Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

sábado, 30 de agosto de 2008

Praga.
Borja Lucena


El centro de Praga se abre como una flor perdida en un campo baldío. Extensiones inacabables de suburbios y barrios del más ortodoxo urbanismo y arquitectura socialistas rodean una ciudad que esgrime altanera su belleza aristocrática y burguesa. Dos paradigmas estéticos -lo que es decir también éticos y políticos- se enfrentan, y cruzan en combate sus espadas: el horror y el anonadamiento de la simetría y la repetición frente a la profusión de formas, de colores, de callejuelas irrepetibles e iglesias ennegrecidas por el tiempo. La belleza reaccionaria que pervive a la amenaza de la Revolución, incapaz de belleza. Toda una síntesis de la singladura del siglo XX que se ofrece en la forma y aspecto de la ciudad bajo distintos sistemas políticos.

En la calle Na Prikopé, situado sobre un Mc Donald´s, Praga esconde un pequeño Museo del Comunismo, y en él se alberga la historia terrible del país bajo la tiranía inflexible del ideal. Son muchos los objetos y relatos difíciles de olvidar, y mucho también el asombro que despierta en alguien que proviene de un país, el mío, en el que estamos acostumbrados a considerar el comunismo provistos de una tierna sonrisa de condescendencia. Mis compatriotas están acostumbrados a aceptar que Hitler haya sido capaz de cometer barbaridades repugnantes, pero muchos de ellos considerarían inimaginable que los comunistas hubieran cometido las mismas. Pero así fue.

No obstante, quizás sea comprensible que tanta gente se incline de facto hacia la absolución del comunismo, porque, así como el lenguaje nacionalsocialista fue en su momento convenientemente analizado y desenmascarado, gran parte del lenguaje político soviético ha sido asumido en occidente y ha terminado gozando de pleno curso legal. Pertrechados de un mismo lenguaje, tendemos a considerar la realidad de modo afín a como los gobernantes del partido la concibieron: como material en bruto del que el estado puede disponer a su antojo para modelar la imagen sensible del ideal. El imperativo primero del totalitarismo queda así confirmado: donde había realidad ha de haber política, donde había vida -demasiado desordenada, imprevisible, azarosa- prevalezca el estado. El problema que enfrentamos es que el mundo cambió radicalmente cuando se hundieron los regímenes comunistas, pero la mayor parte de occidente ha sido incapaz de inventar una nueva política; así, seguimos hablando de las mismas cosas sin querer aceptar que hace mucho mostraron -tras esa leve apariencia, benévola y piadosa- su auténtica y siniestra potencia asesina.

La postal que os envío se refiere a ello de modo explícito: la corrección política por nosotros adorada no es más que un concepto forjado por el estalinismo para asegurar la imposición rigurosa de la ortodoxia en todos los estratos del pensamiento, el instrumento léxico adecuado para señalar y apartar al disidente del espacio político administrado. En el Museo del Comunismo encontré también otras formas de expresión que me resultaron horriblemente familiares: ¿cuántas veces, a "izquierda" y "derecha", nos conminan los políticos a normalizarnos? Pues bien, dicho término -tal y como se usa en expresiones como normalización lingüística o normalización democrática- posee a su vez una genealogía ciertamente reveladora: normalización fue el concepto formado por el gobierno del Partido Comunista Checo -tras la invasión del país por las tropas del Pacto de Varsovia- para hacer aceptable la represión dirigida a restaurar el orden soviético que la Primavera de Praga había cuestionado en 1968.

En la imagen, Stalin y Klement Gottwald, primer presidente comunista de Checoslovaquia, contemplan arrobados el horizonte de la Revolución. El texto que el autor del montaje ha insertado dice algo así como: "Ellos acuñaron el término corrección política cincuenta años antes de que Occidente lo adoptara".

viernes, 1 de agosto de 2008

Los ultramundanos

El decurso del verano y de sus ritos tiene aspectos más y menos interesantes. Entre los primeros me quedo con la renovada imagen de la vida prestada por la realización de un viaje; de los segundos, por el contrario, destaca la lectura diaria del periódico, para mí tan fastidiosa como inevitable. Día a día se repite el mismo sopor y la misma nada, pero día a día vuelvo a acompañar el café de la mañana con el sonido idéntico del papel y el absurdo. Al fin y al cabo es sólo un euro, y al menos obtengo el provecho de hacer patente la imposibilidad de la transparencia racional y la eficiencia máxima en la vida humana, a la que esencialmente pertenece lo inexplicable y lo superfluo.

La prensa veraniega es, en líneas generales, un coñazo, y es quizás su inutilidad manifiesta la que la convierte en acompañante idóneo de la indolencia estival. Aun así, de entre tanta letra apelmazada que construye significados supuestos, hay días en los que es posible extraer alguna enseñanza valiosa. Ayer, por ejemplo, me enteré de que Madonna quiere viajar a la luna para solucionar su crisis (sic.). Parece una tontería, pero algo tan liviano como esto puede ser motivo de un rato de gozo intelectual. A mí me dio por pensar en la aparente paradoja de Madonna en la luna. Digo esto porque es quizás la estrella de rock el arquetipo que mejor parece representar la mundanidad y la inmanencia absoluta con que se quiere hoy trazar la imagen completa de la vida humana. Resulta que no se cansan de repetir, de enseñar, de publicitar y vender la vida como carne y simplicidad, como presente, como nudo disfrute sexual de un cuerpo, como fugacidad y juventud gloriosa, y todo ello se reúne en el símbolo heroico de la estrella de rock; no obstante, la estrella, la figura erigida en mito y en ideología, se quiere ir a la luna, y así nos descubre lo que esconde su pretendido vitalismo: el materialista tosco oculta, bajo las frases hechas que exaltan la inmanencia del mundo y la hegemonía absoluta del "espíritu de la tierra", un aborrecimiento igualmente absoluto por la realidad de lo mundano, un deseo insoportable de huir de la realidad y habitar una nueva dimensión supramundana.