Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

sábado, 25 de octubre de 2008

Una sociedad líquida como sociedad de la comunicación.
Eduardo Abril Acero

El hombre moderno cree experimentalmente a veces en este, a veces en aquel valor, para abandolarlo después; el círculo de los valores superados y abandonados es siempre muy vasto; constantemente se advierte más el vacío y la pobreza de valores; el movimiento es incontenible [...]. Esta que les cuento es la historia de los próximos dos siglos

F. Nietzsche. Fragmentos póstumos.

I. 
La historia es un relato, pero no cualquier relato; si esto fuera así, entonces estaríamos hablando de literatura, de poesía o de ciencia de forma intercambiable y todos los discursos se diluirían en el magma de la indistinción. Todos los relatos, da igual que hablemos de la ciencia o de la literatura, de la Historia o de la filosofía, poseen un aspecto referencial que los ata a una realidad distinta de sí mismos; de otro modo estaríamos abocados a ser el aristotélico dios que no puede pensar nada distinto de sí.

La Historia es un relato que tiene que ver con el pasado y, por tanto, con la memoria, con el recuerdo, con las ruinas y con las biografías. Pero decir esto no equivale a decir que podamos distinguir de forma tajante entre la Historia del pasado y las historias del pasado, algo que no es posible hacer sin, por ello, caer en la mera literatura. Creo, de hecho, que no existe una Historia (con mayúsculas), la descripción verdadera del discurso pretérito.

Es verdad que los hechos están ahí, nadie va a negarlos, pero la historia, en tanto que relato, no es una mera colección de acontecimientos puestos unos encima de otros; por encima de estas colecciones, se trata de escenificar el sentido y el significado de esos hechos. Y este sentido no lo encontramos en los hechos mismos: las ruinas, las biografías, los relatos acaecidos, y nuestra memoria, son acontecimientos que se nos presentan tal cual, mostrando su desnudez, pero no acompañan a su manifestación el sentido de su discurso. Y, sin embargo, fuera de esa pretensión de mostrar el sentido, la historia no existe. Y eso significa que cuando construimos un discurso en el que no solamente hay referencia, sino que hay sentido, las referencias son limitadas pero los sentidos no. Puede haber, por tanto, relatos mentirosos, en cuanto a los hechos, porque falsean los datos, pero no en cuanto al sentido, puesto que tal significación depende de la torre a la que uno se suba. Por eso es tan peligroso el tribunal de la “verdad” cuando estamos hablando de Historia, porque, dado que muchas actitudes políticas se afianzan y toman consistencia a partir de un relato histórico, esencializar ese relato mediante el tribunal de la verdad, resulta ciertamente peligroso. Por regla general, quién quiere buscar su esencia en el pasado, tiene un campo infinito para justificar cualquier cosa, sin necesidad de mentir. Otro asunto muy diferente será el de aquellos que falsean los datos y alteran o inventan las fuentes, más allá de la interpretación; estos serían discursos que, en origen, nacen con una pretensión falseadora y por tanto no merece la pena considerarlos .

La historia no es cualquier relato, es un relato imprescindible e irrenunciable. Pero no precisamente porque hunda nuestros pies en la tierra, nos remita a un pasado fundante y nos ponga cara a cara con la verdad. Lo es por su carácter desmixtificador. No lo entendamos como si habláramos de una tarea depurativa en la que unos discursos quedan desasistidos por la verdad y otros se muestran iluminadores. Sino más bien como la tarea incesante de mostrar que también hay otra forma de ver las cosas, y que el discurso de los acontecimientos nunca es único; esta función desmixtificadora de la historia coincide con lo que otros llaman “deconstrucción”. Cuando, por ejemplo, la historiografía marxista construyó el relato de los “desposeídos”, eso no convirtió a la Historia de los grandes estadistas en papel mojado, pero sí mostró que el sujeto histórico es más complejo de lo que se había pensado. Ese mismo efecto tendría el relato de los “pueblos” tomados en primera persona, la historia del feminismo o la historia de la locura . Esta deconstrucción nos permite acceder a otros léxicos, a otros sentidos que amplían nuestro campo de conocimiento mediante los que comprendemos, por ejemplo, los problemas y los modos de vida de otras personas.

Que el relato de la Historia esté en manos exclusivas del poder supone un peligro máximo que anula la función básica de la historia convirtiéndola en mitología, es decir, transformándola en religión. Esta es sin duda una de las máximas pretensiones del estado totalitario, que convierte un instrumento de cambio en su opuesto: un instrumento para fosilizar las estructuras de dominación. Sin embargo, la prevención contra el totalitarismo no reside en el tribunal de la verdad; de hecho la verdad es el argumento que los estados totalitarios utilizan para prevenirse de las contaminaciones demoniacas; en este sentido “verdad” y “esencia”, desde Platón, suelen ser términos intercambiables que los estados totalitarios y esencialistas tienen a bien poner a su servicio; estas estructuras de dominación olvidarían que a las esencias platónicas se accede dialécticamente mientras que ellos prefieren la revelación en cualquiera de sus formas . Sócrates afirma en el Gorgias platónico “¡la verdad no se refuta jamás!” y en esa imposibilidad deben estar pensando los adalides del máximo grado, en el completo blindaje de sus palabras. Ahora bien, si, como afirma Platón, la verdad es lo irrefutable, lo es precisamente porque ésta, como también insinúa en el Banquete, nunca se presenta en los discursos de los hombres.

No es por tanto la verdad el tribunal, ni de la Historia ni de ningún otro relato. Contra el “totalitarismo” es mucho más efectiva la la fibra óptica capaz de llevar internet a cualquier lugar de la tierra, es decir, la posibilidad ilimitada de construir relatos sin control efectivo, la disposición, a la vez, de todas las verdades del mundo; es por eso que el primer objetivo de cualquier régimen totalitario, antes incluso que el control de los medios de represión y de las estructuras de producción, es el control de la información, no solo de la producción, sino también, y especialmente, de los canales de distribución. El objetivo no es prevenirse contra la verdad que derrumbaría los pilares sólidos de sus estructuras, sino prevenirse contra la deconstrucción. Goytisolo en su imprescindible obra “España y los Españoles”, en las últimas páginas, cuando trata de situar significativamente la dictadura franquista dentro de su interpretación de la Historia de España, basada fundamental mente en la tradicional defensa del aislamiento frente a Europa. Spain is different, afirma que diez años de turismo masivo, de europeos luciendo palmito por las costas españolas, van a hacer más que dos repúblicas y cientos de miles de muertos, por la modernización y el ingreso de España en la edad contemporánea.
«Desde el siglo XV —escribe Américo Castro—, el conflicto de las castas comenzó a trazar la figura que los españoles han ofrecido en la época moderna... el prurito castizo de los cristianos viejos actuó como elemento corrosivo y disolvente; el capitalismo y la técnica —el comercio y la industria— se hicieron imposibles dentro de la Península... Las actividades comerciales, industriales y bancarias convertían, sin más, en judíos a quienes se ocupaban en ellas... Los españoles interrumpieron esa clase de actividades a fines del siglo XVI, por juzgarlas perniciosas para la pureza castiza que había hecho posible su expansión imperial... Era más esencial para ellos la honra de sus personas que la acumulación de riquezas que ponían en duda su cristiandad vieja... Una riqueza secularizada y de clase media era la de los españoles judíos, una riqueza tenida por vil... En lugar de Contrarreforma, la contraofensiva de los hidalgos debería llamarse Contrajudería.» En estos últimos años asistimos, pues, a un verdadero proceso de «rejudificación» de España, de cuyos efectos no podemos sino congratularnos.
[...] La cuarentena impuesta al régimen franquista por los acuerdos de Potsdam, el cierre de la frontera francesa, la retirada de los embajadores favorecían la natural xenofobia de las clases conservadoras, xenofobia alimentada por el gobierno de las pasadas glorias y el papel «funesto» de Francia e Inglaterra en la decadencia y ruina de nuestro Imperio. En esta época se prohibía el empleo de nombres extranjeros para comercios, cines, bares, etc., y la prensa subrayaba machaconamente las diferencias «insalvables» que, según ella, existirían in aeternum entre España y las demás naciones de Europa. A partir de 1960, el franquismo, con la habilidosa capacidad de adaptación que le caracterizaba, sobrevivió en gran parte gracias al aporte financiero de aquellos europeos contra quienes nos prevenían unos pocos años antes. Y con ese radicalismo español tan
característico, se pasó de la política de «espléndido aislamiento» defendida por él a abrir las fronteras a dos millones de españoles justamente insatisfechos de las condiciones de vida reinantes en España y a acomodar a los imperativos y exigencias de la nueva y próspera industria turística su gigantesco aparato de propaganda. [...]
Poco a poco, mediante la doble corriente de forasteros y emigrantes, expatriados y turistas, el español ha aprendido, por primera vez en la historia, a trabajar, comer, viajar, explotar comercialmente sus virtudes y defectos, asimilar los criterios de productividad de las sociedades industriales, mercantilizarse, prostituirse y todo eso —paradoja extrema de una tierra singularmente fértil en burlas sangrientas y feroces contrastes— bajo un sistema originariamente creado para impedirlo. El hecho es significativo como índice de la dinámica actual del pueblo español. Obligado a aceptar el fait accompli, el franquismo procuró sacar, como es natural, el mayor provecho a una situación que no había previsto y que, en definitiva, escapaba a sus manos.
Por la razón que sea, esta enorme capacidad que tenemos los hombres para transmitir y procesar información, y que está en la base del invento que solemos llamar “cultura”, desde la fabricación de hachas de silex, hasta la construcción de Estados políticos, es el fundamento tanto para la movilidad social, como para el alumbramiento de nuevas formas de habitar la tierra. Por tanto, lo importante no es la “verdad”, sino el control de la información con su perenne poder deconstructivo o lo que es lo mismo, que la información fluya. (en esto me detendré un poco más adelante)

II

Solemos decir que la Historia tiene un carácter fundante. Con este tipo de afirmaciones se tiene la pretensión de justificar los estados políticos (reales o pretendidos) como conclusión de una genealogía; este es sin duda el tipo de principios que caracteriza al pensamiento nacionalista (la ilustración, en cambio, pretendió construir los estados políticos ignorando, e incluso destruyendo la tradición). Decir que la historia es fundante es una aseveración que debe hacerse con mucho cuidado dado que hay que aclarar de forma precisa qué tipo de consistencia tiene esta “fundación”. En primer lugar, puede considerarse que este es un existenciario propio de la esencia social del hombre y que no existe una sociedad política que no tenga una fundación efectiva en un relato histórico. Echando un vistazo a la historia descubrimos que, efectivamente, todas las sociedades, al menos occidentales, se sustentan sobre un relato mitológico, en el caso de la antigüedad, o en un relato histórico, en el caso de la modernidad. Sin embargo habría que aclarar si esta fundamentación es dialéctica, como en Hegel: la Historia no sería más que el despliegue de un proceso racional y, por tanto, una sociedad política se funda en su historia del mismo modo que una tarta responde a la práctica de una receta. O, en cambio, decir que la historia es fundante correspondería más bien a señalar que los relatos históricos (pero no sólo históricos, consideremos también la literatura, el cine o la ciencia, entre otros), tienen una función fundamental en la conformación de lo que algunos llaman el espíritu (volkgeist) y yo prefiero llamar “conciencia individual” y, por tanto, en las conductas de los agentes políticos. En este segundo caso podemos situar a Rorty quien, en “Cuidar la libertad” , le da cierta importancia, en este sentido, a la Historia. Estos relatos, más que fundar una sociedad, son necesarios para conseguir que un pueblo se identifique e implique con el estado, lo que es necesario para que el sistema funcione. Pero reconoce abiertamente que eso es una “pequeña dosis de nacionalismo necesario”.

Si recorremos esta segunda senda, puesto que la hegeliana la descarto de antemano, tendremos que reconocer que al final, más que la verdad, lo que importa del relato histórico es su carácter mitificador: ya no tenemos ni a Zeus ni a Cristo, pero aún podemos conservar a Napoleón y a los héroes de la guerra civil. Se trata de suministrarle al hombre contemporáneo modelos con los que identificarse y a los que aspirar; pero claro, que elijamos como modelo a Julio cesar, a Zumalacarregui o al esforzado campesino arruinado por la desamortización, es algo que queda fuera del relato histórico, constituyendo en sí misma una decisión política; desde una determinada predisposición práctica se busca en la Historia un referente al que asir nuestra acción; esta acción es rara vez una decisión individual y cuando lo es, y cuenta con suficiente fuerza, tiene evidentes repercusiones sociales; por ejemplo es el caso de Nietzsche, quién funda nuevos héroes (tanto históricos, como mitológicos de forma indistinta) y, por tanto, influye decisivamente en la conformación de nuevas tipologías humanas.

La preferencia por un ideal aristocrático, en lugar de uno igualitario y la identificación con la nobleza de las polis griegas o con los conquistadores españoles, en lugar de con los Comuneros o los mineros de la Revolución de Asturias, no hace que un relato histórico sea más verdadero, únicamente traza su centro de gravedad. El centro de gravedad desde el cual se va a construir el “mito” no puede responder a criterios científicos que nos permitan decidir entre centros verdaderos y centros falsos, solamente pueden responder a criterios políticos. Por tanto vale más la pena decir que la política funda la historia y no al revés.

Pero aún creyendo que no ocurre así, ¿qué implicaciones tiene el que la historia funde la política? Diremos que, fieles a la verdad, sólo está fundamentada la acción política que se inserta en un relato verdadero de la historia. Pero tendremos que reconocer que esta fundación no es, ni puede ser, ni debería ser, unívoca: de una historia, la verdadera, funda un estado, el que realmente está justificado. Sería más correcto decir que, distintas perspectivas de relatar la historia, conforme a distintos centros de gravedad, todos igualmente verdaderos, son responsables de distintos modos de entender la acción política. Prefiero sin duda verlo así: que muchas historias influyan en muchos tipos de hombres y que ellos en el presente tengan que ponerse de acuerdo. Lo importante, una vez más, no está en la consideración de fidelidad de los relatos, sino en la posibilidad de establecer muchos cauces por los cuales construir dichas historias fundantes. Sólo puede considerarse seriamente la existencia de una única Historia, desde una forma única y excluyente de acción política. El tribunal de la verdad, aquí, sobra.

III

Lo importante de la información no es que sea verdadera o falsa, sino que sea flexible y dinámica. O lo que es lo mismo: lo importante es que la utilización y el procesamiento de la información tenga un sentido etológico, permita nuestra plena adecuación al medio en el que vivimos; puesto que la realidad es multiforme y cambiante (incluyendo la definición de “hombre dentro de esta realidad dinámica), es necesario que la información sea lo más flexible posible y los canales de transmisión sean muchos y variables (también podría escribirse la historia de las sociedades como la historia de los canales de comunicación a través de los cuales el hombre transmite y procesa información).

Las estructuras sociales, los estados, no son diferentes de estas estructuras de transmisión y procesamiento. En este caso la Historia sería una información de importancia máxima, puesto que tendría implicaciones en la estructura social. Trazando la analogía del ordenador comprendemos esta idea: si distinguimos entre información estructural o software, e información almacenada en forma de “archivos”, también podemos hacer la separación entre “historia” y otros productos de la cultura.

Desde este punto de vista es fácil comprender que un estado realmente eficaz será aquel que se comporte de forma dinámica y flexible. Es en este contexto que podemos hablar de estados rígidos, es decir, estructuras estatales y sociales que se resisten a los cambios por medio de distintos mecanismos; es el caso de las utopías totalitarias, que se basan en la aplicación de esquemas sociales muy rígidos y en su mantenimiento a través de medios coercitivos, por ejemplo extirpando sus propios sumideros, aquello que no tiene cabida dentro del esquema. También habría que considerar a los estados basados en la tradición; en estos casos el papel estructural de la historia se convierte en un canal de información básico. El problema, sin embargo, como ya he señalado más arriba, es que se parte de una concepción unívoca de la Historia como mecanismo de solidificación de las estructuras sociales, las tradiciones y las instituciones. Es en estos casos en los que se puede hablar de una “historia oficial” pero también de una “Historia verdadera”. Los estados conservadores deben prevenirse de la proliferación de relatos que licuarían sus propias estructuras; es así que, para los conservadores americanos, por ejemplo, la historia de América es la historia de los colonos ingleses, pero no la de los indios que lucharon contra ellos; del mismo modo, para el conservadurismo español, la historia de España implica a los Tartesos y a los reinos cristianos por igual, pero excluye a los árabes de Al-Andalus. Delimitaciones como estas podemos seguir haciéndolas, en una tarea deconstructiva, hasta el infinito eligiendo, como ya he señalado, otros centros de gravedad: las mujeres, las enfermedades mentales, los desposeídos, los integrantes de otras etnias, los científicos y filósofos olvidados, los heterodoxos, la magia, las religiones perdidas; se trataría de poner en un primer plano estructuras y canales de transmisión de información no tenidos en cuenta hasta ahora.

Frente a estas dos estructuras, la conservadora y la totalitaria, suele contraponerse el “Estado revolucionario”, tomando a éste como un tipo de estado concebido para destruir y reconstruir sus propias estructuras de forma continuada. Algunos se refieren a estas actitudes como “reformismo” o progresismo. Sin embargo nada de esto es cierto y deberíamos entender el estado revolucionario como otra estructura social rígida y con pocas posibilidades de cambio y, por tanto, de adaptación. En rigor, toda estructura, ya sea social o de cualquier otra índole, tiende a su propio mantenimiento, a su conservación por lo que resulta absurdo concebir un sistema social basado en su propia licuación.

La liquidez del estado, depende de dos factores: en primer lugar de que las estructuras sociales (instituciones, leyes, tradiciones, discursos) sean lo suficientemente flexibles para que soporten las dificultades sin romperse. Sean capaces, por ejemplo, de admitir otras instituciones, otras tradiciones y otros discursos. Y en segundo lugar , también depende de que existan elementos no pertenecientes a la misma estructura destinadas a generar estas dificultades y contra las que la estructura social debe ser lo suficientemente flexible para subsumirlas modificándose a sí misma. Por poner un ejemplo: el estado nazi fue tan rígido que no pudo resistir su adecuación al mundo en el que trataba de desarrollarse y, por eso, no sin terribles convulsiones, se rompió. Lo mismo sucedió con la Rusia zarista al no poder incluir en el sistema los elementos desintegradores que lo desestabilizaban. Volviendo a la analogía del ordenador, podríamos decir que estos sistemas son incapaces de procesar la información que reciben y, por tanto, se colapsan. El estado liberal, en cambio, puesto que disponía de muchos más canales de procesamiento, dado que la información corría de una manera mucho más fluida, fue capaz de adaptarse a las nuevas exigencias y modificar sus estructuras para adaptarse al medio.

El llamado “estado revolucionario” se comporta de una forma parasitaria de sí mismo. En lugar de tratar de asumir sus propias contradicciones (digámoslo a la manera marxista) mediante la flexibilización de las estructuras, ampliando y mejorando los canales de información, trata de incluir dentro del sistema la propia periferia. Las “revoluciones”, sin entender por este término un cambio traumático y violento de la sociedad sino, por ejemplo, tomándolas como tarea deconstructiva que aspira , más que a tambalear las estructuras sociales y desplomarlas, a licuarlas y hacerlas más flexibles, a fin de que sean más adaptables a las necesidades de los hombres y a sus vidas y aspiraciones cambiantes, no provienen nunca de la estructura, sino más bien, de sus periferias: el arte, la filosofía, el cine, la Historia deconstructora, la divergencia, la violencia. Una de las diferencias entre los estados totalitarios y los que no lo son reside en el hecho de que los primeros no toleran en sus periferias, los mecanismos de cambio, llamémosles “exógenos” y aspiran a ocupar todo el espectro de la realidad: que no exista nada al margen de sí mismos. El problema es que cuando el mismo estado se llama a sí mismo “revolucionario” y se erige como tarea la deconstrucción permanente y reconstrucción constante de todos los pilares, esto en realidad suele significar que un estado totalitario está en ciernes ya que, apropiándose la función de la periferia, trata de salvarse de ella, es decir, subsumir en su seno cualquier intento de flexibilización de sus estructuras: incluir dentro de la estructura la misma crítica. Este aspecto del totalitarismo queda maravillosamente reflejado en la tercera parte de Matrix en la que, el héroe Neo, descubre que él mismo es parte del sistema contra el que lucha, y que su victoria es también su derrota.

Por tanto, sería más propio hablar de tres sistemas sociales rígidos condenados siempre a su quiebra: el estado conservador, el estado totalitario y el estado revolucionario. Y frente a estos defendería lo que llamo el “estado líquido”, aquel que trata de conservar las estructuras mediante su propia licuación, no por efecto de su mismo funcionamiento, sino porque existen tantos canales de comunicación y procesamiento de la información, y tanta proliferación de bits que al estado no le cabe otra, para subsistir que licuarse, a fin de flexibilizarse al máximo sin romperse. Pese a lo que pudiera pensarse, el estado líquido no tiene por qué corresponder con el estado liberal, aunque sea evidente que éste es mucho más adaptable que los estados totalitarios. Los últimos acontecimientos económicos muestran de qué forma el llamado “mercado libre” constituye un peligro máximo para el sistema que lo sostiene, lo que no quiere decir que yo esté defendiendo una economía controlada por los gobiernos.

Y como he tratado de argumentar a lo largo del ensayo, desde la perspectiva que aquí vengo a mantener, la verdad es completamente irrelevante, más allá de considerarse como un concepto mitológico, un valor que diría Nietzsche, que nos lleva a preferir unos discursos frente a otros, pero nunca una propiedad de los mismos discursos. Lo realmente importante es la proliferación de discursos, el mantenimiento y acrecentamiento de los canales de comunicación (los medios por los cuales estos relatos son efectivos y productivos en las mentes de los hombres), y la posibilidad de modificación de los canales de procesamiento, a fin de subsumirlos (la flexibilidad del estado).

La tarea del héroe

Hoy mismo, empujado por mis hijos, he acudido a la entrega de los premios Príncipe de Asturias - no como invitado, claro, sino en calidad de plebe-, y he podido presenciar el tirón popular del número uno del tenis mundial: un chaval que atiende por Rafa Nadal. Mis hijos, como todos los demás, no tenían ojos para nadie más y yo pensaba que aquello era una injusticia para los otros galardonados, empezando por Ingrid Betancourt, que se merecían el reconocimiento público mucho más que un joven de veinte años cuyo único mérito consiste en golpearle bien a una pelota con una raqueta de tenis.

Pero estaba equivocado. No era más que un prurito intelectual al que somos especialmente vulnerables en esta tierra de Feacia. Lo que hace a Nadal diferente al resto de los mortales es que él es el héroe.

No es especialmente original reconocer en los deportistas los héroes de nuestro tiempo, pero pienso que es un tema que puede dar bastante más de sí de lo que, en principio, podríamos sospechar.

Hace ya bastantes años, en 1982, Fernando Savater publicó quizá su único libro “serio”, La tarea del héroe. En él sostiene una tesis que comparto: no valoramos al héroe porque su conducta se ajusta a la virtud, sino que valoramos la virtud porque es la máxima que sigue el héroe. De tal modo que el fundamento de la moral es la noción de “héroe” y no la de “virtud”. Si esto es así, la función del héroe es crucial, pues él es en última instancia la fuente de toda virtud. Esta tarea no debiera ser obstaculizada o ridiculizada por el “intelectual” que reclama para sí la función de desmitificación y desenmascaramiento por dos razones: primero por la futilidad del empeño –pues la imagen del héroe en el pueblo tiene mucha mayor fuerza que los textos del “intelectual”- y segundo, sencillamente, porque los héroes son necesarios.

Planteadas así las cosas el asunto no acababa de tranquilizarme porque si hay una virtud que han atribuido a Nadal por encima de cualquier otra es la humildad y, por razones que no vienen al caso, no la considero una verdadera virtud. Pero pensándolo bien llegué a la conclusión que tal atribución no era más que un estereotipo carente de fundamento. Nadal, como buen producto de la ESO, no se caracteriza por la fluidez de su verbo. Si representa alguna virtud será en función de sus actos en una pista de tenis. Cualquier aficionado al deporte debe reconocer que la cualidad fundamental de Nadal en la pista no es la humildad. Entonces…¿Cuál? Pues hete aquí mi particular descubrimiento: el éxito de Nadal supone una revitalización de la Ética de Spinoza que sitúa en la fortaleza la virtud ética por excelencia, que se manifiesta como firmeza consigo mismo y generosidad hacia los demás. Todos los que hemos seguido la trayectoria de Nadal estos últimos años podemos reconocer estas virtudes como propias de su “ethos” o carácter.

En esta época de crisis que se avecina necesitamos héroes que cohesionen y dinamicen a la nación. Necesitamos además “buenos” héroes, que difundan virtudes, como las de Spinoza, aptas y adecuadas a los tiempos que vivimos. ¡Salve Nadal!

jueves, 16 de octubre de 2008

"Tras la virtud", de Alasdair Macintyre.
Borja Lucena

Vivimos tiempos de confusión, difícil es negarlo. Tiempos que muestran un estado de desorientación de la existencia europea, de descomposición de su estructura profunda. Tiempos así son aquellos en los que el valor natural de las cosas se retuerce, se manipula, se esconde y camufla. El esplendor de oropel en que se afana por vivir la juventud democrática y progresista oculta una tramoya moral y política putrefacta. Las preferencias subjetivas se revisten de la máscara de juicios morales, la inteligencia se posterga y la muchedumbre se reivindica como aristocracia selecta; la monstruosidad se vende como Belleza, la ignorancia como Cultura, y los proclamados Intelectuales muestran un desconocimiento completo del uso del intelecto.

La denuncia de los tiempos oscuros es tarea que Macintyre acoge en este que fue su primer intento de desenmascaramiento de la ética indigente que Europa y el mundo civilizado han terminado por asumir. Una civilización dotada de una ética decadente, promovida antes por la complacencia que por el esfuerzo de hallar el verdadero valor de las cosas, se condena necesariamente a la decadencia, a la invasión repetida de los bárbaros. Occidente fue fuerte porque compartió una ética poderosa, pero, una vez que esa lectura compartida del mundo se diluyó en las fracasadas éticas modernas, parece que no le aguarda más destino que una lánguida extinción.


I

El que la confusión de la clase sacerdotal (perdón, quería decir "intelectual") es notable se advierte decididamente en el prólogo que Victoria Camps dedica al libro de Macintyre. En él llega a afirmar que el autor inscribe el libro en un relativismo muy cercano a lo posmoderno. Aparte de demostrar un uso brillante de los etiquetados, la prologuista parece, o bien no haber leído el libro, o bien haberlo malentendido gravemente. Desafortunadamente, en lo que afecta al grado de formación de los catedráticos de la universidad española, es más plausible inclinarse por esta segunda fórmula.

Lo que defiende Macintyre, tal y como lo entiendo y de manera claramente opuesta al pensamiento débil posmoderno, es que una ética sin pretensiones de verdad no es, de verdad, una ética. La modernidad, para él que se reconoce antimoderno, se negó a mantener el vínculo existente entre ética y ontología, y así produjo nada más que propuestas morales carentes de ligazón con lo real, es decir, sin contenido, incapaces de proporcionar el proyecto que, para los hombres, ha de constituir su ethos[1]. Porque no debemos engañarnos: todo proyecto ético, en su sentido auténtico, constituye siempre la voluntad de ser algo, la vara de medir con respecto a la cual se distingue una existencia valiosa de las vidas despreciables. Como ya Nietszche afirmaba, toda ética fuerte distingue de un modo irrenunciable entre lo alto y lo bajo, lo valioso y lo vulgar, y por ello propone modelos que encarnan virtudes y modelos que muestran los vicios que las excluyen. Homero, por ejemplo, muestra en el enfrentamiento de Odiseo y el cíclope, y en el marco de la épica, la contienda entre lo humano y lo infrahumano, entre la astucia y la fuerza invidente, entre los habitantes de la polis y las bestias que viven apartadas del trato entre iguales, entre las normas de hospitalidad y la ignorancia de todo trato civil. De modo similar, Macintyre expone cómo la ética se relaciona siempre con géneros narrativos[2] en los que se caracterizan modelos, y cómo, precisamente, la modernidad, al desasir la reflexión ética de lo narrativo, se condena a la inanidad. El terrible vacío de la ética moderna, lo que supone la necesidad de su carácter inefectivo, se percibe de modo claro en su inhibición ante el contenido concreto de la vida, ante los componentes que han de integrar la existencia humana para dirigirla al gozo y, en último término, a la eudaimonía. Es incapaz de relatar, de narrar, de insertar acciones en tramas que proporcionan sentido. La ética moderna deja de ser una reflexión sobre la buena vida porque, renunciando a su grosor ontológico, evalúa la vida del hombre sin reconocer relación alguna a fines; de este modo despoja a la reflexión ética de su pregunta fundamental: ¿cómo se forja un destino?

Al renunciar a una ética de las virtudes, la modernidad condenó sus esfuerzos a la derrota, ya que se vio incapaz de ofrecer una propuesta dotada de efectividad y craso realismo. Las más audaces tentativas modernas son generalmente especulaciones cuya atención a una concienzuda fundamentación racional aparta de ellas la verdadera esencia ética, las virtudes, para sustituirla por la mera obediencia a normas[3]. Según Macintyre, una ética exclusivamente ordenada en torno al cumplimiento de normas renuncia a satisfacer la naturaleza narrativa de la existencia humana, de la que arriba hablaba, ya que sólo en el marco de una conformación narrativa es concebible el establecimiento de fines que proporcionen consistencia a las acciones. Es, como afirmaba Aristóteles de la política de Platón, una ética construida para los hombres que alguien imagina, no para los reales. De resultas del carácter fraudulento del proyecto ético moderno, afirma Macintyre, hoy nos vemos presos de una ética, tanto popular como culta, que hace imposible la discusión racional, ya que protege las valoraciones del campo público de la argumentación, convirtiéndolas en mera expresión de sentimientos. Así, cualquier polémica referida a juicios morales y valoraciones se presenta como una disputa vana entre posiciones inconmensurables que hace imposible, no sólo el acuerdo, sino el diálogo mismo. Cada uno de los contendientes posee un lugar seguro e inexpugnable, ya que hablan sus sentimientos y emociones, irrebatibles por definición. En su lugar sólo podemos habérnoslas con discusiones de carácter engañosamente técnico, y cualquier otro criterio es sustituido por uno solo: la eficiencia burocrática. La renuncia a la moral, reducida al ámbito de lo privado e inaccesible, sin embargo, es de por sí una decisión moral: la de usurpar la toma de decisiones; sólo el burócrata puede, de este modo, y ante la inutilidad de discutir cuestiones morales, resolver cualquier disputa mediante el conocimiento de lo meramente eficiente. En el primado de la eficiencia burocrática resplandece la artificial separación de ética y política, quiere decir, la sustracción del ethos de su campo natural, la polis, lo que convierte a la ética en una fantasmal nadería al estar desvinculada de su hábitat natural y concreto[4]. La recuperación del proyecto aristotélico que este libro postula tiene como significado el reunir de nuevo dos mitades que la modernidad desgajó.

Macintyre reparte generosamente ataque y críticas por todo el paisaje de la ética moderna y, guste a Victoria Camps o no, posmoderna. El libro es deliberadamente una refutación constante de los proyectos éticos modernos, que para el autor se aúnan en una misma voluntad: la de desterrar a Aristóteles y proscribir así una ética basada en las virtudes. La modernidad, sigue Macintyre, se ve atravesada de un odio profundo hacia la tradición, y ésta es identificada plenamente con el pensamiento aristotélico y sus diferentes versiones cristianizadas[5], por lo que, junto a la exclusión del paradigma aristotélico del campo de las ciencias naturales, también procuró eliminar el correspondiente paradigma ético. La gran diferencia es que, si bien en lo referente a las ciencias sí podemos afirmar que el nuevo paradigma fue capaz de afirmarse por propios méritos, en el caso de la ética ninguna de las propuestas ha sido capaz, no sólo de compararse con la aristotélica, sino simplemente de sostenerse por sí misma sin hacer surgir permanentemente aporías irresolubles. A continuación prestaré atención a algunas de las argumentaciones sobre las que Macintyre hace descansar su rechazo de las éticas no-aristotélicas. Este recorrido será necesariamente selectivo y se circunscribirá a lo que me ha parecido más revelador, dejando fuera mucho de lo que el libro contiene.


II

El final conclusivo del desarrollo moral moderno es, según Macintyre, el emotivismo. Hoy occidente es emotivista, a pesar de que la práctica totalidad de los europeos o americanos no sepa siquiera qué quiere decir tal palabra o no conozca a los que crearon dicho movimiento. La plena comunión en este credo moral se constata en el carácter interminable de las discusiones morales o políticas: El rasgo más chocante del lenguaje moral contemporáneo es que gran parte de él se usa para expresar desacuerdos; y el rasgo más sorprendente de los debates en que esos desacuerdos se expresan es su carácter interminable (…). Parece que no hay un modo racional de afianzar un acuerdo moral en nuestra cultura. La pérdida de un suelo moral compartido no es lo natural, aunque, como emotivistas, así lo aceptemos, sino más bien una excepción desafortunada. El juicio al emotivismo no es el juicio a una teoría moral concreta, sino a toda una reflexión moral, la moderna, que ha provocado la cancelación de cualquier ética al entregarla al reino de lo subjetivo.

El emotivismo es la doctrina que define los juicios morales como mera enunciación de una preferencia personal, sin relación alguna a nada que trascienda el simple arbitrio subjetivo. Por lo tanto, siguiendo la venerable tradición moderna, establece que los juicios morales no son verdaderos ni falsos, lo que los separa terminantemente de los juicios de hecho. Debido a ello, de partida, hoy es imposible concebir acuerdos morales, porque en la raíz misma de nuestra concepción de lo moral se encuentra necesariamente el desacuerdo entre voluntades individuales que excluyen la posibilidad de ofrecer la razón de sus elecciones: la única razón es la elección misma. La razón es apartada del enjuiciamiento de los valores y los fines, es obligada a callar, ya que se considera éste un coto cerrado de los sentimientos y emociones. No es posible, entonces, apelar a otra cosa que a una arbitraria decisión personal, y, contra ella, la razón no posee validez alguna. El desacuerdo es inevitable, y, como modo de dignificarlo, se le presta el rótulo de pluralismo[6].

Para G. E. Moore, consecuentemente, la bueno es una propiedad simple y autónoma sólo aprensible a través de intuiciones. Además, niega la existencia de contenido propio de las acciones justas, ya que éstas son en cada momento aquellas que se muestran preferibles por la utilidad que procuran: ninguna acción es “justa” o “injusta” en sí[7]. De esta manera, Macintyre encuentra que en nuestra cultura la discusión moral, aunque frecuentemente se arrope entre principios u otros tipos de referencias impersonales u objetivas, se reduce a la expresión encontrada de preferencias personales pues una de las tesis básicas del emotivismo es que no hay ni puede haber ninguna justificación racional válida para postular la existencia de normas morales impersonales y objetivas, y que en efecto no hay tales normas[8]. El juicio moral, tal como lo percibe el ciudadano democrático moderno, se fundamenta en una decisión subjetiva, y es por lo tanto irrefutable al descansar meramente sobre el acto de decisión personal. De esta manera se instituye por doquier el imperio de la opinión, toda vez que todo lo que podemos decir de las cosas se refiere al gusto o al disgusto.

Macintyre confiesa que su tesis ha de comprenderse como un enfrentamiento con esta popular cosmovisión ética. En tiempos de relativismo y laissez-faire intelectual, le ennoblece su abierta denuncia del terror a lo verdadero. Trasladar la discusión moral, o de cualquier otra naturaleza, a terrenos subjetivos, significa usurpar a la razón y a la facultad de juzgar su cometido irrenunciable. Claramente lo enuncia Macintyre, sin miedo a hacerse llamar fascista o intolerante: (…) al decir esto no afirmo meramente que la moral no es lo que fue, sino algo más importante: que lo que la moral fue ha desaparecido en amplio grado, y que esto marca una degeneración y una grave pérdida cultural[9]. Al arrancar lo moral del capricho individual, Macintyre procura devolverla a su ámbito natural, que no puede ser otro que el de cierta relación con la verdad. Afirmar que la renuncia a una ética como la aristotélica supone una pérdida cultural no representa otra cosa que decir, por ejemplo, que la renuncia al uso de la rueda significaría un claro empobrecimiento de la cultura humana; no nos encontramos ante un juicio de gusto, sino ante una constatación fáctica… pero, ¿es que niega Macintyre la consabida distinción humeana entre juicios de hecho y juicios de valor? ¿Niega la tesis que afirma que de un es no se puede deducir un debe?


III

El ataque que Macintyre emprende, y que tiene como objeto al grueso de la ética moderna, se desarrolla en distintos tiempos. No obstante, él contempla como núcleo esencial a batir lo que denomina el proyecto ilustrado, que domina por doquier el imaginario de la modernidad, hasta el punto de identificarse con sus presupuestos. Quizás a veces de manera algo simplificadora, Macintyre concibe la modernidad como un posicionamiento constante ante el proyecto ilustrado. De manera parecida, afirma que el descalabro de tal proyecto es el descalabro de todo movimiento político moderno, incluyendo de la misma manera a teorías tan dispares como el marxismo y el liberalismo[10].

La fuente del proyecto ilustrado es localizada, como antes ya dije, en una tentativa sistemática de erradicar todo lo procedente de la tradición. Por ello se atribuye a la razón, esa razón abstracta y descarnada, toda la autoridad que antes se repartía entre distintas instancias, entre ellas la tradición misma. La negación del aristotelismo y la tradición, en lo que se refiere al concepto de hombre, encuentra su centro en la negación de la idea fundamental de naturaleza humana, que en el aristotelismo surge como piedra angular, en tanto comporta fines, de justificación racional de las virtudes. Las virtudes, según Aristóteles, son las cualidades que permiten a un individuo satisfacer o acercar los fines que su naturaleza comprende. El proyecto ilustrado elimina esta noción de naturaleza humana y la sustituye por la propia de la ciencia newtoniana, quiere decir, por un concepto de naturaleza despojado de fines. Aunque los términos morales que a menudo utilizan sean los mismos, al erradicar la referencia a fines naturales los ilustrados desfondan y tornan absurdo gran parte del vocabulario moral[11].

El segundo gran frente de oposición de la moral ilustrada al aristotelismo y la ética antigua es el explícitamente abierto por Hume. Recordemos su cuidadosa separación de juicios de valor y juicios de hecho. Para no ser prolijo, sólo recordaré que, según el escocés, las cualidades que llamamos morales no forman parte del ser de las cosas, sino del sujeto que las contempla. No existe naturaleza que disponga fines a lo existente, por lo que tampoco hay, en principio, nada bueno o malo. No hay sustrato objetivo, acerca del cual pueda juzgar rectamente la razón, que permita localizar lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, ya que el área de conocimiento racional se restringe a lo relativo a hechos, no a valores. Sobre esta arquitectura se sostiene todo el edificio moderno: negación de la teleología de la naturaleza y separación de juicios de hecho y juicios de valor. Macintyre no se arredra ante lo que parece escandaloso para el piadoso moralista moderno: afirma la existencia de una naturaleza humana dotada de fines, y, a la vez, afirma que es posible extraer un juicio de valor de un juicio de hecho porque los juicios de valor son, a su vez, juicios factuales[12]. La argumentación que defiende es larga y no voy aquí a repetirla, sólo mencionar algunos elementos relevantes y valientes.

¿Cómo se puede extraer un debe de un es? Sólo basta con no cercenar los fines naturales en la consideración de las cosas. El abandono de los fines naturales, afirma Macintyre, fue precipitado e interesado, pero, en rigor, es imposible pensar los seres sin concebir su naturaleza y los fines que incluye: Aristóteles tomó como punto de partida para la investigación ética que la relación de “hombre” y “vida buena” es análoga a la de “arpista” y “tocar bien el arpa”. Los seres, entre ellos el hombre, poseen una naturaleza que tiende a fines, por lo que la calificación moral de las acciones se sigue de su conveniencia con respecto al fin que poseen. De esta manera, una acción es buena o mala por sí misma, según se adecue o no al fin que el agente naturalmente tiende a satisfacer. No es una cuestión de gusto o circunstancia: en cada caso podemos juzgar, de manera racional, sobre la calificación ética de una acción, o sobre si algo es justo o injusto, ya que no es un elemento aislado, un átomo conductual, sino parte de una trama mayor que es el todo al que pertenece y con respecto al cual adquiere consistencia moral objetiva. De este modo, es fácil comprender que los juicios de valor pueden ser concebidos como juicios de hecho[13]. La teoría ética moderna es así despojada de su fuente común que es la desobjetivización de los juicios referentes a cualidades morales, y con ello abre el hoy abandonado territorio de una reflexión moral unida al centro verdadero de la filosofía: la ontología.


IV

La especialización artificiosa que se traduce en la acotación de un terreno específico para el “filósofo moral”, acompañado éste en su condición de plácido propietario por otros especialistas como el “filósofo de la ciencia” o el “filósofo del arte” es, lisa y llanamente, la negación forzosa de la filosofía. El núcleo del que procede la vis filosófica es la ontología, y sólo desde ésta es posible contemplar filosóficamente cualquier sector de lo real. La fuerza incontenible que todavía hallamos en la ética de Aristóteles es la raigambre ontológica con respecto a la cual se enuncia, y esta es la potencia que también encuentra Macintyre en el filósofo griego. Tras la virtud no supone la exigencia de un esfuerzo de fideísmo hacia la ética griega de Aristóteles, sino la exigencia de conservar en toda reflexión moral la orientación hacia lo que el hombre realmente es. Desde esta perspectiva, la apelación a Aristóteles es realmente la condición de existencia de la ética en general: no es ética aquello que no contempla como principio la existencia de una naturaleza humana. No nos encontramos ante la disyuntiva entre distintas éticas, sino ante la de la ética y su negación. No parece que el escocés reivindique una aplicación de Aristóteles a la circunstancia de hoy, sino que, más bien, en él descubre una ética que apela a lo real, y no al capricho, el gusto, o cualesquiera excusa para abandonar el ejercicio de la capacidad de pensar. En ello consiste lo poderoso de un sistema de valoraciones, en que capacite al hombre para soportar la realidad tal cual es, en que haga posible el logro de una vida buena contando con lo que las cosas son, y no con lo que nos gustaría que fueran. De hecho, Macintyre no se dedica a repetir la tabla de virtudes aristotélica, si es que fuera posible elaborar algo así, sino que conserva del griego la idea de que la moral debe darse necesariamente en la forma de virtudes.

Lo demás, el desarrollo de la idea de virtud por parte de Macintyre, su dibujo de una propuesta ética moderna y más fuerte que las para él abstractas posiciones de Rawls o Nozick, se incluye en el libro, y a él habrá que recurrir quien quiera obtener más información que la contenida en estas hojas escuálidas.


[1] En esta dirección cabe citar, una vez más, a Heráclito: El destino del hombre es su “ethos”.

[2] Macintyre se refiere largamente, en el caso de Grecia, a la épica y la tragedia. Para tiempos posteriores considera la narración bíblica y, herederas discontinuas de la antigüedad, algunas novelas.

[3] Es paradigmática la arquitectura racional del kantismo, que reduce la ética a la búsqueda de las normas que todo ser inteligente se vea impelido a seguir, pero impide prestar atención hacia lo que con ellas pretende conseguirse.

[4] Macintyre, en su reivindicación del carácter concreto de la ética, quiere decir, en el convencimiento de que ésta es ininteligible si no es en el seno de una comunidad política determinada, no recurre en ningún momento a Hegel, aunque es imposible no recordar en este caso la distinción hegeliana entre una moral abstracta y lo ético, que es siempre concreto.

[5] Es lo que Macintyre define como un rencor profundo de la modernidad contra la tradición de la que surge. No es casual que el estado revolucionario francés, durante el extremismo de la Convención y el Comité de Salvación pública, llevara a cabo una explícita descristianización de Francia, lo que llevó a la parodia de establecer como religión revolucionaria la fe en el Ser Supremo y la Razón, así como sustituir las imágenes de los santos católicos por las de los mártires de la revolución.

[6] Op. cit. Pág. 51. Es preciso tener en cuenta que el libro de Macintyre es del año 1984. En esto, como en tantas cosas, los progresistas españoles copian de manera exacta los modos de expresión que, en los países anglosajones, estaban en boga hace veinte y treinta años. Quizás por ello sea tan común, al comparar a nuestros políticos con los foráneos, la sensación de desfase temporal, de parodia del pasado. Es la misma sensación que debieron causar aquellos ciudadanos franceses de la república revolucionaria cuando, queriendo imitar el ejemplo del virtuosismo romano, vestían toga de senador. Sólo representaban una farsa porque, como Hegel dijo de ellos, no eran más que ciudadanos franceses vestidos con toga romana.

[7] Es muy interesante la versión que Macintyre nos reserva de la justicia al oponerse a la concepción normativa de un Rawls o un Nozick. Para él, en vez de una norma abstracta y desligada de lo concretamente realizado por cada uno de los participantes en la comunidad política, la justicia es una virtud, quiere decir, no puede ser separada del mérito. Frente a una justicia aritmética, que niega el carácter mismo de lo justo, sólo es posible su aprehensión refiriéndola a su naturaleza distributiva, lo que en su acepción clásica quiere decir: a cada uno lo que merece.

[8] Macintyre, Tras la virtud; pág. 35

[9] Op. Cit. Pág. 39

[10] De hecho, Macintyre afirma que el centro de la ética marxista es heredado de la doctrina liberal clásica, lo que, sin duda, es cuestionable. En su oposición a ambas posturas, el autor ofusca su mirada y confunde sus respectivas naturalezas.

[11] Heredaron fragmentos incoherentes de lo que una vez fue un esquema coherente de pensamiento y acción y, como no se daban cuenta de su peculiar situación histórica y cultural, no pudieron reconocer el carácter imposible y quijotesco de la tarea a la que se obligaban. (Por qué tenía que fracasar el proyecto ilustrado, Op. Cit. Pags. 74-86).

[12] Cada actividad, cada investigación, cada práctica apuntan a algo bueno; por “el bien” o “lo bueno” queremos decir aquello a lo que el ser humano característicamente tiende. Interesa observar que las argumentaciones iniciales de Aristóteles en la “Ética” presumen que lo que G. E. Moore iba a llamar “falacia naturalista” no es una falacia en absoluto, y que los juicios sobre lo bueno – y lo justo, valeroso o excelente por otras vías- sean un tipo de sentencia factual. Los seres humanos, como los miembros de todas las demás especies, tienen una naturaleza específica; y esa naturaleza es tal que tiene ciertos propósitos y fines a través de los cuales tienden hacia un “telos” específico. El bien se define en términos de sus características específicas. Macintyre, Op. Cit. Pág. 187

[13] Macintyre expone cómo la ilustración abandonó el carácter funcional de los conceptos al ocultar la noción de fines naturales. Para él, sin embargo, como para Aristóteles, el mismo concepto hombre, posee carácter funcional al atender a fines. Pone el ejemplo del concepto capitán de barco para ilustrar cómo un juicio de valor de deduce de un juicio de hecho: afirmar de alguien que es un buen capitán de barco no es hablar del propio gusto o capricho subjetivo, sino un juicio de hecho que se basa en los fines que ha de satisfacer un capitán de barco para cumplir su función.

Cracovia.
Borja Lucena


Cerca de la luminosa plaza del mercado, donde el gentío vaga al amparo del mástil rojo que traza la antigua torre del ayuntamiento, se encuentra el ancestral collegium maius, primera universidad de Polonia. Sobre el dintel de una estrecha puerta que da paso al aula magna, tallada con cuidado y solemnidad, salta poderosamente a la vista una inscripción en latín: Plus ratio quam vis. Estamos a apenas sesenta kilómetros de Auschwitz.

Cracovia está muy cerca del infierno, demasiado cerca, pero esta cercanía no la ha despojado de su peculiar gracia, aunque sí es cierto que introduce una distancia irónica a la hora de degustarla; demasiado cerca del azufre y las llamas como para no notar nada. El centro de la ciudad es una fruta asediada por el anillo arbolado de Planty, un parque que recorre en órbita los límites de la antigua muralla. Fuera de sus límites, donde Planty se abre a los barrios extensos que han crecido rodeando la ciudad, la visión se transforma hasta alcanzar el grado atrevido de la fealdad; los edificios envejecidos no parecen ya soportar el peso de los días o de las actividades cotidianas que sus habitantes en ellos desarrollan, y penosamente decaen sin que, aparentemente, nadie haga nada. Extramuros, sólo el barrio judío conserva la belleza terrible de una anomalía. Más allá del Vístula se extiende el guetto alemán, donde una gran plaza desierta y una farmacia todavía recuerdan el lugar desde el que los judíos eran transportados a Auschwitz.

Recorrer Cracovia es una experiencia magnífica, sobre todo si es agosto y el sol brilla con fuerza y todo resplandece bajo su poder. Sorprende encontrar aquí, tan lejos, la misma forma de hacer una ciudad que es común en Europa occidental; los mismos estilos adornan edificios e iglesias, desde el gótico a la elegancia silenciosa del renacimiento; la misma vida urbana, también, ha vivido aquí durante siglos, así como su comercio, su burguesía, sus universidades, hospitales y templos. Un lazo de cristal alcanza a recoger toda Europa bajo una misma forma de vivir y entender las cosas del mundo, y aunque ese lazo llegara casi a reventar el siglo pasado, todavía hoy pervive en la familiaridad con que podemos pasear por las calles del otro extremo del continente. El incomparable poder civilizador de la iglesia católica, la ambivalencia de la cruz y la espada, convirtió estas tierras nórdicas y eminentemente bárbaras en paisajes que resultan conocidos y tranquilizadores para nosotros los mediterráneos, como si se situaran en la costa francesa o en la Toscana. Cracovia, como Florencia o Burgos, es una ciudad, es decir, algo extremadamente raro que históricamente no ha existido más que en condiciones excepcionales surgidas en el seno de la civilización griega, y expandidas por Europa por las legiones romanas y las misiones católicas que se aventuraron en el país amenazador de los hiperbóreos. Si hablamos con rigor, es patente que la ciudad –y, por lo tanto, la política- pertenece por completo al modo de habitar el mundo inaugurado en Grecia: las poblaciones del resto del mundo a las que descuidadamente llamamos “ciudades”, frente a la vida urbana europea, no dejan de ser otra cosa que aglomeraciones de gente.

Cuatro días estuvimos en Cracovia y no se debilitó la sensación de estar en casa, de pertenecer, de recibir esa extraña solicitud que irradian las cosas a pesar de ser por completo ajenas; esa convicción que se explicitó cuando encontramos la librería española de Maly Rynek y allí compré un libro de poemas de Herbert en el que el poeta dice Los bosques ardían -y ellos en sus cuellos enredaban los brazos como ramos de rosas; cuatro días que me hicieron volver a amar y al mismo tiempo a añorar, una vez más, la vida que sólo florece en la polis.

lunes, 13 de octubre de 2008

Capitalismo (primera parte)

¿En qué consiste el capitalismo? Yo tengo dos sospechas; la primera es que es básicamente un sistema para tener entretenida a la gente y así evitar que se mate en horribles guerras; consiste en convencer a los ricos de que pueden ser más ricos y a los pobres de que pueden dejar de ser pobres. El resultado es que, con ciertas fluctuaciones, los ricos siguen siendo igual de ricos y los pobres, pues ahí van. El problema es que, puesto que se basa en percepciones subjetivas y en sentimientos, nadie sabe realmente de qué forma controlar a la bestia, es decir, de qué forma racionalizar el mercado, comprenderlo y aprovecharlo. Desde esta perspectiva, somos reales hijos del azar, y deberíamos prepararnos para que, en cualquier momento, todo salte por los aires y tengamos que cultivar patatas en el jardín de nuestra casa para alimentar a nuestros hijos.

La segunda sospecha tiene un tufillo claramente marxista; consiste en señalar que eso que llamamos capitalismo no es tal ya que, en rigor, nunca hay una verdadera liberalización y jamás el estado deja en manos de los ciudadanos la regulación efectiva de sus intercambios. Los liberales moderados hablan de sistema mixto y los mal pensados, como yo, directamente sospechamos que es una forma refinada de estatalismo. 

La actual crisis financiera en la que estamos zambulléndonos de culo da que pensar en torno a estos dos planteamientos contrarios; no se sabe muy bien si el sistema se va de madre y nos jodemos todos, o si, al final, no se va porque “papá estado” viene a meter las narices en nuestras vidas, confirmándonos nuestra condición perenne de “siervos de la gleba”, con lo que... nos jodemos todos.

ECHAD UN VISTAZO A ESTE VIDEO Y ASÍ, AL MENOS, NOS REIMOS UN POCO... POR NO LLORAR.

jueves, 9 de octubre de 2008

Interludio sobre el comunismo.
Borja Lucena


Durante los días raros de primeros de septiembre me entretuve en la lectura de la biografía de Fouché escrita por Stefan Zweig. Después de volver del este de Europa y contemplar allí los trazos con que marcó la tierra el socialismo real, me asombró la clarividencia con que el futuro ministro de la policia napoleónica, en su etapa jacobina, acertó a bosquejar avant le lettre lo que significa el acceso al poder del comunismo. Fouché fue nombrado procónsul de la Convención en la reaccionaria Lyon, y allí dio a conocer una Instruction de Lyon que firmó junto a su amigo Collot d´Herbois. Su tarea consistía en reprimir la resistencia que encontraban los decretos revolucionarios y convertir a los habitantes de la ciudad en "buenos republicanos". Como casi siempre que se quiere convertir al hombre en ciudadano ejemplar, su actividad se dirigió a eliminar a los incorregiblemente apegados a los viejos vicios incompatibles con la moral estricta de la Revolución, y de hecho exterminó a todo aquel que no encajara en el inflexible molde de las virtudes republicanas. Cientos, miles de personas fueron fusiladas o arrojadas al Ródano por mor del triunfo de la libertad. La Instruction de Lyon es para Zweig el primer manifiesto que describe el programa político del comunismo en el poder, y creo que esboza de forma inmejorable el proyecto que impusieron los Partidos Comunistas del este y centro de Europa tras su instalación en el poder por el Ejército Rojo soviético. La sinceridad brutal del documento ha requerido su silenciamiento, pero en él cabe encontrar, casi punto por punto, lo que el comunismo puso en marcha cientocincuenta años después en la Europa destrozada de la posguerra; desde la repulsa hacia el pensamiento libre o la concepción del estado como un dios en la tierra, hasta el histérico anticlericalismo, todo pertenece por igual al siniestro manifiesto de Fouché y a la acción de gobierno de los partidos comunistas. Ahora que nos gusta hacer memoria histórica, no está de más recordar aquel documento y volver a preguntar sobre el vínculo existente entre la utopía comunista y los sistemas políticos del mismo nombre a los que a menudo se condena sólo como aplicaciones erróneas de una bellla teoría. Es frecuente, incluso, que la misma condena a esos sistemas totalitarios sirva precisamente como vacuna para impedir que la crítica alcance al ideal y, de esta manera, es acostumbrado defender que lo condenable de los regímenes soviéticos es, precisamente, que no eran comunistas.

No quiero transcribir entero un documento tan interesante, pero dejadme al menos que os ofrezca unas pocas frases tomadas del libro de Zweig:
Todo les está permitido a los que actúan en nombre de la República. Quien se excede en cumplir sus exigencias, quien aparentemente pasa del límite, aún puede decirse que no ha llegado al fin ideal. Mientras quede sobre la tierra un solo desgraciado, debe proseguir el avance de la libertad (...) Obrad, pues, generosamente y con audacia; quitadle a cada ciudadano lo que no necesite, pues lo superfluo es una violación patente de los derechos del pueblo. Todo lo que tiene un individuo más allá de sus necesidades no lo puede utilizar más que abusando de ello. No le dejéis, pues, sino lo estrictamente necesario; el resto pertenece íntegro, durante la guerra, a la República y sus ejércitos (...)
Este culto hipócrita
(el catolicismo) tiene que ser reemplazado por la creencia en la República y en la Moral (...) Ningún sacerdote podrá llevar los hábitos fuera del lugar destinado al culto. Ya es tiempo de que vuelva esta clase altanera a la pureza del cristianismo primitivo y se reintegre al estado civil (...) Administraremos con todo rigor la autoridad que nos ha sido encomendada, consideraremos y castigaremos como actos malvados todo lo que, bajo otra circunstancia, se llame descuido, debilidad y lentitud. Pasó la época de las decisiones tibias y de las contemplaciones. ¡Ayudadnos a dar los golpes implacables o estos golpes caerán sobre vosotros mismos! ¡La Libertad o la muerte! Podéis elegir.

sábado, 4 de octubre de 2008

Una buena idea

Si no puedes con tu enemigo, únete a él. Si no hay forma de sacar fuera de las instituciones las banderas que no están contempladas en el marco legal… que cada uno lleve la suya. El argumento del concejal de Villava es especialmente atinado porque parte de las premisas de los secesionistas (o anexionistas en el caso de Navarra): si ellos enarbolan la ikurriña porque “sienten” que es su bandera y representa su patria, entonces el concejal José Luis Úriz, del PSN, porta una de Iron Maiden porque “siente” que es su bandera y representa el modo de vida que admira. Si todo es una cuestión de sentimientos… ¿qué diferencia hay? Así lo entendieron los concejales de UPN que aprovecharon para hacer gala de su devoción por el Club Atlético Osasuna. Y si el alcalde opta por retirar la bandera de Iron Maiden o el escudo del Osasuna y dejar la ikurriña será interesante ver como lo argumenta… aunque seguro que inventa algo. Pero la verdad es meridianamente clara: o nos atenemos a lo marcado en la constitución y los respectivos estatutos de autonomía o volvemos al medievo y que cada uno porte su estandarte.