Leo estos días en un libro de Jose
Manuel Naredo (Raíces económicas del deterioro ecológico y
social), una interesante descripción de la historia del concepto de
trabajo, un relato que ayuda a hacer una sociología e incluso una
psicología de la posmodernidad.
Nos cuenta Naredo, cómo el concepto
actual del trabajo, no es una categoría natural, ni antropológica,
ni siquiera es una noción históricamente determinada por la acción
del hombre sobre la tierra a lo largo de los siglos. Al
contrario, el concepto actual de trabajo, es una categoría que nació
dentro del ámbito de una nueva ciencia que se gestó entre los
siglos XVIII y XIX, la economía. Como tal, el trabajo, es una noción
perteneciente a un mismo universo léxico junto a “producción”,
“desarrollo”, “riqueza” o “sistema económico”, términos
fundacionales de la ciencia económica y dentro de cuyos límites
ésta se ve constreñida. No es, como así nos lo presentan los
científicos sociales de la Economía, un invariante de la naturaleza
humana.
Antes del desarrollo de la teoría económica, el concepto de trabajo
no aparece como tal. En las llamadas sociedades primitivas ni
siquiera existe un término para designar lo que las sociedades
industriales llaman “trabajo”. Es verdad que poseen términos
para referirse a actividades concretas que nosotros englobaríamos
dentro de la categoría de “trabajo”, pero ninguna que coincida
con ella. Conceptos más amplios que se refieren a conjuntos de
actividades, y que encontramos en estas sociedades, dificilmente
encajarían con nuestra noción.
En estas sociedades, las labores
dedicadas al aprovisionamiento y la subsistencia ocupan mucho menos
tiempo del que dedicamos hoy en día al ámbito laboral. Eso se debe
principalmente a que estas sociedades, cazadoras y recolectoras, no
tenían la necesidad de acumular excedentes ya que los stocks los
proporcionaba la naturaleza y no había motivo para acarrear
con estos bienes y tareas.
Posiblemente la acumulación empezará
a hacerse efectiva, inicialmente, en forma de trofeos, como captura
de esclavos, lo que daría testimonio del éxito y el prestigio de
los jefes en los enfrentamientos militares con otros grupos sociales.
La existencia de esclavos podría explicar cómo aparece el desprecio
por las actividades destinadas al mantenimiento, actividades que
abandonarían los poseedores de esclavos, pues serían realizadas por
ellos. No obstante, tampoco el trabajo tal y como lo entendemos
actualmente es equiparable a las tareas de estos cautivos. Cómo
mucho se podría distinguir entre tareas serviles y tareas exentas de
pleitesías. La revolución neolítica no haría sino afianzar esta
tendencia, segregando a la población entre los que se dedican a
servir y los que son servidos.
En
la Grecia clásica tampoco existiría una noción clara de trabajo.
Existía una visión atomizada de las distintas actividades que
estaban valoradas de muy distintas formas, pero carecían de un
término genérico para englobarlas. Las distintas actividades se
valoraban de forma general en base a su utilidad o falta de ella. Las
tareas preferidas eran las que se hacían libremente, por el mero
gusto de realizarlas (la filosofía, el arte, el deporte, la
política), mientras que estaban mal consideradas las actividades
deudoras de alguna servidumbre, aquellas que tenían alguna utilidad.
Las actividades que se realizaban a cambio de un pago, por ejemplo, o
las de los esclavos, destinadas al mantenimiento y la provisión,
estaban mal consideradas al margen de considerarse realizada por
esclavos o por hombres libres. No hay que dejarse engañar, además,
por la existencia de la esclavitud entre los griegos, pues muchos de
ellos eran hombres libres que se entregaban como esclavos al servicio
de un gran señor y así obtener una mejor vida. Se estimaban,
en general, indignas, aquellas actividades que se hacían
para obtener ganancias. (recordemos el rechazo de Platón a los
sofistas por cobrar sus enseñanzas).
El trabajo, entendido como actividad
destinada a la subsistencia, en la tradición judeocristiana es
considerado como un castigo fruto del pecado y de ningún modo es
visto como un objetivo ni personal, ni socialmente deseable. Pensemos
por ejemplo en la descripción que hace Ortega del hidalgo español,
un modelo de hombre gestado en la España medieval: un hombre que
prefiere una vida ascética de escasez y austeridad, y considera las
actividades que nosotros llamaríamos “productivas” como una
degradación de su persona. Este modo de vida sí representaba para
la España tardomedieval un objetivo personal y social deseable. Este
planteamiento se plasmaba en el calendario laboral europeo, que
destinaba en muchos casos más de la mitad de los días del año a
festividades no laborales.
Va a ser entre los siglos XVII y XVIII
que va a cambiar la concepción social del trabajo. A ello sí van a
contribuir algunas órdenes monásticas que buscaban la salvación a
través del trabajo, algo que se hace patente en la revolución que
supondrá el protestantismo de Calvino y Lutero. El naciente nuevo
sistema económico, propugnado por los ilustrados-liberales, se
inspirará en las organizaciones militares y monásticas para
racionalizar la actividad laboral, generalizando prácticas de estos
ámbitos (monasterios y cuarteles) para la organización del trabajo
(los toques de campanas y cornetas, la distribución de las tareas,
la parcelación del día temporalmente… etc). Pero es en el siglo
XVIII, cuando los liberales-ilustrados, fieles al impulso civilizador
de racionalización van a tratar de llevar los objetivos de orden y
sistematicidad a todos los ámbitos de la vida. La economía, va a
pasar de ser una mera técnica administrativa doméstica, a
convertirse en una ciencia ordenadora de la cotidianidad humana; para
asistir tal reordenamiento de la vida van a acuñar el actual
concepto de trabajo, junto a otros como el de “productividad” o
“sistema económico”. El trabajo se va a convertir en una
categoría científica, medible en términos temporales, y sobre todo
cuantificable racionalmente en forma de remuneración o salario. Los
economistas clásicos extenderán la idea, actualmente vigente, de
que hay una relación racional entre la actividad remunerada, el
trabajo, y el salario, relación que puede ser expresada en términos
monetarios. El trabajo, consecuentemente con esto, será
solamente aquella actividad que puede ser medida temporal y
monetariamente. Es por eso que no se considera trabajo la actividad
de una ama de casa, o el deporte aficionado, o la tarea educativa
dentro de la familia, pero sí el servicio doméstico, el
deporte profesional y la educación reglada.
Pero el elemento seguramente decisivo
va a ser la ligazón que harán los economistas ilustrados entre
trabajo y riqueza. No en vano, Adam Smith va a iniciar su obra
fundamental Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza
de las naciones (1776) con la frase “El trabajo anual de cada
nación es el fondo que la surte originalmente de todas las cosas
necesarias y útiles para la vida que se consumen anualmente en
ella”. Y es llamativo cómo, al mismo tiempo que el trabajo que iba
reconvirtiendo en una actividad socialmente deseable y resultaba
racionalizado a través de su organización temporal, se irá también
limitando cada vez más el calendario festivo con el fin de dedicar
más tiempo a esta actividad productiva, alejándose cada vez más de
los calendarios festivos medievales.
Al ligar la producción de riquezas al
trabajo por parte de los economistas, cambió de forma sustantiva la
consideración social e institucional del trabajo. Antes de que
establecieran este sutil nexo, se consideraba que la riqueza era
generada por la tierra mediante la intervención divina y cómo mucho
ayudada por la acción humana. Pero la secularización acabará con
esta intervención, y Dios irá desapareciendo al tiempo que es
sustituido por la acción organizada y sistemática del hombre: el
trabajo, o lo que es lo mismo, la producción. Es el hombre el que,
mediante su trabajo, genera la riqueza.
Y en un giro de tuerca más, los
llamados economistas neoclásicos, ya en el siglo XIX, eliminarán de
esta misma ecuación el elemento material: la tierra. Quedará
únicamente el trabajo como fuente de la riqueza, sin ninguna ligazón
con su sustento natural y social en el que se produce.
Este sistema, surgido entre los
economistas liberales, bajo una pretendida excusa de cientificidad,
proponía una meta social, que ya no era tan “científica”, sino
que la podemos considerar más bien ideológica: el crecimiento
incesante, asociado a la idea de que la riqueza puede ser
indefinidamente creada a través de esta actividad abstracta que es
el trabajo. La visión del trabajo-valor (riqueza-capital), como una
categoría abstracta, medible temporalmente y cuantificable
monetariamente, se va a extender por Europa como la pólvora,
convirtiéndose casi en un dogma de fe, tanto en las visiones
capitalistas como en la teoría socialista-marxista. Así, Naredo nos
dice que los llamados países socialistas únicamente van a organizar
la producción de un modo distinto al de los países capitalistas,
pero en esencia, el modelo abstracto que liga la riqueza a la
producción, y esto convertido en un objetivo social, va a ser el
mismo. El fracaso de los países comunistas vendría del hecho de
que, a la larga, van a hacer de forma más deficiente, lo que el
capitalismo occidental gestionaba mejor, algo que les terminó por
llevar al colapso.
Y de modo similar a la noción de
trabajo, la consideración de la riqueza, igual que la de labor como
abstracción cuantificable, va a ir desplazándose
paulatinamente hacia la acumulación monetaria por parte de los
economistas llamados “neoclásicos” de finales del XIX, generando
otra de las categorías genéticas de la ciencia económica: el
capital. El capital, que inicialmente se considerará como un mero
intermediario, una herramienta para equiparar valores, va a sustituir
completamente a la producción de bienes, esto es, a la riqueza, y se
va a erigir como categoría abstracta que permita considerar a la
economía, como un sistema cerrado y autosuficiente, un puro modelo
matemático, independiente de los hombres que trabajan, las fábricas
que producen o los campos que alumbran cultivos. Puesto que los
bienes producidos pueden ser intercambiados en capital, y eso mismo
ocurre con el trabajo, que también puede ser medido en capital, el
sistema queda completamente monetarizado, y desligado del medio
social en el que se da, convirtiéndose la lógica de la producción
y el trabajo en una mera ganancia de capital.
El “sistema económico” deviene,
por tanto, en un dispositivo perverso, cuyo objetivo ya no es el
sostenimiento de la vida social, la organización razonable de las
actividades humanas o la búsqueda de una vida digna y suficiente,
sino el matemático e incesante aumento de capital. Por eso, la
mejora de los medios técnicos de producción, por ejemplo el hecho
de contar con una máquina que haga el trabajo de diez hombres, a lo
largo del desarrollo del sistema económico capitalista, no se ha
traducido en un aumento del tiempo libre y el ocio, en una liberación
del hombre de las tareas de subsistencia, sino precisamente todo lo
contrario, una esclavitud aún mayor. Y esto es así, porque los
avances técnicos no están enfocados a la mejora de las
condiciones de vida de los hombres, sino al aumento de la riqueza
cuantificable. La lógica del dispositivo capitalista no está en la
liberación del hombre de las tareas de subsistencia, sino en la
producción creciente de bienes y servicios, es decir, de capital.