaban unas fiestas más lúdicas, menos políticas y ponían un interrogante de moderación encima de la alcaldesa de ANV. Los carteles que no estaban en la plaza, estaban en la “Kale Nagusia” sí, pero no en la plaza.

Todas las dudas se despejaron cuando, desde el balcón del ayuntamiento, se gritaron las habituales consignas, los “goras” de siempre, transformando, una año más, las fiestas, en determinado escenario político. Hernani es uno de los pueblos más importantes del País Vasco y uno de los más grandes de Guipúzcoa. Tradicionalmente es un feudo del nacionalismo radical y cuna de muchos de los “gudaris” repartidos por las cárceles españolas. Todo esto se ha visto reflejado de manera evidente en las pasadas elecciones municipales. Si las urnas del 2003, sin Herri Batasuna, mostraban que un 46 % de los votos caían en los bolsillos del Partido nacionalista vasco, logrando así la mayoría absoluta, en esta ocasión, ese porcentaje ha sido para las alforjas de ANV, obteniendo una mayoría simple; el nacionalismo es hegemónico en este pueblo guipuzcoano; entre ANV, PNV y Eusko Alcartasuna, suman doce de los diecisiete concejales que forman el ayuntamiento. El resto, PSE, PP y Ezker Batua, la versión vasquizada de Izquierda Unida. En Hernani, por tanto, parece que ser nacionalista no es una opción política más, sino un carácter casi identificador de sus ciudadanos, una segunda naturaleza.

En un panorama semejante, resulta difícil que las fiestas de San Juan, o cualquier otro evento cultural, deportivo… etc, no sea politizado. Si hay algo que identifica al nacionalismo es su condición perenne de lucha militante, y cualquier ocasión debe ser usada para sacar las banderas que nunca cogen polvo.

El panadero que hace el pan a las cinco de la mañana, los policías municipales que ordenan el tráfico, los camareros del bar del frontón, del asador o de la taberna, el médico, la asistente social, las maestras de infantil de la guardería, el viejo que arregla bicicletas o el joven licenciado en económicas que atiende en el mostrador de la Cutxa… todos, de forma más o menos normal, aceptan y viven en el nacionalismo. Muchos de ellos gritan “gora” en el momento de las proclamas desde la casa del pueblo.

La interpretación distorsionada desde la cual el “nacionalismo radical” es la visión neurótica y enloquecida de unos cuantos descerebrados y desalmados vascos o catalanes, no es mucho más que una mala metáfora explicativa o un buen insulto, y sólo contribuye a agrandar el carrusel de los reproches mutuos. En Hernani votan a ANV de forma mayoritaria, y no lo hacen sólo las madres de los asesinos encarcelados, lo hace gente normal y corriente; y los que no votan a los “radicales”, por lo general lo hacen a nacionalistas que, la verdad, no parecen mucho menos radicales. Podemos seguir pensando que el nacionalismo es esa enfermedad social que pudre la parte racional de los cerebros y convierte a hombres con todas las posibilidades en militantes obedientes de causas sublimes, pero falsas. Sin embargo este pensamiento, esta interpretación, sólo servirá para tener buena conciencia de nosotros mismos, que conservamos nuestras facultades intelectuales en plena forma. Y si nos tomamos en serio, lo mejor sería reivindicar un mayor gasto público en salud mental, con cargo a los presupuestos generales del estado y poner un psiquiátrico en cada calle de cada pueblo de Guipúzcoa; aún así, tal vez, no daríamos abasto.

A mí me gustan los Sanjuanes en la playa, sin banderas ni proclamas políticas, saltando por encima de las hogueras y a las doce mojándome los pies en el agua del Mediterráneo. Me gusta que mis hijas disfruten de esa mezcla de luz y oscuridad. Si viviera en Hernani, las llevaría a por caramelos a la Plaza y a que corrieran delante de los cabezudos, pero me disgustaría que también participasen de la militancia nacionalista, eso le resta brillo a la noche más luminosas del año.

Por eso creo que, en este país, necesitamos políticos valientes que, haciendo oídos sordos de cualquier militancia miren cara a cara a los ciudadanos y les pregunten, ¿qué es lo que TU quieres? Me gustaría que un gobierno, sin negociar con E.T.A, ignorándola y condenándola al más cruel de los desprecios, sin intermediarios como el PNV, sin campañas, ni carteles, ni proclamas desde los balcones de las casas consistoriales, fuera capaz de preguntarle a los vascos o a los catalanes qué es lo que quieren. Basta ya de medias tintas, de tanta reivindicación de autodeterminación, de tanto nacionalismo militante; es el momento de que alguien empiece a hablar de independencia y le pregunte a los ciudadanos, no a los partidos ni a los grupos terroristas, si quieren formar un estado propio independiente. Y es hora de que alguien diga claramente que la respuesta de la ciudadanía debe ser vinculante.

domingo, 24 de junio de 2007

Dialogo acerca del concepto de Ideología a partir de un texto de Rorty.
Eduardo Abril Acero

Presento aquí dos textos con un doble sentido: en primer lugar para rendir un modesto homenaje a uno de los pensadores más importantes del siglo, recientemente fallecido, el americano Richard Rorty, y en segundo lugar para iniciar un debate que ya viene haciéndose habitual en el universo Feacio: la ideología.

El primero de los textos, “Orquideas silvestres y Trotsky”, publicado en “Filosofía y Futuro”, es un artículo donde el propio Rorty hace una biografía intelectual de sí mismo y expone algunas de sus mejores ideas en un tono distendido. El propósito principal de este texto, además de servirnos para debatir lo que se propone, es el de presentar a este filósofo, no tanto en su filosofía por cuanto en su actitud frente al mundo, especialmente a la política. Este carácter, el del “ironista” según sus palabras, es precisamente la actitud ética y política que este filósofo reivindica para los ciudadanos comprometidos verdaderamente con la democracia y es, además, una actitud que me parece sana y tolerante sin caer en el “estupidismo progre” de la izquierda ni en el esencialismo de la derecha; me recuerda, a veces, a la actitud de nuestro amigo (conocido por muchos de vosotros) Santiago Redondo, el intelectual de Roundfield.

Respecto de la segunda propuesta, propongo el primer capítulo de una de sus mejores obras: "Contingencia, Ironía y Solidaridad"; se trata de reflexionar acerca de la distinción entre discursos no ideológicos, que se mueven en entornos de verdad y racionalidad más “aceptables” y discursos falseadores que, mediante mentiras y engaños, pretenden obtener un rendimiento al margen de lo propuesto. La ideología es vista tradicionalmente como una forma de pensamiento que abarca todos los ámbitos de la vida de los individuos, negándoles precisamente la individualidad y convirtiéndolos en engranajes de una máquina totalitaria. El debate está, por tanto, en precisar y discutir acerca de la diferencia entre “verdad” y “mentira”. ¿Hay discursos más verdaderos que pueden ser guía política, ética y científica de la actividad humana? ¿hay discursos mentirosos y falseadores que, precisamente por su carácter de “impostores” deben ser denunciados y rechazados como guías en estos ámbitos?

Como muchos ya sabéis, mi postura en esta cuestión está alejada de este planteamiento. Partiendo de Nietzsche y desembocando en Rorty y, a través de él, en Wittgenstein y Davidson, me sitúo en la línea que defiende la imposibilidad de distinguir, en lo político, entre un léxico que es “ideológico” y uno que no lo es. Es imposible, sencillamente, porque como ya señala Nietzsche, en un sentido extramoral, la verdad y la mentira no es algo que se averigüe en el universo de los “hechos”, sino algo que se decide en el entorno social, convencionalmente, y no necesariamente como resultado de pactos voluntariosos, libres y racionales.

Rorty, en el primer capítulo de “Ironía Contingencia y Solidaridad” que aquí expongo, traza un argumento muy sólido contra la pretensión de establecer una línea divisoria entre los discursos y léxicos verdaderos, y los discursos y léxicos falsos. Y no por ello, cae irrevocablemente en el relativismo y en posturas políticamente irresponsables, como ha sido acusado, entre otros, por Leo Strauss.

En una colección de entrevistas a Rorty que edita Eduardo Mendieta en Trota ("Cuidar la Libertad" 2005), Derek Nystrom y Kent Puckett, trazan una descripción brillante de esta posición rortiana que, sin caer en el referencialismo y el esencialismo, es capaz de esquivar el relativismo y el llamado “pensamiento débil”. Allí, escriben estos dos filósofos americanos que, para poder escapar de la idea según la cual podemos considerar la política o la filosofía, como un gran espejo que contiene imágenes de la realidad, algunas más correctas y algunas más falsas…
“deberíamos contemplar los modos en que describimos y explicamos el mundo como herramientas que nos ayudan a funcionar en ese mundo, en lugar de cómo representaciones del mundo de las que se pueden decir que son más o menos correctas. Rorty está aquí hablando de todo tipo de prácticas lingüísticas: enunciados científicos, observaciones mundanas y de otros tipos. Por ejemplo, ahí donde el filósofo tradicional escribe como verdadero el enunciado de Newton de que la fuerza es igual a la masa por la aceleración, porque ofrece una imagen adecuada del mundo, y por tanto se corresponde con la realidad, Rorty nos incita a contemplar la fórmula de Newton como verdadera porque nos proporciona una herramienta efectiva para llevar a cabo determinadas tareas en el mundo”.
A esta teoría se le podría objetar que cae en el relativismo, sin embargo, como señalan Nystrom y Puckett a favor de Rorty:
“si no contamos entre criterios trascendentales y fundacionales para escoger entre lenguajes o visiones del mundo, ¿cómo podemos argumentar, por ejemplo, contra los nazis? Y si además el vocabulario político y moral propio es un producto contingente de un tiempo y un lugar ¿cómo se puede estar motivado para defender los valores de este vocabulario?
El libro de Rorty “Contingencia, Ironía y Solidaridad”, publicado en 1989, puede ser considerado como un intento de respuesta a estas preguntas. En el libro se mantiene que “las nociones de criterio de elección […] dejan de tener sentido cuando se trata de un cambio de un juego del lenguaje a otro” por la sencilla razón de que tales criterios y elecciones no pueden ser formulados más que en los términos de un juego del lenguaje específico. Los cambios en vocabularios son el resultado, según Rorty, de la capacidad de lo que él llama la “redescripción”. Rorty se sirve de la teoría de Thomas Khun acerca de las revoluciones científicas para recordarnos que la mecánica galileana no suplanto las concepciones aristotélicas del mundo porque la primera fuera una elección superior basada en un conjunto mutuamente aceptable de criterios; por el contrario Galileo ofreció un conjunto enteramente nuevo de criterios de investigación intelectual que desplazó a los aristotélicos. Galileo redescribió el mundo que había sido anteriormente descrito por Aristóteles al ofrecer un nuevo juego del lenguaje que consiguió que el viejo ya no resultase. Por consiguiente la conclusión de Rorty es que “nada puede servir como crítica de una léxico último salvo otro léxico semejante: no hay respuesta a una redescripción, salvo una re-redescripción.
El tipo de intelectual que Rorty prefiere, por tanto, es aquel que se familiariza con tantos vocabularios y juegos del lenguaje como le es posible, aquel que se pone al corriente del mayor número de novelas y etnografías. Al hacerlo, este intelectual se convierte en un “ironista” de su propio vocabulario [..] Las novelas y las obras de etnografía que nos hacen sensibles al dolor de los que no hablan nuestro lenguaje deben realizar la tarea que se suponía que tenían que cumplir las demostraciones de la existencia de una naturaleza humana común. Por consiguiente la réplica pragmatista de Rorty a la “cuestión nazi” podría consistir en dos partes. En primer lugar, no se refuta a los nazis ni ninguna otra visión del mundo; se ofrece más bien una redescripción del mundo que logra hacer que su descripción sea insostenible. En segundo lugar el intelectual propiamente ironista, con su gran surtido de conocimientos, habrá leido demasiadas novelas y etnografías como para dejarse engañar por un vocabulario que se cree en relación privilegiada con la verdad y que ignora el dolor de los demás”

Los textos propuestos se pueden descargar en estas direcciones:

"Orquideas silvestres y Trotsky" en "Filosofía y futuro" de Richard Rorty.

"La contingencia del lenguaje" en "Contingencia Ironia y Solidaridad" de Richard Rorty.

jueves, 21 de junio de 2007

Un asunto menor.
Óscar Sánchez Vega

La política española produce en mí extraños efectos: hastío, aburrimiento y, sobretodo, resignación en relación a los grandes problemas que aquejan al país (terrorismo, nacionalismo, educación etc.) pero ocasionalmente un estallido de indignación por algún asunto menor que pasa generalmente desapercibido.

Recientemente la ministra Salgado (que siempre me recuerda el dicho ese que afirma que cuando el diablo está aburrido mata moscas con el rabo) ha decidido prohibir que la publicidad de bebidas alcohólicas incluya informes que confirmen que su consumo moderado tenga algún efecto beneficioso en la salud, AUNQUE SEA VERDAD. El asunto me deja tan perplejo que temo no haber entendido bien: ¿quiere decir que si un estudio confirma, como ha sucedido, que el lúpulo de la cerveza es beneficioso para disminuir el colesterol tal estudio no pude ser publicitado? Efectivamente.

La ofensiva del pensamiento políticamente correcto alcanza aquí una de sus más altas cotas. La prepotencia de sus adalides se manifiesta de manera tan evidente que es un interesante ejemplo para ser analizado como síntoma de la sociedad que nos ha tocado vivir. La verdad contra la corrección. ¿Deben saber los ciudadanos los beneficios de un consumo moderado de cerveza o vino o es preferible mantenerlos ignorantes instalados en el miedo a las múltiples enfermedades asociadas con el consumo de bebidas alcohólicas? En el fondo el dilema es ¿tratamos a los ciudadanos como niños o como adultos? ¿Les informamos o les “cuidamos” aunque no quieran? ¿Confiamos en la libertad indivual o instauramos lo que hace tiempo Savater denominó un Estado clínico que tiene como misión imponer la salud a toda costa? Como si la salud fuera un concepto unívoco que pudiera ser explicitado desde el poder e impuesto a los súbditos (ya no ciudadanos) en aras del bien común.

Pero todo lo anterior no es nuevo, viene de lejos. La novedad es la desfachatez de la nueva propuesta: “…aunque sea verdad.” …¡qué más da! Lo importante es que “seamos buenos”, que nos dirijamos hacia el cielo de Salud por los senderos trazados. ¡Qué cerca están los nuevos redentores de los viejos moralistas!

miércoles, 13 de junio de 2007

El proceso de paz y otros procesos.
Borja Lucena

Cuenta Heródoto que Creso, después de ser derrotado por Ciro el persa y despojado de su imperio magnífico, preguntó a los dioses por qué le habían animado a entablar combate sin ayudarle a obtener una victoria que justamente merecía. Él había honrado a los dioses, les había ofrecido riquezas incontables y dones superiores a los de cualquier mortal. Se merecía un triunfo incontestable y, al contrario, había obtenido la ruina de su reino y la esclavitud. Creso envía un emisario al Oráculo de Delfos con el fin de interrogar a Apolo. Por boca de la Pitia, el dios se muestra intransigente ante la petición de cuentas exigida. En un discurso que prefigura con perfección la retórica del funcionario irresponsable – del kafkiano servidor del estado que da curso a todo mandato venido de arriba sin interrogarse sobre su naturaleza, del que sometido vilmente a un sistema de automatismos alardea de ser incapaz de tomar decisiones- Apolo se limita a decir que los dioses están tan sometidos al destino como los mortales. Los dioses que todo lo gobiernan no son más que altos cargos del Orden Universal, pero tan carentes de responsabilidad y capacidad de intervención libre como el último de los bedeles.

Estos días, tras el fracaso del “proceso de paz” y otros procesos, se vuelven a destilar dosis tremendas de fatalismo griego entre nuestros políticos y periodistas. Ciertas declaraciones, si fueran bien escritas o mejor recitadas, engrosarían dignamente tragedias de título “Edipo en Oyarzun” o “Arnaldo encadenado”. Los titulares y artículos sesudos que tratan de explicar lo acontecido repiten fórmulas que, por el uso continuado e irreflexivo, han adquirido en corto tiempo la categoría de clichés: Batasuna ha demostrado ser rehén de ETA, o Las pistolas han doblegado a la rama de olivo ofrecida por Otegi en Anoeta, o los arbetzales dispuestos al diálogo se han visto apartados por los halcones de la banda. Es evidente que tal discurso conduce a exculpar a la llamada izquierda arbetzale de los desmanes que sus díscolos compañeros de doctrina están a punto de cometer: ¡Pobres! ¡Sometidos al inexorable orden de las cosas son tan poco responsables como los dioses lo eran con respecto a las desgracias de Creso! Como si de un proceso determinista se tratara, ellos han sido sólo elementos de la necesidad, no agentes libres que pudieran decidir qué hacer. Si acompañan a ETA, una vez más, no es porque así lo quieran, sino porque el orden de las cosas les conduce a ello.

Nos encontramos aquí con una repetida cualidad de las construcciones ideológicas: la emancipación del pensamiento con respecto a los hechos. Aunque los actos y dichos de Batasuna & Cía. repiten de manera clara su agresividad frente a la democracia, su tesón por alcanzar, sea como sea, una Euskal Herría socialista e independiente, su decisión de acosar y expulsar a todo aquel que no se pliegue a los dictados de la doctrina, es indispensable para la ideología pacifista el mantener interlocutores válidos para un futuro proceso de negociación. Por ello se despoja de significado todo lo que hacen y dicen los arbetzales y se les presenta como víctimas- ellos también y más que nadie, porque está atrapados en el empeño de que sus compañeros abandonen las armas- de ETA. Transitoriamente se pueden oír solemnes discursos en los que se proclame la lucha implacable contra el terrorismo o la unidad frente a la amenaza de los violentos, pero el veneno habita el lenguaje y delata el convencimiento ideológico de que la paz sólo es posible a través de un acuerdo negociado en el que se reconozcan las razones de cada parte.

Podemos seguir aferrados a “la esperanza” o “la ilusión” de la paz, o a cualquier otra sandez, pero es cuestión de mero realismo aceptar que estamos en guerra. Una guerra que, aunque no queramos oírlo, nos han declarado un puñado de fanáticos y patriotas dispuestos a morir por su idea. Estamos en guerra y debemos tener claro qué defendemos y contra quién. La realidad es algo complejo e incierto, algo siempre inasible para nuestro conocimiento exhaustivo, algo para lo que nuestro lenguaje demuestra ser tosco y sumamente imperfecto. Pero a veces los hechos nos golpean, nos salpican la cara de realidad, nos zarandean, gritan y bapulean de modo tal que no podemos más que –si no nos escondemos en la seguridad de estar ya en la verdad absoluta proporcionada por la ideología- corregir lo que pensamos e intentar prestar oídos a lo circundante. En el caso que nos ocupa, ¿Por qué se trata por todos los medios de exonerar a aquellos que, de manera evidente, están dónde y con quién quieren? ¿Por qué la doctrina oficial se dirige a eliminar su responsabilidad obviando de manera escandalosa los hechos que propician? Toda la arquitectura ideológica aquí trabada está infecta de buenos salvajes que “no saben lo que hacen”, pero ellos mismos nos recuerdan en todo momento que saben lo que hacen y persiguen lo que persiguen: la eliminación de toda disidencia y el poder absoluto. Mientras sigamos piadosamente adheridos a la obsesión ideológica por exculparlos de sus actos en razón del convencimiento de necesitarlos algún día para firmar la paz, la política española persistirá en su carácter impostor y falsario, y el estado de derecho sólo será un barniz extendido sobre un cuerpo corrupto gobernado por mafias, bandas y oligarquías. Y sin la belleza épica del universo y los dioses griegos.

lunes, 11 de junio de 2007

Sobre el sistema de representación proporcional.
Óscar Sánchez Vega

Los males que aquejan a la nación española son muchos y complejos. El más importante: la anunciada vuelta a las armas de los impresentables de siempre; detrás, como si fuera un artefacto de efectos retardados, la reforma de los estatutos de autonomía; a continuación la inmigración, la vivienda, la educación, la sanidad etc. Todos ellos son problemas materiales susceptibles de ser abordados de forma muy diferente y, a menudo, con más acierto de lo que ha hecho y hace el actual gobierno. Pero entiendo que todo aquel que quiera orientarse en esta selva puede encontrar abundantes referencias y análisis en la prensa tradicional y digital. Así pues el tema que me dispongo a abordar esta motivado porque no lo encuentro suficientemente tratado en mis lecturas habituales y cuando aparece no lo hace en los términos que considero oportunos. Se trata de una cuestión formal: la reforma del sistema electoral. Los movimientos políticos más interesantes del presente, el Partido de los Ciudadanos y el Proyecto de Savater y cia, insisten, por un lado, en la necesidad de un sistema electoral que devuelva a su justa dimensión la decisiva influencia de los partidos nacionalistas para que no condicionen de manera tan decisiva la política del gobierno de la nación y, por otro lado, en la necesidad de las listas abiertas para que elector pueda elegir a los que van a ser sus representantes. Ambas medidas son positivas, pero insuficientes. Lo bueno de los incipientes partidos es que no deben pleitesía a los poderes establecidos, no están hipotecados por la concesión de viejas prebendas y deberían tener el coraje de plantear reformas de mayor calado.

Pretendo considerar la cuestión de las listas abiertas. Los partidos que concurren a las elecciones presentan ante el electorado una serie de listas cerradas, formadas por personas de probada fidelidad a los dirigentes del partido –a menudo temo que esta sea su única virtud- que los ciudadanos nos limitamos a ratificar. “Lo tomas o lo dejas” parecen decirnos. No es de extrañar que cada vez más potenciales votantes “lo dejen”, como prueba la creciente abstención en las últimas elecciones municipales. El despotismo manifiesto de esta situación motiva que muchos clamen por las listas abiertas, para devolver la legitimidad democrática al proceso electoral. El problema es que la medida propuesta apenas toca la superficie del problema y creo que es totalmente inocua. 

Para plantear este asunto de manera adecuada debemos proceder como cuando contemplamos una pintura impresionista: se impone un paso atrás, para ampliar la perspectiva y observar el objeto a la distancia requerida. El sistema electoral no es más que una pieza de un basto engranaje que requiere una profunda reforma. Se supone que una democracia liberal se sustenta sobre la división de poderes: el ejecutivo, el legislativo y el judicial. Buena parte de los problemas políticos derivan de que está necesaria separación, esencia de la democracia, no se da. La reforma de la Constitución debería orientarse de forma prioritaria a lograr este objetivo. No me aparto del asunto planteado ni un ápice pues no es posible determinar cual es el mejor sistema de elección de representantes si no tenemos clara la función de los diputados. El problema actual es que el parlamento carece de funciones pues no hay una separación de poderes: el partido que gana las elecciones elige al presidente y controla la cámara legislativa, de tal forma que el líder del partido ganador controla el poder legislativo y el ejecutivo.  Si no hay mayoría absoluta la situación no cambia sustancialmente: dos o más partidos se coaligan en defensa de sus intereses partidarios y controlan la totalidad del estado de igual modo. Todo es una comedia, una ficción de dudoso gusto: el líder elige qué medidas va tomar el gobierno, se somete a un control ficticio de un parlamento controlado por su partido y si tiene suerte, porque toca, puede nombrar a la mayor parte de los miembros del Consejo General del poder Judicial y del Tribunal Constitucional, para que juzguen, si fuera el caso, su acción de gobierno; y si no puede tanto, al menos, nombra al fiscal general del estado para que hostigue o deje de hostigar a los agentes políticos que en cada momento puedan interesar. ¿Dónde está entonces la separación de poderes? 

Centrémonos en la función de los diputados. ¿A quién deben lealtad nuestros representantes? En teoría a los representados, de los que son sus portavoces ¿Y en la práctica? A los jefes del partido que los han incluido en las listas electorales. Todo su futuro político depende de esta fidelidad, muy por encima de la lealtad que se les supone hacia los electores. Todos ellos participan en una ficción, que por cierto es gravosa para el contribuyente. ¿No sería mejor que se reunieran los jefes de los partidos y, conforme a una cuota establecida en unas elecciones, decidieran acerca de todos los asuntos políticos que afectan al país? ¿qué diferencia habría? al menos sería evidente que “el rey está desnudo” y no hay separación de poderes. El líder del partido con una cuota de poder mayor formaría el gobierno y haría como si se sometiera a su propio control en el parlamento. La situación actual no es esencialmente diferente; con más teatro y más costosa, pero básicamente igual. La clave es que los “representantes” no representan a nadie y carecen de legitimidad democrática; si fuera de otra manera todos los ciudadanos sabríamos quién es nuestro representante en el parlamento y le podríamos pedir cuentas por lo que ha votado o dejado de votar, o por sus ausencias injustificadas etc. Pienso que, en cierta medida, a nuestros “representantes” les han asignado una función que no les atañe y, por otro lado, les privan de las funciones que les corresponden. Lo que hacen de más, según mi punto de vista, es elegir al presidente de gobierno. Tomarse en serio la separación de poderes implica defender que el presidente del gobierno –me atrevería a decir que el jefe del estado- debe elegirse por sufragio directo, a doble vuelta, por el conjunto de los ciudadanos. Todo lo demás es una tarea que es hurtada a los diputados, pues con el sistema vigente, no cabe llamarse a engaño, no son más que máquinas de votar conforme a las directrices del líder del partido. También es muy valorada la capacidad para abuchear o patear en el suelo cuando tiene la palabra un diputado del grupo rival. Cualquier otra virtud puede ser prescindible y hasta puede resultar peligrosa e incómoda. Sin embargo, es fundamental para una democracia que los diputados realicen de la mejor manera posible el trabajo que deberían tener encomendado: controlar, de veras, las decisiones del ejecutivo y legislar las leyes de la nación, las cuales todos, y especialmente el gobierno, debemos acatar. 

La cuestión es tan grave que no se arregla con listas abiertas, pues ya sea con listas abiertas o cerradas, el líder del partido decide quién puede ir o no en las listas. Además dondequiera que se dispone de algún tipo de mecanismo para personalizar candidatos, como en Italia, los electores desprecian en la práctica esa opción. Sin ir más lejos los españoles disponen de listas abiertas para el Senado, pero es muy escaso el número de ciudadanos (seguramente no llega a un dos o tres por ciento) que opta por seleccionar candidatos de distintas fuerzas políticas, o que cambia la colocación preferencial en las listas. No solucionan nada por tanto las listas abiertas, es preciso una reforma radical, casi una revolución, un nuevo sistema electoral que acabe con la Partitocracia imperante. 

Por suerte no hay que cavilar demasiado, no hay que recurrir a una utópica democracia asamblearia, ni a nada similar. Ya lo decía Unamuno: “¡Qué inventen ellos!”. La democracia representativa es un invento francés y norteamericano y han tenido tiempo de perfeccionar el artificio durante siglos. Una reforma radical del sistema electoral pasaría por sustituir el sistema proporcional imperante por el sistema uninominal de distrito único semejante al vigente en Francia, EEUU o Gran Bretaña. 

En el actual sistema los diputados están adscritos a una provincia, de tal forma que los partidos políticos se reparten la representación de manera proporcional al voto recibido. El elector no elige diputados. Vota a uno de los partidos estatales, para que de las urnas salga la cuota que le debe corresponder en el poder ejecutivo, en el legislativo, en el judicial y en los consejos de administración de las empresas estatales – como las cajas de ahorro-. Nada más. El resto es una pura ilusión. 

En un sistema de elección uninominal, el estado se divide en pequeños distritos electorales – de cien o ciento cincuenta mil habitantes- donde se elige al representante de los ciudadanos por mayoría absoluta, a doble vuelta, de tal forma que todos saben quién es su representante y le pueden pedir cuentas y castigar convenientemente en futuras elecciones si fuera preciso. Pero lo fundamental es que el representante también lo sabe y debe ajustar su conducta a lo que los votantes esperan de él. Su lealtad no es ahora para el jefe del partido sino para los electores que tienen en sus manos el futuro político del diputado. El sistema de representación uninominal, mayoritario en los países anglosajones, es preferible no tanto porque genera mayorías parlamentarias estables que reflejan la opción política dominante –que también- , sino porque potencia el sentido de responsabilidad política tanto entre la clase de los representantes como entre los ciudadanos en general. 

Si los nuevos partidos -o los viejos- se nos presentan bajo la bandera de la regeneración democrática debemos exigirles que vayan mucho más allá de las listas abiertas. El sistema electoral de representación proporcional ha generado la corrupta partitocracia en la que estamos inmersos y una reforma parcial no arregla un sistema que nace viciado de raíz.

domingo, 10 de junio de 2007

La sociedad sin clases y La vida de los otros.
Borja Lucena

PRIMERA PARTE. ALLEGRO TEÓRICO.

El misticismo revolucionario marxista contempla como culminación de la evolución humana el ideal realizado de una sociedad sin clases. Esta sociedad abriga la esperanza de resolver la contradicción y el sufrimiento que han separado al hombre de sí mismo a través de la historia. Prometedor. Marx describe, entusiasmado y poético, el escenario de una nueva vida humana despojada del equívoco del dolor y la separación:

El comunismo, como la abolición positiva de la propiedad privada considerada como la separación del hombre de sí mismo; el comunismo, como la apropiación real de la esencia humana por el hombre y para el hombre, como retorno del hombre a sí mismo en tanto que hombre social, es decir, hombre humano; retorno completo, consciente y con la conservación de toda la riqueza del anterior desarrollo. Este comunismo, siendo un naturalismo acabado, coincide con el humanismo; es el verdadero fin de la querella del hombre con la naturaleza y entre el hombre y el hombre, es el verdadero fin de la querella entre la existencia y la esencia, entre la objetivación y la afirmación de sí, entre la libertad y la necesidad, entre el individuo y la especie. Resuelve el misterio de la Historia, y sabe que lo resuelve.

Siglo y medio después, muchos hablan del ideal a esculpir en la tozuda, en la obstinada realidad; a menudo, a su vez, suponen que cualquier medio que convenga auténticamente a la belleza transparente de la idea participa de la bondad intrínseca de ésta. Sin embargo, no es este el momento de hablar de medios, ahora propongo únicamente considerar la ebriedad inducida por la contemplación del ideal realizado. Ante la visión luminosa de la renovación plena del mundo, el revolucionario profesional se postra extasiado, anhelante, se disuelve en la divinidad y el bien absolutos… ¡sancta simplicitas! Por poner un ejemplo, Carlos París escribe una carta en “El País” (sábado, 24 de marzo) en la que, enalteciendo su currículo progresista, casi se evapora diciendo: “No es de extrañar, entonces, que, posteriormente, librado de aquellos espejismos juveniles (se refiere a su militancia falangista y nacional-católica), encontrara en el ideal comunista de la sociedad sin clases, la sociedad de productores asociados, en términos de Marx, la autenticidad del ideal revolucionario”.

SEGUNDA PARTE. ADAGIO SINIESTRO

En este segundo movimiento, me permito recomendar una película. La vida de los otros retrata la realidad cumplida de la sociedad sin clases instaurada en Alemania del Este por el victorioso ejército rojo soviético. La aspiración revolucionaria es aquí materia, y el igualitarismo se ofrece en la forma de igualdad absoluta por y ante el terror y el dominio del partido. El trayecto que conduce a través del relato está por completo absorbido por la visión del socialismo realizado o, como dio en llamarse, el Socialismo Real. Las noches mudas y desiertas cuya sombra penetra las cosas; el silencio, sobre todo el silencio, que envuelve las existencias ordinarias, que se instaura entre los muebles inmóviles, que preside la cena preparada rutinariamente; el silencio que reina incluso en el inmenso ruido, en las conversaciones temerosas y calladas, en el miedo desgranado en palabras vacilantes y sistemáticamente mentirosas. Adam Zagajewski describe el universo paralelo de la Polonia socialista: El nuevo régimen se reconocía sólo por los síntomas siguientes: la palidez del rostro, el temblor de las manos, las conversaciones en voz baja, el silencio, la apatía, la costumbre de cerrar a conciencia las ventanas, la desconfianza para con los vecinos y la afiliación masiva al partido detestado (Dos ciudades, pág. 38).

La película enfrenta al terrible escenario del absurdo consumado. Todo transcurre traspasado por el miedo, por la desesperanza, por la pérdida alucinada de todo lugar que habitar confiadamente. También por la vileza. El partido tiene ojos y oídos en todos lados; los oídos ubicuos de los servicios secretos, los ojos de aquellos a quienes se ama. Lo perfectamente sórdido de esta igualdad soviética es la desintegración de todo lazo de afecto personal: al proscribirse la vida privada, el afecto hacia otros se desvela siempre como sombra de una sospecha; no se puede confiar en el amigo ni hablar a la mujer que se ama. La condición de ciudadano ha sido usurpada por la de confidente, la vida imprevisible desplazada por la maquinaria determinista de la organización. Todo se ha vuelto igual: igualmente siniestro, igualmente gratuito, igualmente opaco como la suciedad gris de los interminables barrios de viviendas uniformes. El partido engulle toda diferencia y sólo permanece el ansia de supervivencia y la desnuda lucha por el poder de los despreciables y los idiotas.

Todo es político. Hace poco, una cándida lectora de prensa escribía, en un diario que no recuerdo, una admonición reveladora: todo lo personal es político. Concretamente, hablaba de no olvidar nunca ese lema. Le hubiera encantado vivir en la RDA, supongo. En el estado socialista todo es político: conversaciones, amor, lecturas, arte…, incluso el modo de contemplar un paisaje o un cuerpo desnudo se impregnan de significación política. La película sólo parece salvar una cosa de la gran inmundicia: salva a la música, porque ni siquiera el teatro u otras formas de arte parecen escapar al irresistible atractivo de la ensoñación cómplice. Entre toda la descomunal porquería, sólo la Appasionata de Beethoven. Sólo una Sonata para un buen hombre. Sin embargo, no nos engañemos: también la música tuvo su realismo socialista, y sus compositores y directores delataron y traicionaron para dirigir y componer. Los demás, simplemente, cesaron de existir. Poco queda cuando una acción valiosa sólo puede realizarse bajo el precio de incontables silencios, o cuando la única forma de nobleza es, irrevocable, el suicidio.

TERCERA PARTE. RONDÓ A MODO DE INTERROGACIÓN.

Contemplamos el ideal. Contemplamos también cómo se hace carne y transforma el mundo. La idea, que, como todo lo metafísicamente puro, reverbera de luminosidad absoluta, sólo al cobrar realidad comienza a proyectar su sombra. La diferencia insuperable entre lo vivo y lo muerto, lo auténtico y lo soñado, es que, como el Virgilio de la Divina Comedia, lo privado de realidad es atravesado por la luz sin obstaculizar su paso, sin producir la sombra que acompaña irremediablemente a todo lo real iluminado por el sol. Sólo cuando adquiere la consistencia de lo real comienza el ideal a interponerse entre la luz y el mundo. Cuanto más absoluto el ideal, más sólida y densa es la sombra que hace caer sobre las cosas al materializarse. La sombra de la sociedad sin clases es la noche completa y silenciosa de las calles de Berlín Este, la sordidez del terror a los tentáculos omnímodos del partido, la espera desesperanzada mientras las cosas pierden su nombre. La traición recurrente a uno mismo y a los demás. Tenebras in lux.

Y hoy, ayer, mañana, me repiten la cantinela de la bondad del ideal, de la necesidad de la lucha, de la opresión capitalista, de la revolución. Exoneran al ideal porque siempre hay hombres a quienes responsabilizar. No fue la idea, pura, buena, resplandeciente, sino hombres malos que se aprovecharon de su nombre sacro. El socialismo no tiene nada que ver, me dicen, con el socialismo real. Pero, ¿son tan idiotas como para no observar cómo la idea misma guarda escondida su perversión? Cuando deja de ser idea y se mezcla con las cosas, las roe, no soporta el contacto con el barro, la sangre, los hombres imperfectos, y se desata furiosa contra todo ello. La idea, en tanto se quiere realizar en su inmaculada integridad, se convierte necesariamente en aniquilación de una realidad que no está nunca a la altura. La pasión asesina de la idea sólo la conocen quienes vivieron su sangrienta epifanía. Los demás tenemos sólo noticias, periódicos, o una ignorancia culpable y buenas intenciones cómplices. Sabemos de oídas lo que otros sufrieron de modo cotidiano y concreto. Pero hay muchos, demasiados, que no se dan por enterados. Por ejemplo, aquellos que, como progresistas conscientes, sienten una alegre simpatía por todo lo que se denomine “comunista”, aún sin haber siquiera leído nunca a Marx o a Lenin. ¿Por qué el autodenominado progresista mira constantemente hacia otro lado? Es ya momento de lanzar a la cara de los culpablemente ciegos todo lo que su boba credulidad encierra. Es ya hora de pensar sin ayuda de clichés sobre la esencia del ideal que, al inmiscuirse en la materialidad de la vida concreta, sacó de los bolsillos unas manos llenas de sangre. La sobrelegitimidad moral de que goza la izquierda parece provenir de lo espléndido del ideal marxista, aunque la mayoría ya no lo recuerde y ser de izquierdas se vea limitado, generalmente, a una cuestión simple de prestigio. Ante el ideal impoluto, otras teorías políticas se ven manchadas en exceso de realidad, de intereses mundanos, de pasiones perecederas. Bello, puro, magnífico, pero, ¿Qué ocurre cuando el ideal absoluto se procura hacer presente en un mundo nunca íntegramente bello, ni puro, ni magnífico? La vida de los otros da cuenta del inmenso peso de la idea soportado por los europeos del este durante cuarenta años; sin embargo, seguiremos celebrando el ritual revolucionario, y ¡Viva Castro!, y ¡Comandante Ché Guevara!, y ¡Yanquis go home!, y ¡Socialismo o muerte! Al fin y al cabo, es la vida de los otros.

P.D. En sincero agradecimiento al apoyo fraternal del gobierno de España, a través del ministro de asuntos exteriores, a la imperecedera revolución cubana.
En solidaridad, también, con la indiferencia mostrada por el gobierno ante los despreciables disidentes que se niegan a dar su vida por el ideal.

“Lengua propia” y “Lengua oficial”.
Óscar Sánchez Vega

Es sumamente pretencioso determinar cuál debe ser la tarea de la filosofía en nuestros días, además de estéril pues lo más probable es que, después de 25 siglos de tradición acabemos “descubriendo el mediterráneo”. Lo esencial ya está dicho. Sólo tenemos que aplicar las viejas recetas a los nuevos tiempos. Platón y Descartes tenían una concepción similar acerca de cuál ha de ser el proceder del filósofo: el primero planteaba que la dialéctica era un viaje de doble sentido, de regressus hacia las ideas constituyentes de la realidad y de progressus para poder interpretar adecuadamente, una vez que sabemos de los originales y las copias, las sombras de la caverna. El segundo proponía analizar los problemas planteados hasta llegar a ideas claras y distintas, para, a partir de ellas, reconstruir la problemática realidad que ya no se nos muestra confusa sino comprensible una vez determinadas las partes implicadas. Ambos tenían razón. Así pues nuestra labor es, debería ser, “iluminar” aquello que se muestra oscuro, o mejor: que se nos muestra, sin duda de forma intenciona, oscuro y confuso. La oscuridad es mucha y uno, o bien no sabe por donde empezar o bien no sabe desenmarañar la madeja. 

Comencemos modestamente, quizá demasiado porque el primer concepto que pretendo considerar es tan burdo que acaso no merezca demasiado la pena. Se trata de la noción de “lengua propia”. La reforma de los diferentes estatutos de autonomía, pero muy especialmente el nuevo estatuto catalán, han puesto de actualidad el sospechoso concepto. Como no pueden menos que acatar la constitución y conceder que el castellano sea lengua oficial en toda España, algunos insisten en la superioridad (¿moral? ¿lingüística? ¿política?...) de la otra lengua oficial, la buena, señalando que está última es la lengua propia del país. Lo hemos visto en Cataluña y lo veremos, no me cabe duda, en Galicia y el País Vasco. El concepto de legua propia de un territorio es un absurdo semántico. ¿Cuál es la lengua propia de un territorio como Valencia donde más de la mitad de la población es castellano parlante? El valenciano, porque es el idioma originario, nos dirán (como si el castellano no fuera la legua de buena parte de la población al menos desde el siglo XVI). Pero la cuestión es…¿Cuánto de “originaria” es la lengua valenciana? ¿Cuál era la lengua dominante en el siglo XII? ¿y en el siglo III? ¿Y en el IV a.C.? ¿Por qué no va a ser la lengua propia de Valencia el árabe, el latín o el íbero? ¿Durante cuánto tiempo ha de ejercer un idioma su hegemonía para considerarse “lengua propia”? ¿Cuánto de hegemónica ha de ser una lengua para ser considerada “la propia” de un territorio? ¿Un 50%? ¿Un 80%? ¿Cuál es la “lengua propia” de Suiza? ¿Es la lengua de los siux, los cheyenes o los apaches la “lengua propia” de USA? Todas estas preguntas son absurdas porque están mal formuladas: el concepto de “lengua propia” sólo es inteligible cuando se aplica a individuos y viene a significar “lengua materna”. 

Pero no quiero incidir más en el asunto, sospecho que en el país de los feacios estos argumentos son conocidos y compartidos. Quiero ahora enfrentarme a la crítica, a veces justificada, de los nacionalistas periféricos de ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio. La constitución española comete una falta semejante al considerar en el artículo 3º el castellano como la lengua oficial del estado y ha dado pábulo a que los nacionalistas continúen con la impostura al oficializar “las demás lenguas españolas”. Es preciso reconocer que, al menos, el concepto lengua oficial es inteligible: designa a la lengua de la administración, la lengua franca necesaria para que la maquinaria del estado pueda funcionar. De todos modos, desde una perspectiva liberal, el concepto es una torpeza jurídica. El estado no debería interferir en la lengua que los ciudadanos eligen para comunicarse y educar a sus hijos. Las lenguas no son entidades metafísicas que sean sujetos de derechos y que, por tanto deban ser defendidas en una constitución. Los derechos lingüísticos, como ha señalado con acierto Jesús Mosterín, no son los derechos de las lenguas a existir y ser habladas, sino los derechos de los ciudadanos a utilizar la lengua que estimen más conveniente. Hace años ya que el gobierno de Singapur ha optado por abandonar toda política lingüística y dejar a sus ciudadanos que, por ejemplo, eduquen a sus hijos en la lengua que estimen más conveniente. El resultado es que progresivamente la educación en inglés se hecho preponderante y sospecho que en el resto del mundo está sería la tendencia a seguir. Probablemente, si los ciudadanos tuvieran la capacidad de elegir, el panorama lingüístico internacional evolucionaría hacía la diglosia, donde la lengua vernácula quedaría reducida al ámbito doméstico y el inglés sería la lengua utilizada para el comercio, la administración y la educación, y, a largo plazo, el monolingüismo acabaría imponiéndose. Algunos pensarán que eso sería un empobrecimiento cultural intolerable para la humanidad en su conjunto. Pero yo no lo tengo tan claro. Si prescindimos de la concepción romántica y metafísica de las lenguas, estas no son más que herramientas que posibilitan la comunicación intersubjetiva. Un mundo con una lengua, un mundo anterior a la Torre de Babel, propiciaría el acceso a los bienes culturales a un número mucho mayor de individuos lo que enriquecería a la humanidad en su conjunto, puesto que no hay más “humanidad” que la suma de hombres y mujeres que pueblan el planeta, no lo olvidemos. En cualquier caso esta no es la cuestión. La cuestión es si el estado tiene derecho a determinar la lengua que los ciudadanos deben usar en su vida diaria y la que deben emplear para educar e instruir a sus hijos. Yo creo que no. En conclusión, pienso que el concepto de lengua propia es un sinsentido lingüístico que debe ser denunciado allí donde surja y el concepto de lengua oficial una figura jurídica que no habría de estar presente en una constitución de raigambre liberal (y por supuesto tampoco en un estatuto de autonomía).

Sobre la inmigración ilegal.
Óscar Sánchez Vega

Decía Nietzsche que la Verdad era una entelequia, que todo discurso, toda valoración estaba condicionada por una determinada perspectiva, - un lugar desde el cual se contempla el mundo, y lo que es más importante, se vive-, que no puede ser equiparada, medida o juzgada desde otra perspectiva. Durante mucho tiempo he pensado que esta tesis es la misma que el tradicional relativismo moral de los sofistas que, en mi modesta opinión, en lo que tiene de verdad es una banalidad y en lo que tiene de tesis filosófica es, sencillamente, falsa. No es mi intención aquí justificar la anterior afirmación, más que nada porque no tengo argumentos medianamente originales: Platón lo ha hecho mucho mejor de lo que yo jamás podría. En términos generales pienso que la tesis relativista suele ser esgrimida cuando no se encuentran otros argumentos y que en el fondo es una coartada de la pereza intelectual. Así pues quede claro: no soy relativista, mi simpatía está con los racionalistas e ilustrados que defendieron la igualdad y la libertad humana fundamentándola en la razón. Una razón, la misma para todos, que por encima de condicionantes históricos, sociales o psicológicos garantiza la comunicación, el intercambio de ideas y el avance del conocimiento. Soy consciente que este discurso suena un tanto ingenuo y ñoño, pero que le vamos a hacer, en el fondo soy un filosofo simplón, nada sofisticado.

Sirva lo anterior para contextualizar la siguiente reflexión. Por norma general pienso que la verdad tiene una cara y que dos posiciones antagónicas no pueden estar ambas en lo cierto. Pero hay un asunto que me desconcierta, me deja perplejo, y este escrito no es otra cosa que la constancia de esta perplejidad. El tema no es otro que la inmigración ilegal y mi postura al respecto es “políticamente correcta” y nada original: el estado debe regular los flujos migratorios – por razones obvias- y perseguir y repatriar a los inmigrantes ilegales. Cualquier otra postura en relación a este tema es una frivolidad y una falta de responsabilidad por parte del gobierno – y el gobierno español, por cierto, no ha sido todo lo responsable que debería- . Por tanto, no puedo menos que asentir ante un enunciado del tipo: “los inmigrantes sin papeles deben ser repatriados a su país de origen” Un buen gobernante, entre otras cosas debe trabajar para que esta justa – desde el punto de vista de los intereses nacionales- petición sea satisfecha y consiguientemente debe ser inflexible con los inmigrantes sin papeles.

Ahora nos ponemos al otro lado. Todos hemos visto documentales, películas – y muchos conocerán historias en primera persona; no es mi caso- en donde se describe la situación de estas personas: inmigrantes subsaharianos – ahora no se puede decir “negros”, como si no hubiera blancos por debajo del Sahara- que no tienen otra opción que escapar de su país de origen, poner en peligro sus vidas y dejarlo todo en busca de una vida mejor- o de una vida, sin más-. Hemos escuchado sus lamentos por la insensibilidad de los países desarrollados, piden una oportunidad para trabajar en lo que sea. Solo quieren un hogar donde formar una familia y sacar adelante a su prole. Me siento incapaz de poner un solo “pero” a sus acciones: entran de manera ilegal en nuestro país, trabajan en cualquier cosa – muchas veces explotados por empresarios sin escrúpulos- y aspiran a “tener los papeles”. Desde su perspectiva el “interés nacional” no es más que un sintagma vacío de significado. Y tienen razón. Aquí no es cuestión de argumentar sino de imaginar ¿Qué harías tú si estuvieras “al otro lado”? ¿Qué debe hacer el “buen inmigrante”? Mi respuesta es que el “buen inmigrante” debe hacer todo lo que está en su mano para encontrar una vida digna. Las únicas trabas al “todo” enunciado son morales pero no legales: El “buen inmigrante” no debe matar, ni robar para alcanzar su objetivo – si lo hiciera perderíamos la empatía que nos lleva a considerarle “buen” inmigrante- , pero por lo demás puede incumplir las leyes del país de acogida que le impiden alcanzar su objetivo (visados, permiso de residencia, permisos de trabajo etc) Por consiguiente cuando afirman que “toda persona tiene derecho a una vida digna, a un trabajo, a la educación, a un lugar donde cobijarse etc” pienso que tienen razón, que los “malos” son los que se oponen a su noble objetivo y los “buenos” los que les ayudan a vivir y establecerse en nuestro país, aun cuando carezcan de papeles.

El reto es el siguiente ¿Cómo hacer compatible lo afirmado en los dos párrafos anteriores desde un planteamiento no relativista – al menos no relativista en el sentido que los sofistas dan al término-?

El relativismo clásico tiene una parte de verdad que es preciso reconocer: nuestra concepción y comprensión del mundo depende de una perspectiva, de unas coordenadas que nos son dadas, no elegidas (época histórica, cultura, clase social etc) que no solo condicionan sino que determinan todo aquello que somos y pensamos. Sólo Dios podría tener una “visión adecuada” o neutral del mundo. Pero de ello no se desprende que todos los valores son relativos, que toda opinión vale lo mismo o que no hay criterios que justifiquen una decisión racional. Los atenienses que debatían en el agora compartían unos determinantes similares y defendían posiciones contrapuestas. Por ejemplo, unos consideraban adecuada la sentencia dictada contra Sócrates y otros la consideraban una injusticia manifiesta. ¿Quién tenía razón? El relativista afirmará que cada uno tiene su ideal de “justicia” y que examina el caso conforme a tal ideal, y, como ningún ideal es superior a otro, la cuestión de cuál es la posición correcta carece de sentido. Tal planteamiento estimo que es una impostura filosófica que revela la pereza intelectual que evita examinar cuidadosamente los argumentos de unos y otros. La tarea no ya del filósofo sino de cualquier persona que se precie es ponerse en la situación de los afectados – cosa posible pues tenemos mucha información sobre la época y sus circunstancias- y, una vez nos hemos hecho cargo del contexto histórico-político, valorar la fuerza de los argumentos de unos y otros y tomar una opción. No es posible que sea justo y no sea justo condenar a Sócrates. Nuestra posición en modo alguno zanjará la cuestión, otras personas, hoy y en el futuro seguirán defendiendo una posición contraria a la que nosotros consideramos justa. Pero debemos tomar partido. Es casi un imperativo moral: haz uso de tu razón. El relativismo clásico supone una abdicación de la condición racional del hombre y una afrenta a la filosofía al cancelar todo debate y diluir toda postura en un subjetivismo extremo.

La tesis perspectivista de Nietzsche pudiera parecer una versión moderna del clásico relativismo sofista, pero no lo creo. El alemán asume la acertada tesis ontológica que encierra el relativismo: vivimos y conocemos desde una determinada posición, desde una perspectiva ineludible y no existe algo así como la “perspectiva correcta”. Pero no sigue a los sofistas cuando estos desembocan en un relativismo gnoseológico. Nietzsche no piensa que todas las opiniones son iguales y todas las formas de conocimiento equiparables, por el contrario defiende un discurso contrario al dominante en su época porque entiende que es “más verdadero” que el discurso imperante. Si bien es verdad que la manera en la que puede articularse el”perspectivismo ontológico” con una epistemología no relativista es una cuestión que se echa en falta en las obras del alemán.

A mi modo de ver estos puntos de vista sólo pueden ser conciliables si entendemos el perspectivismo de una forma no radicalmente subjetiva, sino más bien social. Si resulta que cada uno vive “en su mundo” entonces la comunicación, el lenguaje y el conocimiento es imposible, pero no creo que sea el caso. Cada uno de nosotros tiene distintos “mundos” que no son herméticos y que comparte con otras personas: su familia, sus compañeros de trabajo, sus amigos etc. La separación nunca es total y la comunicación siempre es posible - puedes hablar con tu pareja de los problemas del trabajo, por ejemplo- si bien es cierto que cada mundo tiene sus interlocutores privilegiados – hablamos de los problemas del trabajo entre compañeros y de la salud de la abuela con nuestra pareja, generalmente-. Entiendo que la tesis perspectivista no debe interpretarse en un sentido subjetivista. Las condiciones que determinan nuestra perspectiva son sociales y como tales afectan a otras personas por lo cual es una exageración el dicho que afirma que “cada persona es un mundo”

Supongamos que consideramos la perspectiva de un modo no subjetivo, atendiendo básicamente a la dimensión social antes que a los condicionantes psicológicos ¿Cómo afecta esto a la cuestión de la verdad antes planteada? Vivimos y conocemos desde una determinada perspectiva que compartimos con otras personas y dentro de la cual no hay relativismo: existe la Verdad y la mentira, la corrección formal y las falacias, la justicia y la injusticia etc. No se puede establecer a priori qué es lo justo o verdadero en cada una de las perspectivas sino de un modo dialógico al estilo de Habermas. Compartimos una sola razón y como ya decía Heráclito sólo los dormidos piensan que tienen un logos privado. Por el contrario el Logos es común y aunque las perspectivas sean diferentes la comunicación - y ocasionalmente el acuerdo- es posible. O no.

El Logos común es condición necesaria pero no suficiente. Además de una razón común los hombres necesitan compartir intereses y objetivos, si quiera planteados en su forma más minimalista. La razón es esclava de las pasiones, como nos enseñó Hume y si no existen algunos intereses comunes pudiera darse el caso que las perspectivas fueran tan diferentes, la distancia tan grande, que el acuerdo fuera imposible al no existir un “mínimo común denominador” - lo contrario es pecar de optimista como le pasa a Habermas- . Lo estamos viendo todos los días. Por poner sólo un ejemplo, es obvio que los palestinos y los judíos ven el mundo desde perspectivas incompatibles e irreconciliables. Tal y como yo lo veo la cuestión no se plantea adecuadamente en términos de blanco y negro, todo o nada. Hay posiciones que comparten una misma base que pueden dialogar y establecer desde criterios racionales lo que es verdadero y justo, y otras cuya distancia es tal que, a menos que con el tiempo sus “perspectivas” se acerquen, efectivamente viven en “mundos diferentes”.

Pienso que la perspectiva política del ciudadano de un país desarrollado está en las antípodas de la perspectiva del inmigrante ilegal. Ambos tienen su verdad. Lo que no quiere decir que todo es relativo. La verdad política es que sólo es aceptable la inmigración legal, la posición contraria es una impostura que merece ser criticada por ser contraria a la razón de estado. La verdad del inmigrante es que debe hacer todo cuanto este en su mano para alcanzar una vida digna. Nada podemos reprocharles. Nosotros haríamos lo mismo. La conclusión no es relativismo sino la necesidad de pensar de forma dialéctica. Necesitamos una razón que no intente clausurar todas las contradicciones porque es imposible, porque a la armonía sólo se llega por el camino de la burda simplificación, una razón capaz de mirarle al mundo cara a cara… aunque duela, aunque no consuele.

martes, 5 de junio de 2007

Reivindicación de Madrid.
Borja Lucena

Estos días se celebra en Madrid la festividad de San Isidro. En la urbe proliferan festejos, conciertos y alguna verbena, aunque parte importante de la población ni siquiera se da por enterada. En la pradera de San Isidro, el sábado por la tarde, se agolpan miles de madrileños que recorren sin prisa los puestos donde se venden churros y rosquillas del santo, donde se exhiben almendras y manzanas bañadas en caramelo rojo. En estas fechas, toda la amabilidad de mayo se esparce por la ciudad, y la pradera se ve adornada de la plenitud de los plátanos de sombra y los castaños en flor. Por la tarde, en la Plaza de Las Vistillas, la gente se tira en el césped a beber y hablar mientras el ocaso ensombrece el Palacio Real. Lo lúdico se entremezcla sin conflicto con la seriedad de las ancianas vestidas de modistilla y con los trajes de los chulapos. Hay tradiciones, pero, a diferencia de las liturgias nacionalistas, no son obligatorias.

No quiero sugerir que Madrid sea modelo para todo porque, evidentemente, no es así; no obstante, frente a la realidad política que se impone por doquier, defiendo que representa una saludable repugnancia por todo lo que amenaza con devolver al individuo a la grey feudal. Paseando por esos lugares me dio por pensar en la gran diferencia existente entre lo que he vivido en mi ciudad y la apoteosis nacionalista reinante en otras regiones. A la luz de sus fiestas, se hace patente que no existe en Madrid esa compulsiva búsqueda de los orígenes, de la tradición esencial, del espíritu del pueblo que existe en las conmemoraciones solemnes de la identidad cultural catalana y vasca. ¿No es precisamente eso lo que distingue nítidamente a la polis moderna de la aldea? Por mucho que uno quiera buscar esencias, no existen en Madrid, y las fiestas están, sencillamente, para divertirse.

En San Isidro advertí algo que nunca había considerado, precisamente porque en el Madrid de mi niñez- como en tantos otros sitios- era irrelevante. Advertí que soy hijo de inmigrantes. De repente, sorprendido por un hallazgo tan poco extraordinario, contemplé el abismo que separa dos modelos de política hoy en pugna en España. Un hecho tan simple, tan banal para mí, acoge uno de los elementos centrales que separan a la política de la barbarie pre-política. En algo tan fortuito se repite, una y mil veces, la lucha de griegos y persas, de cristianos contra musulmanes, del liberalismo contra el nacionalsocialismo- es decir, de la polis contra todo aquello que amenaza su frágil existencia. Pertenezco a la primera generación madrileña de mi familia y, sin embargo, nunca sentí diferencia esencial alguna con respecto a mis compañeros de colegio y de juegos. De hecho, no sé cuántos de ellos eran madrileños puros o también hijos de foráneos. Este detalle tan poco sorprendente hace visible, sin embargo, una aguda diferencia entre la polis madrileña y la aldea nacionalista: la apariencia de política existente en los feudos del nacionalismo busca insistentemente sus fundamentos en la diversidad de orígenes; se habla de hijos de inmigrantes, de inmigrantes, de xarnegos, de andaluces, de castellanos; en el País vasco existe la denominación de patateros para los alaveses, manchados por la mezcla con Castilla, y, hace años, me sorprendí cuando unas chicas de Hernani establecieron un clara separación entre los bares de castellanos y los de euskaldunes. El cuerpo político se concibe como un agregado de grupos sociales definidos por su adscripción genética- o lingüística, o cultural, que para el caso es lo mismo- y no como una suma de individuos liberados de la pertenencia a un rebaño. Alguien me dirá que éstas son meras categorías lingüísticas, pero es preciso recordar que toda distinción lingüística señala ineludiblemente la contemplación de diferencias en la realidad. Los nacionalistas se descubren en su lenguaje como defensores de un orden extra-político en el que la argumentación racional es suplantada por la retórica de los sentimientos y la pertenencia a la cultura y la lengua. Quiebran así el principio que funda la política tal y como fue creada en la antigua Grecia: la isonomía, la igualdad de los individuos ante la ley. De esta manera, en tanto meros átomos o individuos racionales capaces de acción, es como la polis liberal moderna concibe a sus integrantes, mientras que en la aldea lo sustantivo no es lo que el individuo hace, sino lo que es. De ahí la obsesión por la genealogía que atraviesa, como en las organizaciones tribales, los discursos nacionalistas. Aunque todo se adorne de la retórica de la integración y las buenas intenciones, el nacionalista señala con insistencia maniática la cuestión genealógica, aunque sea para ofrecer como ejemplo la magnanimidad de elegir a un presidente inmigrante, como sucedió el año pasado en Cataluña. El logos es expulsado de la constitución del orden social por el gènos, por la procedencia, por la tradición, los sentimientos y la lengua.

Mientras paseaba el sábado por Madrid, y al abrigo de estas y otras consideraciones, me sentí profundamente aliviado por estar precisamente allí. De los dos modelos de política que se enfrentan hoy en España, yo me quedo con Madrid.

Lógica Informal progresista.
Borja Lucena

Las tertulias radiofónicas se han convertido en un ingrediente más que acompaña la realización de los invariables rituales cotidianos. Como vagas bandas sonoras, se desarrollan mientras hacemos el desayuno, mientras nos vestimos, mientras preparamos la cartera para un día más de trabajo. La mayor parte, como los actos de cualquier mañana, participan también de su rutina y, a menudo, de la monotonía de amaneceres lluviosos. Dada su previsibilidad, los oyentes acuden a ellas para encontrar lo que quieren encontrar, más que para tener acceso a una mayor comprensión de la realidad. Son, por ello, más cercanas a un acto de fe que a la rara voluntad de conocimiento. No obstante, eso no quiere decir que, de vez en cuando, no podamos aprender a su través cosas valiosas. Algunos aprenden rudimentos sobre el funcionamiento de la bolsa, o el nombre de algún ministro o líder de la oposición. Incluso se puede aprender, quizás, algo de historia. Es raro ir más allá, pero a veces también ocurre. Por ejemplo, esta mañana, mientras oía distraído una sucesión interminable de opiniones, he tenido que abandonar la tostada con su mantequilla al descubrir un peculiar modo de distinguir los razonamientos válidos de los inválidos. El hallazgo ha sido de tal magnitud que no entiendo cómo las cosas seguían igual en el mundo cuando salí finalmente a la calle. ¿Seré capaz de narrarlo? Se discutía vehementemente sobre el resultado de las elecciones presidenciales francesas cuando a un pobre periodista inadvertido se le ocurrió defender la propuesta de reforma del estado formulada por Sarkozy. Inmisericorde, otro opinador le rebatió mostrándole que su argumentación era inaceptable: “ese argumento es propio de la derecha”, le dijo. ¡Oh, lógica sublime! ¡Así que estábamos equivocados cuando intentábamos seguir el curso de una argumentación, cuando nos acercábamos a analizar su contenido, cuando nos parábamos a determinar su forma! Ahora sabemos que no hace falta tal esfuerzo, dado que hemos encontrado un método a priori capaz de distinguir fielmente entre lo válido y lo inválido. El asunto es mucho más sencillo, y obedece a una ecuación de serena simplicidad: Argumento de Derechas = Argumento Inválido. Dotados de este sofisticado instrumento para el raciocinio, ¿será posible que volvamos a equivocarnos en política?

Prosa Progresista.
Borja Lucena

El progresismo no es sólo un conjunto de ideas estereotipadas acerca del mundo y la polis. Tampoco es únicamente una desordenada colección de prejuicios dispuestos para condenar o alabar lo que es prescriptivo condenar o alabar. El progresismo es, además, una patología del lenguaje. Se identifica por la exagerada intensificación de los acentos moralistas y sentimentales del relato sobre la realidad humana, lo que se dirige a postergar a un plano secundario a los hechos y a usurpar a la consideración todo aquello que forma la arquitectura objetiva del mundo. Como toda ideología, el progresismo se acompaña de un estilo literario apropiado para proporcionar a los creyentes la ficción que trata de instaurar a expensas de lo existente. Incluso cabe la posibilidad de hablar de una sintaxis progresista, como se advierte en periódicos y discursos políticos varios.

La semana pasada los periódicos recogieron lo relacionado con los terroristas suicidas que se inmolaron en Marruecos y Argelia ad majorem gloriam dei. Después de la alarma, la prisa y las fotografías impudorosas de esos días, los suplementos del fin de semana reservaban amplios espacios de reflexión y sosiego al análisis de lo ocurrido. Como de costumbre, un lento aburrimiento se desplegaba indolente por la prosa periodística habitual. No tuve suficiente paciencia para llegar a leer ni uno solo de esos artículos, pero el comienzo de uno de ellos me llenó del gozo del conocimiento ( Los hombres bomba del Magreb; El País, domingo 22 de abril). Si en este caso el periodista hubiera procurado contar, simplemente, lo que pasa, nos encontraríamos, quizás, ante la descripción de unos fanáticos que intentan aniquilar todo lo que se muestra reacio a los mandatos de un Dios intransigente. En su lugar, el periodista poetiza e intenta alcanzar la supuesta esencia inalcanzable de los hechos. Tiene como fin construir una narración que suplante a lo acaecido y obligue a la realidad a adaptarse al molde férreo de las ideas y juicios preconcebidos. Escoge y embellece los datos según su arbitrio para ofrecernos una realidad edulcorada que, obediente, realice lo previsto por la ideología. Por ejemplo, que la razón ampara al terrorista en forma de pobreza, o desesperación, como en otros casos el imperialismo americano, o la agresión judía. Nada alude al poder activo del individuo que decide. Apenas se menciona nunca el mandato religioso que, en nombre de Alá, los terroristas enarbolan. Eso sería atizar el choque de civilizaciones y, como dicta la ideología, sabemos que no existe.

Mohamed, el mayor: serio, callado, estricto, muy religioso. Omar, el pequeño: abierto, mujeriego, más golfo, consumidor ocasional de alcohol y de “kala” (…) Dos hermanos muy distintos. Dos maneras de pensar. Dos trayectorias vitales opuestas que se reencuentran el sábado 14 de abril (…) los dos se inmolan en apenas treinta segundos frente al consulado norteamericano (…).
Inmolarse sin apenas causar daños. Inmolarse porque no hay salida. Inmolarse con explosivos caseros para encontrar la redención.

El aliento patético que recorre el relato es verdaderamente enternecedor, siempre que logremos olvidar la calaña de los que están dispuestos a morir y matar en razón de la pura creencia fanática. Primero se retrata a los iluminados vistiéndolos de una normalidad impresionante, lo que supongo ha de llevar a pensar que cualquiera en su lugar habría de hacer lo mismo. Eran gente normal, hacían su oración y volvían a casa. El aire de épica impostada sirve para describir la gesta prestándole la belleza que, en los tiempos clásicos, conservaba la muerte en el campo de batalla. Todo se mezcla y transforma en el tintero del periodista, de manera que los héroes adquieren el aspecto de Aquiles en Troya o Espartaco desafiando a Roma. Inmolarse porque no hay salida. El objeto del artículo, aunque implícito, es patente: la metamorfosis de lo real a través de las buenas intenciones, la consabida y falaz adopción del “punto de vista del otro” con el fin de justificar sus evidentes desmanes, la asunción de la culpa occidental por todo lo malo que pasa en el mundo. En fin, la resurrección del buen salvaje que sólo mata empujado por la crueldad y aspereza del modo de vida que los occidentales le imponen.

De todos modos, aquí sólo quería referirme al modo en que el lenguaje lleva a cabo la catarsis ideológica. Es verdaderamente lamentable que se haya difundido este tipo de prosa beata por doquier, y que sea ya difícil encontrar algún análisis de lo que sucede que no se reboce constantemente en la bondad, la comprensión y la sonrisa piadosa. Parece que la aprehensión inteligente de los hechos ya no es válida, ya que no es deseable conocer lo que pasa, sino comprender a los actores en base a sus motivaciones subjetivas, sus “inquietudes” y “circunstancias personales”, y justificar siempre lo que hacen de acuerdo con supersticiosas necesidades históricas o místicas fuerzas suprapersonales. Esto, popularizado en su momento por cierto marxismo, se lleva a cabo, tal y como se refrenda en el artículo al que me refiero, a través del abandono absoluto de cualquier voluntad de verdad y de estilo, apelando siempre a lo más tosco y simple de los hombres, los sentimientos. Para ello, la narración se despliega adornada de un tono doliente, gimoteante, buscando provocar siempre lástima y compasión, a saber, los más manipulables y falsos de ese desordenado conjunto de pasiones que llamamos “sentimientos".
Sabemos que, dada la complejidad del mundo, los sentimientos son un órgano perfectamente inútil para su comprensión, pero los redactores de vidas pías se empeñan en hacernos creer que la sensiblería es el único modo de aprehender realmente lo que pasa. Así, proporcionan en píldoras indoloras la realidad que desean a costa de la realidad incómoda de lo que acontece. Así, nos dan a conocer la nobleza escondida de los luchadores islámicos que han jurado reducir occidente a cenizas y polvo, lapidar a los apóstatas, degollar a todos los infieles. Incluso a los periodistas progresistas.


Por Borja Lucena. Feacio
13:54 - 25/04/2007

A propósito de Telemadrid.

Algo de razón tienen los políticos nacionalistas catalanes y sus ordas de voceadores (tv3 y Avui), al sentirse molestos por el documental emitido la semana pasada en la televisión autonómica madrileña. En el documento televisivo se muestra en toda su crudeza y desde una evidente animosidad capciosa, la política lingüística y educativa de los gobiernos etnicistas catalanes, incluido el gabinete montillesco. No dice nada que no sepan ni los madrileños, ni los catalanes: hablar castellano de una forma normal en determinados ámbitos, especialmente el educativo, en Cataluña, es algo del todo imposible. Y siendo algo tan evidente, tanto para unos, los que sufren la discriminación, como para otros, los que permiten o toleran esta discriminación en aras de objetivos más nobles, lo que molesta, o debe escamar, a la clase política catalana, no puede ser el contenido, en el que se intercalan comentarios de algunos de los peores acólitos del etnicismo lingüístico, como Joel Joan, sino el propósito de la emisión, el ánimo, siempre malintencionado de la televisión pepera. Montilla, Carod y demás militantes de la tergiversación, deben, por fuerza, estar agraviados, porque el único motivo del informe no puede ser otro que ese: agraviar.

Que sea verdad o mentira es lo de menos; el pecado está en el origen, como sabe cualquier cristiano versado en su propia doctrina. Por tanto, no es el contenido lo que hay que mostrar como alejado de la verdad, sino el origen, el propósito, la intencionalidad lo que desacredita las afirmaciones vertidas en Telemadrid. Y ese propósito no es otro que la única voluntad que se le puede atribuir a la derecha española, algo que ya ha pasado a ser políticamente correcto y, por tanto, entre los nacionalistas, que lo son de militancia, como no puede ser de otra forma, es una cuestión de fe religiosa: la derecha no hace sino enmarañar, desestabilizar, azuzar… pervertir el normal estado de cosas. Eso hacen los madrileños centralistas y conservadores: tratar de desestabilizar el normal estado de las cosas. Y, en España, lo que es norma, ha devenido en natura; lo que es cotidianidad se reivindica como esencialismo irrenunciable.

Por eso la defensa de los políticos condales no estriba en mostrar la completa falta a la verdad del reportaje madrileño, que va. Si es verdad que es mentira, sería fácil de rebatir: “miren señores fascistas de Telemadrid. Aquí tienen las cifras de profesorado que da sus clases en castellano, completamente acorde a la población que usa de forma cotidiana este idioma en sus vidas públicas y privadas”, información que, sin duda, manejan los consejeros de educación de la Generalidad como resultado de la creación, en el organigrama de la educación catalana, de un funcionario, un comisario político, encargado de, en aras de la protección del catalán, hacerse con tales listas de “parias y judíos”. “y miren aquí” – seguiría el consejero de educación o el portavoz encargado del desmentido- “todas las plazas públicas en castellano que se ofertaron este año, y las horas de lengua castellana dedicadas a lograr que también los de Manresa sepan quiénes son Espronceda y Cervantes… lean lean”. Pero claro, este no es el caso. Como ya he dicho, lo que afirma el reportaje no es algo que nos sea desconocido a nadie; no aporta nada nuevo a nuestra comprensión de la realidad política y social de “este país”. Como mucho, azuza, nuestra mala leche… la nuestra y la de los demás también, por supuesto.

El contraataque y defensa de los políticos catalanes no va, ni puede, ir por ahí. De carrerilla, porque esto es algo que un buen nacionalista tiene que hacer de carrerilla, se apostilla bien en su atarazana etnicista: el victimismo; y bien pertrecho de lamentaciones, pólvora y materiales incendiarios grita aquello de “nos atacan desde Madrid”. Así es como se echa, por enésima vez, a los catalanes de pro a la calle (a los cafés o al fútbol) para defender de nuevo el puerto de Barcelona de los ataques del desalmado Pedro el Cruel, quintaesencia de la maldad castellana. Y en segundo lugar, la otra gran pataleta nacionalista, el tan complejo y bien trabado argumento del “tu también”. Se trata, en este caso, de mostrar que si hay agravio en una dirección, discriminar una de las dos lenguas oficiales en Cataluña, también lo hay en la dirección contraria, la discriminación del catalán… en Cataluña. A continuación del reportaje capcioso y desestabilizador de los fascistas madrileños, los voceadores oficiales, a saber TV3, dedican un usual tiempo y análisis a una terrible discriminación de un trabajador catalán por razón a su reiterado, y en derecho, uso del catalán . Obviemos el hecho, perfectamente constatable de que nunca la televisión pública catalana se ha hecho eco de una noticia, en el mismo sentido, pero respecto al idioma castellano, y noticias hay, sin duda, en abundancia. Lo importante del asunto es el hecho de que frente a un agravio y una discriminación, se reacciona justificándolo en otra discriminación: la discriminación del castellano se justifica en la discriminación del catalán y, por supuesto, si seguimos en esas tornas, desde el reaccionarismo cateto y paleto español, la discriminación del castellano, justifica la discriminación, allí donde sea posible, del catalán… “¡habla la lengua del imperio, perro!”. Un refinamiento poco refinado de la ley del talión: ojo por ojo, lengua por lengua.

Y a todo esto… ¿no vivíamos en un estado de derecho? A mi lo que me gustaría es que el gobierno de la Generalidad, y el del gobierno español de turno, el que sea, dijeran claramente: “cada ciudadano tiene el derecho de usar la lengua que le salga de los cojones”, porque, la verdad, en “este país”, cada día tengo más dudas sobre el hecho de que las palabras no salen de la garganta, sino del interior mismo del escroto. El que quiera hablar catalán, que hable catalán, el que quiera hablar castellano, que hable castellano y el que quiera hablar suajili, pues que hable suajili… ahí, con un par; a ver quién le entiende. Pero lo que, de todas todas, es del todo inadmisible, lo denuncie Telemadrid con sus ocultos intereses españolistas o la gaceta del buen nacionalista (Avui), es que ningún estado o estadillo venga a regular la cotidianidad de las personas, su forma de hablar, los sonidos que su garganta emite. Y me da igual el argumento que se use, también podríamos elaborar un manual, no demasiado complicado, que reuniera por categorías el ramillete de payasadas disfrazadas de razones de peso por las que un estado se puede permitir el lujo de limitar los derechos civiles de los ciudadanos, es decir, la libertad. Me da igual que sea por la cultura, por los valores propios de la “terra”, por la seguridad, por la raza, por la patria o por dios padre y la madre que lo parió. Paso a paso, en “este país”, vamos renunciando una a una, a las conquistas más importantes de nuestra modernidad europea y pareciéndonos, cada vez más, a un estado feudal, con sus reinos, sus vasallajes y sus pleitesías. Y esto ya huele que apesta.

NOTA: Los ciudadanos deberíamos declararnos insumisos de la corrección política; el transcurrir de nuestra más que imperfecta democracia demuestra que todo aquello que es “políticamente correcto” va contra la moralidad pública, es decir, contra nuestros derechos de ciudadanos. Esa es la forma en la que se envuelven las ideas que no se quieren discutir porque carecen de discusión; y lo que carece de discusión es porque es un dogma. La corrección política del catalán, en Cataluña, es algo que debería espantar, más que a nadie, a los catalanes; y así ocurre con muchos de ellos, afortunadamente.

Aberri Eguna.
Borja Lucena

Los telediarios del domingo dieron amplia cuenta de las celebraciones colosales que los patriotas vascos dedican a su patria fantástica. Acostumbrado ya, tras tantos años de tolerancia democrática, a esos fastos imbéciles, lo que me llamó la atención, una vez más, fue el tratamiento periodístico otorgado al racimo de actos públicos en los que, como el Partido Nacionalsocialista en los fastos de Nüremberg, los arbetzales confirman su entrega a la ideología y a la raza. Me sorprendió que los comentaristas no se descojonaran. Al contrario: no rieron ante la visión de la escenografía, grandilocuente como un Bayreuth de feria, ni ante los gestos histriónicos de los caudillos de opereta; tampoco dejaron escapar una carcajada cuando el presidente del más importante partido nacionalista hablaba rabiosamente a las masas contoneándose y moviéndose como un cantante de rap, gesticulando, lanzando palabras como escupitajos, recorriendo en toda su extensión el gran escenario dispuesto para que el Sacerdote Sumo realizara su espectáculo de clown… Las voces opacas que acompañaban a las imágenes hablaban como si toda esa farsa fuera algo normal, como si no hubiera en todo ello una mezcla casi paranormal de lo sórdido y lo cómico. La sensación de irrealidad que todo el montaje patriota me transmitía se enfrentaba poderosamente con el aire de respetabilidad rutinaria con el que los presentadores adornaban las alucinadas imágenes. Era como si un telediario ofreciera con absoluta serenidad las imágenes de la llegada de una nave extraterrestre de la que no dejaran de bajar clones perfectos de Chiquito de la Calzada, y el narrador relatara las declaraciones dadas por los marcianos en rueda de prensa, y después pasara como si nada a la siguiente noticia. Algo así es el Aberri Eguna, y así de chocante que se trate como un hecho más de la realidad mundana.

A pesar de su dimensión humorística, el que lo anómalo aparezca dotado de las señales inconfundibles de la normalidad es verdaderamente preocupante, sobre todo en la esfera de lo político, en la que el hombre se muestra tan recurrentemente como un animal tan peligroso. Recordemos las tesis expuestas por Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo. El núcleo de las ideologías totalitarias está formado, primero, por una ficción que pretende explicar de modo omnicomprensivo la realidad, y, segundo, por el proyecto de hacer de esa ficción una realidad operativa. El triunfo de la ideología se certifica cuando la ficción es admitida por la sociedad de referencia como realidad plena y primordial. El Aberri Eguna del domingo desveló sin equívocos que la historia fantástica inventada por el imbécil de Sabino Arana- cuando, según el catálogo mitológico nacionalista, fue iluminado y convertido a la fe nacionalista- ha pasado a formar parte de la realidad mediocre de la España actual. Tal religiosa conversión tuvo lugar el domingo de resurrección del año 1880, y por eso el Día de la Patria Vasca se celebra, todos los años, el mismo día. Sólo la fecha y los motivos de su elección ofrecen una lección proverbial de cómo la neurosis política se ha adueñado de la vida pública española. El Aberri Eguna conmemora el día en que el padre del nacionalismo vasco acuñó el nacional-catolicismo vasquista en torno a falsedades imperecederas; también que se determinara entonces el destino superior del vasco, concebido como auténtico übermensch frente a la raza inferior de los españoles-maketos. Si hoy se contempla tal disparate como si fuera un acontecimiento de este mundo, no sé qué esperanza nos queda de no aceptar mañana cualquier hecho fútil como una independiente República Socialista de Euskadi, o cualquier otra verdad sabiniana como la afirmación de la condición señorial del hombre euskérico frente a la naturaleza servil de los maketos, lo que, naturalmente, exige que éstos sean gobernados por aquéllos.

Lo que se desprende del espectáculo deplorable del domingo es la unánime aceptación de la farsa como modo de pensar obligatorio, de tal modo que quien no se aviene a la impostura nacionalista es apartado de inmediato del campo de lo políticamente significativo. Desde el momento en que cualquier inadvertido subraya la impresentable ficción del nacionalismo es expulsado más allá de los márgenes de lo aceptable, tachado inapelablemente de “fascista” o “derecha extrema”. La conjura patente de los necionalistas, y, sobre todo, la asunción acrítica de su doctrina por parte de buena parte del espectro político español, me hace temer que, en cierto grado, la lucha está ya decidida y que será muy difícil vencer los embates de la mixtificación. Las condiciones del dominio están satisfechas: la ficción ha suplantado a la polis. El político neurótico ha construido su patria sobre el suelo ruinoso de la realidad deshauciada.


Por Borja Lucena. Feacio. 23:43 - 11/04/2007

La toma del poder por los ineptos.
Borja Lucena

Es muy difícil no soltar una carcajada ante las boberías esparcidas sin cuento por esta ubicua ideología contemporánea. Allá dónde atrevamos a dirigir la mirada comprobamos que se ha instalado un racimo más o menos numeroso de verdades irrebatibles que señalan, sobre todo, la presencia de una nueva clase dispuesta a la ocupación permanente del poder. Hoy lo contemplamos en todos los ámbitos, no sólo de la política, sino de la vida común. Sin embargo, quizás sea en el seno de las instituciones educativas donde se comprueba de modo más explícito; aquí la ideología se hace palabra, se torna visible como el verbo encarnado, se ofrece no sólo como motivo oculto, sino como mensaje objetivo y, a menudo, enternecedoramente transparente. Un medio privilegiado que encuentra la ideología para apoderarse de toda una sociedad, como sabía Gramsci, se da a través del control y la presencia hegemónica de agentes conscientes de esa ideología en las instituciones, sobre todo las educativas; así, asistimos diariamente al asalto de las escuelas y universidades por un ejército de teóricos y legisladores que pretenden reformar sus estructuras como modo de asegurar un poder longevo.

Lo asombroso de la ideología omnipresente en el sistema educativo es su candidez, la forma impregnada de ternura y buenas intenciones en que se infiltra en el medio, la sonrisa beata que adorna constantemente sus asertos y acciones. Razonablemente, observamos esa farsa constante sin poder reprimir la risa. La estupidez dulcificada y bendecida por el aroma de santidad progresista, la solicitud hacia el pobre, la comprensión para con el delincuente y la víctima del sistema…, la reunión de tantos elementos se traduce en un espectáculo humorístico de primer orden. Reímos gustosamente ante afirmaciones disparatadas e imposturas cotidianas. Pero algo, no obstante, amenaza al instante con helar cualquier sonrisa: aunque tales profetas y creyentes estén sólo investidos de un poder intelectualmente ridículo, es primordialmente poder. Cuando los fervientes apóstoles de la “educación innovadora” recitan su Al-Corán, nos reímos, pero las leyes que rigen el sistema educativo, así como el sistema en general, se diseñan de acuerdo con su oráculo. Poco a poco, la escuela sufre un proceso patológico de mímesis con lo más absurdo e insensato del discurso pedagógico moderno, y esa imitación amenaza con llegar a culminar en una identificación plena entre lo real y lo ideal-idiota. ¿Quién es capaz de contener la risa cuando pedagogos y fundamentalistas pretenden programar la evolución del niño con el fin de no oprimir su espontaneidad? ¿Quién no advierte el despropósito de establecer por decreto ley qué debe el alumno desarrollar de modo original y libre? Reímos al calibrar el sinsentido del rousseauniano “obligar a la libertad”, pero nuestra carcajada no impide escuchar el estruendo provocado por la constante toma del poder por los ineptos.

Manual de propagandistas.
Borja Lucena

Confieso que no soy excesivamente perspicaz a la hora de buscar tramas ocultas y maniobras dirigidas desde la sombra; acepto, generalmente, que la apariencia es la presentación de algo que no podemos desterrar como falso, lo que Hegel expresó de modo más bello y preciso al afirmar que la apariencia es la aparición de la esencia. Sin embargo, hay veces que es imposible no advertir, en la manipulación de la apariencia, la voluntad de mostrar una realidad distorsionada, una no-esencia que usurpa el lugar de la verdadera. Denominamos propaganda a la consciente sustitución de la realidad por la ficción de acuerdo con fines ideológicos; sus mecanismos son, a veces, semejantes a los de la publicidad, aunque existen entre ambas importantes diferencias que, a menudo, no son percibidas. La más clara es que la publicidad intenta, con el fin de venderlo, situar al producto anunciado en clara superioridad con respecto a los demás; la propaganda, al contrario, elimina toda competencia, condena a lo que no es ella misma a la no-existencia. La propaganda pretende la creación de un mundo ideológico aislado de la dura realidad de hechos y experiencias, y para ello tiene que negar que exista otra realidad que la que ella misma presenta como incontestable. Todos los mecanismos pseudo-argumentativos se dirigen al mismo fin: aislar al creyente de lo externo a la ideología para que habite exclusivamente el mullido nido de la doctrina. Tanto da si hablamos de nacionalsocialismo, con su conspiración judía y sus leyes naturales de la raza, o de bolchevismo, con su eterna lucha de clases o su sociedad secreta de las 300 familias dueñas del mundo. El creyente, en cualquiera de los casos, percibe la realidad de acuerdo con lo establecido por el partido porque su realidad ha sido sustituida por una construcción ideológica que le impide relacionarse directamente con hechos o acontecimientos externos a la propia creencia.

Es evidente que en una sociedad como la española no se ha alcanzado el virtuosismo de la propaganda que alcanzaron los regímenes totalitarios, ya que es muy difícil aislar completamente al creyente actual de los embates de la realidad; aun así, se hacen maravillas. A este respecto, parece imposible alcanzar el aislamiento absoluto que alcanzó el sistema soviético. Es preciso representarse el poder inmenso que en el sistema comunista, así como en el reich nacionalsocialista, llegaron a alcanzar los aparatos de propaganda; el poder, en estos casos, desveló su asombrosa capacidad para imponer como real la realidad mentirosa que se propusiera. Lo omnímodo de la propaganda se hace patente, por ejemplo, en la sorprendente aceptación general de la afirmación de que el metro de Moscú era el único del mundo, imposible de refutar por el súbdito soviético al estar completamente separado de la realidad exterior por la coacción estatal e ideológica. En rigor, para el súbdito sometido al imperio soviético, la realidad era exclusivamente prescrita por el partido, por lo que era perfectamente verdadero que el metro de Moscú era el único del mundo. En España, hasta el momento, nos encontramos lejos de tal perfección. Sin embargo, también es cierto que funcionan ciertos mecanismos de naturaleza propagandística que suponen, al menos, una amenaza para el pensamiento libre. En realidad, al escribir esto, sólo quería mostrar un par de ejemplos concretos de propaganda ideológica localizados en la prensa y la radio y concernientes a la multitudinaria manifestación del sábado. La primera se refiere a la reforma de la realidad a través del lenguaje, de cómo una descripción se hace dependiente de una valoración ideológica previa; la segunda hace referencia al modo ideológico de filtrar y, finalmente, eliminar los hechos con el fin de que prevalezca siempre la inmaculada verdad del dogma. En este segundo caso me refiero a uno de los mecanismos que acorazan a la ideología frente a la irrupción de los hechos, que consiste en impedir la refutación mediante la introducción de justificaciones ad hoc que desactivan el peligro que la realidad presenta a la verdad de lo afirmado por la ideología.

1- El diario “El País”, el domingo, relataba la manifestación del día anterior acogiéndose a supuestos medios asépticos y garantizados científicamente: cálculos sobre la participación expresados en número de personas por metro cuadrado, gráficos de ocupación de las calles involucradas. El uso de la supuesta comprobación científica, como bien sabían los propagandistas de los años treinta, es un medio eficacísimo de presentar los clichés ideológicos de manera incontestable. Las comparaciones pretendidamente objetivas se referían también a la participación en otras manifestaciones, entre las que destacaba la que reunió a “un millón de ciudadanos” (sic) en contra de la guerra de Irak. Aquí es donde, de manera aparentemente inocua, hallamos que una descripción se convierte en interpretación ideologizada, no sólo de un hecho, sino de un universo dicotómico y estrictamente dividido entre “ciudadanos” de izquierda y simples “multitudes” o neutras “personas” de derecha: el reportaje se refería a “la multitud” y otorgaba la mera condición de “personas” (quiere decir, lo mínimo que se puede otorgar a un ser humano) a los asistentes a la manifestación contra la libertad atenuada del asesino De Juana, mientras que los que acudieron a manifestarse contra la guerra de Irak hace unos años eran, con exclusividad, considerados “ciudadanos”; el significado de todo esto, silenciosamente presente por la diferencia cualitativa entre meras “personas” y “ciudadanos”, no es en absoluto cuestión menor, sino que delata la maniobra ideológica básica: cambiar la realidad a través del lenguaje, de tal manera que sea posible la construcción de una realidad ficticia capaz de operar como si de la realidad se tratara. En este caso, establecer una distinción cualitativa clave entre unos y otros, calificados por su relación con la polis misma: unos, miembros de pleno derecho de la comunidad, otros, señalados por poseer ideas políticas que los destierran de la comunidad de ciudadanos y les convierten en amenazas externas. En todo el artículo, los manifestantes del sábado, retratados en fotos que mostraban a ancianos de estética tardofranquista, eran excluidos de la condición de ciudadanos, que sin embargo sí poseían los que se manifestaron contra el anterior gobierno.

2- Esa misma mañana, escuchando una tertulia en un programa de la SER, pude comprobar el modo en que la ideología se protege de la refutación aislándose completamente de los hechos, separándose de la realidad y evitando así cualquier posible falsación (dicho en lenguaje popperiano). La ideología blinda sus afirmaciones de modo que, literalmente, no hay hecho alguno que pueda demostrar su falsedad; el recurso a las argumentaciones ad hoc es revelador del ánimo exhaustivo de protegerse de los hechos para afirmar invariablemente la verdad de la doctrina. El tertuliano que hablaba en el programa “A vivir que son dos días” había encontrado el modo de hacer incontestable que los manifestantes del sábado eran una multitud fascista empujados al radicalismo por líderes incendiarios; los hechos, ante la creencia dogmática, retroceden a un grado derivado, así que, cuando tuvo que explicar que no hubiera banderas del régimen franquista, tomó su no presencia como muestra del deseo de enarbolarlas; los manifestantes, decía este señor cuyo nombre no recuerdo, habían renunciado a traer banderas que deseaban traer, y el mismo hecho de que no las portaran demostraba que guardaban el deseo oculto de hacerlo. La afirmación, en este caso, se protege de los hechos al contemplar como demostración de su verdad el hecho mismo de que lo afirmado no se cumpla. Así, no hay manera de demostrar la falsedad de un aserto, ya que, si se cumple, es verdadero, y si no se cumple, también. Tanto si los manifestantes hubieran llevado banderas franquistas como si no, estaba prejuzgado que eran “fachas”, porque la ideología no concebía un acto así más que como la eterna recurrencia de la “derecha cavernaria” y, ante la Doctrina Verdadera, incluso la realidad ha de callar.

Borja Lucena. Feacio
09:14 - 13/03/2007