Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

domingo, 10 de junio de 2007

La sociedad sin clases y La vida de los otros.
Borja Lucena

PRIMERA PARTE. ALLEGRO TEÓRICO.

El misticismo revolucionario marxista contempla como culminación de la evolución humana el ideal realizado de una sociedad sin clases. Esta sociedad abriga la esperanza de resolver la contradicción y el sufrimiento que han separado al hombre de sí mismo a través de la historia. Prometedor. Marx describe, entusiasmado y poético, el escenario de una nueva vida humana despojada del equívoco del dolor y la separación:

El comunismo, como la abolición positiva de la propiedad privada considerada como la separación del hombre de sí mismo; el comunismo, como la apropiación real de la esencia humana por el hombre y para el hombre, como retorno del hombre a sí mismo en tanto que hombre social, es decir, hombre humano; retorno completo, consciente y con la conservación de toda la riqueza del anterior desarrollo. Este comunismo, siendo un naturalismo acabado, coincide con el humanismo; es el verdadero fin de la querella del hombre con la naturaleza y entre el hombre y el hombre, es el verdadero fin de la querella entre la existencia y la esencia, entre la objetivación y la afirmación de sí, entre la libertad y la necesidad, entre el individuo y la especie. Resuelve el misterio de la Historia, y sabe que lo resuelve.

Siglo y medio después, muchos hablan del ideal a esculpir en la tozuda, en la obstinada realidad; a menudo, a su vez, suponen que cualquier medio que convenga auténticamente a la belleza transparente de la idea participa de la bondad intrínseca de ésta. Sin embargo, no es este el momento de hablar de medios, ahora propongo únicamente considerar la ebriedad inducida por la contemplación del ideal realizado. Ante la visión luminosa de la renovación plena del mundo, el revolucionario profesional se postra extasiado, anhelante, se disuelve en la divinidad y el bien absolutos… ¡sancta simplicitas! Por poner un ejemplo, Carlos París escribe una carta en “El País” (sábado, 24 de marzo) en la que, enalteciendo su currículo progresista, casi se evapora diciendo: “No es de extrañar, entonces, que, posteriormente, librado de aquellos espejismos juveniles (se refiere a su militancia falangista y nacional-católica), encontrara en el ideal comunista de la sociedad sin clases, la sociedad de productores asociados, en términos de Marx, la autenticidad del ideal revolucionario”.

SEGUNDA PARTE. ADAGIO SINIESTRO

En este segundo movimiento, me permito recomendar una película. La vida de los otros retrata la realidad cumplida de la sociedad sin clases instaurada en Alemania del Este por el victorioso ejército rojo soviético. La aspiración revolucionaria es aquí materia, y el igualitarismo se ofrece en la forma de igualdad absoluta por y ante el terror y el dominio del partido. El trayecto que conduce a través del relato está por completo absorbido por la visión del socialismo realizado o, como dio en llamarse, el Socialismo Real. Las noches mudas y desiertas cuya sombra penetra las cosas; el silencio, sobre todo el silencio, que envuelve las existencias ordinarias, que se instaura entre los muebles inmóviles, que preside la cena preparada rutinariamente; el silencio que reina incluso en el inmenso ruido, en las conversaciones temerosas y calladas, en el miedo desgranado en palabras vacilantes y sistemáticamente mentirosas. Adam Zagajewski describe el universo paralelo de la Polonia socialista: El nuevo régimen se reconocía sólo por los síntomas siguientes: la palidez del rostro, el temblor de las manos, las conversaciones en voz baja, el silencio, la apatía, la costumbre de cerrar a conciencia las ventanas, la desconfianza para con los vecinos y la afiliación masiva al partido detestado (Dos ciudades, pág. 38).

La película enfrenta al terrible escenario del absurdo consumado. Todo transcurre traspasado por el miedo, por la desesperanza, por la pérdida alucinada de todo lugar que habitar confiadamente. También por la vileza. El partido tiene ojos y oídos en todos lados; los oídos ubicuos de los servicios secretos, los ojos de aquellos a quienes se ama. Lo perfectamente sórdido de esta igualdad soviética es la desintegración de todo lazo de afecto personal: al proscribirse la vida privada, el afecto hacia otros se desvela siempre como sombra de una sospecha; no se puede confiar en el amigo ni hablar a la mujer que se ama. La condición de ciudadano ha sido usurpada por la de confidente, la vida imprevisible desplazada por la maquinaria determinista de la organización. Todo se ha vuelto igual: igualmente siniestro, igualmente gratuito, igualmente opaco como la suciedad gris de los interminables barrios de viviendas uniformes. El partido engulle toda diferencia y sólo permanece el ansia de supervivencia y la desnuda lucha por el poder de los despreciables y los idiotas.

Todo es político. Hace poco, una cándida lectora de prensa escribía, en un diario que no recuerdo, una admonición reveladora: todo lo personal es político. Concretamente, hablaba de no olvidar nunca ese lema. Le hubiera encantado vivir en la RDA, supongo. En el estado socialista todo es político: conversaciones, amor, lecturas, arte…, incluso el modo de contemplar un paisaje o un cuerpo desnudo se impregnan de significación política. La película sólo parece salvar una cosa de la gran inmundicia: salva a la música, porque ni siquiera el teatro u otras formas de arte parecen escapar al irresistible atractivo de la ensoñación cómplice. Entre toda la descomunal porquería, sólo la Appasionata de Beethoven. Sólo una Sonata para un buen hombre. Sin embargo, no nos engañemos: también la música tuvo su realismo socialista, y sus compositores y directores delataron y traicionaron para dirigir y componer. Los demás, simplemente, cesaron de existir. Poco queda cuando una acción valiosa sólo puede realizarse bajo el precio de incontables silencios, o cuando la única forma de nobleza es, irrevocable, el suicidio.

TERCERA PARTE. RONDÓ A MODO DE INTERROGACIÓN.

Contemplamos el ideal. Contemplamos también cómo se hace carne y transforma el mundo. La idea, que, como todo lo metafísicamente puro, reverbera de luminosidad absoluta, sólo al cobrar realidad comienza a proyectar su sombra. La diferencia insuperable entre lo vivo y lo muerto, lo auténtico y lo soñado, es que, como el Virgilio de la Divina Comedia, lo privado de realidad es atravesado por la luz sin obstaculizar su paso, sin producir la sombra que acompaña irremediablemente a todo lo real iluminado por el sol. Sólo cuando adquiere la consistencia de lo real comienza el ideal a interponerse entre la luz y el mundo. Cuanto más absoluto el ideal, más sólida y densa es la sombra que hace caer sobre las cosas al materializarse. La sombra de la sociedad sin clases es la noche completa y silenciosa de las calles de Berlín Este, la sordidez del terror a los tentáculos omnímodos del partido, la espera desesperanzada mientras las cosas pierden su nombre. La traición recurrente a uno mismo y a los demás. Tenebras in lux.

Y hoy, ayer, mañana, me repiten la cantinela de la bondad del ideal, de la necesidad de la lucha, de la opresión capitalista, de la revolución. Exoneran al ideal porque siempre hay hombres a quienes responsabilizar. No fue la idea, pura, buena, resplandeciente, sino hombres malos que se aprovecharon de su nombre sacro. El socialismo no tiene nada que ver, me dicen, con el socialismo real. Pero, ¿son tan idiotas como para no observar cómo la idea misma guarda escondida su perversión? Cuando deja de ser idea y se mezcla con las cosas, las roe, no soporta el contacto con el barro, la sangre, los hombres imperfectos, y se desata furiosa contra todo ello. La idea, en tanto se quiere realizar en su inmaculada integridad, se convierte necesariamente en aniquilación de una realidad que no está nunca a la altura. La pasión asesina de la idea sólo la conocen quienes vivieron su sangrienta epifanía. Los demás tenemos sólo noticias, periódicos, o una ignorancia culpable y buenas intenciones cómplices. Sabemos de oídas lo que otros sufrieron de modo cotidiano y concreto. Pero hay muchos, demasiados, que no se dan por enterados. Por ejemplo, aquellos que, como progresistas conscientes, sienten una alegre simpatía por todo lo que se denomine “comunista”, aún sin haber siquiera leído nunca a Marx o a Lenin. ¿Por qué el autodenominado progresista mira constantemente hacia otro lado? Es ya momento de lanzar a la cara de los culpablemente ciegos todo lo que su boba credulidad encierra. Es ya hora de pensar sin ayuda de clichés sobre la esencia del ideal que, al inmiscuirse en la materialidad de la vida concreta, sacó de los bolsillos unas manos llenas de sangre. La sobrelegitimidad moral de que goza la izquierda parece provenir de lo espléndido del ideal marxista, aunque la mayoría ya no lo recuerde y ser de izquierdas se vea limitado, generalmente, a una cuestión simple de prestigio. Ante el ideal impoluto, otras teorías políticas se ven manchadas en exceso de realidad, de intereses mundanos, de pasiones perecederas. Bello, puro, magnífico, pero, ¿Qué ocurre cuando el ideal absoluto se procura hacer presente en un mundo nunca íntegramente bello, ni puro, ni magnífico? La vida de los otros da cuenta del inmenso peso de la idea soportado por los europeos del este durante cuarenta años; sin embargo, seguiremos celebrando el ritual revolucionario, y ¡Viva Castro!, y ¡Comandante Ché Guevara!, y ¡Yanquis go home!, y ¡Socialismo o muerte! Al fin y al cabo, es la vida de los otros.

P.D. En sincero agradecimiento al apoyo fraternal del gobierno de España, a través del ministro de asuntos exteriores, a la imperecedera revolución cubana.
En solidaridad, también, con la indiferencia mostrada por el gobierno ante los despreciables disidentes que se niegan a dar su vida por el ideal.

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