¿Tiene un significado político el término “fraternidad”? ¿Cuál? La fraternidad parece ser el “patito feo” del conocido tríptico de la Revolución de 1789: libertad, igualdad y fraternidad. Mientras que las nociones de “libertad” e “igualdad” son claves en las más importantes teorías políticas del siglo XIX (liberalismo y marxismo), la fraternidad apenas puede ser considerada una categoría política y efectivamente está ausente en la mayoría de los diccionarios y manuales de teoría política.
Es ya muy significativo que fuera precisamente Robespierre el que por primera vez, en Diciembre de 1790, utiliza la, en principio, categoría religiosa de “fraternidad” en un contexto específicamente político, en un discurso sobre la organización de las milicias nacionales, al proponer inscribir las palabras "El Pueblo Francés" y "Libertad, Igualdad, Fraternidad" en los uniformes y las banderas. Su propuesta es rechazada pero la semilla estaba ya lanzada. A partir de 1793, muchos parisinos, imitados al poco tiempo por los habitantes de las demás ciudades, pintan en la fachada de sus casas el tríptico republicano acompañado por un más que inquietante ”(…) o muerte”, pero pronto se les invita a borrar la última parte de la fórmula, demasiado asociada al Terror.
Como muchos de los símbolos revolucionarios, la divisa cae en desuso bajo el Imperio. Reaparece durante la Revolución de 1848, teñida de una dimensión religiosa: los sacerdotes celebran al Cristo-Fraternidad y bendicen los árboles de la libertad plantados en aquel momento. Al redactarse la Constitución de 1848, la divisa "Libertad, Igualdad, Fraternidad" se define como un "principio" de la República francesa y, por extensión de todos los regimenes burgueses herederos de la revolución.
Habitualmente se ha interpretado la idea de “fraternidad” como una idea “puente” entre la igualdad y la libertad. Así por ejemplo Edgar Morin, - en Tierra-patria - interpreta la libertad, la igualdad y la fraternidad como principios de tipo programático para la realización de una plena democracia planetaria, subrayando el rol de la fraternidad como criterio dirimente:
"El llamado de la fraternidad no debe solamente superar la viscosidad y la impermeabilidad de la indiferencia. Debe vencer la enemistad. [...] y el problema clave del cumplimiento de la humanidad es el de ampliar el nosotros, de abrazar, en la relación matri-patriótica terrestre, cada ego alter y de reconocer en él un alter ego, es decir, un hermano humano".
Morin interpreta la fraternidad en clave de humanismo feuerbachiano: es decir, se trata de sacar al amor de la petrificación en la cual -en su opinión- lo han puesto las religiones. Justamente, la no-religión de Morin, la convicción de la ausencia de salvación abre el camino de la verdadera tarea de la “fraternidad universal”:
“Tenemos que cultivar nuestro jardín terrestre; lo que quiere decir civilizar la Tierra. El evangelio de los hombres perdidos y de la Tierra-Patria nos dice: tenemos que ser hermanos, no porque nos salvaremos, sino porque estamos perdidos".
Antes de criticar el sentido y la interpretación que Morin, y otros muchos, dan a la idea de “fraternidad” conviene remontarse más allá del significado político del término (Revolución francesa) para encontrar un “terreno firme” que nos permita una indagación más fundamentada.
La noción de “fraternidad universal” es de origen eminentemente religioso. En la tradición cristiana pretende encontrar su fundamento en el mensaje de Jesucristo. Él nos mando que nos amáramos “como hermanos”. Desde la perspectiva del Dios- Padre, todos somos hermanos y todos debemos tratarnos de manera fraternal. Según la interpretación que podríamos llamar “ortodoxa”, lo ocurrido durante el siglo XVIII con la noción de fraternidad ha de inscribirse en el curso general de la secularización de conceptos religiosos que continúan vigentes en la sociedad burguesa pero ya sin una fundamentación trascendental. Sería ahora la Razón, y no la Revelación, la que fundamentara la conducta moral apelando, eso sí, a los mismos valores: la necesidad del amor fraternal como garantía de una moralidad universal.
Pero el relato anterior no se corresponde con los hechos, ni describe como se conducen los hombres ni siquiera dentro del ámbito religioso. La verdad es que en el mismo seno de la Iglesia Católica la experiencia de esa fraternidad universal solamente es posible dentro la misma Iglesia, que se presenta a la vez como un pueblo y como una familia: el "Pueblo de Dios", la "Familia de Dios".
La misma Iglesia Católica, por lo menos hasta el siglo XX, ha puesto mucho énfasis en el "dentro" y el "fuera", que era condición de fraternidad, de manera que estar dentro de la Iglesia Católica a través del bautismo, a través de los vínculos de la comunión eclesial, era constituir una especial fraternidad. No es que la Iglesia se negara a la apertura universal hacia todo el resto que estaba afuera de la Iglesia. Por el contrario, había una misión que cumplir, a saber, atraer a los demás y hacerlos entrar en el interior de esa estructura universal, la Iglesia Católica, pero hasta que este objetivo no fuera alcanzado en modo alguno cabe afirmar que los infieles son “hermanos” y debemos tratarlos como a tales.
Es muy posible que por su evidente pasado religioso la idea de fraternidad nunca haya sido completamente secularizada y esta haya sido una de las razones de su progresivo abandono en las sociedades occidentales. En el siglo XX la idea de fraternidad ha sido paulatinamente sustituida por la idea de solidaridad. Para los objetivos del presente escrito tanto da una como otra: la solidaridad nos impele a compartir con nuestros semejantes, aquellos que pueden ser considerados “nuestros hermanos”, de tal forma que el ejercicio de la solidaridad “universal” presupone la “fraternidad” entre todos los humanos. La idea es muy simple: como todos somos hermanos debemos ayudarnos solidariamente. Hasta aquí la teoría (falsa conciencia). La práctica (realidad) es muy otra. La verdad es que cuando la solidaridad adquiere una dimensión política es en un contexto de fractura social y que precisamente exige la ruptura de la totalidad (humanidad) para ser inteligible. La solidaridad pasa a ser una categoría política en el siglo XIX, al ser determinada en el sentido de “solidaridad obrera”, cuando los sindicatos idean las huchas de resistencia para ayudar a las familias de los huelguistas y, de esta manera, impedir la claudicación de la clase obrera en su lucha sin cuartel ante los capitalistas. El objetivo final de la solidaridad es vencer a los enemigos de la clase obrera. Nada de este proceso puede ser cabalmente comprendido sino es en términos de dentro y fuera, los nuestros y los otros etc.
Así pues, tanto en su versión religiosa como en su variante secular, la noción de “fraternidad (o solidaridad) universal”, esta es la primera tesis que voy a defender, constituye un oxímoron. En efecto, hermanos son quienes pertenecen a una misma familia, y las familias son grupos que se distinguen unos de otros. Con otras palabras, la "fraternidad universal" tiende a poner en entredicho la realidad social básica -la familia- que posibilita la fraternidad real, la que nos permite tratar a otro como hermano, es decir, precisamente, no como a cualquier hombre.
Pero sin duda, entre la fraternidad real, la que se da entre hermanos, y la fantasmagórica fraternidad universal hay todo un trecho que es posible recorrer.
Cuando las comunidades políticas son pequeñas y están bien diferenciadas también se pueden encontrar lazos “fraternos”entre las personas que los constituyen. Es más, la presencia de tales lazos que posibilitan la cooperación, el intercambio y la ayuda mutua es esencial para la pervivencia del grupo. La presencia de la fraternidad es más evidente cuanto mayor es la situación de indefensión de un grupo o comunidad. El ejemplo más claro es el de la comunidad judía que mantiene fuertes vínculos fraternos que les han permitido sobrevivir en las situaciones más duras. Pero, como señala Hannah Arendt, se trata de un mecanismo inhumano, porque lo propiamente humano no es recogerse del mundo y refugiarse en el pequeño grupo (este es más bien un mecanismo etológico). Lo característico del ser humano es la palabra y la acción: la palabra para denunciar, demandar, exigir… y la acción para participar en la vida pública y así cambiar las relaciones políticas y de poder. La fraternidad, en este sentido, es un mal sucedáneo de la acción política.
En cualquier caso, ya sea en el seno de un reducido grupo, la familia, o en un grupo más amplio, la tribu, el pueblo, la comunidad etc, la fraternidad puede ser una categoría de convivencia en el seno del grupo, pero siempre, al mismo tiempo, con la condición de que se no se dirija a los Otros: los extraños o extranjeros. Yo soy hermano de mis hermanos y tengo con ellos una relación especial porque hay algo, la pertenencia a una familia incluyente y excluyente, que me iguala al resto de la familia y, a la vez, me diferencia y separa de otros que no pertenecen a la familia. De manera semejante, la "fraternidad" con quienes no son mis hermanos, pero son mis prójimos como vecinos o conciudadanos o compatriotas, requiere de una causa de inclusión y de separación y/o de distinción políticamente y hasta espacialmente estructurada: mi barrio, mi ciudad, mi patria…
Pero incluso en ese contexto limitado, fraternidad entre compatriotas, es muy posible que estemos utilizando una mala metáfora. Es muy reveladora la historia de Antígona, que justamente por amor hacia su hermano, que era el enemigo del Estado, rompe con cualquier concepción de fraternidad política. Lo que nos indica a las claras que los lazos de cohesión que mantienen unida una comunidad política son de naturaleza muy diferente al amor fraterno, pues de lo contrario no sería totalmente incompatible el deber de Antígona hacia su hermano con su deber como ciudadana.
IV
Parte de la oscuridad que envuelve la noción de fraternidad se debe, a mi juicio, a la confusión con otras nociones como el respeto y la igualdad. Que los hombres se comporten de manera fraterna pudiera interpretarse como que se relacionen en un plano de igualdad o que se respeten. Pero son cosas distintas.
La noción de igualdad, al contrario que la fraternidad, tiene un claro fundamento político. O mejor dos: el principio clásico de isonomía y la declaración de los derechos del hombre y el ciudadano de 1789.
La noción de igualdad política nace cuando Clístenes funda la democracia ateniense y establece el principio de isonomía, es decir, de igualdad de lo ciudadanos ante la ley. La igualdad política es el principio político que sustituye a la estirpe o el linaje como fundamento de la isegoría (potestad para hablar). Recordemos cuando Odiseo golpea con el cetro la cabeza de Tersites por tomar la palabra en la asamblea de reyes aqueos. Él no pertenece a la estirpe de los reyes y no tiene derecho a hablar. El ejemplo es interesante porque muestra los dos niveles distintos en que trabajan la igualdad y la fraternidad: en una democracia la palabra de Tersites, en tanto que ciudadano, tiene tanto valor como la de Ulises, pero nunca Tersites (envidioso, contrahecho, mezquino…) puede ser considerado “hermano” de Ulises, ni siquiera en sentido figurado.
Es preciso esperar a la Declaración de 1789 para ampliar la restringida noción de ciudadanía a toda la humanidad. La Declaración establece que nadie está legitimado para “apropiarse” de otras personas pues todas somos iguales, esto es, tenemos los mismos derechos (humanos). A pesar de la evidente –y necesaria- ampliación de la noción de igualdad, esta no rebasa el ámbito o espacio político. Los revolucionarios no proclamaron, a pesar de que así ha sido interpretado, que todos los humanos somos realmente iguales, tampoco prescribieron que las personas deberíamos establecer lazos afectivos que rebasen el espacio público, tan solo exigieron que se garantizara la igualdad política de todas las personas.
La clave está en que la igualdad tiene un claro espacio político para desarrollarse. Es evidente que quien reclama una mayor igualdad no pide que todas las personas sean tratadas del mismo modo sea cual sea su valía intelectual, sus capacidades físicas o su laboriosidad, lo se pide es que el estado trate a todos los ciudadanos con equidad y ponga los medios para que los más desfavorecidos no queden apartados del progreso social.
En cambio, aquel que demanda fraternidad no se restringe a un ámbito de la vida humana. El imperativo de tratar al prójimo como a un hermano desborda el ámbito estrictamente político y afecta a todas las esferas de la vida. Uno no puede ser fraterno a veces o depende donde. La fraternidad no reconoce frontera alguna entre el terreno privado y público, el sentimentalismo que acompaña al uso metafórico del término lo anega todo.
Otra confusión habitual consiste en sustituir respeto por fraternidad. Pero, de nuevo son conceptos diferentes: el respeto consiste en el reconocimiento de que las personas, todas las personas, tienen valor por sí mismas y por tanto no pueden ser instrumentalizadas o cosificadas. El filósofo del respeto es, claro está, Kant. Toda la ética kantiana puede resumirse en la prescripción de tratar al prójimo con respeto. La categoría del respeto que tiene su cuna en la ética, desborda el marco ético y adquiere una dimensión política en el Nuevo Régimen, de tal forma que la exigencia de respeto no queda circunscrita al ámbito de la moral sino que encuentra una plasmación objetiva en el entramado jurídico, (si bien es verdad que durante todo el siglo XIX los valores de igualdad y respeto son letra muerta en las Constituciones de los nuevos estado liberales).
La diferencia fundamental entre la fraternidad y el respeto es que este último no implica la presencia de lazos afectivos. Es más, el verdadero respeto se da en ausencia de tales lazos: no tiene mérito respetar a nuestros padres, hermanos o amigos, el verdadero respeto se demuestra ante el extraño que nos es completamente ajeno e indiferente y, a pesar de lo cual, nos comprometemos a respetarlo, esto es, a reconocer la humanidad que está presente en él y, siguiendo la máxima kantiana, considerarlo siempre como un fin y nunca como un medio.
Cuando se ha tratado de hacer una lectura política de la fraternidad los resultados han sido catastróficos. La segunda tesis de estás líneas es que el totalitarismo se caracteriza, entre otras cosas, por hacer de la fraternidad un categoría política central. Consecuentemente con lo ya apuntado podemos adelantar dos características del totalitarismo: la necesaria fractura social que exige la idea de fraternidad (puesto que no existe algo así como la “fraternidad universal”) y el desbordamiento del espacio político (puesto que la puesta en práctica de la fraternidad afecta a la todas las facetas de la vida)
VI
El totalitarismo fascista predica sin descanso y con vehemencia la fraternidad… entre los compatriotas claro está. No creo que sea preciso explayarse mucho en este punto. La crisis económica de los años 30 favorece al auge del fascismo, en Italia y Alemania, porque la difícil situación de la clase obrera potencia el desbordamiento de los lazos solidarios a otras clases sociales, especialmente hacia la pequeña burguesía, que también atraviesa una situación difícil. En este contexto la tradicional explicación marxista que achacaba todos los males de los proletarios a la clase antagónica, la burguesía, es puesta en entredicho. Los burgueses no son ya los explotadores sino compañeros de infortunio. La situación económica y social era la idónea para que entrara en escena la peor cara de la democracia: la demagogia. La pregunta y la respuesta estaban servidas en bandeja de plata: ¿Quién es entonces el culpable? El Otro, el extranjero, el judío…
La fraternidad precisa para jugar un papel político un espacio público fracturado. Es, como la solidaridad, solo es posible contra alguien. Los afectos que constituyen la relación fraterna pueden desbordar su marco natural, la familia, bajo el supuesto de una amenaza exterior que posibilite y hasta exija ampliar el círculo de los semejantes para hacer frente a la hostilidad exterior. Ayer y hoy la crisis económica es un factor que juega a favor de los fascistas pues genera dos movimientos complementarios y de signo opuesto: unión entre los nuestros y rechazo a los otros. Ambos sentimientos actúan al modo de vasos comunicantes, su intensidad es directamente proporcional. El sentimiento afectivo o de empatía entre los compatriotas se alimenta necesariamente de la xenofobia. Haremos bien en recordarlo cuando escuchemos inocentes declaraciones de amor a la Nación, la Patria, la Lengua o la Cultura.
A primera vista podría parecer que el comunismo tiene como meta final la “fraternidad universal” y que la mera existencia de países y partidos socialistas demuestra que, al menos como valor, como ideal a perseguir, no hay nada contradictorio, como aquí se ha sostenido, en la noción de “fraternidad universal”. Pero de nuevo el examen de la acción política de los partidos comunistas nos da una visión más ajustada y fidedigna del asunto que nos ocupa. La verdad es que la fraternidad que alientan los comunistas sólo se da entre los “hermanos proletarios” que pueden y deben unirse para vencer y derrocar (aquí ya no hay hermanos) a los enemigos de la clase obrera. Es verdad que en el límite la aspiración de los comunistas es incluir a toda la humanidad en la clase universal, pero la cuestión es que en tanto y cuanto esta clase no es universal de facto, todos aquellos que están fuera de la misma son considerados enemigos de clase y con ellos no hay fraternidad que valga.
Los comunistas, como Nietzsche apuntaba, son los herederos de la Iglesia católica en la edad Moderna. Si los católicos aspiraban a unificar a toda la humanidad en el seno del “Pueblo de Dios”, los comunistas aspiran a la conversión de todos los hombres en proletarios. Si la Iglesia católica promete a sus fieles la salvación eterna, el Partido promete a los proletarios el paraíso comunista. Tanto en un caso como en otro es esencial, para alcanzar el objetivo final, la cohesión interna del grupo, la cual requiere algo más que la mera presencia de intereses compartidos, exige el establecimiento de lazos afectivos entre los camaradas o los hermanos. La cuestión es que tanto en un caso como en otro la noción de “fraternidad universal” no solo es equívoca sino que falsea abiertamente la realidad y funciona a modo de cobertura ideológica o falsa conciencia para ocultar la hostilidad de ambas ideologías con todos aquellos que se salen del redil y no aceptan ser absorbidos por la Familia (el Pueblo de Dios o el Partido Comunista).
Concluyo pues que la noción política de fraternidad es, contra lo que pudiera parecer, un instrumento del totalitarismo que habría de ser evitada en una sociedad abierta, plural y democrática. Defiendo pues una política fría, alejada de las tantas veces malogradas buenas intenciones, que a modo de boomerang nos golpean, nos hieren y, en último extremo, nos matan. Alabemos el amor fraterno cuando se da en su espacio natural, - la familia, los amigos…- y luchemos por un espacio político digno, esto es aquel que está regido por verdaderas categorías políticas: justicia, igualdad, libertad, pluralismo, tolerancia etc.
No es cuestión de negar lugar alguno para los afectos en la vida política sino de otorgarles la contingencia que merecen. Por ejemplo: si la mayoría de los ciudadanos españoles sienten simpatía por la causa palestina o saharaui, por ejemplo, es lógico que la política exterior del país favorezca a estos pueblos cuando tenga la ocasión. Pero no por eso es una buena política. Si en el futuro las simpatías de los españoles se desplazan hacia los israelitas o los marroquíes igual de razonable sería que la política exterior (en el supuesto de que la hubiera o tuviera alguna trascendencia) fuera favorable a las naciones rivales.
Haciendo uso del lenguaje económico en boga, podríamos decir que los afectos son aspectos coyunturales de la política, mientras que las categorías políticas son, o deberían ser, características estructurales de la misma, es decir, los afectos cambian y de ahí que cambien los objetivos políticos, pero una buena política, al menos desde mi punto de vista, ha de apuntar a la realización incondicionada de los valores ilustrados: justicia, pluralismo, libertad, igualdad…. (pero no fraternidad, ni siquiera solidaridad)
Por último, en relación a la ayuda al tercer mundo, la lucha contra el hambre, las ayudas para el desarrollo o, en general todo aquello que pudiera entrar dentro del rótulo de una “política solidaria”, creo necesario, para discernir algo y resistir el exceso de sentimentalismo, distinguir entre Estado, Organizaciones Internacionales (ONU, UNICEF…) y sociedad civil, por un lado, e interés nacional, bien común y utopías varias por otro. Defiendo que el Estado debe orientarse a la consecución del interés nacional (el cual no tiene porque ser necesariamente “insolidario”: por ejemplo, a España le interesa que el Magreb y también la costa de África occidental tengan estabilidad, trabajo y, en la medida de lo posible, perspectivas de progreso); las organizaciones internacionales, debidamente financiadas por los estados, habrían de apuntar al bien común (ayuda a la infancia, campañas de alfabetización y vacunación, acceso al agua potable, ayuda a los refugiados etc); y la sociedad civil podría apuntar a otros objetivos que no precisan de amplios consensos (por ejemplo, los defensores de los animales podrían financiar políticas encaminadas a la abolición del salvaje exterminio de focas árticas a manos de los esquimales etc).
En cualquier caso es posible y necesario establecer principios fríos que regulen las instituciones nacionales e internacionales y dejar la fraternidad, la solidaridad y, en general, las fobias y filias en manos de la sociedad civil, esto es, en manos de ciudadanos (particulares), que, organizados en distintas asociaciones no gubernamentales (que para ser tales y preservar su independencia habrían, claro está, de renunciar a la financiación pública) puedan promover la ayuda y la solidaridad hacia quien consideren oportuno.