Como
puso de manifiesto Olivia Jackson, profesora de la universidad de Florida, y se
ha repetido mil veces desde entonces, «El 11 de septiembre no provocó la crisis
que vivimos ahora, pero sí algunas de las decisiones que se tomaron a raíz de
los atentados». En especial, la liberalización de los controles al sector
financiero, y la bajada anormal de los tipos de interés (del 6,5 % en enero del
2001 al 1 % en junio del 2003), produjeron una expansión anormal de la
economía, fomentando las burbujas económicas que están en la base de la actual
crisis. Pero posiblemente una de las consecuencias de mayor calado del triple
atentado, no es el que atañe al ámbito de la economía, sino al de la política.
En un libro que el profesor Fernando Quesada publicó en el año 2008, cuando
todavía la crisis económica no había mostrado su lado más duro, ni había
arrojado una sombra tan profunda de sospecha sobre la política, mantiene una
interesante tesis acerca de cómo dicho acto terrorista marcó la disolución
definitiva de la democracia liberal, fundamentada en el pacto
lockeano-ilustrado, y dio comienzo a un nuevo estado político que busca su
justificación más allá del principio democrático del contrato.
Quesada utiliza el análisis de los mitos de Lévi Strauss para tratar de
entender cómo las democracias actuales se auto-justifican a sí mismas, y cómo
se produce el surgimiento de un nuevo estado político. La idea del
estructuralista francés es que toda sociedad necesita un mito fundacional al
que referir el sentido. En las sociedades primitivas, pre-científicas y
a-críticas, la referencia se encuentra en ciertos relatos de corte fantástico,
que son tomados de forma verídica, y a través de los cuales el estado actual,
en cada caso, se justifica como el resultado inevitable de unos acontecimientos
que lo desencadenaron: puede ser la irrupción de un nuevo Dios que impone la
ley frente a un estado caótico anterior, un héroe que restaura el orden y la
justicia perdidas o una guerra gloriosa realizada contra el mal absoluto, cuya
derrota abre el campo de la vida posible. En el caso de las modernas sociedades
democráticas, puesto que no es posible la apelación a este tipo de literatura,
es el relato de la historia el que justifica lo político, de igual modo, que el
estado actual es el precipitado de unas circunstancias previas que alcanzaron
su equilibrio mediante la estructura presente. Ese relato de la historia, sobra
decir, que no es la descripción científica y meticulosa de la historia, en caso
de que tal sea posible, sino una narración que toma tintes ideológicos y
mitológicos, de tal forma que también queda mostrado donde reside el mal y
quiénes son los héroes.
En ambos casos, ya sea literatura
fantástica o historia mitologizada, la forma de narración mítica trata de explicar
cómo lo ahora existente, el tipo de sociedad instituida, es el resultado de
unos sucesos acaecidos en dicha sociedad a partir de un momento originario de
desorden y caos. Partiendo de una época pre-política que se caracteriza como
caos y desorden, una acción ejemplar del héroe, o una guerra o, en nuestro caso
una revolución, acaba con la situación de confusión y desconcierto,
instituyendo, mediante un acto ejemplar la nueva situación, que a partir de
entonces es tomada como paradigma de orden y racionalidad. El mito explica cómo
lo que hay actualmente, es el resultado inevitable de la resolución del
conflicto, la única posibilidad, el único mundo ordenado y con sentido que
puede haber. Y esto lo hace oponiendo de forma binaria pares de elementos enfrentados,
que se viven como contrarios y que dividen la realidad en torno a lo caótico
invivible y lo ordenado vivible: el bien contra el mal, la guerra contra la paz,
la justicia contra la injusticia, la razón contra la sinrazón… etc. Los
integrantes de la nueva sociedad habitan esta reordenación simbólica de la
realidad y perciben que viven, a partir de entonces, en un mundo ordenado,
comprensible y con sentido, considerando el orden precedente como algo
intolerable.
Pues bien, Fernando Quesada muestra
cómo también las modernas sociedades democráticas se fundan en un mito, en este
caso un mito ilustrado generado en la Revolución Americana
en el caso de los Estados Unidos, y la Revolución Francesa
para los europeos. En ambos casos, el relato de la Revolución cumple ahora
la función que, en los pueblos antiguos, ocupaba el poema
mítico-fantástico. De un estado
pre-político e irracional, representado por el antiguo régimen, se pasa a una
sociedad ordenada racionalmente, gestada ahora también por unos héroes que
instituyen el nuevo estado político presentado como fruto del acuerdo racional
o pacto entre los ciudadanos y el poder.
A partir de entonces la realidad
queda organizada perfectamente y justificada conforme a pares de contrarios:
tradición-progreso, gobierno absoluto-democracia, creencia-saber, dogma-verdad
científica, irracional-racional, revolución-pasividad, salvaje-civilizado. Lo
que se instituye como fundamento mitológico en las revoluciones ilustradas es,
precisamente, el mito de la razón, tanto en su versión de “dialogo racional” y
contrato social, como en su versión de “razón científica”. Es el pacto
democrático y la investigación científica lo que confiere sentido a un estado
político que se ve ahora como un mundo luminoso frente a las tinieblas de lo
irracional, que es todo lo que queda fuera, el mundo de los bárbaros.
La tesis mantenida por Fernando
Quesada al respecto, insiste en que los fenómenos acaecidos el 11 de septiembre
del 2001 suponen una refundación de las sociedades democráticas, que a partir
de este momento, y mediante una poderosa contranarrativa, se van a desvincular
del mito ilustrado revolucionario para adoptar una nueva perspectiva. El nuevo
fundamento queda perfectamente reflejado en la llamada “Carta de América”, una
proclama que firmaron un grupo de intelectuales norteamericanos tras los
atentados del 11S y que, a juicio del autor del libro, puede ser leída en
términos de relato fundacional, esto es, como un mito. Después del atentado,
reitera el autor con numerables ejemplos, cambió completamente el tipo de
discurso político que era de uso común en los Estados Unidos, un modo de habla
que establecía su horizonte dentro de los límites del contrato democrático,
siendo sustituido por un nuevo destinado a sustituir la fundamentación
precedente. De lo que se trataba, tras
los atentados, era de generar un nuevo mito, y por tanto una nueva situación
política.
¿Cuál es esta nueva situación? Se
parte, como en cualquier otro mito fundacional, de un caos inicial, que
corresponde con la situación creada por el triple atentado. Estos actos terroristas tuvieron, para el
pueblo americano, la significación de un momento cero en la Historia; no es baladí
que al lugar que ocupaban las derrumbadas torres gemelas, se lo calificase de
“zona cero”, y se haya convertido, con el tiempo, en un punto de peregrinaje
para los ciudadanos del nuevo orden, como lo es la Kaaba en La Meca para los musulmanes. Los
atentados suponen la destrucción del orden establecido en el anterior mito y el
establecimiento de una situación de caos y perplejidad profunda, que hace las
funciones de momento a resolver. Los americanos percibieron los atentados como
una caída de todos los velos, confrontándose con un mundo hostil e
incomprensible en el que ellos no tenían cabida y estaban amenazados de extinción.
Los Estados Unidos dejaron de ser el ejemplo de la democracia, una sociedad
lanzada al futuro, para percibirse a sí misma como un barco a la deriva en
medio de la tempestad. Como tal, en un mundo entrando en convulsión, el pacto
democrático deja de tener validez y es necesario instaurar un nuevo proceso
fundacional.
¿Y cual es el nuevo estado político
que pretende fundarse como resultado resolutorio del caos producido por la
caída de las torres? Fernando Quesada nos dice que lo que trata de legitimarse
es la existencia de un poder absoluto mundial capaz de organizar una situación
caótica instituida como “terrorismo internacional”, restaurando la paz, la
racionalidad y el orden (no ya democrático). Y son los Estados Unidos los que
se perciben a sí mismos como representantes de este nuevo gobierno mundial que
establecería las normas globales y otorgaría a cada país el lugar que debe
ocupar. No es ya una asamblea como la ONU, un lugar que toma su
fundamentación del pacto ilustrado, el nuevo centro político; el dialogo
racional, institucionalizado como asamblea de países, dejó de tener sentido en
el mismo momento de caída de las torres. No se trata ya de discutir y acordar,
que es el propósito (imperfecto) de este estamento, por lo que fue
minimizándose su importancia paulatinamente hasta llegar a lo que es hoy en
día, una mera organización testimonial. Se trata de instaurar un poder fuerte,
capaz de proteger unos valores que no necesitan ser sometidos a discusión y que
se suponen por encima de cualquier debate. Estos valores, aunque están en la
carta de Fundación de los Estados Unidos, o la Declaración de
Derechos Humanos, pierden su característica de ser el fruto de un diálogo
racional, y se elevan a valores universales del género humano. Así, vemos cómo
los firmantes de la Carta
de América, realmente ven a los Estados Unidos como los depositarios de unos
valores universales, con la obligación de defenderlos sea donde sea y contra
quien sea.
La situación resultante, por tanto,
es la percepción del orden mundial como un estado permanente de guerra, una
guerra defensiva contra la barbarie. Queda justificado de este modo un
permanente estado de movilización, o si se prefiere, un estado de excepción que
deja de ser excepcional para convertirse en normativo. La política pasa a ser
siempre una “política de urgencia” en la que no es necesario el debate, el
acuerdo, la discusión puesto que el valor máximo es la decisión inmediata por
la vía rápida, como corresponde a toda emergencia. Lo que justifica este modo
de acción es, por un lado el estado permanente de guerra, y por el otro la
visión que tiene el estado de sí mismo como de protector de unos derechos, no
americanos, sino universales, patrimonio de la humanidad.
La carta otorga a los Estados Unidos el
papel de “justiciero”. La nueva refundación, retoma el
elemento religioso del contrato ilustrado americano y lo relanza,
convirtiéndolo en el fundamento último del nuevo estado. Estados Unidos pasa a
ser un estado fundamentalista. El fundamentalismo no deja lugar para la
discusión o la contrastación racional de sus presupuestos, puesto que parte de
una validación a priori de sus propias posiciones. La Carta de América expresa la
intención de instaurar un régimen fundamentalista en los Estados Unidos,
entendiendo por fundamentalismo la consideración de que “la propia posición en
el discurso es, al mismo tiempo, una meta que supera las propias reglas del
discurso”. Esta nueva situación se basaría en tres posturas radicales que
quedan instituidas sin lugar a su examen crítico o su discusión, al modo de un
dogma de fe.
Los
autores del texto, vuelven a la carta de fundación de los Estados Unidos y
relanzan una idea allí contenida: existen unas verdades morales universales instituidas
por Dios a las que todos los seres humanos tienen acceso. Por ser el pueblo
americano ese pueblo que se rige por tales verdades, también puede ser
considerado como el “pueblo de Dios”. Pero la cosa no se queda aquí, sino que
se trata de mundializar los valores religiosos americanos: eso que se denominan
en la carta los ‘valores americanos’, no son un patrimonio de los Estados
Unidos, sino que es una herencia compartida de la humanidad y debería ser la
base para una ‘comunidad mundial’ basada en la paz y la justicia. Se legitima,
por tanto, la intromisión de los Estados Unidos en cualquier situación allende
las fronteras para llevar dichos valores, junto a la paz y la justicia, por
todo el globo. En la carta no se asume en absoluto la multilateralidad que
implica esa pretendida paz y justicia de la que se habla. La posibilidad de que “todos puedan ser
estadounidenses”, que en origen era el germen de una sociedad multicultural
nacida de la inmigración y que recoge la carta fundacional de los Estados
Unidos de manera brillante y novedosa, se convierte ahora perversamente en la
tesis de que todas las naciones de la tierra deben asumir como propios el
conjunto de “valores americanos”, que no son americanos, sino “humanos”.
Dada esta fundamentación de la
sociedad en unos valores universales, por encima de cualquier discusión, desaparece
la libertad del individuo entendida en términos de participación política; el
ciudadano lo es en virtud de la admisión de un credo, no se su participación en
la conversación. Esto pretende tener una influencia decisiva en los criterios
de decisión política dentro del estado. El nuevo mito acaba, por tanto, con la
posibilidad del espacio político, más o menos estrecho, que está en la base de
las democracias liberales fundamentadas en el contrato social, ¿por qué? porque el espacio público es el de
la discusión, el del debate, el enfrentamiento de los problemas de forma
conjunta entre los ciudadanos, y la situación
que pretende fundamentar el nuevo orden es la de un poder absoluto,
legitimado para imponer a nivel mundial unos criterios de organización que
quedan fuera de toda discusión, no sólo para los habitantes de otros países
sino que incluso afecta a los ciudadanos
norteamericanos. El resultado es que el gobierno queda legitimado para actuar
en defensa de tales valores morales sin necesidad de someter sus actuaciones ni
al debate político, ni a la legalidad. El gobierno actúa siempre bajo la base
de grave amenaza y queda legitimado para iniciar cualquier tipo de acción al
margen de la legalidad y el espacio político.
Pues
bien, transponiendo estas ideas a la economía como un ámbito también político, y
a la actual crisis, la cual, se ha señalado muchas veces, tiene su origen en
los sucesos del 11S podemos utilizar este mismo análisis que hace Fernando
Quesada con respecto a la fundamentación de un nuevo orden, también al tipo de
política que se ha hecho posible los últimos años. Ya no en el ámbito de lo
político, sino en el de lo económico, también se ha popularizado la creencia de
que, respecto de la economía también hay una serie de “valores” que
corresponden con nuestra herencia, que merece la pena proteger a toda costa.
Esta protección justificaría también, por parte de nuestros gobiernos, la
adopción de un permanente estado de excepción en el que, anulado el ámbito de
la discusión política, el gobernante queda legitimado para tomar cualquier tipo
de decisión que, como en una guerra, aunque sea dolorosa, se vuelve necesaria e
imprescindible. Así, durante estos últimos años no dejamos de ver gobiernos, el
de Grecia, el de España o Portugal, que actúan de espaldas a la ciudadanía,
obviando sus quejas y reivindicaciones, muchas veces masivas. La estructura de
legitimación de estos gobiernos ha dejado de ser democrática, por cuanto se
niega la discusión política y se fían todas las decisiones a cierta adecuación
con una serie de verdades, ahora económicas, que se adoptan como credo por
encima incluso de los hechos y resultados.
Esta
nueva situación es posible porque, como Fernando Quesada muestra, desde
comienzos de siglo se viene instituyendo un nuevo modo de hacer política que,
como señala, se aleja del pacto racional-ilustrado y hunde sus raíces en lo
religioso. Es posible que hace unos años, este tipo de gobierno no se soportase
por parte de ningún país democrático, y la situación constante de
manifestaciones y huelgas hiciera tambalearse a cualquier dirigente, pero tras
los sucesos del 11S y la nueva refundación de la política, los ciudadanos han
admitido como parte de su universo político de sentido, un permanente estado de
excepción y una renuncia a la participación política, en aras de la
recuperación del orden , ahora visto como crecimiento económico.