Toda política que pretenda adornarse con el título de "progresista" adopta automáticamente ciertos ropajes simbólicos que facilitan a su público potencial una identificación rápida e inequívoca. Los discursos se ornamentan de los mismos términos grandilocuentes, de la misma ternura de corazón y primacía de los "buenos sentimientos", de idéntica misericordia hacia los desamparados y semejante solicitud para con los débiles. No obstante, algo que tampoco falta en esa imagen de marca que trata de distinguir a los buenos de los malos es el odio acendrado al cristianismo, en general, y a la iglesia católica en particular. Más allá de las contradicciones, el progresismo se construye un reino conceptual confuso y arbitrario en el que conviven lo mismo y su negación, así como, según Platón, el sofista componía sus argumentaciones de una mezcla mentirosa de ser y no-ser. Lo cierto es que no hay que excavar demasiado para encontrar un vínculo genealógico evidente que conduce de estos supuestos descreídos al catolicismo apostólico romano. Las inmensas y "renovadoras" ideas que esgrimen no dejan de repetir nociones comunes a catecismos de hace siglos, y su amor a la Humanidad se demuestra sospechosamente similar al tradicional dirigido al altísimo. Desgraciadamente, esos nexos genéticos no conducen a lo valioso, sino a lo más mostrenco del cristianismo, y los nuevos cruzados del laicismo han renegado de la inteligencia de Tomás de Aquino para entregarse al fundamentalismo de Tertuliano. Tomando sobre sí la herencia más dudosa del catolicismo, este carácter mesiánico de la política se observa nítidamente en el celo religioso con el que nuestros políticos progresistas atacan a la religión, y no deja de recordar al fanatismo necesario para que una iglesia sustituya a otra. Porque, de hecho, el obsesivo objeto del político progresista es abolir una iglesia para fundar una iglesia, desterrar una fe para fundar una fe. Ya en el siglo XVIII, Edmund Burke supo localizar en la revolución jacobina la conversión de la política en religión. Al leer sus palabras me han asaltado imágenes intensas de la política actual:
La camarilla literaria había formado hace algunos años algo semejante a un plan oficial para la destrucción de la religión cristiana. Persiguieron ese objetivo con un celo como el que sólo habían mostrado hasta entonces los propagadores de algún sistema de creencias. Estaban poseídos por un espíritu de proselitismo de la más fanática condición, y a partir de eso, mediante un fácil proceso, con un ánimo de persecución acorde con sus medios. (...) Estos padres ateos tienen un fanatismo propio y han aprendido a hablar contra los frailes con el talante de los frailes. Pero en algunas cosas son hombres de mundo. Acuden a los recursos de la intriga para suplir las deficiencias de la argumentación y del ingenio. A este sistema de monopolio literario se unió una industria incansable dedicada a boicotear y desacreditar en todos los sentidos y por todos los medios a aquellos que no se adhiriesen a su actuación. Para los que han observado el espíritu que anima su conducta hace mucho que está claro que lo único que querían era el poder para convertir la intolerancia de la lengua y de la pluma en una persecución que afectaría a la propiedad, la libertad y la vida.
Citado en Michael Burleigh, Poder terrenal; Taurus , 2005