Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

lunes, 30 de abril de 2012

De política y economía
Borja Lucena

Aristóteles lo tuvo ya muy claro: no es lo mismo el gobierno de la "polis" que la administración del "oikos", es decir, de la hacienda familiar. De la administración de los recursos del "oikos", como es sabido, se encarga la economía (οἰκονομία ), pero no la política, que tiene que ver con la "polis". Es algo que convendría recordar a la tecnocracia imperante.
Vemos el conjunto de pueblos y comunidades políticas en la imagen de una familia de cuyos asuntos cotidianos tiene que ocuparse una gigantesca administración de gobierno doméstico, que abarca toda la nación. El pensamiento científico que corresponde a este acontecimiento no es ya la ciencia política sino la "economía nacional" o "economía social" o Volkswirtschaft, todas las cuales indican una especie de "gobierno doméstico colectivo"; el colectivo de familias económicamente organizado en el facsímil de una familia sobrehumana es lo que llamamos "sociedad" (...)
Hanna Arendt, "La condición humana"

jueves, 19 de abril de 2012

Filosofía y política.
Borja Lucena Góngora

Esta semana, feacios, he presentado por fin un proyecto de tesis doctoral. No quería dejar de decíroslo. Como casi todas las tesis doctorales que conozco, no dejará de tener un título rimbonbante: "Hannah Arendt. La crítica de las ideologías como crítica de la filosofía política".

La intención que tengo es desarrollar una precisa idea que encontré leyendo a Hannah Arendt, y que después he ido reconociendo en otros autores de lo más variopinto. El mes pasado, por ejemplo, leí a Safranski sobre el romanticismo, y ahí estaba; también Gregorio Luri, que vino a Soria a hablar sobre Leo Strauss, apuntó decididamente a lo mismo y evocó a Maimónides. Como suele pasar en estos casos, no hago más que encontrarme por todos lados con lo que estoy buscando, pero he tardado mucho en darme cuenta de ello.

El núcleo del asunto es el siguiente: hay un cortocircuito entre la filosofía y la política, una tensión inicial , quizás insuperable, que ha llevado a los filósofos a dirigirse secularmente a la política no con los ojos del político, sino con los del "amigo de las ideas". Desde Platón, y exceptuando ocasiones honrosas, el filósofo ha pensado la política como una "filosofía por otros medios", ha pretendido asimilar lo políticamente realizable a lo filosóficamente representable, ha procurado reordenar lo político en torno a categorías capaces de plasmar en su seno, no la fragilidad e incertidumbre que le son propias, sino la estabilidad y permanencia propias de los objetos del pensamiento. ¿Dónde se localiza la imposibilidad que la filosofía muestra a la hora de dar cuenta de la acción y la política? ¿Por qué la filosofía, desde su emergencia en la antigua Grecia, crece de espaldas a la realidad de la experiencia política concreta y sólo la toma en cuenta con el fin de borrar sus rasgos característicos, sustituyéndolos por los familiares al pensamiento filosófico? Esas son preguntas que tendré que intentar responder. De alguna manera.

Las ideologías políticas contemporáneas son, en el sentido apuntado, proyectos filosóficos de renovación radical de lo político, pero, en rigor, no son proyectos políticos. Sólo hay que mirar a Marx. O a la tecnocracia ambiente. Aquello a lo que aspiran es a una eliminación de lo específicamente político, marcado irremediablemente por la ambivalencia y la inestabilidad; lo que recogieron las ideologías contemporáneas de la filosofía tradicional, aunque bien es verdad que en una nueva y terrible forma, es la ambición de alcanzar una política exenta de los riesgos de la política. Comprender la amenaza que presentaron -y todavía presentan- las ideologías hacia la esfera de la política quiere decir, entonces, trazar una narración que permita descubrir en el nacimiento mismo de la filosofía política una tensión constitutiva y perdurable entre la filosofía y la experiencia política, una incapacidad generalizada del pensamiento filosófico para asumir la diferencia pregnante en lo político, así como un proyecto análogo de reconstruir la común vida humana como un campo racional, lógico, organizado.

Casi nada.

viernes, 6 de abril de 2012

Revolución y psicoanálisis.
Eduardo Abril Acero

Una de las ideas que más efectos ha producido en el pensamiento y en las prácticas de los hombres contemporáneos es, sin duda, la que Hegel describió en las páginas de la fenomenología y que la historiografía ha denominado la “dialéctica del amo y el esclavo”. Hegel contesta de manera tajante dos preguntas que habían quedado abiertas en el proceso revolucionario ilustrado: ¿por qué hay amos? Y ¿quién debe ocupar el lugar del amo y quién el lugar del esclavo?. Y Hegel responde: amo es aquel quien, en el combate, expone su vida; esclavo será, en cambio, el que protegiéndose no se jugará su propia existencia, quedando confiscada a cambio su libertad. En esta dialéctica, y en términos lacanianos, el trabajo queda del lado del esclavo, mientras que el goce queda del lado del amo. “Lacan dice que que el propio marxismo creyó en esta pequeña fábula, considerando que a través del trabajo y del movimiento histórico el esclavo llegaría a recuperar alguna vez ese goce que había quedado del lado del amo1.

Pero esto no deja de ser un fraude, un engaño destinado principalmente a sustituir un amo por otro, no a eliminar la existencia de amos y esclavos. La visión marxista de una sociedad sin clases, actúa en el revolucionario marxista como una una construcción fantasmática, un anhelo de totalidad, el sueño de un goce sin límite o, en términos psicoanalíticos, un modo de superación de la castración.

Marx identifica a la clase dominante, la burguesía, con el mercado. En este sentido nos dice que esta clase es una clase “en sí”. La burguesía no necesita preguntarse por el funcionamiento del mercado porque ella misma es el mercado y coincide constantemente con él. Pero en cambio, el proletariado, que es parte del mercado, no se identifica con él y por tanto necesita generar una “conciencia de clase”, debe percibirse como un “algo” integrado en una estructura de dominación. Esta conciencia se hace generando una descripción de toda la estructura de funcionamiento del mercado, descripción que conduce a una toma de conciencia de cuál es el papel que juega la clase proletaria dentro de este sistema. Para Marx esto es suficiente como para que la clase trabajadora adquiera una conciencia de sí misma e inicie un proceso revolucionario. En el revolucionario, se reúnen la verdad y el saber: el revolucionario “sabe” la verdad sobre sí mismo, y por tanto, puede actuar con conciencia del futuro; en el revolucionario se da (ilusoriamente) un estado en el que se ha superado la castración, o lo que es lo mismo, la situación en la que el sujeto se ve a sí mismo carente de límites; se produce, por decirlo en términos hegelianos, la realización del espíritu absoluto, por cuanto el revolucionario representa la clase que toma conciencia del Todo, iniciando un proceso de cambio autoconsciente. El revolucionario es aquel que vive despierto, que se sabe a sí mismo representante de la realidad toda.

Pero Marx se dio cuenta de que este proceso de toma de conciencia, a veces fracasa por razones que escapan a la dialéctica, de una forma que la estructura, o el mercado, no eran capaces de explicar. Parece que a veces, no es suficiente hacer aflorar ese saber, la verdad sobre el mercado, para que esa toma de conciencia se traduzca en un proceso racional-revolucionario. ¿Por qué hay individuos que se muestran perezosos y en cambio hay otros que presentan una inexplicable compulsión al trabajo incluso después de que se les ha hecho saber cuál es su puesto dentro de la estructura real-económica?

Marx no es capaz de explicarlo, algo que sí hace el psicoanálisis lacaniano. En la dialéctica del amo y el esclavo, tanto Marx como Hegel, no podían dar cuenta de que el goce no queda exclusivamente del lado del amo, también hay un goce en el lado del trabajo. El trabajador ha renunciado a un goce absoluto, goce que cae del lado del amo, pero en su trabajo recupera un goce al que Lacan llama plus-goce, estableciendo una analogía con lo que será el goce de la burguesía, la plus-valía. Este goce del trabajo, es un goce limitado, un goce castrado que diría Lacan, pero es también, por ser la limitación el modo más humano de ser, un goce real. El goce del amo es un goce fantasmático, como el del neurótico que habita un mundo perfectamente racional y se entrega de forma esclavizante a una rutina generada por él mismo: quiere ocupar el papel del amo y verse a sí mismo carente de límites, aunque su poder resida en lavarse las manos cien veces al día. Este hecho pone al descubierto que tal vez, no se trata de una sustitución de un modo de ser “alienado” por un modo de ser “consciente”, sino que el revolucionario tiene su modo propio de “gozar”. Lacan no pone paños calientes al respecto: el goce del revolucionario es un “goce total”, como el goce del amo. Se alimenta de la construcción fantasmática en la que no existe límite alguno, de que se ha superado la castración o, en términos freudianos, el goce revolucionario sueña con matar al padre para ocupar su lugar y gozar ilimitadamente de la madre.

Donde mejor aflora esta “verdad inconsciente” es, como cualquier psicoanalista sabe, en las palabras; por ejemplo el discurso que los revolucionarios dirigen a los “dormidos”. Pese a todas las posibilidades de que un trabajador hoy en día tome conciencia de la dominación e ingrese en el proceso revolucionario, existen individuos que se resisten a hacerse cargo de su situación, se niegan a superar su estado de esclavitud y prefieren seguir viéndose a sí mismos a través de construcciones ideológicas burguesas. Los revolucionarios suelen considerar a estos trabajadores de un modo muy negativo y son constantemente agredidos e insultados desde los piquetes huelguistas. Y por más que hagan conciencia de la estructura de dominación y reconozcan el lugar que ocupan en ella, se niegan a abandonar el lugar que ocupan significando un verdadero trabajo de zapa para el proceso revolucionario. A lo que se resisten, en realidad, es a abandonar cierta forma de gozar y a sustituirlo con el goce totalitario revolucionario, un goce del amo. Aún recuerdo uno de los grandes lemas que permanecieron colgados en uno de los edificios andamiados de la Puerta del Sol, cuando algunos pensaban que empezaba por fin, la Revolución: “Ya era hora de despertar”. Un lema claramente paternalista, en el que un amo o un padre, le reprocha al inconsciente hijo, su tardanza en el ingreso en el mundo real de los hombres conscientes y responsables. Lema que no esconde, para un lector psicoanalista, su verdadera vocación de amo. El padre, en realidad, le reza al hijo perezoso e indisciplinado: “¡obedece de una vez!”

1. Jorge Alemán y Sergio Larriera. "Lacan : Heidegger". Miguel Gómez Ediciones 2009. Pag 176