Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

martes, 5 de junio de 2007

La toma del poder por los ineptos.
Borja Lucena

Es muy difícil no soltar una carcajada ante las boberías esparcidas sin cuento por esta ubicua ideología contemporánea. Allá dónde atrevamos a dirigir la mirada comprobamos que se ha instalado un racimo más o menos numeroso de verdades irrebatibles que señalan, sobre todo, la presencia de una nueva clase dispuesta a la ocupación permanente del poder. Hoy lo contemplamos en todos los ámbitos, no sólo de la política, sino de la vida común. Sin embargo, quizás sea en el seno de las instituciones educativas donde se comprueba de modo más explícito; aquí la ideología se hace palabra, se torna visible como el verbo encarnado, se ofrece no sólo como motivo oculto, sino como mensaje objetivo y, a menudo, enternecedoramente transparente. Un medio privilegiado que encuentra la ideología para apoderarse de toda una sociedad, como sabía Gramsci, se da a través del control y la presencia hegemónica de agentes conscientes de esa ideología en las instituciones, sobre todo las educativas; así, asistimos diariamente al asalto de las escuelas y universidades por un ejército de teóricos y legisladores que pretenden reformar sus estructuras como modo de asegurar un poder longevo.

Lo asombroso de la ideología omnipresente en el sistema educativo es su candidez, la forma impregnada de ternura y buenas intenciones en que se infiltra en el medio, la sonrisa beata que adorna constantemente sus asertos y acciones. Razonablemente, observamos esa farsa constante sin poder reprimir la risa. La estupidez dulcificada y bendecida por el aroma de santidad progresista, la solicitud hacia el pobre, la comprensión para con el delincuente y la víctima del sistema…, la reunión de tantos elementos se traduce en un espectáculo humorístico de primer orden. Reímos gustosamente ante afirmaciones disparatadas e imposturas cotidianas. Pero algo, no obstante, amenaza al instante con helar cualquier sonrisa: aunque tales profetas y creyentes estén sólo investidos de un poder intelectualmente ridículo, es primordialmente poder. Cuando los fervientes apóstoles de la “educación innovadora” recitan su Al-Corán, nos reímos, pero las leyes que rigen el sistema educativo, así como el sistema en general, se diseñan de acuerdo con su oráculo. Poco a poco, la escuela sufre un proceso patológico de mímesis con lo más absurdo e insensato del discurso pedagógico moderno, y esa imitación amenaza con llegar a culminar en una identificación plena entre lo real y lo ideal-idiota. ¿Quién es capaz de contener la risa cuando pedagogos y fundamentalistas pretenden programar la evolución del niño con el fin de no oprimir su espontaneidad? ¿Quién no advierte el despropósito de establecer por decreto ley qué debe el alumno desarrollar de modo original y libre? Reímos al calibrar el sinsentido del rousseauniano “obligar a la libertad”, pero nuestra carcajada no impide escuchar el estruendo provocado por la constante toma del poder por los ineptos.

1 comentario:

  1. Es difícil dar cuenta de la motivación que puedan tener estos pedagogos del buen corazón al legislar, como dices, Borja, lo “inlegislable”. La espontaneidad o la creatividad es algo de difícil potencia y, a menudo, muestran su cara más atractiva en los momentos más cruentos. De hecho, generalmente es al arte que carece de subvención el que merece la pena. El adolescente Twist, de Dickens, además de ser más real y más creíble, aventaja en todo al insoportable e insulso Emilio de Rousseau. Uno, el primero, se ennoblece venciendo las resistencias que ponen coto a su libertad; el segundo asemeja a un riachuelo encauzado a través de un secarral que desvigoriza al muchacho.
    En la nueva legislación, fiel al espíritu del incomprensiblemente laureado Marchesi, descubrimos, con estupor, que se devalúa aún más el esfuerzo personal de los alumnos que cursen la secundaria obligatoria. los inocentes aprendices podrán esquivar, sin esconderse, al menos tres materias del currículo, y aún así, obtener el, mal llamado, graduado.
    El ánimo de nuestros legisladores que se empeñan en perseverar en el error se nos escapa, al menos de primeras, del horizonte de nuestra comprensión. Podríamos pensar que, desde una consideración nefasta de la política, nuestros padres patrios lo único que quieren es aumentar las cifras de graduados cara a la galería, es decir, cara a Europa. Las nuevas y exitosas cifras podrían ser un buen recurso de los voceadores gubernamentales en los debates de la televisión pública. Pero esta interpretación de los hechos, es tan capciosa, que incluso a mi me espanta. Como punto de partida, siempre considero la honorabilidad y decencia del político; al menos hasta que me demuestra lo contrario. Y desde luego, un legislador que escoge un buen maquillaje a costa de ir construyendo un país de analfabetos merecería ser acusado de los más altos crímenes contra el estado. Por eso no creo que sea así.
    En el fondo, esta forma ridícula, simplista, superficial y ingenua de considerar la educación, en la que, es el punto de partida lo que resulta realmente valorado y no los logros personales, lo adquirido mediante el esfuerzo y el siempre difícil ejercicio de la inteligencia, no es el resultado de una ingenuidad suicida; es, en cambio, todo una interpretación del hombre, la política y la sociedad, por parte de una izquierda que, abandonado el marxismo y su vocación dialéctica, retorna a fuentes anteriores: a Rousseau.
    Para el Ginebrino resentido, la ignorancia no es un mal a batir, sino un precioso don de la naturaleza; por tanto, es algo a conservar y cuidar, frente a cualquier agresión exterior: la inteligencia, el conocimiento, la educación. El individuo realmente virtuoso no es, de ningún modo, el que destaca en virtud a sus logros personales e individuales, sino todo lo contrario: el que renuncia a su individualidad y se diluye en la mediocridad de la masa; el ignorante. La razón de esto estriba en el desprecio que tiene el filósofo suizo por el parlamentarismo, es decir, por la dialéctica. Considera que las discusiones y los enfrentamientos dialécticos en los que diferentes ideas se baten en duelo con el objetivo de sacar de los restos del combate una conclusión (dialéctica), no es más que un juego de pavos reales. La verdad no se discute, la verdad se asiente. Por eso escribe en el Emilio que “aun cuando los filósofos estuvieran en condiciones de averiguar la verdad, ¿quién de ellos se interesaría por ella? Cada uno sabe muy bien que su sistema no tiene otro fundamento que el de los otros, llegase lo sostiene porque es suyo. No hay ninguno que si llegase a conocer lo verdadero y lo falso, no tuviera preferencia por la mentira que ha encontrado antes que por la verdad descubierta por otro. ¿Dónde está el filósofo que por su gloria no engañase a sabiendas al linaje humano? ¿Dónde el que en el interior de su corazón no se propone otro fin que el de distinguirse? Con tal que se coloque en una esfera superior a la vulgar y que eclipse el brillo de sus émulos, ¿qué más pide? Lo esencial consiste en pensar de un modo distinto de los demás. Con los creyentes es ateo, y con los ateos sería creyente.”
    Lo terrible, lo realmente imperdonable en un filósofo es, agárrense a la silla: pensar diferente que los demás. Los filósofos, nada tienen que ver con los “amigos de los ideas” del ateniense Aristocles, nada de eso… los filósofos son seres inmundos que de forma descarada y malintencionada le buscan las cosquillas a los hombres de bien y tratan de confundirles, introducir en ellos el vicio de la duda y la incertidumbre, el repugnante instinto del conocimiento. Por todo eso, el enemigo a batir no es otro que la razón misma, entendida “razón” en su concepción kantiana e ilustrada de “crítica”. El hombre de bien, lo es al margen del conocimiento. Y es de bien por una razón: no plantea objeciones, no presenta dudas, no pierde el tiempo con razonamientos y disquisiciones de salón, no se enfrasca en debates, no critica. El hombre de bien es, fundamentalmente, un hombre de fe.
    Esta forma de pensar, que al ilustrado culto, curtido en el ejercicio de su ironía y su crítica, por ejemplo Voltaire, le parece del todo bellaca, ruin, y grotesca, le resulta, en cambio, amable y repleta de buenos sentimientos al villano consentidor, al adolescente, al creyente y al militante, sea cual sea su milicia. Presenta un mundo falto de complicaciones, donde “el pan es pan y el vino es vino”, aún cuando el vino sea agua y el pan peladura de patata. Un mundo en el que todos somos iguales y el que destaca “algo habrá hecho”… algo ruin, por supuesto.
    No sorprende, por tanto, en estas lides, que desde la pedagogía de la bondad natural, la educación se considere un enemigo máximo; la educación entendida en su consideración tradicional como una petición de excelencia personal. Se trataría, por tanto, de redefinir lo que es la educación y extirpar de su seno palabras como “disciplina”, “esfuerzo”, “superación”. Puesto que lo valorable no es el punto de llegada, como ocurría con la escarpada subida de la caverna en la alegoría platónica, sino el punto de partida, la visión de las sombras, la educación se convierte en una peligrosa actividad en la que el educador debe medir sus palabras y sus fuerzas a fin de no estropear esa virtud natural con la que ya todos contamos de antemano. Si el aprendiz se tuerce… alguien lo habrá torcido… que lejos están estas ideas de la petición que Nietzsche hace en “Humano demasiado humano” según la cual el maestro, a través de su ironía, debe hacer sentir en las carnes del aprendiz, una sana humillación, la de la ignorancia; humillación que llevará a los espíritus elevados a revelarse contra el aguijón que les zarandea.
    Pero Nietzsche o Voltaire, no estiman más que al hombre libre que, consciente de su fuerza y su limitación, desafian el destino, a solas. Rousseau, y toda esta caterva de repetidores, no ansían hombres capaces que se ríen de sus límites, ansían masas de militantes.
    Eduardo Abril (83.39.216.50) - 22:31 - 21/03/2007...

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