El terrible asunto de Marta del Castillo exige que hagamos una reflexión acerca de la sociedad futura. Este caso, igual, que algunos otros que han convulsionado nuestra tranquilidad en los últimos años, no es sólo una anécdota en las páginas de sucesos o un pretexto para algún morboso programa de televisión, es la punta de un iceberg de deriva impredecible.
No voy a entrar en consideraciones más o menos acertadas acerca de la psicología del criminal y su execrable acto y me voy a detener en reflexionar acerca de sus compinches, los otros tres detenidos. Las investigaciones de la policía apuntan, como ya se ha dicho en todos los medios, a que tanto el hermano del homicida como sus dos amigos, no participaron directamente en el acto homicida, pero colaboraron activamente en la desaparición del cadáver y el encubrimiento del crimen. Y este hecho me parece que es un indicativo de una terrible perturbación en la sociedad española: una deficiente socialización de los actuales adolescentes.
Como es bien conocido, la convivencia en una comunidad implica un proceso en el que sus miembros admiten como propios ciertos valores, ciertas creencias y ciertas reglas; este proceso es el que garantiza que los distintos miembros de una sociedad se van a sentir participantes activos y comprometidos con este grupo. Este desarrollo, en las sociedades democráticas modernas, tiene lugar a través de los medios de comunicación, de la escuela y, en menor medida, en los entornos cotidianos de las personas y, por supuesto, en las familias. En estos últimos casos digo “en menor medida” porque considero que la socialización consiste en un proceso de aprendizaje de lealtades, lealtades que no están supuestas ni en la familia, primeramente, ni en los grupos de amigos que más tarde formamos.
Tanto en la familia, como en los grupos sociales ampliados, como es el caso de las pandillas de amigos, por ejemplo, las lealtades aprendidas son, principalmente a estas pequeñas comunidades o clanes, que dirían los sociólogos. Sólo en algunas familias y grupos sociales, aquellas que se encuentran comprometidas activamente con la sociedad democrática, se da un aprendizaje de esto que podríamos llamar “lealtad ampliada”, un concepto que Richard Rorty ha sabido darle mucho alcance. Pero, de forma generalizada, la socialización primaria que tiene lugar en las familias, trae consigo el aprendizaje de una lealtad incondicional para con los miembros de este grupo; en el caso de que sólo se produjese esta socialización, como ocurre en las sociedades de clanes, de las que aún contamos con ejemplos en algunos países africanos, frente a un conflicto, el individuo resolvería haciendo valer sus lealtades primarias, pues no existen otras: siempre se defiende, se cuida y se protege a los miembros del propio clan.
Afortunadamente, el proceso socializador en las democracias modernas no termina aquí y se añade a lo aprendido un nuevo conjunto de lealtades: los valores, reglas y creencias que todas estas comunidades pretenden darse a sí mismas. La pretensión de toda sociedad democrática, a nivel ético, es lograr que los individuos que la componen, no sólo sean capaces de identificarse con los miembros de sus clanes respectivos, sino que amplíen esta lealtad a la sociedad en su conjunto y, si fuera posible, a la humanidad entera. O lo que es lo mismo: se identifiquen con la sociedad a la que pertenecen. Esta sería la aspiración de los ilustrados que hace doscientos años promulgaron la declaración universal de los derechos humanos: lograr que cada uno de los hombres se sienta igual que todos los demás y miembro de pleno derecho de la “humanidad”.
Los ilustrados, a mi juicio, habrían equivocado el tiro, al defender que este proceso identificativo sería la conclusión de lo que Emmanuel Kant llamó “la mayoría de edad del ser humano”, es decir, la “autonomía moral”; un proceso racional en el que todo hombre, liberado de los prejuicios de la ignorancia, y con el sólo auxilio de su razón, se descubriría a sí mismo como miembro activo de la humanidad, igual en derechos que todos los demás. Contrariamente a esto, pienso con Rorty, que este proceso es similar al que se produce cuando una familia logra que un nuevo miembro quede indisolublemente unido a todos los demás participantes del clan mediante lazos afectivos. Y en este sentido, si de lo que se trata es de hacer surgir una “lealtad”, tiene mucho más valor la poesía generadora de afectos, que la filosofía racionalista. Por esta razón Rorty considera necesario, en pequeña dosis, cierto nacionalismo: sólo a través de los discursos bellos, de la apelación a una historia de héroes y grandes hombres, de la identificación con símbolos universales y de la movilización de los afectos, se logra que un individuo se sienta movido a identificarse con un clan ampliado, más allá de su familia y sus amigos.
Todo esto falló en el caso de Marta del Castillo; su asesino, hizo valer las lealtades de su hermano y sus amigos para que, dado un conflicto, ayudar a un criminal o no hacerlo, la decisión acarrease un inevitable cierre de filas. Los cómplices, no pensaron en la repugnante acción que el homicida acababa de cometer y no se identificaron con la víctima porque sus lealtades estaban claras desde el principio y no incluían a miembros no participantes de su propio clan. Nadie valoró la triste situación de Marta y en todo momento prevaleció la urgencia de ayudar a “mi hermano”, “mi amigo”…
Desgraciadamente los casos en los que la lealtad al clan y no al conjunto de la sociedad se dan, no son anecdóticos entre los jóvenes españoles. En las zonas de discotecas de todas las ciudades de este país se producen los fines de semana peleas y altercados en los que grupos de jóvenes, leales a un miembro del clan, agreden brutalmente y hasta el desánimo a presuntos ofensores. Y en la memoria aún tenemos blandito el recuerdo de Sandra Palo o de la incineración de Rosario Endrinal en un Cajero de Barcelona. En todos estos casos, y en los que por desgracia nos quedan por vivir, impera todo menos una lealtad ampliada.
Es por todo esto que considero que algo muy mal se está haciendo en este país, que no logramos que los adolescentes, y futuros ciudadanos, admitan como propios los valores de la comunidad a los que pertenecen. Y no es culpa, como generalmente se argumenta, y en este sentido hemos oído muchas veces al estupendo juez, Emilio Calatayud hablar, de la falta de educación en las familias que trae consigo una actitud hedonista, insolidaria y desdeñosa para con las normas y los valores comunes por parte de los jóvenes. Nuestros adolescentes son capaces de admitir reglas, valores y lealtades en la misma medida que cualquiera de nosotros. Tengan en cuenta, por ejemplo, el fenómeno de las “bandas” que, desde hace un tiempo, empiezan a ser más que habituales en los institutos; estas bandas exigen un estricto cumplimiento de reglas y normas que muchas veces implican un riesgo físico difícil de admitir para una persona que no esté dispuesto a comprometerse con nada; los ritos de iniciación en estos clanes suelen ser peleas y palizas por parte de los miembros del grupo al que se desea pertenecer.
No se puede culpar a las familias o a cualquier otro clan de no fomentar la lealtad a un grupo que excede sus propios límites. Por esa razón, la responsabilidad principal de esta situación no puede ser otra que la del Estado político que sufrimos.
Las sucesivas y nefastas políticas educativas, fragmentadas y reinventadas por cada una de las comunidades autónomas y la ausencia de un discurso –poético- común, que nos describa a todos los ciudadanos como miembros de una misma sociedad, la española, con la que identificarnos y a la que guardar ciertas lealtades, han hecho, después de años de reincidir en el error, que las nuevas generaciones, destinadas a sucedernos en el mantenimiento de esta democracia, sean las más antidemocráticas que hayamos conocido. No sería de extrañar que nos asistieran los mismos problemas que aquejan a las sociedades liberales, incapaces, en virtud del fomento del individualismo como virtud fundamental, que sus ciudadanos se involucren con el Estado y hagan propios algunos valores y reglas deseables en una comunidad que pretenda una convivencia pacífica. Si el estado se inhibe, como se lleva haciendo en España los últimos treinta años, en el fomento de las “lealtades ampliadas” que lleven a un adolescente de dieciséis años a admitir como un igual a una chica de un año más, recién asesinada, entonces preparémonos para una sociedad de clanes en la que la hobbesiana guerra de “todos contra todos” no sea sólo la idea de un filósofo.
Y se me dirá, con razón, que no es cierto que en España no exista un proceso socializador que obligue a los ciudadanos a admitir más lealtades que la familia o los amigos. Es cierto que, también desde hace treinta años, hay numerosos procesos abiertos que tratan de que los individuos se identifiquen con sus comunidades; me refiero a los nacionalismos evidentemente. Éstos también pueden entenderse como un proceso de identificación entre el individuo y la comunidad. El problema es que esta socialización sigue sin hacerse desde lo “común” y se insiste en lo particular, en la diferencia. El nacionalismo vasco, catalán, gallego o español no es un proceso de socialización destinado a que el individuo admita al otro como miembro de su propio clan sino, precisamente, que lo excluya.
Luego, a las nefastas políticas educativas y a la inexistencia de un discurso común, se une la existencia de léxicos excluyentes que fomentan de forma sistemática y constante comprender al otro no como un igual, sino como un enemigo.
Una isla solitaria se divisa en el horizonte, acaso para descubrir que no tiene un puerto en el que atracar: “educación para la ciudadanía”. Reivindico no la necesidad, sino la urgencia de una verdadera y sustantiva “educación para la ciudadanía”. Un proyecto, no solo educativo, que lleve a la creación de un discurso poderoso, capaz de describirnos a todos como miembros de una comunidad y capaz de afectarnos de tal modo que incline nuestras pasiones hacia la consideración del otro como miembro del mismo clan, como un igual. Un discurso capaz de hacer de nosotros “ciudadanos”.