Durante las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del siglo XX se puso de moda una palabra: “instinto”. Los filósofos y psicólogos encontraron en ella una forma fácil de naturalizar la conducta, y por tanto de eliminar todo rastro de metafísica del estudio de lo humano. La lista de los instintos se hizo interminable, llegado al punto de encontrar en lo instintivo una respuesta para cada uno de nuestros gestos. Especialmente sugerente resultó la propuesta del psicoanálisis, capaz de reducir todas nuestras acciones a un reducido número de pulsiones que, en sus diferentes formas, se multiplicaban hasta el infinito.
Pronto se advirtió por parte de los psicólogos, especialmente los norteamericanos, que esta explicación presentaba las mismas deficiencias que trataba evitar, a saber, su carácter radicalmente metafísico. El peligro de este tipo de explicaciones radicaba en la pérdida de vista de la realidad más inmediata, que era sustituida por un naturalismo a la carta, capaz de encontrar en la oscuridad de las pulsiones una explicación satisfactoria para la teoría, y no necesariamente para los hechos. Su parte positiva, que se ha revelado en la práctica psicoanalítica, estribaba es su enorme capacidad terapéutica, puesto que era capaz de hacer efectiva tanto la enfermedad como la cura. Dicho de otro modo: los psicoanalistas eran capaces de provocar una neurosis provechosa para deshacerse de una que no lo era. Precisamente por esto los hechos no eran realmente importantes.
Sin embargo, el ámbito de la investigación pronto abandonó esta palabra comodín, instinto, ya que aunque puede ser enormemente fructífera en la práctica terapéutica, en la actividad investigadora y explicativa, resulta insatisfactoria. Una vez confeccionada la lista de pulsiones hay poco más que decir y solo queda ponerse “manos a la obra”. Prueba de esto la dan los psicoanalistas, quienes insisten que la confirmación teórica de las intuiciones freudianas no proviene del laboratorio, sino del diván.
La reacción contra este modo de proceder, metafísico, una vez más vino del mundo anglosajón, quienes han cultivado en extremo el espíritu empirista. Entiendo que esta disposición, el empirismo, consiste en un ethos firmemente decidido a no perder de vista, sobre todo, los hechos. En el ámbito de la psicología, la consideración de estos hechos radica en una fenomenología de la conducta; se trata de observar la conducta tal y como se produce. Así nacía el conductismo y su hijo más importante, la teoría cognitiva.
En la actualidad los instintos han sido sustituidos por lo que los etólogos llaman “pautas de acción modal” (Baerends 1988). Tales pautas se refieren a un conjunto de secuencias de acciones, que pueden ser muy complejas y que se desencadenan a partir de un estímulo. Al contrario que los confusos instintos, las pautas de acción modal son fácilmente describibles dado que son secuencias estereotipadas de acciones. Y no tienen por qué ser fijas ya que incorporan diferencias de un individuo a otro como resultado de la variabilidad de lo real.
Con este tipo de léxico el programa de investigación, aunque complejo, es fácilmente establecido, lo que no ocurría con los instintos. Se trata, por un lado, de clarificar estas secuencias de acciones en cualquiera de los ámbitos de actuación, y averiguar cuáles son los estímulos elicitantes en cada uno de los casos. Tales estímulos consisten en un código de activación que desencadena la secuencia de acciones. El código puede ser muy variado, información visual, auditiva, interoceptiva o incluso un pensamiento determinado, pero en todos los casos se trata de información. Por tanto, este análisis nos permite comprender la acción humana dentro de un proceso general de procesamiento de información.
El mecanismo desencadenante de la acción, aunque pueda parecerlo, no es un proceso lineal simple. Una pauta de acción modal puede activarse como resultado no de un sólo estímulo elicitante, sino de la combinación de varios. Tal combinación también puede ser extremadamente compleja y según sea la información resultante de la estructura final del estímulo, puede haber variaciones significativas en la secuencia de acciones (el orden de las acciones, la intensidad, la duración, incluso la estructura final de la acción puede cambiar).
Un estudio de Baerends da cuenta de esta complejidad: si al incubar sus huevos una gaviota se da cuenta de que uno de ellos está en el extremo del nido, lo empujará con el pico al interior; Baerends estudió qué rasgos de la situación resultaban elicitadores de la conducta y cómo combinarlos. Probó con todo tipo de colores, texturas, tamaños y formas de huevos, concluyendo que los rasgos desencadenantes de la acción consistían en una combinación de tamaño, motas y color. De tal forma que si situamos un huevo suficientemente grande, de color verde o amarillo (algo extraño porque los huevos de gaviota son marrones) y repleto de motas, lograremos elicitar la conducta del pájaro de forma más intensa y duradera que el objeto natural. Incluso optimizando los rasgos podríamos provocar una actuación neurótica en la gaviota, entregada a un constante movimiento del huevo de un lado a otro del nido.
Cabe suponer, a partir de los estudios de Baerends, que las pautas de acción modal en el ser humano, tienen un comportamiento general similar al que muestran tales estructuras en los animales; eso si, dada nuestra especial capacidad para procesar información, también cabe suponer que tanto los estímulos elicitadores, como las secuencias de acciones, serán extremadamente complejas y por tanto mucho más difíciles de aislar. La práctica investigadora puede asemejarse a la contemplación de una partida de ajedrez por parte un observador cualificado. Tal observador será capaz de comprender una jugada como si fuera una pauta de acción modal (una secuencia de acciones), elicitada por un estimulo complejo previo (determinada disposición de las piezas en un tablero). Un observador no cualificado, en cambio, aunque conozca las reglas del juego, no irá más allá de entender los movimientos de las piezas como resultado de intenciones más o menos precisas, sin percatarse de la secuencia de acciones pautada. Pongo el ejemplo del ajedrez porque permite comprender hasta qué punto puede ser compleja tanto una pauta de acción modal, compuesta por la secuencia de cientos de acciones, como un estimulo elicitante, consistente en un complejo procesamiento de información (el ajedrecista frente a una disposición del tablero, calcula un sinfin de posibilidades que le llevan a iniciar la secuencia).
Y también es posible imaginar, que dado que somos capaces de manipular los estímulos elicitantes de la acción de una gaviota, maximizando su conducta, también seremos capaces de hacer esto mismo con respecto a nuestras propias actuaciones; o lo que es lo mismo: una forma de entender la cultura, más allá de su función adaptativa, consiste en considerarla como un conjunto de estímulos elicitantes maximizados, que funcionan como desencadenadores de acciones (que podríamos llamar neuróticas) y que sobrepasan la mera supervivencia. Tales acciones no resulta difícil determinar cuáles son, pues abarcarían aquellos ámbitos en los que resulta complejo atribuir una funcionalidad práctica. Los filósofos tradicionalmente, en virtud a la imposibilidad de establecer fines a estos ámbitos conductuales, son dados a considerar estas acciones como valiosas en sí mismas. De esta forma, a la pregunta filosófica “¿para qué filosofar?”, autores aparentemente tan alejados como Platón y Heidegger, coinciden en asegurar que la filosofía no tiene un “para qué” y por tanto la pregunta carece de sentido. En esta misma línea, tendemos a considerar que el arte, la literatura o la música, carecen de finalidad porque en sí mismas son su propio fin. Y siguiendo este modo platónico de pensar, podríamos de igual manera asegurar, que la conducta neurótica de la gaviota, por carecer de finalidad, puesto que ya no es evidentemente mantener el huevo a salvo, también es una acción valiosa en sí misma.
Pero nada nos impide cambiar estas palabras que describen la música o el arte como acciones elevadas del espíritu, por aquellas otras que toman estas conductas como movimientos desquiciados y neuróticos. Eso si, este último léxico nos permite volver al psicoanálisis y jugar con nuestras neurosis de forma neurótica.