Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

jueves, 25 de abril de 2013

Lectura de Marx.
Óscar Sánchez Vega


Sabemos que, al contrario que muchos de sus coetáneos, Marx se negó a tratar a Hegel como un “perro muerto”; lo que no significa en modo alguno que Marx sea un hegeliano, sino que, en sintonía con lo que pudiéramos llamar un “talante hegeliano”, el filósofo de Tréveris entiende que Hegel es necesario para comprender y pensar el mundo y la sociedad que le había tocado vivir. Es esta una forma inteligente y fructífera de relacionarse con la tradición filosófica que no ha sido demasiado transitada por los filósofos posteriores a Marx que tienden o bien a reverenciar la maestro con una actitud más religiosa que filosófica, o bien a ignorarlo y denigrarlo con idéntica contumacia pero en sentido inverso. 

Desde los lejanos tiempos en que el PSOE abandonó el marxismo (1979) como referencia teórica es un lugar común en círculos académicos acusar de obsolescencia la teoría marxista. Sin embargo creo que el discurso marxista, o al menos una parte muy significativa del mismo, está muy vivo en la sociedad civil en estos turbulentos tiempos. ¿Acaso no es de plena actualidad la crítica al capitalismo, la lucha de clases, la acusación a las instituciones jurídicas y políticas de estar al servicio del capital etc? La mayor parte de la sociedad civil que se manifiesta contra los recortes sociales y la política económica del gobierno (el movimiento 15M, la PAH, etc) hacen suyas y rejuvenecen los análisis y las propuestas marxistas. 

La verdad de los planteamientos de esta nueva izquierda alejada de los partidos tradicionales está en recuperar lo que Marx denominaba una concepción dialéctica de la historia, aunque despojada del férreo determinismo que era característico del marxismo más ortodoxo. Conviene precisar esta equívoca noción. En lo que sigue utilizaré el término “dialéctica” para referirme a una concepción heraclítea de la realidad, esto es, una concepción de la realidad que parte y acepta la contradicción, la lucha y la tensión entre elementos contrarios como un ingrediente esencial de la realidad (al menos de la “realidad social”, que es la que aquí nos interesa). Prescindo por completo del inane mecanismo de tesis-antítesis-síntesis del que ha abusado el marxismo más vulgar.

Los nuevos movimientos sociales aciertan cuando denuncian que los intereses del capital y de la banca son opuestos a los de la clase trabajadora, cuando dudan de la neutralidad de las instituciones jurídicas y políticas, cuando denuncian las políticas económicas por ser contrarias al interés general. Esta concepción dialéctica de la realidad social está hoy más presente y es más compartida que hace solamente un lustro. Por ello entiendo que la vigencia de Marx es muy importante ... cada vez más.

Sin embargo esta dialéctica es aparente por incompleta. Cuando la oposición se establece entre el opresor y el oprimido, entre el capitalista y el proletario, la dialéctica es una ficción pues quien sostiene tal concepción sabe de antemano quién tiene razón, quién debe vencer y, por tanto, de qué forma acabar con la lucha con el objetivo de instaurar un sistema justo y armonioso. La labor del marxista es favorecer la victoria de los oprimidos, de los proletarios para, de esta forma, propiciar un estado de cosas armonioso y no dialéctico. No es esta una tergiversación de las palabras del maestro. En absoluto. Este es el corolario de las premisas que sostiene el materialismo histórico, tal y como es elaborado por Marx y Engels. 

Hace ya algún tiempo, con la ocasión de la publicación del libro España frente a Europa, Gustavo Bueno, reprochó a Marx (y más aún a Engels) el no haber destacado suficientemente la dialéctica entre Estados al considerar que el motor que mueve la historia es sólo uno: la lucha de clases. Bueno, por el contrario, supedita la dialéctica entre las clases sociales a la dialéctica entre los Estados porque estos, los Estados, no son solamente una mera expresión de la dominación de los opresores, son algo más: cada Estado se constituye, no por la expropiación de los medios de producción por parte de la clase dominante, sino en función de la apropiación de un territorio por parte de un grupo humano; territorio en el que trabajan y actúan los miembros de ese Estado, excluyendo a otros hombres, que en su calidad de “extranjeros” no pueden acceder a los medios de producción, ni a los bienes generados. Esta noción, la de “extranjero”, es lógicamente anterior a la división del Estado en clases sociales. En la medida que un Estado se desarrolla como tal establece relaciones con otros estados competidores (incluyendo intercambios comerciales) y organiza su modo de producción de una forma u otra, de tal modo que no podemos admitir, con Marx y Engels, que la división en clases sociales sea anterior lógica y temporalmente (y por tanto más fundamental) a la constitución de los Estados políticos.

En cualquier caso, sea cual fuera la tensión fundamental en el seno de una sociedad política, una concepción dialéctica de la sociedad debiera tener en cuenta no solamente las tensiones entre las clases sociales sino también entre los Estados políticos existentes, pues los intereses de estos son tan reales y contrapuestos como los antagonismos sociales. Además los antagonismos sociales no se establecen solamente entre clases sociales: los intereses de los trabajadores autónomos no son sólo distintos sino a menudo contrapuestos a los de los trabajadores asalariados, lo mismo cabe decir en relación a los trabajadores con empleo y los parados, los estudiantes y los funcionarios, los pequeños y los grandes empresarios etc. De tal modo que una concepción dialéctica de la realidad social debe tomar en consideración toda una red de tensiones que, en modo alguno pueden reducirse a la tradicional lucha de clases, la cual, a menudo, es esgrimida como un mantra, una letanía que se repite de forma monótona referida a todo tipo de situaciones. El resultado final es paradójico: una teoría que surge para demostrar la complejidad real de las relaciones sociales acaba siendo la más burda herramienta para la más elemental simplificación (o ¿acaso no “sabemos” que la culpa de todo, en especial de la crisis que padecemos, es de los dueños del capital y los mercados?)

A Marx le costó 20 años concebir y escribir el Capital, pero a nosotros, los marxistas sobrevenidos del siglo XXI, no nos supone el más mínimo esfuerzo intelectual señalar la causa de la crisis económica - la codicia de los capitalistas y los dueños de los mercados- y la manera de superarla - mediante una “política social”-. (Aunque no debemos estar tan convencidos como en ocasiones aparentamos, pues cuando de votar se trata los partidos que defienden abiertamente una salida social a la crisis económica no obtienen la mayoría que sería previsible a la luz de las manifestaciones espontáneas de la mayor parte de nuestros conciudadanos)

Pensar en términos marxistas la crisis actual nos debería llevar a una reflexión más compleja, alejada de los clichés y estereotipos al uso. Las tensiones dialécticas son múltiples y de difícil integración. Entre todas las tensiones merecen ser destacadas, por su importancia, las que afectan a las clases sociales y las que se establecen entre los Estados. Los conflictos de intereses debieran atender, al menos, a esta doble dimensión. 

Por ejemplo, pueden tener razón los sindicatos -y de hecho pienso que la tienen- cuando sostienen que el motivo aducido para la última Reforma Laboral, la necesaria flexibilización del mercado laboral con vistas a una mayor creación de empleo, es una excusa que en realidad pretende ocultar lo que, por otra parte, es fácilmente perceptible: que la Reforma favorece los intereses de los empresarios y perjudica a los trabajadores asalariados. Para una correcta comprensión de esta cuestión conviene no perder la perspectiva de la lucha de clases. Lo mismo ocurre, pienso, con la Ley Hipotecaria -la que está en vigor y la que pretende aprobar el gobierno del PP- pues su objetivo último es defender y garantizar los bienes e intereses de la clase dirigente. Sin embargo, otros asuntos como, por ejemplo, la Reforma del Sistema de Pensiones no debieran ser analizados desde esta perspectiva. La Reforma del Sistema de Pensiones no es otra vuelta de tuerca más en esta soterrada lucha social entre los desposeídos y los opresores. Este análisis, pienso, no es “luminoso”, no ayuda a entender el problema, antes bien a ocultarlo. Esta no es la línea de tensión apropiada para plantear este asunto. La clave es que el antiguo (y temo que también el actual) sistema era (y es) insostenible a largo plazo, y más aún ante la perspectiva de una larga y prolongada crisis económica. Otros países tienen sistemas más eficientes y es esta comparación entre los Estados y sus respectivos intereses la perspectiva más relevante y no la que se centra el antagonismo de las clases sociales. 

El problema de la izquierda (no sé si atreverme a decir: ¿revolucionaria?) de este país es la pereza intelectual que le lleva a extrapolar un esquema, que puede ser fructífero aplicado a algunos asuntos, a todo tipo de problemas. Ni el diagnóstico, ni la solución a la crisis económica puede pasar solamente por desenmascarar los intereses ocultos de la clase dominante y propiciar una política económica al servicio de la clase trabajadora. 

Es preciso reconocer la verdad que hay en el discurso económico hegemónico. Existe una tensión entre Estados: unos se encuentran muy endeudados y otros menos, unos tienen una balanza comercial positiva y otros negativa, unos exportan capital y otros lo piden prestado, unos tienen superhábit y otros déficit, etc. Nada de la crisis actual es cabalmente comprendido al margen de estas oposiciones. El problema de la crisis económica en España no puede ser reducido a la imposición y el aprovechamiento (que también) de unos pocos sobre la mayoría; tiene que ver con los desajustes macroeconómicos de la economía española respecto a la de sus socios y rivales. La izquierda política y los movimientos sociales harían bien en asumir algunos análisis macroeconómicos para ganar credibilidad en sus propuestas: bien está demandar una política social, pero esta política debe tomar en consideración que la deuda pública española se acrecienta año tras año y ya es de más del 84% del PIB, de tal modo que una buena parte de los presupuestos se dedica al pago de unos intereses que lastran cualquier posibilidad de una política social expansiva. (¿Es una posibilidad dejar de pagar la deuda? No lo sé. Debemos tener en cuenta que el funcionamiento cotidiano del estado precisa de la inyección constante, mediante la emisión de deuda pública, bonos de tesoro etc, de financiación privada -y pública- que se colapsaría ante la amenaza de impago. Decía Hume que todo lo que no encierra contradicción es posible, así pues, en teoría, es posible no pagar la deuda pero ello nos aboca a un estado de cosas de que nadie ha contemplado, y menos que nadie, la izquierda que promueve este tipo de propuestas. En un mundo semejante al que conocemos esta no es una posibilidad. En este mundo la necesidad de reducir la deuda y el déficit es un interés de la Nación y como tal debería ser defendido por todos los españoles sea cual sea su clase social.) 

El problema de fondo es que nuestro interés como españoles no coincide con nuestro interés como trabajadores. Tal tensión se puede mitigar o exacerbar en función de la política económica del Gobierno, pero no puede conciliarse completamente. La conclusión que quisiera establecer es la siguiente: los análisis políticos y económicos no son simples, un buen diagnóstico debe tomar en consideración distintos factores, diversas líneas de tensión a fin de establecer cuál es la terapia adecuada. Deberíamos desconfiar de los eslóganes fáciles y tomar ejemplo del rigor intelectual y la laboriosidad constante que el propio Marx ejerció en vida.

martes, 23 de abril de 2013

13 de abril: Madrid para los feacios
Borja Lucena Góngora


El programa de festejos de la reunión anual de los feacios siguió la tónica de los últimos años: comer con moderación, beber sin mesura, hablar exageradamente. Desde el mediodía deslumbrante de Madrid, que estrenaba primavera, hasta la noche oscura y tumultuosa, el evento se desarrolló dentro de la más absoluta anormalidad. 

Este año, el lugar elegido para reunirnos fue un restaurante ruso que se esconde donde Madrid aún parece un pueblo apacible, entre la Plaza de la Paja y la Calle Bailén. Como todo en Madrid: entre la belleza y la degradación. Antes de la comida nos sentamos a tomar unas cervezas pecaminosas. Bajo la cúpula inmensa de la Iglesia de San Andrés realizamos las libaciones rituales, dirigimos nuestros ruegos a los dioses y nos arriesgamos a entrar en conversaciones insensatas. Alrededor de esa primera mesa, estábamos cinco valientes feacios: Edu, Santi, Óscar, Diego y yo mismo; enseguida, después de dejar atrás el primer bar, encontramos, a la puerta del restaurante, a Alfredo, de pies ligeros, y a Javi, de vibrante casco. Mientras nos observaban llegar, gesticulaban y lanzaban voces, como si las ganas de reencontrarnos no les permitieran esperar siquiera unos segundos más.

Comimos Borsch y otros platos rusos de nombre enigmático, y todo bajo la atenta mirada del busto de Rasputín, que vigilaba nuestra conversación con rostro severo. Por fortuna, parece que a los encargados no se les había ocurrido adornar el local con la representación de las partes más célebres del monje ruso. Comimos animadamente, entre risas ruidosas y comentarios que se perdían en el entrechocar de las copas. Brindamos por motivos que, desafortunadamente, he olvidado. Javi nos contaba cómo Ana ya es toda una niña; Santi hablaba de su paternidad y de cine -Doctor Zhivago, si no recuerdo mal- con Óscar, Edu y Diego; en una pausa para fumar un cigarro, Alfredo me hizo observar los tejados sobre los que se derramaba el sol como un caldo espeso. Para terminar, chocamos todos el vaso con un vodka de pimienta que exigía una temeridad difícil de mantener a esas horas.


A la salida del restaurante la urgencia nos hizo buscar desesperadamente una terraza para tomar una copa. Madrid estaba poblado de multitudes que salían a la calle tras meses de invierno. "El país necesitaba sol", comentó Santi. Todas las terrazas estaban llenas, y la tarde se estremecía bajo la euforia de la primavera. Tomamos la copa tan necesitada, y a continuación deambulamos por las calles gastadas del centro buscando alguna iglesia en la que meternos. Entramos a San Isidro -fría, muda, monumental- y nos acercamos a San Nicolás de los Servitas, que nos enseñó su magnífica torre medieval; nos avenimos a entrar también a esa apoteosis del mal gusto que es la Catedral de la Almudena, donde nos impresionamos profundamente ante los altorrelieves que adornan sus puertas: unas representaciones esperpénticas de la unión de trono y altar, versión monarquía socialdemócrata. No le falta de nada a esas puertas. Están los reyes observando, y la madre del monarca con su silla de ruedas; hay ángeles suspendidos sobre la escena; hay un crucificado, y todo alrededor del Arzobispo, que inaugura solemnemente la Catedral.

Finalizada la visita cultural, los feacios cruzamos el viaducto de Segovia sin ninguna gana de suicidarnos. Nos surtimos de cerveza en un chino y nos tiramos en la hierba que cae, desde la Plaza de las Vistillas, sobre la calle Segovia. Desde ese lugar se divisa la más bella tarde de Madrid. El sol cae cada día sobre la masa nevada de la sierra lejana y azul, y las sombras se alargan y condensan a medida que se acerca al horizonte. Allí permanecimos hasta la puesta del astro. Me tumbé y cerré los ojos entre los sonidos de la tarde, y, como si de un mar lejano se tratara, oí cómo los demás entablaban la inevitable conversación sobre mujeres equívocas.

Comenzó a anochecer y nos volvimos a perder por las calles oscurecidas. Anduvimos por la calle Mayor, Sol, calle de La Montera, Fuencarral, Hortaleza... hasta sentarnos a cenar algo en una cervecería de la Plaza de Santa Bárbara. La noche ya había caído, y el día se nos terminaba. Tomamos una penúltima copa a precio de joyería en el Populart, calle Huertas, y tras ésta una última -ya sólo supervivientes Santi, Edu y yo- en el Rainbow. La jornada había terminado. Después quedó la despedida triste, y un taxi que atravesó un Madrid borroso.