Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

sábado, 26 de julio de 2008

Vida y destino.
Óscar Sánchez Vega

A menudo, y no me refiero solo a la literatura, conviene no hacerse demasiadas ilusiones sobre un libro porque raramente se cumplen las expectativas despertadas. Algo de eso me pasaba por la cabeza cuando empecé la lectura de Vida y Destino después de que coincidieran en el tiempo tres circunstancias: me recomienda el libro un buen amigo, aparece mencionado como una de las cumbres de la literatura del siglo XX en un libro de Finkielkraut que estaba leyendo y escucho una reseña laudatoria en un programa radiofónico con motivo de la segunda edición en castellano del libro. Los dioses habían hablado; no me quedaba más remedio que obedecer. Las 1000 páginas del libro desde luego intimidan bastante, pero había escuchado que la obra se podía comparar con Guerra y Paz y como había pasado, gratamente, la prueba de Tolstoi me anime con Grossman, y pude comprobar que mis iniciales recelos eran del todo infundados y que la obra estaba a la altura de lo que de ella se decía. 

Creo más interesante en este foro, dada mi incapacidad para hacer una crítica literaria medianamente digna, comentar algunas circunstancias que rodean la obra y la vida del autor. Vasili Grossman fue un escritor y periodista ucraniano (y judío) que trabajó en primera línea en la batalla de Stalingrado y posteriormente avanzó con el ejercito rojo hasta lo campos de exterminio de los nazis, siendo el primer periodista en conocer de primera mano el horror de los langer. Este es el periodo histórico en el que está ambientada la obra, entre 1942 y 1944 aproximadamente. La verosimilitud que rezuma todo el relato no es casual, el autor sabe de lo que habla. Su conocimiento de la sociedad soviética y de los mecanismos que el estado utiliza para su afianzamiento es tal que parece increíble que Grossman albergara alguna esperanza de que su obra fuera publicada, a pesar de ser presentada durante la apertura de Kruschev. El manuscrito sobrevivió al KGB, que destruyó varias copias, sin imaginar que existían otras. Grossman creyó, sin embargo, que no se había salvado ninguna y cayó en una depresión. Murió poco después, en 1964, de un cáncer de estómago. Sajarov logra sacar de la URSS una copia microfilmada a partir de la cual se edita una primera edición, creo que en Francia. La primera edición en castellano es editada por Seix Barral en 1985 y pasa sin pena ni gloria (no había llegado el tiempo de romper con la ortodoxia marxista por parte de nuestros “intelectuales”). En Noviembre del pasado año la editorial Galaxia Guttemberg edita la segunda edición en castellano, después de que la obra haya sido difundida en el resto de Europa y conmocionado al público, y esta alcanzando en España el éxito que se merece (es una de las pocas cosas que invitan a uno a reconciliarse con el país: si Vida y destino es un éxito de ventas, no estamos tan mal como pudiera parecer).

La truculenta historia del autor y su obra se refuerza con una impresión muy personal que imagino que no tiene ninguna base objetiva, pero animo a los feacios a que la lleven a cabo. Observad la imagen del autor. Es la imagen de un hombre bueno, integro y justo. Quizá todo sea sugestión después de conocer su historia o quizá no. Me ocurre lo mismo con los retratos de Antonio Machado, por ejemplo, pero como no tengo ninguna teoría que lo explique, lo dejo caer a ver si alguien lo ratifica o me da una explicación.

Ya que no me atrevo con la crítica literaria, intentaré, al menos, hacer una lectura política de la novela. Grossman hace una lúcida crítica del totalitarismo soviético así como del latente antisemitismo de la sociedad rusa. Especialmente impactante es la manera en la que describe los perniciosos efectos del omnipresente miedo característico de toda dictadura; pero no solo es el miedo, el acoso al individualismo es más sutil, como cuando uno de los personajes, Victor Sthrum, primero es acusado de sostener una teoría científica contrarevolucionaria, y es invitado a rectificar y reconocer su “error” pero no se retracta por lo que es condenado a una suerte de ostracismo intelectual. Victor, a pesar de su miedo, ha resistido la intimidación del estado y en el fondo se siente orgulloso de su gesto, especialmente ante su hija adolescente. Posteriormente es “rehabilitado” y cuando se halla en la cumbre de su carrera profesional, siendo reconocido como uno de los científicos soviéticos más importantes, es hábilmente inducido a firmar un infame manifiesto de apoyo al régimen que incrimina a dos médicos judíos inocentes. Grossman tiene la habilidad de conseguir que te pongas en la piel de Sthrum: después de resistir contra viento y marea el acoso del régimen, Victor cede ante las expectativas de los aduladores y no le puedes reprochar nada por que, tal y como lo narra el autor, cualquiera hubiera hecho lo mismo. Esta es la esencial perversidad del totalitarismo: que corrompe todo cuanto toca. Las dictaduras que perduran no lo hacen a solo por medio de la represión, su estrategia es más sutil: acaban convirtiendo a toda la población en cómplices de la ignominia (los españoles sabemos algo de esto, Franco no necesito del apoyo de los tanques para mantenerse 40 años en el poder)

Por otro lado la crítica de Grossman al régimen soviético no es como la de Solzenitzin, que se sitúa completamente al margen del ideal comunista lo que le permite mantenerse entero; en el sentido de que se limita a describir las aberraciones de los bárbaros, los que no son los suyos - y ya se sabe que “los otros” son capaces de cualquier cosa, pues en el fondo, cuanto peor sean “ellos”… mejor… más reconfortado me siento en mi posición-. Grossman, sin embargo, parece ser un comunista crítico con el devenir del régimen porque aún concibe la posibilidad, o necesidad, de un comunismo humanista que efectivamente trabaje a favor de la emancipación de la humanidad. Uno de los personajes más entrañables de su novela es un viejo bolchevique prisionero en un campo de concentración alemán que próximo a la muerte, victima de la barbarie nazi, intuye, pero no llega a aceptar, que los suyos no son mejores que los “otros” y que los ideales por los que ha luchado toda su vida habían sido mancillados por los dirigentes del partido. Desde esta perspectiva émic, no solo social sino también ideológica, es desde la que escribe Grossman. Su crítica es interna, le desgarra a él por dentro y a todos los que creyeron alguna vez en el ideal, porque en el fondo muchos comunistas pensaban que afiliándose y trabajando por el partido no hacían más que trabajar a favor de la humanidad entera, por encima de las razas y las naciones. Son los que permanecen fieles a este ideal último, independientemente de su filiación ideológica, los personajes que salen mejor parados en la novela, como la vieja campesina ucraniana que protege a un prisionero de guerra ruso durante la ocupación alemana. Pero la fidelidad no es al ideal abstracto, sino a la encarnación del mismo en las personas concretas: no se puede amar a la humanidad en abstracto, ni siquiera a todas las personas de carne y hueso, lo que se puede hacer es vivir comprometido con las personas que te rodean, como la familia Shaposhnikov que a pesar de los avatares de la guerra se mantiene unida por lazos de afectividad y empatía que les permiten vivir de manera humana en un mundo hostil y deshumanizado. Incluso los comisarios políticos del ejército rojo aparecen redimidos cuando anteponen sus sentimientos (el amor por Zhenia en el caso de Krimov, y el amor por sus hijos en el caso de Guétmanov) a su labor política. Sólo algunos personajes secundarios, como el general Neudóbnov, permanecen ajenos a esta marejada humanizadora que apunta una alegoría moral: no hay nada por encima del ser humano, el individuo concreto, de carne y hueso, que trata de sobrevivir en las condiciones más difíciles posibles, porque, como decía Simone Weil, hay, en el fondo del corazón de todo ser humano, algo que, a pesar de toda la experiencia de los crímenes cometidos, sufridos y observados, espera invenciblemente que se haga el bien y no el mal. Es eso, ante todo, lo que es sagrado en cualquier ser humano.

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