Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

miércoles, 30 de abril de 2008

Una nueva fe

Toda política que pretenda adornarse con el título de "progresista" adopta automáticamente ciertos ropajes simbólicos que facilitan a su público potencial una identificación rápida e inequívoca. Los discursos se ornamentan de los mismos términos grandilocuentes, de la misma ternura de corazón y primacía de los "buenos sentimientos", de idéntica misericordia hacia los desamparados y semejante solicitud para con los débiles. No obstante, algo que tampoco falta en esa imagen de marca que trata de distinguir a los buenos de los malos es el odio acendrado al cristianismo, en general, y a la iglesia católica en particular. Más allá de las contradicciones, el progresismo se construye un reino conceptual confuso y arbitrario en el que conviven lo mismo y su negación, así como, según Platón, el sofista componía sus argumentaciones de una mezcla mentirosa de ser y no-ser. Lo cierto es que no hay que excavar demasiado para encontrar un vínculo genealógico evidente que conduce de estos supuestos descreídos al catolicismo apostólico romano. Las inmensas y "renovadoras" ideas que esgrimen no dejan de repetir nociones comunes a catecismos de hace siglos, y su amor a la Humanidad se demuestra sospechosamente similar al tradicional dirigido al altísimo. Desgraciadamente, esos nexos genéticos no conducen a lo valioso, sino a lo más mostrenco del cristianismo, y los nuevos cruzados del laicismo han renegado de la inteligencia de Tomás de Aquino para entregarse al fundamentalismo de Tertuliano. Tomando sobre sí la herencia más dudosa del catolicismo, este carácter mesiánico de la política se observa nítidamente en el celo religioso con el que nuestros políticos progresistas atacan a la religión, y no deja de recordar al fanatismo necesario para que una iglesia sustituya a otra. Porque, de hecho, el obsesivo objeto del político progresista es abolir una iglesia para fundar una iglesia, desterrar una fe para fundar una fe. Ya en el siglo XVIII, Edmund Burke supo localizar en la revolución jacobina la conversión de la política en religión. Al leer sus palabras me han asaltado imágenes intensas de la política actual:
La camarilla literaria había formado hace algunos años algo semejante a un plan oficial para la destrucción de la religión cristiana. Persiguieron ese objetivo con un celo como el que sólo habían mostrado hasta entonces los propagadores de algún sistema de creencias. Estaban poseídos por un espíritu de proselitismo de la más fanática condición, y a partir de eso, mediante un fácil proceso, con un ánimo de persecución acorde con sus medios. (...) Estos padres ateos tienen un fanatismo propio y han aprendido a hablar contra los frailes con el talante de los frailes. Pero en algunas cosas son hombres de mundo. Acuden a los recursos de la intriga para suplir las deficiencias de la argumentación y del ingenio. A este sistema de monopolio literario se unió una industria incansable dedicada a boicotear y desacreditar en todos los sentidos y por todos los medios a aquellos que no se adhiriesen a su actuación. Para los que han observado el espíritu que anima su conducta hace mucho que está claro que lo único que querían era el poder para convertir la intolerancia de la lengua y de la pluma en una persecución que afectaría a la propiedad, la libertad y la vida.


Citado en Michael Burleigh, Poder terrenal; Taurus , 2005

martes, 22 de abril de 2008

Nosotros los sin patria.

Hoy, releyendo las páginas de la Gaya Ciencia, llegué a uno de esos textos que tiene la virtud de siempre emocionarme... un viento fresco bajo esta luz del Mediterráneo que compartí hoy con este viejo amigo. De sobra lo conoceis, pero merece la pena recordarlo; me recordó quién quiero ser:


"Entre los europeos de hoy no faltan aquellos que tienen derecho a llamarse sí mismos, en un sentido relevante y honorable, los sin patria -¡a ellos encomiendo expresa y cordialmente mi secreta sabiduría y gaya scienza! Pues su suerte es dura, su esperanza incierta, es una obra de arte inventar un consuelo para ellos- ¡pero de qué sirve! Nosotros los lujos del futuro, ¡cómo seríamos capaces de estar en este hoy como en nuestra casa. Nos desagradan todos los ideales ante los que alguien todavía podría sentirse como en su casa, incluso en este tiempo de transición frágil y hecho trizas; en lo que concierne a sus «realidades», no creemos que sean duraderas. El hielo que aún hoy nos sostiene ya se ha vuelto muy delgado: sopla el viento del deshielo; nosotros mismos, los sin patria, somos algo que resquebraja el hielo y otras «realidades» demasiado tenues... No «conservamos» nada, tampoco queremos regresar a ningún pasado, no somos de ninguna manera «liberales», no trabajamos por el «progreso», no requerimos taponar en primer término nuestros oídos frente al canto del futuro de las sirenas del mercado -lo que ellas cantan, «iguales derechos», «sociedad libre», «no más señores y no más esclavos», ¡no nos seduce!; no consideramos en absoluto como deseable que se funde sobre la tierra el reino de la justicia y la concordia (puesto que bajo todas las circunstancias se convertiría en el reino de la más profunda mediocridad niveladora y chinería), nos alegramos con todos aquellos que, como nosotros, aman el peligro, la guerra, la aventura, que no se dejan indemnizar, atrapar, reconciliar, castrar; nosotros mismos nos contamos entre los conquistadores, reflexionamos acerca de la necesidad de nuevos órdenes, así como de una nueva esclavitud -pues a cada fortalecimiento y elevación del tipo «hombre» corresponde también una nueva forma de esclavizar -¿no es verdad? ¿No hemos de sentirnos por todo esto difícilmente como en nuestra casa, en una época que ama considerar como su honor que se la llame la época más humana, más benigna, más justa que hasta ahora se ha visto bajo el sol? ¡Ya es bastante malo que precisamente ante estas bellas palabras tengamos segundos pensamientos todavía más espantosos! ¡Que sólo veamos allí la expresión -también la mascarada del profundo debilitamiento, del cansancio, de la vejez, de la fuerza declinante! ¡Qué pueden importarnos los oropeles con que un enfermo engalana su debilidad? Aunque él pueda exhibirla como su virtud -¡no cabe ninguna duda de que la debilidad vuelve apacible, ah, tan apacible, tan justo, tan inofensivo, tan «humano»! La «religión de la compasión» hacia la que se nos quisiera persuadir -¡oh, conocemos suficientemente a los hombrecitos y mujercitas histéricas que hoy necesitan precisamente de esta religión como velo y atavío! No somos humanitarios; nunca osaríamos permitirnos hablar de nuestro «amor a la humanidad» -¡alguien como nosotros no es bastante actor para hacer eso! O no es bastante saint-simoniano, no es bastante francés. Uno tiene que estar afectado por un exceso galo de excitabilidad erótica y de una enamorada impaciencia para acercarse con su sensualidad, incluso honestamente, a la humanidad... ¡La humanidad! ¿Hubo alguna vez una mujer vieja más espantosa entre todas las mujeres viejas? (-tendría que ser algo así como «la verdad»: una pregunta para filósofos). No, no amamos a la humanidad; por otra parte, tampoco somos ni de cerca bastante «alemanes», tal como se entiende hoy la palabra «alemán», como para apoyar el nacionalismo y el odio de razas, como para poder alegrarse de la nacionalista sarna del corazón y del envenenamiento de la sangre, por cuya causa se delimita y bloquea hoy en Europa a un pueblo contra el otro, como si estuviesen en cuarentena. Somos demasiado despreocupados para eso, demasiado maliciosos, demasiado consentidos, demasiado bien informados, demasiado «viajados»: preferimos, con mucho, vivir en las montañas, alejados, «intempestivos», en siglos pasados o por venir, sólo para ahorrarnos con eso la silenciosa ira a que nos sabríamos condenados como testigos de una política que vuelve yermo al espíritu alemán, en tanto lo hace vanidoso y es, además, una política pequeña -¿no necesita ella, para que su propia creación no se desmorone nuevamente de inmediato, plantarla entre dos odios mortales? ¿No tiene que querer la perpetuación de los muchos pequeños Estados de Europa?... Nosotros los sin patria, con respecto a la raza y a la procedencia, somos demasiado diversos y estamos demasiado mezclados como «hombres modernos», y, por consiguiente, nos sentimos poco tentados a participar en aquella mendaz autoadmiración e impudicia de razas que hoy se exhibe en Alemania como signo del modo de pensar alemán, y que aparece doblemente falsa e indecente entre el pueblo del «sentido histórico». Para decirlo con una palabra, somos -¡y debe ser nuestra palabra de honor! -buenos europeos, los herederos de Europa, los ricos, sobrecargados, pero también ubérrimamente comprometidos herederos de milenios del espíritu europeo: en cuanto tales, surgidos también del cristianismo y contrarios a él, y precisamente porque hemos crecido desde él, porque nuestros antepasados fueron cristianos, de una honestidad sin reservas del cristianismo, que por su fe estuvieron dispuestos a sacrificar sus bienes y su sangre, su posición y su patria. Nosotros -hacemos lo mismo. ¿A favor de qué, sin embargo? ¿A favor de nuestra incredulidad? ¡No, eso lo sabéis vosotros mejor, amigos míos! El sí oculto en vosotros es más fuerte que todos los no y tal vez que os enferman junto a vuestro tiempo; y si tenéis que zarpar hacia el mar, vosotros emigrantes, también os obliga a ello -¡una creencia !..."

jueves, 10 de abril de 2008

Dos modelos

Estos días he estado contemplando, sólo a ratos, el debate de investidura. En ese hemiciclo ajado por la solemnidad y el vacío, las tardes se desenvuelven interminables y previsibles, como representaciones mil veces repetidas. En realidad, el órgano de representación del pueblo español se muestra, cada vez más, como el decorado de una pantomima de efectos menguantes, ya que todas sus competencias le son sucesivamente arrebatadas por parlamentos regionales voraces. El poder soberano, que nominalmente reside en el parlamento español, ha sido troceado y deconstruido, con lo que el principio moderno básico de indivisibilidad de la soberanía es de hecho inexistente. Poco falta para que el congreso sea sólo un símbolo en el que nada puede decidirse.

Durante la sesión de investidura se ha mostrado de forma patente el modelo de política que se impone a marchas forzadas: la política como reparto de privilegios y mercedes, como defensa de los intereses gremiales, estamentales, territoriales. Los pacientes espectadores que intentaban adivinar la dirección que ha de tomar la política española tuvieron que soportar largas horas de "¿qué hay de lo mío?"; catalanes, vascos, gallegos, canarios, todos acudieron al parlamento a exigir, clamar, amenazar, chantajear, con el fin de conseguir prebendas máximas para sus respectivos gobiernos. Lo que debiera advertirse como un sentido unitario, aunque complejo, se convierte, de esta manera, en la suma interminable de reivindicaciones desordenadas y contradictorias. Existe una confusión nefasta en todo esto: las elecciones generales sirven para elegir diputados que representan al pueblo español, según afirma la constitución todavía vigente, pero una cuidada indefinición permite que esto sea interpretado como que el diputado representa al territorio por el que sale elegido; de este modo, se mezclan dos principios políticos tan contradictorios como irreducibles entre sí: el del individuo y el del territorio. Una reforma del papel del congreso debería dejar claro que los diputados representan al conjunto de la soberanía, porque de lo contrario estamos remontando a la concepción medieval de las cortes, aquella en la que cada estamento y cada territorio se representaban sólo a sí mismos y a sus intereses, no contemplándose la idea de un espacio político compartido del que todos son partícipes. Para establecer una definición clara en este respecto es de primaria necesidad una reforma de la ley electoral que, frente a la equivocidad de las circunscripciones territoriales, establezca una única que reúna a la totalidad los ciudadanos. Sólo así, concibiendo al individuo como sujeto político único, será posible el fin de un desvarío fundamental. Las elecciones generales han de situarse en el marco de un espacio único de perfecta simetría entre sujetos políticos, mientras que es en las elecciones y las cámaras regionales donde es dado representar y reivindicar los intereses particulares de las comunidades autónomas.

Dos modelos de política, dos concepciones del derecho, dos paradigmas de la organización social. Uno es el de la polis ordenada geométricamente en torno a un poder del que todo ciudadano participa de forma simétrica. Es el modelo jurídico de la circunferencia; el otro es el de la desproporción entre sujetos políticos, desproporción proveniente de factores extrapolíticos; es el modelo religioso, ajeno a lo geométrico, más vertical que horizontal, más aferrado al mito del origen de la gens que a la igualdad de la condición política entre ciudadanos; es la condición prerromana del derecho, es decir, la del derecho como privilegio particular y no como norma general. Entre estos modelos es preciso, y ahora, elegir.