Lo que está de forma ya cotidiana en el discurso de la gente de a pie parece que sigue sin llegar al diccionario de la Moncloa. Todos los indicadores económicos llevan más de dos meses avisando de lo que parece que el gobierno no puede o no quiere darse cuenta: estamos ante una de las peores crisis económicas que haya podido atravesar la democracia española. Los precios del petróleo, la crisis financiera y, fundamentalmente, el pinchazo del ladrillo, amenazan, según algunos a meter de lleno a este país en una recesión económica que, en el mejor de los casos empezará a superarse en el 2010 y en estimaciones más pesimistas abarcará los próximos cinco o seis años. Y las recesiones económicas no son cosas para tomárselas a broma; consisten básicamente en estar cada vez peor... y si estamos mal, echen ustedes las cuentas.
Pero en esta situación el gobierno sigue empeñado en no llamar a las cosas por su nombre; o mejor dicho, en no llamar a las cosas como todos ya las llaman: "crisis económica". Se fuerzan los ministros, empecinados, en seguir manoseando esa palabreja, “desaceleración”, un término traído del lenguaje técnico de la ciencia, que se usa para describir las situaciones en las que la aceleración de un móvil decrece, pero no impide la marcha ni lo detiene, al menos mientras hay desaceleración.
Esta actitud lleva tiempo siendo criticada, en primer lugar, de forma tímida, por la oposición, y en segundo lugar por el cuarto poder, que no deja de señalar que la única forma de empezar a ponerle remedio a los problemas es hacer un buen diagnóstico; columnas de opinión que argumentan en este sentido se pueden encontrar en prácticamente todos los periódicos nacionales en las dos últimas semanas.
Y el gobierno insiste. Hoy mismo el presidente ha defendido en la comisión ejecutiva de su partido que se evite usar el término “crisis” ya que, según nuestro primera cabeza, perjudicaría el prestigio de España impidiendo la llegada de inversión extranjera, absolutamente necesaria en estos momentos. No entraré a considerar que la ejecutiva socialista más parece una comisión de filólogos esencialistas a la búsqueda de las designaciones más acertadas, y tampoco el hecho de que las recomendaciones del presidente llegan tarde, dado que la inversión extranjera lleva tiempo haciendo las maletas. Pero sí quiero detenerme en una impresión mucho más subjetiva: la sinceridad de Rodriguez y con él, de todo el Partido Socialista.
Voy a suponer que cuando Zapatero asegura que el uso del término “crisis” perjudica los intereses de España, está cometiendo un inusual lapsus linguae, inusual porque, aunque muestra la verdad de la intención, el error no se produce de forma inconsciente. Y que, en realidad, en virtud a una asociación muy poco saludable, cuando dice “España” quiere decir “gobierno”. Es decir que, cuando los mandatarios socialistas evitan describir la realidad como ya lo hacemos todos, usando términos como “crisis” o “recesión”, no están pensando en salvaguardar los intereses del estado, sino únicamente los intereses propios, salvaguardar el gobierno.
Pues bien, esto que señalo me sirve para volver a plantear uno de los ya clásicos temas en Feacia, en torno al cual no dejamos de dar vueltas. Algunos de vosotros frente a este hecho, señalaríais de forma inmediata al concepto de “ideología” y seguramente no estaríais desencaminados. El Gobierno Socialista, y con él, todo el partido y los medios de comunicación afines, estarían empeñados en hacer pasar por realidad algo que no es más que ficción, un conjunto de ideas falseadoras y, por tanto, destructoras de la realidad. Frente a este atentado sólo cabría llamar de nuevo a las esencias y hacer presente, a través de la crítica, la realidad pura y verdadera.
A mí me gusta adoptar una descripción de los acontecimientos sensiblemente distinta, aunque no tan alejada este otro pensamiento feacio; prefiero considerar que uno puede moverse dentro de léxicos diferentes a la hora de describir la realidad y, sobre todo, a la hora de hacer algo con ella. Me muevo, como sabéis dentro de una concepción no referencialista del lenguaje, sino más bien “instrumental”. Las palabras, los léxicos, más que formas de referirnos a lo real son herramientas para manipular las cosas.
En uno de los ensayos de Eduardo Sabrovsky, "El desánimo", éste utiliza un término sacado del lenguaje informático para referirse a lo que yo también quiero señalar: la "interface". Es verdad que él allí lo usa para describir el papel de la tecnología y que yo aquí lo quiero emplear para referirme al lenguaje. No estamos, sin embargo, tan alejados puesto que, desde mi punto de vista, el lenguaje no es más que eso, una innovadora tecnología humana para manipular la realidad, “hacer cosas con palabras”.
Como bien sabéis una interface es el modo en cómo podemos manipular de forma “humana” el magma incomprensible e inexplicable de "unos y ceros" que componen un programa informático. Cuando utilizamos software no lo hacemos directamente alterando y cambiando cadenas de unos y ceros, no introducimos nuevos bucles o saltamos de un lado a otro de la cadena de forma directa; y no lo hacemos básicamente porque nos resulta completamente imposible hacerlo. Un ordenador puede procesar millones de números en un segundo pero nosotros somos incapaces de encontrar, en ese mismo tiempo, por ejemplo, la repetición de un bucle de cienmil números. Precisamente por esto utilizamos lenguajes informáticos que se nos presentan como interfaces: eso nos permite hacer todas esas operaciones en forma de pulsar un botón, abrir una ventana, combinar una serie de comandos... etc. Ahora bien, las interfaces que podemos usar para manipular de la misma forma la máquina(o de forma distinta) son seguramente infinitas, tantas como la imaginación de un informático sea capaz de concebir (imaginemos, pues, si hablamos de cien millones de informáticos). Alguien podría objetara mi palabras que no acierto cuando digo que no podemos manipular de forma directa las cadenas de unos y ceros, el magma del software y, seguramente tiene razón; sin embargo yo añadiría que el tipo de cosas que podemos hacer enfrentando la tarea de este modo es tan mínima que resulta irrelevante: es lo que hacían las facultades de informática en los años sesenta y setenta con las antiguas tarjetas perforadas (un exceso intelectual usando esta técnica era, por ejemplo, lograr que una pelotita recorriera la pantalla de izquierda a derecha).
Con el lenguaje ocurre lo mismo; existen léxicos que nos permiten hacer diferentes cosas con la realidad. En unos casos logramos la paz social y en otros desatamos una guerra, en unos casos nos convertimos en un ávido broker y en otros conseguimos que nuestros alumnos aprendan matemáticas. Hay léxicos que hacen mejor unas cosas que otros y la experiencia nos lo ha demostrado, pero no existe ningún léxico que se refiera de forma más auténtica ni más esencial al mundo. Y es verdad que tenemos la posibilidad de referirnos a las cosas de forma tan directa y tan innegable que resulta difícil no creer que efectivamente se puede estar más o menos en lo cierto; si yo digo “hay un árbol frente a la ventana por la que estoy mirando”, resulta ridículo que nadie venga a decirme que realmente ahí no hay nada y que es mi lenguaje quién crea esta situación. Pero igual que con la manipulación directa de los transistores del ordenador, el tipo de cosas que podemos hacer con este juego referencialista es tan mínimo que ni siquiera merece la pena que nos lo tomemos en serio. Wittgenstein advirtió esto con brillantez en el Tractatus: el reino de lo que se puede decir queda tan limitado que la filosofía, la historia, la política o cualquier asunto de los que consideramos verdaderamente importante, incluido el mismo Tractatus, se relegan al silencio o al ámbito el llamaba “lo místico”.
Entonces, volviendo a tomar tierra, ¿en qué consiste el léxico socialista? No creo, como he dicho que sea cuestión de ideología ni de falseamiento, sino que creo que es una potente herramienta para manipular la realidad, una buena interface. La cuestión es ¿para hacer qué? La respuesta se deduce de todo lo que ya he dicho: el discurso gubernamental es evidente no nos va a sacar de la crisis, ni va a producir más paz social, ni va a superar de forma verdaderamente patente las desigualdades y las discriminaciones; y no lo va a hacer precisamente porque no es una herramienta para estos logros. Si quieres cambiar la rueda de un coche no utilizas una pulidora por lo mismo que si quieres pulir un suelo de mármol no sacas el gato del camión. El discurso socialista esta destinado fundamentalmente a producir agrado, confianza y simpatía entre la gente y, ahí, funciona como un tiro, como hemos comprobado en las pasadas elecciones. Zapatero para esto es el mejor y ha sabido usar como nadie esta puerta que deja abierta la democracia.
Intuyo que el que mejor ha sabido ver este asunto es el señor Rajoy; y lo digo porque últimamente se mueve en dos frentes. El primero, lograr que el PP sea competitivo en este mercado de las sonrisas, adoptando un léxico más amable y simpático. El segundo, acusar al gobierno de no hacer justamente lo que deberían hacer: gobernar. Pero claro, resulta un poco incongruente el hecho de que por un lado quiera adoptar el "buen rollito" y por el otro lo censure.