Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

martes, 23 de febrero de 2010

Arranca el Círculo Filosófico de Debate en Soria.
Borja Lucena

En los próximos días se va a iniciar la andadura del Círculo Filosófico de Debate bajo los auspicios del Ateneo de la ciudad. Su objetivo es inaugurar un ágora de libre circulación de ideas desde la cual enriquecer y potenciar la reflexión sobre la realidad de nuestro tiempo.

Frente a una actualidad en la que buena parte del ámbito público está secuestrado por voceros y propagandistas de escaso valor intelectual, de desconocida honradez, y de dudoso gusto, la filosofía parece haber perdido su hábitat natural -que no es otro que el foro público- para convertirse a menudo en objeto de mero interés museístico o histórico. La intención que nos impulsa a fundar el círculo de debate no es otra que recobrar la vitalidad y poder originarios que las ideas manifiestan naturalmente al vincularse a la esfera pública de diálogo, deliberación y discusión.

Os invitamos a asistir a su primera sesión el martes día 23 de febrero a las 20.30 horas en el Casino de Soria. La entrada es libre.

Justo Corrales y Borja Lucena (Nota de prensa publicada en "EL Diario de Soria" el sábado 20 de febrero)



miércoles, 17 de febrero de 2010

El hombre neurótico.
Eduardo Abril Acero

Durante las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del siglo XX se puso de moda una palabra: “instinto”. Los filósofos y psicólogos encontraron en ella una forma fácil de naturalizar la conducta, y por tanto de eliminar todo rastro de metafísica del estudio de lo humano. La lista de los instintos se hizo interminable, llegado al punto de encontrar en lo instintivo una respuesta para cada uno de nuestros gestos. Especialmente sugerente resultó la propuesta del psicoanálisis, capaz de reducir todas nuestras acciones a un reducido número de pulsiones que, en sus diferentes formas, se multiplicaban hasta el infinito.

Pronto se advirtió por parte de los psicólogos, especialmente los norteamericanos, que esta explicación presentaba las mismas deficiencias que trataba evitar, a saber, su carácter radicalmente metafísico. El peligro de este tipo de explicaciones radicaba en la pérdida de vista de la realidad más inmediata, que era sustituida por un naturalismo a la carta, capaz de encontrar en la oscuridad de las pulsiones una explicación satisfactoria para la teoría, y no necesariamente para los hechos. Su parte positiva, que se ha revelado en la práctica psicoanalítica, estribaba es su enorme capacidad terapéutica, puesto que era capaz de hacer efectiva tanto la enfermedad como la cura. Dicho de otro modo: los psicoanalistas eran capaces de provocar una neurosis provechosa para deshacerse de una que no lo era. Precisamente por esto los hechos no eran realmente importantes.

Sin embargo, el ámbito de la investigación pronto abandonó esta palabra comodín, instinto, ya que aunque puede ser enormemente fructífera en la práctica terapéutica, en la actividad investigadora y explicativa, resulta insatisfactoria. Una vez confeccionada la lista de pulsiones hay poco más que decir y solo queda ponerse “manos a la obra”. Prueba de esto la dan los psicoanalistas, quienes insisten que la confirmación teórica de las intuiciones freudianas no proviene del laboratorio, sino del diván.

La reacción contra este modo de proceder, metafísico, una vez más vino del mundo anglosajón, quienes han cultivado en extremo el espíritu empirista. Entiendo que esta disposición, el empirismo, consiste en un ethos firmemente decidido a no perder de vista, sobre todo, los hechos. En el ámbito de la psicología, la consideración de estos hechos radica en una fenomenología de la conducta; se trata de observar la conducta tal y como se produce. Así nacía el conductismo y su hijo más importante, la teoría cognitiva.

En la actualidad los instintos han sido sustituidos por lo que los etólogos llaman “pautas de acción modal” (Baerends 1988). Tales pautas se refieren a un conjunto de secuencias de acciones, que pueden ser muy complejas y que se desencadenan a partir de un estímulo. Al contrario que los confusos instintos, las pautas de acción modal son fácilmente describibles dado que son secuencias estereotipadas de acciones. Y no tienen por qué ser fijas ya que incorporan diferencias de un individuo a otro como resultado de la variabilidad de lo real.

Con este tipo de léxico el programa de investigación, aunque complejo, es fácilmente establecido, lo que no ocurría con los instintos. Se trata, por un lado, de clarificar estas secuencias de acciones en cualquiera de los ámbitos de actuación, y averiguar cuáles son los estímulos elicitantes en cada uno de los casos. Tales estímulos consisten en un código de activación que desencadena la secuencia de acciones. El código puede ser muy variado, información visual, auditiva, interoceptiva o incluso un pensamiento determinado, pero en todos los casos se trata de información. Por tanto, este análisis nos permite comprender la acción humana dentro de un proceso general de procesamiento de información.

El mecanismo desencadenante de la acción, aunque pueda parecerlo, no es un proceso lineal simple. Una pauta de acción modal puede activarse como resultado no de un sólo estímulo elicitante, sino de la combinación de varios. Tal combinación también puede ser extremadamente compleja y según sea la información resultante de la estructura final del estímulo, puede haber variaciones significativas en la secuencia de acciones (el orden de las acciones, la intensidad, la duración, incluso la estructura final de la acción puede cambiar).

Un estudio de Baerends da cuenta de esta complejidad: si al incubar sus huevos una gaviota se da cuenta de que uno de ellos está en el extremo del nido, lo empujará con el pico al interior; Baerends estudió qué rasgos de la situación resultaban elicitadores de la conducta y cómo combinarlos. Probó con todo tipo de colores, texturas, tamaños y formas de huevos, concluyendo que los rasgos desencadenantes de la acción consistían en una combinación de tamaño, motas y color. De tal forma que si situamos un huevo suficientemente grande, de color verde o amarillo (algo extraño porque los huevos de gaviota son marrones) y repleto de motas, lograremos elicitar la conducta del pájaro de forma más intensa y duradera que el objeto natural. Incluso optimizando los rasgos podríamos provocar una actuación neurótica en la gaviota, entregada a un constante movimiento del huevo de un lado a otro del nido.

Cabe suponer, a partir de los estudios de Baerends, que las pautas de acción modal en el ser humano, tienen un comportamiento general similar al que muestran tales estructuras en los animales; eso si, dada nuestra especial capacidad para procesar información, también cabe suponer que tanto los estímulos elicitadores, como las secuencias de acciones, serán extremadamente complejas y por tanto mucho más difíciles de aislar. La práctica investigadora puede asemejarse a la contemplación de una partida de ajedrez por parte un observador cualificado. Tal observador será capaz de comprender una jugada como si fuera una pauta de acción modal (una secuencia de acciones), elicitada por un estimulo complejo previo (determinada disposición de las piezas en un tablero). Un observador no cualificado, en cambio, aunque conozca las reglas del juego, no irá más allá de entender los movimientos de las piezas como resultado de intenciones más o menos precisas, sin percatarse de la secuencia de acciones pautada. Pongo el ejemplo del ajedrez porque permite comprender hasta qué punto puede ser compleja tanto una pauta de acción modal, compuesta por la secuencia de cientos de acciones, como un estimulo elicitante, consistente en un complejo procesamiento de información (el ajedrecista frente a una disposición del tablero, calcula un sinfin de posibilidades que le llevan a iniciar la secuencia).

Y también es posible imaginar, que dado que somos capaces de manipular los estímulos elicitantes de la acción de una gaviota, maximizando su conducta, también seremos capaces de hacer esto mismo con respecto a nuestras propias actuaciones; o lo que es lo mismo: una forma de entender la cultura, más allá de su función adaptativa, consiste en considerarla como un conjunto de estímulos elicitantes maximizados, que funcionan como desencadenadores de acciones (que podríamos llamar neuróticas) y que sobrepasan la mera supervivencia. Tales acciones no resulta difícil determinar cuáles son, pues abarcarían aquellos ámbitos en los que resulta complejo atribuir una funcionalidad práctica. Los filósofos tradicionalmente, en virtud a la imposibilidad de establecer fines a estos ámbitos conductuales, son dados a considerar estas acciones como valiosas en sí mismas. De esta forma, a la pregunta filosófica “¿para qué filosofar?”, autores aparentemente tan alejados como Platón y Heidegger, coinciden en asegurar que la filosofía no tiene un “para qué” y por tanto la pregunta carece de sentido. En esta misma línea, tendemos a considerar que el arte, la literatura o la música, carecen de finalidad porque en sí mismas son su propio fin. Y siguiendo este modo platónico de pensar, podríamos de igual manera asegurar, que la conducta neurótica de la gaviota, por carecer de finalidad, puesto que ya no es evidentemente mantener el huevo a salvo, también es una acción valiosa en sí misma.

Pero nada nos impide cambiar estas palabras que describen la música o el arte como acciones elevadas del espíritu, por aquellas otras que toman estas conductas como movimientos desquiciados y neuróticos. Eso si, este último léxico nos permite volver al psicoanálisis y jugar con nuestras neurosis de forma neurótica.

sábado, 6 de febrero de 2010

Lenguaje y voluntad.
Borja Lucena Góngora


Tocqueville dedica algunos comentarios ocasionales, casi en el modo de las bagatelas pianísticas, a la reforma completa del lenguaje que la administración del Antiguo Régimen y su inmediato heredero, el estado revolucionario, realizaron. El francés advierte que el nuevo lenguaje acuñado por la burocracia de los siglos XVIII y XIX se sirve de la sustitución y el desplazamiento semántico para colonizar de forma más efectiva los inmensos espacios de realidad en los que, de otra forma, al estado le sería muy difícil establecer su imperio. Su bien conocida tesis afirma que la Revolución, lejos de acabar con el Antiguo Régimen, completó la empresa iniciada por sus reyes, la de concentrar todo el poder en manos del estado, terminando de despojar de toda capacidad de gobierno y acción común a los individuos y las libres asociaciones establecidas entre éstos. De esta manera, se comprende que la nacionalización del lenguaje y su consecuente vinculación a la potestad legislativa de los gobiernos, y ya no a la esfera común donde los hombres realmente hablan, haya sido una constante más o menos intensa a lo largo del tiempo que desde entonces ha transcurrido. La obsesión por erradicar viejos significados, por asignar a las cosas nuevos nombres, por distorsionar la aprehensión de la realidad en el lenguaje, nos habla de la expansión de la voluntad de dominio más allá del reino de lo tangible, hasta llegar a lo más íntimo del pensamiento y el tiempo.

No es de extrañar que lo que en el ámbito político se precipitara en la obsesión por administrar exhaustiva y técnicamente todo lo real, y particularmente lo más frágil y problemático, responda a la tendencia general de la modernidad de promover la voluntad como órgano único de relación con el mundo. Desde la crisis que dio fin a la Edad Media, el conjunto de facultades humanas sufrió a su vez una completa reorganización que -arrinconando progresivamente al intelecto, a la memoria, a la capacidad de juzgar- hizo de la voluntad no ya el centro del hombre, sino del ser mismo; a su vez, todo fue entonces redefinido como instrumento al servicio de la sola voluntad, incluido el lenguaje y toda otra manifestación de la condición humana.

Pero Nietzsche enunció el gran problema de la voluntad: como órgano para el futuro que es, su capacidad de querer se ve limitada por el pasado, cuyo órgano de aprehensión natural es la memoria. La voluntad, que pretende querer ilimitadamente, se ve frustrada por la opacidad y la impenetrabilidad ante sus dictados de lo ya sido. Por esta razón, la relación privilegiada de la voluntad con el pasado -una vez ha suplantado a la memoria- es la destrucción, incluido lo que de él el presente todavía conserva, y su sustitución por un pasado concebido ahora como "escrito" o "hecho" por los que lo cuentan. De este modo, y volviendo a Tocqueville, el francés notó cómo la burocracia estatal, lejos de conformarse con la planificación y control sobre el presente y el futuro, pretendió desde un principio el dominio correspondiente sobre el pasado, y para ello comprendió que había de poner bajo su imperio al lenguaje, en el que se guardan las incontables experiencias y trasiegos de siglos de historia y vida humanas. Para extender la voluntad al pasado, para poder querer hacia atrás, es preciso antes hacer nula la carga de lo acontecido que guardan las palabras, trocearlas, desfigurar su semblante y sus entrañas, golpearlas hasta hacerlas irreconocibles, torturarlas para que terminen por rendirse y firmen la confesión ante el nuevo señor; y todo porque, para poder sobre lo que ya no existe, es preciso eliminar todo lo que en el presente sigue guardando fidelidad a lo que ha sido, es preciso hacer desaparecer todo testigo; y, generalmente -como relata Tocqueville en la bella y perfecta formulación que impulsó desde el comienzo estas palabras- el lenguaje es el único testigo vivo.