Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

sábado, 27 de septiembre de 2008

Tres razones y un lamento


Lo que sigue es el texto de un artículo que me publicaron en "El Heraldo de Soria" el pasado 17 de septiembre. Seguramente no añade nada a lo que ya he dicho en otras ocasiones, y más bien, dado el espacio limitado en el que ha de contenerse un artículo periodístico, adolece de un desarrollo que clarifique el asiento argumentativo. Por otro lado, algunas afirmaciones, reducidas a una existencia sucinta, necesitarían de la explicitación de un fundamento aquí invisible. No obstante, es lo que hay, y, como actualmente estamos inmersos en una discusión sobre el tema, aquí lo dejo para que lo despedacéis.

Tres razones y un lamento

Es difícil intervenir en una discusión en la que se ha asumido de antemano cuál es la posición correcta. Eso es lo que he sentido buena parte de las veces que he intentado desarrollar los argumentos que razonablemente se oponen a la impartición en el sistema educativo de una asignatura como “Educación para la Ciudadanía”. Muchas veces, al comenzar a exponer mi posición al respecto, he experimentado la certeza de que ya no había sitio para el razonamiento, sino únicamente para el dogma. He tenido que soportar que me llamaran “facha”, que me llamaran “reaccionario”, que me acusaran de ser vocero de algún partido político, de alguna radio o de no sé qué fantasmas del pasado. Mi voz y mis más o menos acertadas dotes para la argumentación han sido sepultadas bajo un cúmulo de etiquetas y prejuicios que, de antemano, habían declarado ya el juicio visto para sentencia. Quisiera solamente, aprovechando el silencio del papel, poder presentar algunas de esas razones. Quisiera, sobre todo, frente a los deslumbrantes absolutos de la política, propiciar que se abriera paso la luz leve del escepticismo. Procuraré ser breve y ofrecer una modesta nómina de objeciones que creo razonable no acallar.

1- En primer lugar, despejemos un equívoco: la EpC no tiene nada que ver con la reflexión ética. No presenta un repertorio de problemas o concepciones morales que inciten a la reflexión y, por lo tanto, promuevan la formación intelectual y moral de los alumnos. No contiene apenas atisbo de consideración ética de problemas y posiciones, sino que ofrece un repertorio establecido de soluciones. Lejos de promover la reflexión moral, cancela su posibilidad presentando una moral definitiva y necesaria que es preciso compartir para aspirar a ser considerado ciudadano. Creo que cualquier consideración medianamente objetiva ha de reconocer que, en caso de pretender reforzar la presencia del pensamiento crítico y la reflexión ética, el legislador hubiera podido aumentar la presencia horaria de asignaturas como “Ética”; lejos de ello, con la reforma en marcha, esta asignatura ha sido troceada y casi completamente erradicada.

La EpC, en definitiva, se configura como un solucionario que omite la problematicidad de la discusión moral para poner en su lugar –tal y como confiesa la ley- la aceptación de posturas morales.

2- Una segunda objeción se refiere a la potestad del estado para establecer una moral oficial de aprendizaje obligatorio. Muchos consideran que la EpC contiene preceptos morales adecuados, y que, por ello, no tiene que haber problema alguno en que todos los ciudadanos los compartan. Con esto, no obstante, se reitera una vieja práctica que alcanzó culminación en los estados totalitarios: el poder considera que, habiendo alcanzado una definitiva moral verdadera, está legitimado para imponerla a los individuos con el fin de salvarlos del error y de la inclinación hacia el mal. El estado, así constituido, no se limita a administrar las cosas y regular la convivencia, sino que se erige en guardián de las conciencias. Cabe señalar, además, que la introducción de una moral oficial en el sistema educativo, más que ahondar en el régimen de libertades que impulsó la constitución de 1978, establece una sospechosa semejanza con una clave de bóveda del despotismo franquista: la imposición de la moral de los vencedores –precisamente porque se consideraba la moral verdadera- sobre la totalidad de la sociedad española.

El problema de una moral oficial no es que sea verdadera o falsa, sino que es obligatoria.

3- Por último he de referirme a un problema fundamental que alienta detrás de la polémica: ¿Para qué ha de servir un sistema de educación pública? Desde hace años advertimos un desplazamiento significativo de los objetivos de la educación que desvirtúa su auténtico cometido al sustituir el conocimiento por la moralización. Desapareció la tarima, y en su lugar se ha levantado un púlpito desde el cual el profesor se concibe, antes que como encargado de proporcionar contenidos de conocimiento, como divulgador de materias y discursos edificantes. La EpC profundiza en ese camino, ya que consiste en poner moral donde podría haber desarrollo de conocimientos: no se trata de conocer la pluralidad de teorías éticas que han convergido en la tradición liberal europea, sino de ofrecer respuestas fáciles e inequívocas como si fueran las únicas moralmente válidas. La condición de ciudadano, tal y como surgió de la reflexión ilustrada, se refiere a aquel que, a través del conocimiento, es capaz de superar la culpable minoría de edad del ignorante, no a aquel que asume como fe la moral propugnada por el estado, por muy “buena” que ésta sea. La alternativa es sencilla, y puede resumirse en una polémica semejante que tuvo lugar en el imperio austríaco de los Habsburgo: ante la pregunta sobre la función de la educación, el emperador Francisco I, acérrimo enemigo del liberalismo y abanderado de la reacción en la Europa post-napoleónica, resolvió determinar que la universidad no había de servir al conocimiento, sino al único objeto de “formar buenos ciudadanos y súbditos dóciles”; se prohibió entonces la lectura de pensadores “peligrosos” como Kant y Hegel, y la universidad austríaca se vio condenada, por muchos años, a una esterilidad impotente.

Ante el imperativo de definir la función del sistema educativo en una sociedad libre hemos de responder sinceramente: ¿Queremos la esterilidad científica y especulativa que supone convertir escuelas y centros educativos en industrias de producción de buenos ciudadanos?

martes, 23 de septiembre de 2008

Repitiendo argumentos. Educación para la ciudadanía.

Hace algunos años, fui testigo de un espectáculo que he contado muchas veces y que lo repetiré aquí, una vez más. Uno de los estudiantes del instituto en el que trabajaba, un magrebí de no mucho más de quince años, arrojó a su hermana gemela por las escaleras del centro, y tras recorrer cada uno de los peldaños, golpeándose en todos ellos, le propinó una brutal paliza. Un acontecimiento de este calibre ya, de por sí, es algo traumático para el desarrollo normal de la vida de cualquier centro, pero en este caso la conmoción era mayor debido al parentesco entre los dos protagonistas y a la especial relación de cercanía y cariño que la chica apalizada tenía con muchos de los profesores, después de unos cuantos años en el centro.

La dirección, dispuesta a atajar la situación, se reunió con los padres para explicar el hecho y adoptar las medidas oportunas. Sin embargo, los padres, para sorpresa de todos los profesores del centro, justificaron la conducta del hijo y señalaron que habían castigado a su hermana gemela que, seguramente había recibido algún golpe más por parte de su progenitores. Explicaron que el "buen hijo" no había hecho sino lo que ellos le habían enseñado, era, por tanto, un hijo obediente y respetuoso de sus padres; sin embargo ella, la perversa niña, se había comportado de forma indigna al mantener relaciones amistosas que ellos expresamente habían prohibido, con uno de los jóvenes del centro, un español.

La dirección del centro, ante la vehemencia del padre, comprendió que el joven agresor, como señalaba el padre, no había hecho sino seguir las instrucciones familiares y que, por tanto, el centro tampoco podía hacer recaer todo el peso disciplinario que habría sido aconsejado en otras circunstancias. La culpa del lamentable suceso era, sin duda, de la familia, y el instituto no contaba con autoridad para sancionar una mala educación familiar. El niño cumplió tres días de expulsión en su casa y tras ese periodo volvió al aula. Quince días después acudió de nuevo su hermana, aún con magulladuras, los dos ojos morados y restos de un labio partido. En mi clase de ética volvieron a sentarse juntos.

Esta mañana, en el aula de de segundo de la E.S.O de "educación para la ciudadanía", mitad en castellano, mitad en valenciano y mitad en inglés, me he fijado en una pareja de hermanos, también magrebies y me han recordado a los de la historia. El tema venía a cuento porque estaba hablando de la dignidad y de los derechos humanos como fundamentación de la constitución española. Hemos comentado el derecho que tenemos todos los ciudadanos a que no nos agredan y nos maltraten, ni siquiera por parte de la autoridad o de nuestros padres. Mohamed, el varón de la pareja, desconocía que los padres no tengan derecho a pegar a sus hijos y desconocía que eso es un delito.

Educación para la ciudadanía es necesaria; aunque no sé si lo es el hecho de que seamos los filósofos los que impartamos la materia. Seguramente el fastidio de tener que enfrentarnos a estas cuestiones, provenga de nuestro rechazo a vérnoslas con lo obvio, con lo que para nosotros, herederos indiscutibles de Voltaire y Kant, casi nuestra seña genética de identidad genética, es pan nuestro de cada día y con la expresa la renuncia al platónico mundo de las esencias puras. Nuestro padre Platón ya advirtió sobre el peligro de que los filósofos no quieran mancharse las manos y bajar a la caverna.

El caso es que alguien tiene que informar (porque dudo que una hora a la semana valga mucho más que para eso) a los futuros ciudadanos de lo que es preferible y admisible en una sociedad democrática; por ejemplo, que no es admisible que un padre crea que tiene derecho e maltrato respecto de sus hijos.

Las comparaciones con otras épocas, las menciones a la "formación del espíritu nacional", al derecho de los padres a la educación de los valores están de más. Si por formación del espíritu nacional entendemos la pretensión de esta asignatura de que los futuros ciudadanos conozcan (y en la medida de lo posible) acepten los valores democráticos de la constitución y de los derechos humanos, bienvenida sea una formación de esta guisa. No hay que olvidar que el estado franquista se fundamentaba sobre una imposición violenta, mientras que la democracia española se sustenta en un texto admitido de forma democrática por una amplia mayoría de españoles. La distinción no es baladí: en el primer caso es fruto de la violencia y en el segundo del diálogo. Y en segundo lugar, si tenemos que respetar todas las formas de educación en valores de cualquier familia, entonces no nos sintamos escandalizados cuando un adolescente agrede brutalmente a su hermana por haber coqueteado con otro chico. Yo me niego.

martes, 16 de septiembre de 2008

Varsovia.
Borja Lucena


Quien visita Varsovia por primera vez puede instantáneamente juzgar sobre lo acertado del sobrenombre que Zgniew Herbert le impuso: ciudad de las cenizas. Paseando por la ciudad aún viva, por sus grandes avenidas vigiladas por el gigante "Palacio de la Cultura y la Ciencia", por las calles asépticas guarnecidas de bloques idénticos y siniestros, me invadió la certeza de estar en una ciudad habitada por fantasmas o por sombras de fantasmas.

Lo verdaderamente asombroso es que Varsovia no deja de ser una réplica, ya que la ciudad hace mucho que no existe. Varsovia es la caverna de Platón que no alberga más que copias de un modelo inalcanzable, nada más que engaños y apariencias que proporcionan sólo una ilusión leve de realidad. Como es bien sabido, la Segunda Guerra Mundial terminó dejando de Varsovia sólo un montón de escombros y piedras desordenas por el acaso del fuego y la artillería; la mayoría de sus habitantes habían literalmente desaparecido y pareció cumplido el viejo sueño de rusos y prusianos: arrasar la vieja ciudad polaca de tal manera que hasta su recuerdo se esfumara. No obstante, la ciudad fue reconstruida, más sólo como un sueño que evoca a otro sueño. Todo el centro histórico fue levantado siguiendo el modelo de fotografías, de dibujos o pinturas ancestrales como las de Canaletto. Si el centro se erigió como una copia del pasado, como un residuo de la edad burguesa concebido por el sistema comunista como una especie de museo en el que todo está ya muerto, los barrios adyacentes y los arrabales plasmaron la copia del futuro, o lo que ellos mismos pensaron como futuro: el orden simétrico de la identidad y la geometría, el paraíso del proletariado en el que uno es indistinguible de su vecino. El hecho de ser una apariencia de ciudad, una réplica de algo tan distante como el pasado o el futuro, da a Varsovia un profundo aire de melancolía; o, al menos, me lo infundió a mí. Es una perfecta imagen de lo que significaron los regímenes comunistas en el este de Europa: la instauración de una realidad carente de entidad subsistente y sólo copia de un paradigma. Varsovia, ciudad que no tiene otra existencia que la de la máscara, trasunto de otra ciudad que fue, se extiende de la noche al día dejando que en sus calles se desarrollen los rituales de la vida ciudadana; aunque la ciudad sea una amalgama de ficciones, en ella se oyen las mismas voces y trajín, se perciben la misma luz y las mismas sombras que tienen lugar en una ciudad real. La hibridación entre realidad y locura alcanza aquí un grado insuperable.

Ciudad irreal y triste, Varsovia también alberga lugares de belleza cierta, aunque en ella -parafraseando a Rilke- la belleza sólo sea el comienzo de lo terrible. Mi postal preferida, aquella que mejor conserva el secreto oscuro de Varsovia, es el gran monumento a la mentira levantado en los años sesenta o setenta por el régimen; en él se adivina la perfecta voluntad de no-verdad que guió a los vencedores de la guerra al instaurar un sistema político perfectamente alucinanate, su gran falsedad y su cinismo desmedido. El monumento representa una escena de la rebelión de Varsovia de 1944 y es ofrecido como homenaje a las miles de personas que perecieron en sus calles durante el tiempo que duró el levantamiento. Un perfecto realismo socialista retrata al soldado, al obrero, al campesino unidos por la misma lucha contra el opresor nazi. La gran hipocresía de esta obra no tiene límite, así como tampoco lo tiene la perfección con que lleva a plenitud la concepción de la historia como un relato que el poder puede reescribir cuando le plazca: si la historia ha dejado de ser espacio en el que habita la verdad, es perfectamente posible -incluso loable- que el mismo Partido Comunista que, de la mano de Stalin, esperó tres meses al otro lado del Vístula contemplando impasible cómo el ejército alemán exterminaba a los rebeldes, el mismo para el que era conveniente que el Ejército Patriota polaco fuera aniquilado por los nacionalsocialistas para librarse así de un obstáculo hacia el poder absoluto, construya pocos años después un monumento dedicado a las víctimas de su complicidad asesina.
A D. Cógito

jueves, 11 de septiembre de 2008

A contracorriente.

Estos días podemos ser espectadores de una rara unanimidad entre políticos y periodistas a la hora de valorar la sentencia del Consejo General del Poder Judicial contra el juez Tirado. Ocurre que cuando todo el mundo apunta en la misma dirección, cuando las palabras de Zapatero y de Rajoy son idénticas, cuando todos se posicionan al lado del indignado padre de Mari Luz no podemos menos de pensar que se ha cometido una tremenda injusticia con la leve pena que se le ha impuesto al juez Tirado…¿o no?

La verdad es que se mire por donde se mire el caso apesta a demagogia.

Hace dos mil quinientos de años los ciudadanos atenienses también clamaban justicia indignados por la muerte de muchos de los suyos después de la batalla naval de Arginusas. La victoria fue de los atenienses (contra los espartanos) pero una fuerte tormenta causó el naufragio de varios trirremes y numerosos marinos perecieron ahogados. Se acusó a los generales atenienses de no haber ido a socorrer a los suyos cuando en realidad la tormenta era de tal calibre que hacía imposible una misión de rescate. Los políticos democráticos no fueron capaces de oponerse al clamor popular y los generales fueron ejecutados.

Evidentemente hay numerosas diferencias entre el caso de los generales de Arginusas y el del juez Tirado pero lo traigo a colación para destacar una semejanza crucial: cuando el pueblo, dolido e indignado, elige un culpable, los demócratas se apresuran a que “se haga justicia”.

El caso es de sobra conocido por todos así que ahorro de entrar en detalles: el juez Tirado no cumplió con su obligación de comprobar que las sentencias se ejecuten y como consecuencia de ello un pederasta asesina a la niña Mari Luz. El caso tiene todos los componentes para conmover al gran público: la muerte de una inocente niña, un pérfido pederasta, un incompetente funcionario…etc Cuando el CGPJ condena al juez a una ridícula multa de 1500€, la reacción no se ha hecho esperar. Pero conviene analizar desapasionadamente la cuestión ¿Por qué hemos de condenar al juez (o cualquier otra persona) por lo que hace o por las consecuencias de su acción? Al margen de nuestras preferencias éticas las leyes son claras en este aspecto, la pena es proporcional al delito cometido (no a las consecuencias que de él se derivan) Por ejemplo ¿Qué es más delito? ¿que un conductor se salte un ceda el paso y como consecuencia muera un peatón o que se salte un stop y como consecuencia una persona resulte herida? Es más grave saltarse un stop que un ceda, independientemente de las circunstancias y las consecuencias.

En este caso el juez ha cometido el error de no vigilar la ejecución de una sentencia. No estoy versado en los asuntos jurídicos pero sospecho que si echamos de la carrera judicial a todos los jueces que en alguna ocasión no han cumplido con este deber…temo que los juzgados quedaran vacíos. También considero que 1500€ es una sanción leve, pero “lo justo” … ¿qué sería?...la justicia popular produce escalofríos.

viernes, 5 de septiembre de 2008

Educación para la Ciudadanía en Inglés.

Desde que el PSOE enarboló como bandera en cuestiones educativas la asignatura de “Educación para la ciudadanía” el Partido Popular apostó francotiradores en todas las esquinas para derribar al abanderado. En la Comunidad Valenciana el presidente Camps nos sorprendió a todos hace unos meses insinuando que los contenidos de EpC se darían en inglés, lo que no dejaba de parecer una broma producida por una comilona acompañada de abundante vino. Pero el caso es que iba en serio.

Y no contentos con eso, se inventaron la famosa “Opción B”, en la que los padres de los alumnos podrían establecer los temas a trabajar en el aula, pasando por encima de la meramente retórica libertad de cátedra.
Pero este verano el castillo de naipes empezó a derrumbarse; el Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana anuló la opción B considerándola ilegal. Y esto sucedió cuando los institutos ya habían asignado las horas dedicadas a esta docencia a profesores de los departamentos de Filosofía e Historia. La Conselleria de educación se encontraba así con una cantidad considerable de horas asignadas a los horarios de muchos profesores, y por tanto pagadas, que no se iban a utilizar. Un dinero difícilmente justificable en época de crisis.

Pero no queda la cosa aquí. Puesto que la plantilla de profesores de filosofía o de historia de la comunidad no contaba con personal suficiente habilitado para impartir horas lectivas en inglés, la Conselleria abrió una bolsa de trabajo buscando profesorado con este perfil. El problema es que de donde hay no se puede sacar, una prueba evidente del estado del sistema educativo español: la bolsa, ni de lejos, cubría las demandas de la aventura “ciudadanolingüística” de la Generalidad. Así que, ayer día cuatro, a diez días del comienzo del curso, la orden que llegó a los institutos es la de asumir, en la medida de las posibilidades, las horas de EpC, prescindiendo del profesorado externo en un principio asignado. Y las directivas, a última hora, se pusieron a casar horarios con nuevas horas sin tener en cuenta, en este caso, si los profesores que iban a impartir esta asignatura estaban habilitados o no para trabajar estos contenidos en inglés. Todo se justificaba con el hecho de que dichos docentes contarían como recurso educativo el apoyo de un profesor del departamento de Inglés.

Sea como sea, la sensación que un espectador de este culebrón puede experimentar no debe estar muy lejos de la vergüenza ajena ante semejante chapuza. El problema es que no estamos haciendo apaños en el jardín de nuestra casa, sino prendiéndole fuego al patio más importante del estado, la educación. Un lugar en el que, como bien sabía Epicuro, es necesaria la tranquilidad y la razón. Desgraciadamente nuestros políticos, en lugar de un jardín, nos proponen un campo de batalla.

No nos quejemos después de que lo que debieran ser ciudadanos libres y felices, sea la más vil soldadesca dispuesta a sacarle las tripas al vecino.