Una de las posiciones más codiciadas hoy en día es la de víctima. Quien se hace con la aureola del damnificado se considera amparado en todas sus exigencias por el simple gesto de señalar la cantidad de ofensas de las que ha sido objeto. El perjuicio cometido contra uno, de esta manera, parece justificar una revancha ilimitada. Hay víctimas de todas las clases y pretensiones, pero entre ellas destacan las que han sufrido daños ficticios: las dimensiones de su rabia contra el mundo parecen proporcionadas a lo fantástico e imaginario de la herida que muestran al resto de los hombres. Quien pretende conseguir algo, en vez de esgrimir argumentos y mostrar razones, rebusca en los bolsillos ancestrales para encontrar una injusticia que, por pasada o inventada que sea, haga válida cualquier reivindicación y convierta en innegable la deuda.
Añadiendo una variación más a tantas palabras aquí escritas, el caso de la lengua catalana es el de un claro aspirante al campeonato de víctimas. Una lengua arriconada -nos repiten- perseguida, maniatada, desterrada por sus verdugos particulares a los extrarradios de la historia. El relato de la persecución y el exterminio acrece cada día para sustentar la defensa de cualquier acción que se destine a la defensa caballeresca de la lengua-víctima. En medio de todo este ruido, surgiendo de entre la impostura de los sollozos y la compasión lastimera, se adivina una imagen certera de la mentira.
Construir un universo ficticio en el que la lengua catalana es oprimida por la imperialista y opresora Castilla, además de falsedad empírica, es la taimada estrategia de quien -pobrecito- pretende blindarse ante cualquier hecho o argumentación que muestre lo que de verdadero hay en las cosas. La estratagema no deja de ser curiosa. La compasión y la estupidez hacen el resto. Además de vernos salpicados por esas lágrimas falsarias y esos lamentos insoportables, aquí los verdugos nos vemos sujetos a las implicaciones y consecuencias políticas de esa pose: la aceptación de los daños ficticios justifican que el estado se involucre e intervenga en la defensa del desvalido. Bajo argumentación tan burda -pero tan efectiva- se ampara la acción totalitaria de la Generalidad, que en defensa del "débil" se cree investida de la potestad de menoscabar y arrinconar al "fuerte". Sólo en el seno de esta ficción patológica se entiende que en Cataluña ocurran cosas impensables en el resto de europa, como que a los comerciantes les obliguen a rotular sus establecimientos en catalán o a los niños se les vigile en los recreos para confirmar que no usan la lengua de los castellanos impuros.
En todo este asunto, por supuesto, lo que menos importa al nacionalista es la lengua catalana, así como menos aun los catalanes mismos. Lo peor que puede ocurrirle a una lengua es el convertirse en fetiche de los ideólogos; entonces se reseca, se agrieta, supura de gangrena y artificio.Si tuviera importancia para ellos, sería conveniente recordar a esos amantes de la lengua que ninguna ha florecido a través de tácticas tan vulgares. Agitar el catalán como si fuera un leproso digno de lástima, como si fuera un negrito de biafra esperando la acción salvadora del misionero, como si fuera una ancianita lánguida asaltada por un ladrón marrullero, sólo puede servir para anunciar su debilidad y decadencia naturales.
Lo mejor que puede hacer el catalán por su lengua es permitirle la vida natural de las lenguas, su desenvolvimiento en el mundo real en el que idiomas y hablantes conviven, compiten, aman y blasfeman; dejar, en fin, que conozca el mundo y se haga fuerte. De lo contrario la están condenando a la vida bella e ineficaz de las quimeras. O a la estéril búsqueda de la eternidad que Michael Jackson persigue en su burbuja.