El centro de Praga se abre como una flor perdida en un campo baldío. Extensiones inacabables de suburbios y barrios del más ortodoxo urbanismo y arquitectura socialistas rodean una ciudad que esgrime altanera su belleza aristocrática y burguesa. Dos paradigmas estéticos -lo que es decir también éticos y políticos- se enfrentan, y cruzan en combate sus espadas: el horror y el anonadamiento de la simetría y la repetición frente a la profusión de formas, de colores, de callejuelas irrepetibles e iglesias ennegrecidas por el tiempo. La belleza reaccionaria que pervive a la amenaza de la Revolución, incapaz de belleza. Toda una síntesis de la singladura del siglo XX que se ofrece en la forma y aspecto de la ciudad bajo distintos sistemas políticos.
En la calle Na Prikopé, situado sobre un Mc Donald´s, Praga esconde un pequeño Museo del Comunismo, y en él se alberga la historia terrible del país bajo la tiranía inflexible del ideal. Son muchos los objetos y relatos difíciles de olvidar, y mucho también el asombro que despierta en alguien que proviene de un país, el mío, en el que estamos acostumbrados a considerar el comunismo provistos de una tierna sonrisa de condescendencia. Mis compatriotas están acostumbrados a aceptar que Hitler haya sido capaz de cometer barbaridades repugnantes, pero muchos de ellos considerarían inimaginable que los comunistas hubieran cometido las mismas. Pero así fue.
No obstante, quizás sea comprensible que tanta gente se incline de facto hacia la absolución del comunismo, porque, así como el lenguaje nacionalsocialista fue en su momento convenientemente analizado y desenmascarado, gran parte del lenguaje político soviético ha sido asumido en occidente y ha terminado gozando de pleno curso legal. Pertrechados de un mismo lenguaje, tendemos a considerar la realidad de modo afín a como los gobernantes del partido la concibieron: como material en bruto del que el estado puede disponer a su antojo para modelar la imagen sensible del ideal. El imperativo primero del totalitarismo queda así confirmado: donde había realidad ha de haber política, donde había vida -demasiado desordenada, imprevisible, azarosa- prevalezca el estado. El problema que enfrentamos es que el mundo cambió radicalmente cuando se hundieron los regímenes comunistas, pero la mayor parte de occidente ha sido incapaz de inventar una nueva política; así, seguimos hablando de las mismas cosas sin querer aceptar que hace mucho mostraron -tras esa leve apariencia, benévola y piadosa- su auténtica y siniestra potencia asesina.
La postal que os envío se refiere a ello de modo explícito: la corrección política por nosotros adorada no es más que un concepto forjado por el estalinismo para asegurar la imposición rigurosa de la ortodoxia en todos los estratos del pensamiento, el instrumento léxico adecuado para señalar y apartar al disidente del espacio político administrado. En el Museo del Comunismo encontré también otras formas de expresión que me resultaron horriblemente familiares: ¿cuántas veces, a "izquierda" y "derecha", nos conminan los políticos a normalizarnos? Pues bien, dicho término -tal y como se usa en expresiones como normalización lingüística o normalización democrática- posee a su vez una genealogía ciertamente reveladora: normalización fue el concepto formado por el gobierno del Partido Comunista Checo -tras la invasión del país por las tropas del Pacto de Varsovia- para hacer aceptable la represión dirigida a restaurar el orden soviético que la Primavera de Praga había cuestionado en 1968.
En la imagen, Stalin y Klement Gottwald, primer presidente comunista de Checoslovaquia, contemplan arrobados el horizonte de la Revolución. El texto que el autor del montaje ha insertado dice algo así como: "Ellos acuñaron el término corrección política cincuenta años antes de que Occidente lo adoptara".