Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

jueves, 24 de enero de 2013

El Estado de Excepción como Estado Politico.
Eduardo Abril


Como puso de manifiesto Olivia Jackson, profesora de la universidad de Florida, y se ha repetido mil veces desde entonces, «El 11 de septiembre no provocó la crisis que vivimos ahora, pero sí algunas de las decisiones que se tomaron a raíz de los atentados». En especial, la liberalización de los controles al sector financiero, y la bajada anormal de los tipos de interés (del 6,5 % en enero del 2001 al 1 % en junio del 2003), produjeron una expansión anormal de la economía, fomentando las burbujas económicas que están en la base de la actual crisis. Pero posiblemente una de las consecuencias de mayor calado del triple atentado, no es el que atañe al ámbito de la economía, sino al de la política. En un libro que el profesor Fernando Quesada publicó en el año 2008, cuando todavía la crisis económica no había mostrado su lado más duro, ni había arrojado una sombra tan profunda de sospecha sobre la política, mantiene una interesante tesis acerca de cómo dicho acto terrorista marcó la disolución definitiva de la democracia liberal, fundamentada en el pacto lockeano-ilustrado, y dio comienzo a un nuevo estado político que busca su justificación más allá del principio democrático del contrato.

Quesada utiliza el análisis de los mitos de Lévi Strauss para tratar de entender cómo las democracias actuales se auto-justifican a sí mismas, y cómo se produce el surgimiento de un nuevo estado político. La idea del estructuralista francés es que toda sociedad necesita un mito fundacional al que referir el sentido. En las sociedades primitivas, pre-científicas y a-críticas, la referencia se encuentra en ciertos relatos de corte fantástico, que son tomados de forma verídica, y a través de los cuales el estado actual, en cada caso, se justifica como el resultado inevitable de unos acontecimientos que lo desencadenaron: puede ser la irrupción de un nuevo Dios que impone la ley frente a un estado caótico anterior, un héroe que restaura el orden y la justicia perdidas o una guerra gloriosa realizada contra el mal absoluto, cuya derrota abre el campo de la vida posible. En el caso de las modernas sociedades democráticas, puesto que no es posible la apelación a este tipo de literatura, es el relato de la historia el que justifica lo político, de igual modo, que el estado actual es el precipitado de unas circunstancias previas que alcanzaron su equilibrio mediante la estructura presente. Ese relato de la historia, sobra decir, que no es la descripción científica y meticulosa de la historia, en caso de que tal sea posible, sino una narración que toma tintes ideológicos y mitológicos, de tal forma que también queda mostrado donde reside el mal y quiénes son los héroes. 

En ambos casos, ya sea literatura fantástica o historia mitologizada, la forma de narración mítica trata de explicar cómo lo ahora existente, el tipo de sociedad instituida, es el resultado de unos sucesos acaecidos en dicha sociedad a partir de un momento originario de desorden y caos. Partiendo de una época pre-política que se caracteriza como caos y desorden, una acción ejemplar del héroe, o una guerra o, en nuestro caso una revolución, acaba con la situación de confusión y desconcierto, instituyendo, mediante un acto ejemplar la nueva situación, que a partir de entonces es tomada como paradigma de orden y racionalidad. El mito explica cómo lo que hay actualmente, es el resultado inevitable de la resolución del conflicto, la única posibilidad, el único mundo ordenado y con sentido que puede haber. Y esto lo hace oponiendo de forma binaria pares de elementos enfrentados, que se viven como contrarios y que dividen la realidad en torno a lo caótico invivible y lo ordenado vivible: el bien contra el mal, la guerra contra la paz, la justicia contra la injusticia, la razón contra la sinrazón… etc. Los integrantes de la nueva sociedad habitan esta reordenación simbólica de la realidad y perciben que viven, a partir de entonces, en un mundo ordenado, comprensible y con sentido, considerando el orden precedente como algo intolerable.

Pues bien, Fernando Quesada muestra cómo también las modernas sociedades democráticas se fundan en un mito, en este caso un mito ilustrado generado en la Revolución Americana en el caso de los Estados Unidos, y la Revolución Francesa para los europeos. En ambos casos, el relato de la Revolución cumple ahora la función que, en los pueblos antiguos, ocupaba el poema mítico-fantástico.  De un estado pre-político e irracional, representado por el antiguo régimen, se pasa a una sociedad ordenada racionalmente, gestada ahora también por unos héroes que instituyen el nuevo estado político presentado como fruto del acuerdo racional o pacto entre los ciudadanos y el poder.

A partir de entonces la realidad queda organizada perfectamente y justificada conforme a pares de contrarios: tradición-progreso, gobierno absoluto-democracia, creencia-saber, dogma-verdad científica, irracional-racional, revolución-pasividad, salvaje-civilizado. Lo que se instituye como fundamento mitológico en las revoluciones ilustradas es, precisamente, el mito de la razón, tanto en su versión de “dialogo racional” y contrato social, como en su versión de “razón científica”. Es el pacto democrático y la investigación científica lo que confiere sentido a un estado político que se ve ahora como un mundo luminoso frente a las tinieblas de lo irracional, que es todo lo que queda fuera, el mundo de los bárbaros.

La tesis mantenida por Fernando Quesada al respecto, insiste en que los fenómenos acaecidos el 11 de septiembre del 2001 suponen una refundación de las sociedades democráticas, que a partir de este momento, y mediante una poderosa contranarrativa, se van a desvincular del mito ilustrado revolucionario para adoptar una nueva perspectiva. El nuevo fundamento queda perfectamente reflejado en la llamada “Carta de América”, una proclama que firmaron un grupo de intelectuales norteamericanos tras los atentados del 11S y que, a juicio del autor del libro, puede ser leída en términos de relato fundacional, esto es, como un mito. Después del atentado, reitera el autor con numerables ejemplos, cambió completamente el tipo de discurso político que era de uso común en los Estados Unidos, un modo de habla que establecía su horizonte dentro de los límites del contrato democrático, siendo sustituido por un nuevo destinado a sustituir la fundamentación precedente.  De lo que se trataba, tras los atentados, era de generar un nuevo mito, y por tanto una nueva situación política.

¿Cuál es esta nueva situación? Se parte, como en cualquier otro mito fundacional, de un caos inicial, que corresponde con la situación creada por el triple atentado.  Estos actos terroristas tuvieron, para el pueblo americano, la significación de un momento cero en la Historia; no es baladí que al lugar que ocupaban las derrumbadas torres gemelas, se lo calificase de “zona cero”, y se haya convertido, con el tiempo, en un punto de peregrinaje para los ciudadanos del nuevo orden, como lo es la Kaaba en La Meca para los musulmanes. Los atentados suponen la destrucción del orden establecido en el anterior mito y el establecimiento de una situación de caos y perplejidad profunda, que hace las funciones de momento a resolver. Los americanos percibieron los atentados como una caída de todos los velos, confrontándose con un mundo hostil e incomprensible en el que ellos no tenían cabida y estaban amenazados de extinción. Los Estados Unidos dejaron de ser el ejemplo de la democracia, una sociedad lanzada al futuro, para percibirse a sí misma como un barco a la deriva en medio de la tempestad. Como tal, en un mundo entrando en convulsión, el pacto democrático deja de tener validez y es necesario instaurar un nuevo proceso fundacional.  

¿Y cual es el nuevo estado político que pretende fundarse como resultado resolutorio del caos producido por la caída de las torres? Fernando Quesada nos dice que lo que trata de legitimarse es la existencia de un poder absoluto mundial capaz de organizar una situación caótica instituida como “terrorismo internacional”, restaurando la paz, la racionalidad y el orden (no ya democrático). Y son los Estados Unidos los que se perciben a sí mismos como representantes de este nuevo gobierno mundial que establecería las normas globales y otorgaría a cada país el lugar que debe ocupar.  No es ya una asamblea como la ONU, un lugar que toma su fundamentación del pacto ilustrado, el nuevo centro político; el dialogo racional, institucionalizado como asamblea de países, dejó de tener sentido en el mismo momento de caída de las torres. No se trata ya de discutir y acordar, que es el propósito (imperfecto) de este estamento, por lo que fue minimizándose su importancia paulatinamente hasta llegar a lo que es hoy en día, una mera organización testimonial. Se trata de instaurar un poder fuerte, capaz de proteger unos valores que no necesitan ser sometidos a discusión y que se suponen por encima de cualquier debate. Estos valores, aunque están en la carta de Fundación de los Estados Unidos, o la Declaración de Derechos Humanos, pierden su característica de ser el fruto de un diálogo racional, y se elevan a valores universales del género humano. Así, vemos cómo los firmantes de la Carta de América, realmente ven a los Estados Unidos como los depositarios de unos valores universales, con la obligación de defenderlos sea donde sea y contra quien sea.

La situación resultante, por tanto, es la percepción del orden mundial como un estado permanente de guerra, una guerra defensiva contra la barbarie. Queda justificado de este modo un permanente estado de movilización, o si se prefiere, un estado de excepción que deja de ser excepcional para convertirse en normativo. La política pasa a ser siempre una “política de urgencia” en la que no es necesario el debate, el acuerdo, la discusión puesto que el valor máximo es la decisión inmediata por la vía rápida, como corresponde a toda emergencia. Lo que justifica este modo de acción es, por un lado el estado permanente de guerra, y por el otro la visión que tiene el estado de sí mismo como de protector de unos derechos, no americanos, sino universales, patrimonio de la humanidad.

La carta otorga a los Estados Unidos el papel de “justiciero”. La nueva refundación, retoma el elemento religioso del contrato ilustrado americano y lo relanza, convirtiéndolo en el fundamento último del nuevo estado. Estados Unidos pasa a ser un estado fundamentalista. El fundamentalismo no deja lugar para la discusión o la contrastación racional de sus presupuestos, puesto que parte de una validación a priori de sus propias posiciones. La Carta de América expresa la intención de instaurar un régimen fundamentalista en los Estados Unidos, entendiendo por fundamentalismo la consideración de que “la propia posición en el discurso es, al mismo tiempo, una meta que supera las propias reglas del discurso”. Esta nueva situación se basaría en tres posturas radicales que quedan instituidas sin lugar a su examen crítico o su discusión, al modo de un dogma de fe.

Los autores del texto, vuelven a la carta de fundación de los Estados Unidos y relanzan una idea allí contenida: existen unas verdades morales universales instituidas por Dios a las que todos los seres humanos tienen acceso. Por ser el pueblo americano ese pueblo que se rige por tales verdades, también puede ser considerado como el “pueblo de Dios”. Pero la cosa no se queda aquí, sino que se trata de mundializar los valores religiosos americanos: eso que se denominan en la carta los ‘valores americanos’, no son un patrimonio de los Estados Unidos, sino que es una herencia compartida de la humanidad y debería ser la base para una ‘comunidad mundial’ basada en la paz y la justicia. Se legitima, por tanto, la intromisión de los Estados Unidos en cualquier situación allende las fronteras para llevar dichos valores, junto a la paz y la justicia, por todo el globo. En la carta no se asume en absoluto la multilateralidad que implica esa pretendida paz y justicia de la que se habla.  La posibilidad de que “todos puedan ser estadounidenses”, que en origen era el germen de una sociedad multicultural nacida de la inmigración y que recoge la carta fundacional de los Estados Unidos de manera brillante y novedosa, se convierte ahora perversamente en la tesis de que todas las naciones de la tierra deben asumir como propios el conjunto de “valores americanos”, que no son americanos, sino “humanos”.

Dada esta fundamentación de la sociedad en unos valores universales, por encima de cualquier discusión, desaparece la libertad del individuo entendida en términos de participación política; el ciudadano lo es en virtud de la admisión de un credo, no se su participación en la conversación. Esto pretende tener una influencia decisiva en los criterios de decisión política dentro del estado. El nuevo mito acaba, por tanto, con la posibilidad del espacio político, más o menos estrecho, que está en la base de las democracias liberales fundamentadas en el contrato social,  ¿por qué? porque el espacio público es el de la discusión, el del debate, el enfrentamiento de los problemas de forma conjunta entre los ciudadanos, y la situación  que pretende fundamentar el nuevo orden es la de un poder absoluto, legitimado para imponer a nivel mundial unos criterios de organización que quedan fuera de toda discusión, no sólo para los habitantes de otros países sino que  incluso afecta a los ciudadanos norteamericanos. El resultado es que el gobierno queda legitimado para actuar en defensa de tales valores morales sin necesidad de someter sus actuaciones ni al debate político, ni a la legalidad. El gobierno actúa siempre bajo la base de grave amenaza y queda legitimado para iniciar cualquier tipo de acción al margen de la legalidad y el espacio político.

Pues bien, transponiendo estas ideas a la economía como un ámbito también político, y a la actual crisis, la cual, se ha señalado muchas veces, tiene su origen en los sucesos del 11S podemos utilizar este mismo análisis que hace Fernando Quesada con respecto a la fundamentación de un nuevo orden, también al tipo de política que se ha hecho posible los últimos años. Ya no en el ámbito de lo político, sino en el de lo económico, también se ha popularizado la creencia de que, respecto de la economía también hay una serie de “valores” que corresponden con nuestra herencia, que merece la pena proteger a toda costa. Esta protección justificaría también, por parte de nuestros gobiernos, la adopción de un permanente estado de excepción en el que, anulado el ámbito de la discusión política, el gobernante queda legitimado para tomar cualquier tipo de decisión que, como en una guerra, aunque sea dolorosa, se vuelve necesaria e imprescindible. Así, durante estos últimos años no dejamos de ver gobiernos, el de Grecia, el de España o Portugal, que actúan de espaldas a la ciudadanía, obviando sus quejas y reivindicaciones, muchas veces masivas. La estructura de legitimación de estos gobiernos ha dejado de ser democrática, por cuanto se niega la discusión política y se fían todas las decisiones a cierta adecuación con una serie de verdades, ahora económicas, que se adoptan como credo por encima incluso de los hechos y resultados.

Esta nueva situación es posible porque, como Fernando Quesada muestra, desde comienzos de siglo se viene instituyendo un nuevo modo de hacer política que, como señala, se aleja del pacto racional-ilustrado y hunde sus raíces en lo religioso. Es posible que hace unos años, este tipo de gobierno no se soportase por parte de ningún país democrático, y la situación constante de manifestaciones y huelgas hiciera tambalearse a cualquier dirigente, pero tras los sucesos del 11S y la nueva refundación de la política, los ciudadanos han admitido como parte de su universo político de sentido, un permanente estado de excepción y una renuncia a la participación política, en aras de la recuperación del orden , ahora visto como crecimiento económico.

sábado, 19 de enero de 2013

Pragmatismo y filosofía.
Óscar Sánchez Vega

Decía Rorty en Trosky y las orquídeas silvestres que nuestras creencias e ideas no guardan, ni tienen por qué guardar, coherencia alguna: las ideas políticas de Rorty, su gusto por las orquídeas y su concepción pragmatista de la filosofía no son partes de una cosmovisión o “una sola imagen de la realidad y la justicia”. Supongo que Unamuno, pensador genial, pero a menudo contradictorio y siempre incoherente, estaría de acuerdo con el diagnóstico de Rorty. Pero, por mi parte, no puedo evitar una desagradable sensación de malestar ante las contradicciones e incoherencias. Aspiro, es posible que de manera muy ingenua, a no contradecirme en la medida de lo posible. Soy muy consciente de que nuestros intereses, motivaciones, creencias, ideas son de muy variada índole y no es preciso (y puede que ni siquiera deseable), conectarlos todos ellos: no tiene porqué existir conexión alguna entre el gusto de Rorty por las orquídeas y su concepción de la filosofía; pero no estoy ya tan seguro de que las convicciones políticas, de Rorty, o de cualquier otro, no deban mantener algún tipo de relación congruente con su filosofía. En cualquier caso, sea cual sea el grado de congruencia que es posible alcanzar, yo, repito, no me siento cómodo entre incoherencias y contradicciones.

Sirva lo anterior como introducción y justificación del siguiente tema: ¿Es coherente sostener una concepción pragmática de la verdad y, a la vez, defender que la filosofía es un saber sustantivo, esto es, un saber que no es meramente instrumental? Aparentemente no. Sin embargo ambas tesis me parecen acertadas.

Entiendo las ideas y teorías al modo de William James, como instrumentos que son válidos o no en función de los resultados que obtenemos a partir de ellos. Así una idea o creencia verdadera es aquella que nos conduce a una acción exitosa y mejora de algún modo nuestra vida; una idea falsa es todo lo contrario, aquella que nos orienta en la vida de manera deficiente. En caso de no poder extraer consecuencia alguna de una idea optamos por aquellas que son compatibles y coherentes con las ideas que han demostrado su valía, esto es, aquellas ideas de las que hemos obtenido consecuencias satisfactorias. Este criterio nos sirve para valorar teorías científicas, ideas filosóficas, creencias cotidianas, etc. Si somos incapaces de extraer consecuencia alguna de una idea o teoría, siguiendo este razonamiento, estamos ante flatus vocis, una mera forma de hablar irrelevante, algo semejante a lo que los neopositivistas llamaron “pseudoproposiciones”.

Por otro lado, me resisto a otorgarle a la filosofía una mera función instrumental, como si fuera un mero ejercicio intelectual cuya finalidad sea aprender a pensar o potenciar el talante crítico o cualquier otro objetivo similar. La filosofía debería ser considerada en pie de igualdad con otras disciplinas que ponen a los estudiantes en contacto con ideas que tienen un valor propio, al margen de las “capacidades” o “habilidades procedimentales” que pudieran extraerse de ellas. Reivindico una concepción platónica de la filosofía y, especialmente, de la enseñanza de la filosofía, en la cual, la función del profesor habría de ser facilitar el viaje de aquel prisionero liberado del que nos hablaba Platón, teniendo en consideración el doble sentido del mismo: hacia arriba y hacia abajo, es decir, regressus hacia las ideas invisibles que pueden ser captadas con los “ojos del alma” y que son el fundamento de nuestros juicios, y progressus desde las ideas hasta el mundo cotidiano para dar cuenta de él desde una nueva perspectiva.

Soy dolorosamente consciente que los dos párrafos anteriores son, o al menos parecen ser, abiertamente contradictorios: o lo uno o lo otro, pero no las dos cosas a la vez. En cualquier caso, aunque la completa coherencia del pensamiento sea un objetivo imposible, no por ello habría de ser menos deseable; podríamos entenderla al modo de las ideas trascendentales kantianas, como un ideal que se sabe de antemano inalcanzable pero que guía y orienta nuestra actividad teórica. Desde tal perspectiva voy a intentar armonizar las dos tesis expuestas.

Desde la perspectiva pragmatista todas las ideas son instrumentales en el sentido de que son herramientas lingüísticas que nos permiten hacer cosas: la tesis realista que afirma la existencia corpórea de los objetos percibidos es pragmáticamente afirmada en todas y cada una de nuestras conductas cotidianas y la creencia en virus, bacterias, átomos, ondas electromagnéticas etc es constantemente reforzada en nuestra práctica médica y tecnológica. Una idea verdadera ha de cumplir, al menos con una de estas dos condiciones: o bien es una idea de la cual podemos inferir resultados prácticos o bien es un idea exigida por un sistema conceptual que ha demostrado su solvencia cuando ha sido sometido a prueba.

Entiendo que la diferencia fundamental, desde esta perspectiva, entre las ideas científicas y las filosóficas es que las consecuencias que se infieren de las ideas científicas han de tener un carácter público: carece de sentido afirmar, por ejemplo, que para mí la hipótesis del éter es una idea verdadera porque puedo extraer de ella consecuencias positivas en mi vida cotidiana. Los efectos de las ideas y teorías científicas han de juzgarse y valorarse públicamente y es la comunidad científica, después de las discusiones pertinentes, quien establece las ideas y teorías “verdaderas”. No ocurre lo mismo, o al menos no en la misma medida, con las ideas y teorías filosóficas. Es verdad que partimos de un consenso (público) sobre los grandes maestros de la tradición filosófica occidental (Platón , Aristóteles, Descartes, Kant...) pero, en este caso, no es posible que una “comunidad filosófica” (un rebaño de gatos, al fin y al cabo) dictamine acerca de las ideas y teorías verdaderas. Pero ello no es un argumento en contra de la perspectiva pragmatista. Ocurre que “la verificación” puede realizarse de un modo privado y personal. Por ejemplo, para mi Platón, Hume, Nietzsche, Marx... y, en general, los grandes maestros de la historia de la filosofía, pero también algunos otros pensadores menos reconocidos como Feyerabend o Cioran, a pesar de ser filósofos muy diferentes y hasta contradictorios entre sí, son todos ellos “útiles”: sus ideas y teorías me permiten reflexionar sobre aspectos de mi vida y del mundo circundante de una manera que no hubiera sido posible desde la ignorancia y el desconocimiento. Esta reflexión, como todas, conlleva una toma de posición desde la cual vivo y actúo en el mundo. Sin embargo, otras partes de la historia del pensamiento me dejan frío, no consigo extraer consecuencia práctica alguna y me son indiferentes: la lógica hegeliana, la filosofía de la aritmética de Husserl o el segundo periodo de la obra de Heidegger, por ejemplo. Para mi son léxicos desconectados de mi vida que me resultan ajenos; pero otras personas pueden considerar estos autores y doctrinas como claves en torno a las cuales articulan su comprensión del mundo y la de la propia vida. En cualquier caso la “utilidad” de una filosofía no es algo que pueda establecerse, por entero, públicamente, cada uno de nosotros se hace cargo, de manera propia y personal, de las ideas filosóficas que considera fundamentales.

Cuando defiendo el carácter sustantivo de la filosofía lo que quiero decir es que las ideas y teorías filosóficas no son más instrumentales que el resto. Desde la perspectiva pragmatista todas las ideas tienen un carácter instrumental, pero cuando se insiste recurrentemente en la instrumentalidad de algunas ideas y disciplinas, se quiere dar a entender que hay una diferencia fundamental entre estas, las instrumentales, y las otras, las ideas y teorías sustantivas, aquellas que tienen un valor por sí mismas. Es esta distinción la que rechazo. Conocer la ética aristotélica es tan importante como saber historia de España, la revolución industrial, álgebra o la tabla periódica de los elementos. Lo que niego es que algunas disciplinas (el arte, la filosofía, el latín, la literatura) sirvan meramente para el goce estético, el pensamiento crítico o expresarnos correctamente y en cambio otras (ciencias sociales, biología, física, química, historia etc) contengan las ideas y teorías que son valiosas por sí mismas, porque nos dicen “lo que el mundo es”. No es así. La función de las ideas es la misma en ambos casos. Otra cosa que es que la sociedad (o este gobierno) valore unas ideas más que otras. Es evidente que las ideas y teorías enmarcadas en lo que podríamos denominar una “formación humanística” están desprestigiadas; es labor de todos hacer ver a la sociedad (y, especialmente, a la Administración) la importancia de estas disciplinas destacando la importancia de las ideas y teorías que las constituyen.  

domingo, 13 de enero de 2013

Cuatro razones para eliminar la Historia de la Filosofía.
Borja Lucena Góngora

De conocimiento común es la intención del Ministerio de Educación de eliminar la historia de la filosofía del Bachillerato. Con ello, se cumpliría una segunda etapa fundamental en la desaparición forzada de la tradición de pensamiento filosófico occidental de los institutos, tras la efectiva anulación de la Ética por parte del anterior gobierno socialista. En esto, como en casi todo lo esencial, los dos grandes partidos de la burocracia estatal, más que oponerse, se complementan de modo armonioso e indudable, y son capaces de llegar a lo que llaman “Grandes Acuerdos de Estado”. Muchas van siendo las voces que consideran incomprensible la medida en cuestión, pero, por razones que seguidamente intentaré exponer, creo que tiene que ser contemplada como una acción previsible y de entendimiento fácil.

Las razones que el Gobierno puede esgrimir para silenciar la historia de la filosofía son poderosas y tremendamente razonables. Estas razones se encuentran en el contenido mismo de la filosofía, y no, como numerosos y, sin duda, bienintencionados defensores de la asignatura proclaman, en la eliminación de algo así como el “pensamiento crítico”; de hecho, esta dudosa defensa es una acusación más hacia su existencia misma, ya que convierte a la filosofía en una nebulosa sin contenido alguno, en una logomaquia vacía que lo mismo vale para esto que para aquello. No. La filosofía posee un contenido, y es éste el que presenta las más poderosas razones por las que la clase política dirigente puede verse inclinada a hacerla desaparecer. A modo de ilustración, entresaquemos alguna de las ideas defendidas por filósofos presentes hasta hoy en el programa de Historia de la Filosofía de 2º de bachillerato:
  1. Platón, en su diálogo “La República”, relata cómo la búsqueda exclusiva de una sociedad dirigida a satisfacer los deseos de consumo de sus integrantes, de convencerlos de que la buena vida consiste en atiborrarse de cosas y comodidades, equivale a la aspiración de convertir la polis, en el mejor de los casos, en una ciudad de cerdos bien alimentados.
  2. Aristóteles defiende que la política, como sabiduría práctica, se distingue radicalmente de los saberes técnicos, y especialmente de la economía; si ésta se erige en saber dominante, si desplaza al saber específicamente político, la ciudad se convierte en una descomunal agrupación humana regida por la necesidad de las reglas técnicas, y ya no por la libertad en la que encuentran su elemento genuino la acción y las palabras humanas.
  3. Santo Tomás de Aquino, junto a otros filósofos medievales, definió la autoridad política legítima como aquella preocupada por la vida común, antes que por la persecución de fines particulares; además, lo que es fundamental, defendió la posibilidad de desobedecer aquellas leyes injustas que sustituyen el horizonte del bien común por el de la gratificación de los grupos e individuos afines a los gobernantes.
  4. Para terminar con un filósofo más cercano, tomemos el caso de Ortega y Gasset. El filósofo madrileño intentó comprender los motivos fundamentales de la honda crisis política y social que asaltaba a las sociedades europeas durante el primer tercio del siglo XX. De ahí surgió su ensayo “La rebelión de las masas”, donde, entre otras muchas cosas, afirma que el bárbaro actual, aquel bajo cuya presión se desmorona la civilización europea, es el especialista, es decir, aquel que ha perdido la noción de un saber que desborde las fronteras del cálculo exhaustivo y monomaníaco de una pequeñísima porción de la realidad; aquel que se ha desinteresado de todo lo que llamábamos “cultura general”, formada por un sinfín de saberes históricos, filosóficos, literarios, artísticos, políticos. Hablamos, entonces, del “bárbaro especialista” que se ha ido convirtiendo, por mucho que le pese a Ortega, en objetivo explícito de la educación promocionada por las distintas reformas perpetradas en los últimos años.

No sé si he hablado lo bastante claro. ¿No son razones suficientes para que el Ministerio de Educación elimine definitivamente la Historia de la Filosofía de los planes educativos?

martes, 8 de enero de 2013

Sobre el "derecho a decidir".
Óscar Sánchez Vega


Descartes prescribe que las ideas verdaderas han de ser claras y distintas; una idea es clara cuando podemos advertir todos sus elementos sin la menor duda y es distinta cuando aparece claramente diferenciada, separada y recortada de las demás, de tal manera que no podamos confundirla con ninguna otra idea. Pues bien, la idea del “derecho a decidir” no es ni clara ni distinta; es un idea oscura y confusa que sólo puede enturbiar el ya de por sí turbio panorama político español. 

Cuando los nacionalistas reclaman la independencia o la secesión de un territorio se puede estar o no de acuerdo con sus reivindicaciones, pero todos entendemos lo que piden y lo que quieren. En cambio, cuando otros, los socialistas catalanes por ejemplo, defienden el “derecho a decidir” creemos saber lo que demandan, pero estamos equivocados pues es imposible formarse una opinión clara sobre una noción tan oscura y confusa. Aunque en realidad sí que sabemos lo que quieren y sospechamos el porqué del uso de la mencionada expresión: quieren nadar entre dos aguas y usan demagógicamente una noción que connote diálogo, pacto, tolerancia, democracia moderación etc. Pero cuando la expresión se convierte en algo más que la ocurrencia del político de turno, cuando se fija como la clave en torno a la cual un importante partido democrático catalán, el PSC, fija su posición en relación a una eventual independencia de Cataluña, y especialmente, cuando surgen voces en el PSOE que apuestan por la asumir el objetivo del PSC, entonces es importante la exigencia de claridad y distinción.

Lo bueno de la secesión es que es un concepto inteligible … lo malo es que no tiene encaje constitucional, pero el “derecho a decidir” ni está contemplado en la Constitución ni es un concepto inteligible. Según sus promotores el “derecho a decidir” consiste en el derecho de los catalanes a decidir qué tipo de relación ha de establecerse entre Cataluña y el resto del Estado, de tal manera que los catalanes tienen derecho (deberían tener derecho) a decidir si quieren seguir vinculados a España y, si así fuera, el tipo de encaje y relación que habrían de tener en el futuro España y Cataluña. La cuestión clave aquí es que la decisión no es común, sino que atañe exclusivamente a una de las partes; el resto de los españoles no tenemos nada que decidir. El asunto es tan ridículo que apenas se presta a una seria consideración. Es como si en un matrimonio una parte reclamara para sí no solamente el derecho a poner fin al contrato que une a la pareja, sino también el derecho a establecer de manera unilateral el tipo de relación que ha de regir en el matrimonio y el modo de vida que han de llevar los cónyuges. No sólo sería inaceptable sino absurdo, ni siquiera consideraríamos seriamente tal posibilidad, Pues en el caso que nos ocupa ocurre exactamente lo mismo. El tipo de relación que puedan tener en el futuro los catalanes y el resto de españoles, hemos de decidirlo, como es natural, entre todos. Otra cosa es que los catalanes manifiesten mayoritariamente el deseo de poner fin a tal relación y apoyen la secesión de Cataluña. Entiéndaseme bien: digo “otra cosa” porque, al menos, sería una petición inteligible, como pudiera ser la legalización de las drogas, la instauración de la pena de muerte, un nuevo modelo de organización territorial distinto al Estado de las Autonomías, la abolición de la monarquía y la proclamación de una república, la legalización de las armas de fuego, etc. Sobre cada uno de estos temas cabe discutir, calibrar las ventajas y los inconvenientes, su factibilidad o imposibilidad etc; pero sobre el “derecho a decidir”, no cabe decir nada: es una sandez como la copa de un pino.