Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Sindicalismo y parodia.
Borja Lucena

A riesgo de que me llaméis facha, he de confesar que me ha agradado el anuncio de la presidenta de la Comunidad de Madrid sobre los liberados sindicales. Jubilemos por un momento las etiquetas y prejuicios al uso y no oscurezcamos la inteligencia con los gritos de "que vienen los neocon". Se mire desde donde se mire, la existencia de los liberados es un fraude y una impostura. La experiencia que he atesorado del fenómeno me da cuenta de que se ha convertido en un instrumento, grato a las burocracias sindicales y estatal, a través del cual los profesores que han sido destinados en una plaza lejana o incómoda de la Comunidad Autónoma se libran de ocuparla, hasta que les es concedido otro destino más a mano; por otro lado, su contribución a la lucha sindical, como también constato por mi experiencia, es nula, y sólo sirve para hacer del sindicato una oficina más del estado donde informarse de permisos o asuntos personales. Un sindicato asimilado por la burocracia no hace más que engordar la burocracia, y recuerda, antes que a la honrosa defensa de los trabajadores, a la posición de Trotski durante el decisivo momento en que se decidió la suerte de los movimientos obreros en la Unión Soviética: dado que el estado socialista es la encarnación de los intereses del proletariado, los sindicatos ya no tienen que defender esos intereses, sino transformarse en "organizadores de la fuerza de trabajo" supeditándose a la planificación estatal y las exigencias revolucionarias de producción.

El problemático lugar de los sindicatos, su situación incómoda y desnaturalizada, su rara reunión de retórica obrerista y privilegios "de clase" ofrecen un espectáculo a veces ridículo, otras simplemente nauseabundo. Puede ser que, como en tantas otras ocasiones, el ocaso del marxismo haya succionado la energía del movimiento obrero de tal manera que, aun constatándose el hundimiento y el fracaso del evangelio según Marx -sobre todo a raiz de la experiencia soviética- los osificados movimientos sindicales se aferran cada vez con más fuerza, como para buscar salvación, a dogmas y eslóganes en los que ni ellos mismos creen. Ante nuestros ojos se repite la misma parodia que mezcla el humanitarismo más sensiblero con la apelación a la fuerza y superioridad morales de la clase trabajadora. Quizás, lo primero que habría de hacerse para insuflar autenticidad en la concha vacía de los movimientos sindicales sería reconocer por fin lo que Aleksander Watt esbozó diciendo que el proletariado es una ilusión óptica. Sólo un esfuerzo de realismo y apego a lo mundanamente constituido puede reconciliar a los sindicatos con una realidad que no es ya -por mucho que lo repitamos en consignas y mantras propagandísticos- la de la industria textil inglesa de mediados del siglo XIX.

Es el momento de volver a imaginar cómo puede constituirse un sindicato que, en vez de defender únicamente su posición de poder en el organigrama estatal, defienda los intereses de los trabajadores realmente existentes. A lo mejor vale la pena reencontrarse con la polémica a que hacía referencia más arriba, cuando de la revolución rusa surgió el problema de qué hacer con los sindicatos. Los bolcheviques, como antes expuse para el caso de Trotski, defendían la plena asimilación de los sindicatos a la maquinaria estatal, su integración en la burocracia como engranaje necesario en la construcción del estado socialista; los mencheviques, al contrario, defendieron -por poco tiempo- que los sindicatos habían de estar separados del estado porque ése sería el único modo de salvaguardar su independencia y su efectiva función de defensa de los trabajadores. El resultado de esta controversia fue decidido de manera inapelable por la fuerza del Ejército Rojo, y los sindicatos fueron engullidos por las oficinas y los papeles de la burocracia, cuando no por las fauces del GULAG. De manera similar, aunque por vago y pacífico consenso democrático, los sindicatos españoles fueron concebidos a partir de la Transición como prolongaciones del poder del estado antes que como limitaciones al ejercicio de ese poder; de tal manera, desapareció de su labor una genuina defensa de los trabajadores y se convirtieron en una secretaría del estado pseudo-bolchevique firmemente comprometida con el bienestar de la casta de burócratas que los dirigen y adormecen.

Puede que sea el momento de reconocer, una vez más, que la razón estuvo del lado de los mencheviques.