Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

martes, 28 de mayo de 2013

Ciudad de cerdos.
Óscar Sánchez Vega


No pocos análisis o interpretaciones de la filosofía política de Platón pasan de puntillas o ignoran por completo un problema que considero fundamental: ¿Qué función tiene, dentro del modelo político que Platón propone, la Ciudad de cerdos sobre la que dialogan Sócrates y Glaucón en el Libro II de la República? A menudo se da por supuesto que su importancia es nula o escasa. Se presupone que el único modelo político que Platón considera seriamente en la República es el conocido Estado Ideal con su gobierno de los filósofos, la división estamental, el modelo educativo etc.

Pero es preciso recordar que antes de este modelo Sócrates y Glaucón consideran otro: una polis básica, que Glaucón denomina despectivamente Ciudad de cerdos (en lo sucesivo Cc). La Cc es una comunidad autosuficiente, pequeña y frugal cuyo objetivo es satisfacer las las necesidades materiales básicas de una población - alimentación, refugio, vestido etc - mediante la ayuda mutua con el objetivo de acceder a mutuas ventajas. (cf. 372a-d). Leo Strauss, en La ciudad y el hombre, destaca que Sócrates solo habla, en este pasaje, de aquellas necesidades naturales que pueden satisfacerse por medio de las artes, pero no menciona otras como la procreación. Con ello se pretende subrayar el vínculo existente entre las Ciudad y las artes. En la Cc cada persona se dedicará de manera natural y espontánea a aquel arte para el que tenga una mayor aptitud y predisposición y todos intercambian su producción para que todos puedan cubrir sus necesidades básicas, de tal forma que cada “ciudadano”, al trabajar en beneficio de la comunidad, también trabaja en su propio beneficio.

Destacados comentaristas de Platón comparten la interpretación de W.K.C. Guthrie según la cual el lugar que ocupa la Cc en la República (Libro II) atiende a un orden lógico: primero se explica la base económica de la polis primitiva y, a continuación, se aborda el problema político propiamente dicho que nos remite a la Ciudad lujosa, la que “sufre inflamación”. La verdadera Ciudad Ideal es entonces la afiebrada, la cual, como se apunta en el libro IX, “quizá esté guardada como un modelo en los cielos” (592b). En esta ciudad, “la población entera de la Ciudad de cerdos se ha convertido en la tercera clase, la que no posee parte alguna en el gobierno”. Guthrie entiende que la Cc es un modelo de polis que responde al modelo de contrato social de Protágoras, según el cual la función básica de la sociedad es protegerse de las bestias y satisfacer las necesidades básicas. Otra referencia podría ser la Edad de Oro, de la que habla Empédocles, la cual, al igual que la Cc, está caracterizada por el vegetarianismo y la ausencia de guerra. La Cc, afirma Guthrie, no puede ser en modo alguno el modelo político que Platón propone pues en ella “no hay germen alguno de la concordia y unidad espirituales que Platón consideraba esenciales para la conservación de la ciudad”.

F. M. Cornford interpreta la Cc como un ideal moral para los atenienses del siglo V, una comunidad frugal y autosuficiente, que es un tributo a la memoria de Sócrates, pero la verdadera aportación platónica, aquella que marca un “rumbo propio” es la la Ciudad Ideal, es decir la “afiebrada” o febril. En el mismo sentido, T. Gomperz defiende, en su obra Los pensadores Griegos, que la Cc es un estado primitivo en el proceso de desarrollo de la polis que culmina en el Estado Ideal donde podemos encontrar la justicia bien definida (que es el objeto del Diálogo).

También está de acuerdo con este dictamen el filólogo español Carlos García Gual, pues es el Estado Ideal- y no la Cc- quien “refleja una ciudad a la medida del alma de Platón; la ciudad en la que el filósofo, a diferencia de la Atenas real en la que le tocó vivir, podría haber cumplido su misión de educador y estadista”. Otros especialistas e historiadores de la Filosofía como Abbagnano y Copleston prestan escasa atención a la Cc. Afirma Copleston es este sentido que “el Estado no existe simplemente para cubrir las necesidades económicas del hombre sino para hacerle feliz, para que el hombre pueda llevar una vida recta, de acuerdo con los principios de la justicia”

Una interpretación muy distinta, y entiendo que más acertada, es la que nos propone David J. Melling en su obra Introducción a Platón. Para una correcta valoración de la Cc debemos tener muy presente que es Glaucón - y no Sócrates- quien utiliza este epíteto y se burla de ella por carecer de “civilización” (de una manera bastante torpe pues, como nos recuerda Leo Strauss, en la ciudad básica, literalmente, no hay cerdos). Es Glaucón, repito, quien rechaza la Cc por no dar satisfacción a sus deseos de lujo y carne e invita a Sócrates a considerar la justicia en la ciudad del lujo. Es en esta ciudad febril donde surgen por primera vez los problemas políticos y con ellos la conocida solución platónica. 

Pero volvamos a la Cc. Platón nos describe bastante detalladamente (en 372a-d) la estructura económica de esta “Ciudad” pero nada sabemos de su estructura política ¿Por qué? Dos respuestas podemos aventurar:
  • Porque es una pregunta que en este momento del discurso no tiene ninguna importancia, el objetivo es otro; mostrar la base económica de la polis primitiva.
  • Porque la Cc, al ser un comunidad ideal, carece de estructura política.
La mayor parte de los comentaristas de Platón - pero no Melling - parecen decantarse por la primera opción. Pero el gran escollo que la interpretación tradicional de la Cc debe superar es esta intervención de Sócrates:
"A mí me parece que el verdadero Estado –el Estado sano, por así decirlo- es el que hemos descrito; pero si vosotros queréis, estudiaremos también el Estado afiebrado; nada lo impide" (372e).
Este fragmento indica muy claramente, que “el verdadero Estado” es la Cc, ella es el modelo de una vida purificada y armoniosa. Las dos diferencias fundamentales que marcan la distancia entre la Cc o polis básica y la polis del lujo son: la guerra y los doctores; ambas son las consecuencias de una vida guiada por la codicia y la voluptuosidad. Los doctores y los soldados son del todo superfluos en la Cc, pues la dieta frugal y vegetariana les defiende de la enfermedad y la ausencia de riquezas evita el surgimiento de la envidia y la codicia que ocasionan la guerra. Es clara, por tanto, la inferioridad moral de la polis civilizada frente a la Cc.

Es importante destacar que la ausencia de política en la Cc no es un defecto, sino la consecuencia de la hegemonía de la moral y la razón. Esta interpretación nos conduce por un extraño camino: ¿Es Platón un anarquista? Pues en parte, responde Melling, al menos en mayor medida de lo que habitualmente se piensa. La Cc es una comunidad anarquista en la que el alma está liberada, no existe el temor a ser invadidos, no hay coerción, ni riquezas que generen desigualdad. Son las riquezas, de la ciudad febril, las que generan desigualdad y conflicto de intereses que deben solucionarse con la implantación de un gobierno autoritario. Pero la imagen que algunos - R.M. Hare o K. Popper, por ejemplo - difunden de Platón como el adalid del autoritarismo no encaja bien con esta lectura que estamos haciendo del Libro II de la República.

La pregunta que conviene plantear es la siguiente: ¿Cómo viviría una comunidad de auténticos filósofos? Melling responde: en la polis básica, llevando una vida frugal, procurando cubrir las necesidades materiales básicas y evitando todo lujo superfluo. Considero esta cuestión esencial para una cabal comprensión de la filosofía política de Platón. Entiendo -o creo entender- las objeciones de importantes comentaristas de la obra platónica (Guthrie, Strauss, Colli, García Gual...) a esta respuesta: Platón no puede aprobar una vida semejante, una vida rústica, sin política, ni arte, ni ciencia, ni política... ¡la vida de un pobre campesino no puede ser el ideal de vida humana! Sería de esperar que el mismo Sócrates rechazara el modelo propuesto; una Ciudad donde no hay lugar para una vida orientada a otra cosa que no sea satisfacer las más elementales necesidades naturales, una Ciudad que no promociona una vida teórica orientada hacia el conocimiento y la virtud no puede ser un modelo político. Sin embargo, no es está la acusación que los interlocutores -Sócrates y Glaucon- hacen en contra de la Cc; podrían acusarla de no satisfacer las necesidades espirituales del hombre, de atender sólo a las necesidades materiales, o sea, a la parte apetitiva del alma... pero no lo hacen. De hecho, el reproche es el inverso: no dar cumplida satisfacción al deseo de lujo, comodidad y carne.  Son los placeres de la mesa, y no la falta de virtud, lo que se echa de menos en la Cc. No es pues descabellada la tesis de Melling: la Cc es la ciudad de los filósofos.

Otra cosa es su factibilidad, la posibilidad real de instaurar de un modelo social semejante a la Cc. Al contrario de lo que algunos suponen, Platón no es un utópico: sabe que la Cc es un ideal inalcanzable, incluso imposible, pues el alma humana, el alma de la mayor parte de las personas, no está correctamente ordenada; la parte concupiscible dirige y orienta la vida de las gentes, de tal forma que la avidez de lujo y comodidades por parte de la mayoría hacen inviable la Cc. Tiene razón Cornford cuando afirma que la Cc es un tributo a la memoria de Sócrates pues él, el Sócrates histórico, partía de una concepción más optimista de la naturaleza humana porque identificaba el alma con la razón y, si esto fuera así, la Cc sería la mejor sociedad, la más saludable y racional; por ello Sócrates, el personaje literario, afirma que “el verdadero Estado” es este, la Cc.

Lo que conocemos como “Estado Ideal” sería entonces la respuesta realista de Platón al tomar en consideración las imperfecciones del alma humana. La paradoja es la siguiente: como la justicia en el alma no se da -no ocurre que todas las personas tengan convenientemente ordenadas las “partes” de su alma- es preciso, al menos, asegurar la justicia en la polis. Pero el “Ideal”, la mejor polis para los mejores hombres, es la Ciudad de cerdos - y no el “Estado Ideal”-

jueves, 23 de mayo de 2013

Acción de protesta contra la LOMCE.
Borja Lucena

 
Ayer recibí un correo con la propuesta de una plataforma educativa de Vallecas. Escribir al ministerio de Educación una protesta en relación a la flamante nueva propuesta de reforma educativa, ésa era la proposición. Como tenía un rato, lo hice, y el que sigue fue el resultado. Será archivado, quizás ni leído. Tampoco sé si, de serlo, alguno de la excelsa casa llegaría a comprender mis razones. Tampoco creo que agradara a los partidarios del otro progresismo. Aquí os dejo lo que escribí y también las instruciones para hacerlo:


 Acción de protesta contra la LOMCE

 ¡¡URGENTE!! CONTRA LA LOMCE, EN 4 SENCILLOS PASOS


1- Entrar en la página web del Ministerio de Educación: http://www.mecd.gob.es
2- Pinchar arriba en “atencion al ciudadano”.
3- Ir a contacto por internet (en la parte de más abajo de la página), elegir "temas educación" y picar en “este formulario”.
4- Rellenar el formulario (basta nombre, un apellido y una dirección de correo electrónico) y escribir en la ventana grande ¡¡NO A LA LOMCE!! o lo que consideres oportuno, claro. En la parte de abajo, en "Asunto de la consulta” escoger “legislación educativa” y enviar consulta.


 Señor Ministro de Educación:

 Deseo expresar mi rechazo al nuevo proyecto de Reforma Educativa, que no hace más que seguir la estela de las nefastas reformas anteriores, agudizando, más que paliando, las graves deficiencias que se han ido introduciendo en el sistema educativo español con el correr de los años. Por no ser prolijo, sólo diré que el tan extendido prejuicio progresista es, en su propuesta, igualmente omniabarcante, en el sentido en el que la educación, más que como cuidado, cultivo y transmisión de la tradición a la que pertenecemos y de sus propósitos más valiosos, se plantea como una eliminación de todo lo que tenga que ver con los contenidos culturales, filosóficos, artísticos, históricos que aquélla nos ha legado. La reforma deroga el papel nuclear de la tradición filosófica en la conformación de las sociedades europeas, elimina las disciplinas artísticas que han configurado un modo propio de mirar con respecto a otras tradiciones (música, dibujo), posterga los conocimientos humanísticos y, en suma, se configura como una apuesta decididamente plebeya por lo utilitario, lo instrumental, lo competitivo -que no agonal- y lo circunstancial de ciertos "rankings" y medidas convencionales o interesadas como el "Informe PISA".  Por otro lado, el profesorado, ya asfixiado en las anteriores leyes educativas por un sinfín de burocracia, por una exhaustiva programación que expulsa de su labor el propio talento y libertad, por una creciente intervención inquisidora del comisariado político de turno, por la tiranía de modas pedagógicas -como la actual de las "competencias"- de valor nulo para la educación y la práctica docente, tampoco en esta reforma se ve aliviado de la creciente automatización y pérdida de belleza de su tarea, sino que, al contrario, es condenado a una perspectiva de mayor sometimiento a autoridades políticas, técnicos, gestores y burócratas profesionales.

Atentamente,
Borja Lucena Góngora, profesor de filosofía del IES Antonio Machado de Soria

sábado, 18 de mayo de 2013

Platón, según Friedländer.
Óscar Sánchez Vega


Cuando alguien se acerca por primera vez a los Diálogos platónicos suele ser después de tener conocimiento, por medio de un manual o de un profesor, de la Teoría de las Ideas. El lector sabe -o cree saber- que tal teoría aparece expuesta principalmente en los llamados diálogos de madurez: el Fedón, el Fedro, el Banquete y la República. Una vez leídos cualquiera de estos diálogos, que suponemos los más representativos, causa extrañeza lo poco que se dice en ellos acerca de la Teoría de las Ideas, es más, en realidad no aparece tal “doctrina” en lugar alguno.

El libro Platón, Verdad del Ser y Realidad de la Vida, de Paul Friedländer - editado por primera vez en 1928 y traducido al español en 1989 por Santiago González Escudero en Tecnos, en una edición que actualmente se encuentra agotada - parte de esta constatación y no obliga a Platón a ser un “platónico”, no busca en los Diálogos las pruebas que corroboren la Teoría de las Ideas. Friedländer hace una lectura atenta y rigurosa de los Diálogos a partir de un análisis filológico profundo y complejo que pretende eludir todo tipo de prejuicio filosófico.

De entre todos los temas que Platón trata en sus Diálogos nos interesa aquí especialmente el problema del conocimiento, pues es en el intento de dar una respuesta a esta cuestión cuando, supuestamente, nace la Teoría de las Ideas. Sabemos que Platón sostiene, especialmente en la República y en la Carta VII, que el conocimiento es un camino gradual de subida y bajada hasta que, “después de gran esfuerzo y trabajo, de repente el conocimiento reflexivo brota (carta VII)”. Lo mismo ocurre, en el Mito de la caverna, con el prisionero liberado cuando, después del arduo viaje, contempla el sol y toma conciencia de la realidad circundante.  El conocimiento verdadero surge de manera repentina, de manera semejante a un arrebato místico.

Podemos distinguir en Platón dos ámbitos o espacios en los que la Verdad se manifiesta : el mundo de los logoi, -los discursos- donde aprehendemos la esencia de las cosas a través del lenguaje: "me parece que habría que remontarse a los logoi y afirmar en ellos la verdadera esencia de las cosas que son" (Fedón 99e);  y, por otra parte,  lo que está “más allá de la esencia”, lo arrheton - lo indecible, inefable o innombrable-  o el “quinto grado de conocimiento” (carta VII)”.   Platón designa con este término, arrheton, lo que propiamente no puede designarse y, sin embargo, es la meta final de toda indagación:
"Pero cuando nos vemos obligados a contestar y definir claramente el quinto elemento, cualquier persona capacitada para refutarnos nos aventaja si lo desea, y consigue que el que está dando explicaciones, sea con palabras o por escrito o por medio de respuestas, dé la impresión a la mayoría de los oyentes de que no sabe nada de lo que intenta decir por escrito o de palabra. Carta VII."
Lo arrheton se nos escapa entre los dedos cuando queremos verbalizarlo o poseerlo de algún modo.  No se trata entonces de un saber sustantivo, un secreto que deba ser custodiado y mantenido oculto para los no iniciados. Por ello, al contrario del pitagorismo, Platón no precisa de esoterismo alguno. En realidad no hay nada que esconder. De ahí la vocación platónica por el Mito. Allá donde el Logos no puede llegar, apunta el Mito. Cuando tenemos el saber supremo al alcance de la mano, Platón nos insta a abandonar el medio que nos ha llevado hasta allí - la razón, el logos - y entregarnos a las evocaciones mitológicas. La Verdad más alta no puede ser Verbalizada - por eso no encontramos en los diálogos platónicos definición alguna del Bien - pero puede ser sugerida o evocada de algún modo, y es entonces cuando surge el Mito, el último escalón en el camino dialéctico que nos deja a los pies de lo arrheton.

 Encontramos en los Diálogos platónicos tres caminos que conducen a lo arrheton:  el camino dialéctico de la República, el camino de Eros en el Banquete y el camino de la muerte en el Fedón. En realidad son solo uno camino, pues se complementan perfectamente: el camino del saber se emprende bajo el auspicio de Eros y no concluye hasta la muerte, con la liberación del alma y su consiguiente “purificación” que es ante todo purificación intelectual, es el conocimiento o puro pensar.   En cualquier caso, el objetivo siempre es  el mismo: alcanzar lo arrheton. El problema es que, una vez alcanzada, la Verdad  no puede ser enunciada, no son posibles los atajos, tampoco es posible diseñar una ruta que especifique claramente las etapas a superar y la dirección a tomar. Sócrates, al parecer, transitó, toda su vida por este camino sin alcanzar la meta y Platón calla en lo esencial:    
 “Desde luego, no hay ni habrá nunca una obra mía que trate de estos temas; no se pueden, en efecto, precisar como se hace con otras ciencias, sino que después de una larga convivencia con el problema y después de haber intimado con él, de repente, como la luz que salta de la chispa, surge la verdad en el alma y crece ya espontáneamente. Carta VII “
A la vista de todo esto, la pregunta que a Friedländer le interesa plantear es la siguiente: ¿Es Platón un místico?

Hemos dado razones suficientes para considerar muy seriamente la posibilidad de una respuesta afirmativa a esta pregunta. No en vano la tradición mística posterior - primero Plotino y después la mística cristiana, islámica y cabalística - hace suya la noción platónica de arrheton. Además podemos encontrar similitudes significativas entre el viaje dialéctico de Platón y la peregrinación de Dante a través de los tres reinos y también encontramos ecos platónicos en las enseñanzas de Buda y de los sufíes.

Sin embargo, Friedländer sostiene, con buenas razones, pienso, que Platón no es un místico.

Lo más excelso está “en la fila del Ser” (no “más allá”, antes o después), damos con lo arrheton cuando transitamos por el camino del conocimiento del Ser (no por una caída o trance místico). Son necesarios los números, la geometría, la astronomía, la teoría musical: 
 "Y cuando después de muchos esfuerzos se han hecho poner en relación unos con otros cada uno de los distintos elementos, nombres y definiciones, percepciones de la vista y de los demás sentidos, cuando son sometidos a críticas benévolas, en las que no hay mala intención al hacer preguntas ni respuestas, surge de repente la intelección y comprensión de cada objeto con toda la intensidad de que es capaz la fuerza humana. Carta VII."
 No solamente en la Carta VII, también en la República, Platón insiste en la dificultad del camino dialéctico, en los esfuerzos que deben realizarse, en el tiempo que debemos invertir para transitarlo - quince años en el Estado Ideal- y la paciencia y tenacidad que deben acompañarnos; de tal manera que la urgencia e inmediatez de la Gnosis mística es del todo ajena al planteamiento platónico.

En Platón es inconcebible el antagonismo que, posteriormente, planteará Pascal: Dios de Abraham vs Dios de los filósofos. No hay ni puede haber divergencia entre la Razón y la Revelación, accedemos a la Verdad por el camino de la Razón, no hay otra vía alternativa. En palabras de Friedländer: “en Platón la locura de Dios y matemáticas guían hacia arriba el camino”. Por otro lado, la consideración del conocimiento sensible en Platón no es tan negativa como pudiéramos suponer: si bien es verdad que en el Fedón, por ejemplo, se incide en la separación entre los sentidos y la razón, otros diálogos no avalan esta separación y son ajenos a la tradición mística de enfrentar el amor a los sentidos con el amor de Dios. Tanto en el Banquete como en el Teeteto, por ejemplo, encontramos un reconocimiento de la sensibilidad como necesario punto de partida del camino dialéctico.

Por último, no encontramos en Platón la promesa de la unión indisoluble del Alma con lo Uno característica de la “scala mystica” en Plotino. “ Llegar a ser Dios” es el objetivo de Plotino y de la mística, mientras que Platón “el objetivo es ser de forma de dios, amado  de dios, parecido a dios, en la medida de las posibilidades”. El camino de Platón conduce a lo arrheton por medio de las Formas eternas. “¡Cuán llena debe estar el alma con las figuras en las que ella ha contemplado los arquetipos iguales a esencias, que conserva frente a ella! Y así es el camino a lo arrheton; tampoco se trata de aquel Altísimo alcanzable por ejercicio propio. Sino incluso debe permanecer el alma frente a él en una manera llena misterio, no hundirse en la corriente 

domingo, 12 de mayo de 2013

Me gusta Gus Van Sant.
Eduardo Abril

Con las películas de «Gus Van Sant» me pasa como con las canciones de Springsteen: nunca fui a buscarlas, no las esperaba, y sin embargo, con diligencia y tiempo, fui viendo unas y escuchando otras, y disfrutándolas todas, sin pretensiones ni expectativas. Después de muchas canciones y unas cuantas películas, de muchos años al cabo, fue cuando me apercibí de que me gusta Gus Van Sant y me gusta Springsteen.

¿Y por qué me gusta? hay muchas cosas que con calma, igual que invade el sol de invierno una ciudad mediterránea abriendo un espacio para un sosiego reflexivo y a la vez bullicioso, me hacen disfrutar. Cosas como esos eternos planos-secuencia de Elephant o Paranoid Park, en los que una cámara solitaria, como unos ojos que no parpadean, recorre la escena junto a los personajes. En estas dos películas Van Sant consigue algo emocionante: te deja estar en la escena, como si fueras un personaje más, un personaje sin dialogo, casi como todos los demás. Eres un alumno más, parado delante del campo de deporte, viendo cómo delante de ti pasa la vida, o tal vez te fumas unos canutos sentado en la pista de skate, poniendo cara de pocos amigos.

Me gusta también, por ejemplo, la delicadeza de Van Sant al tratar a cada uno de sus personajes; hay un cuidado extremo, una pretensión voluntaria en la dirección de la película en lograr que no sea el guión el que dicta las palabras, sino una persona de carne y hueso la que habla, aún cuando la mayoría de las veces no hable. No hay malos ni buenos, ni personajes de relleno, hay personas intentando hacer cosas, y los ojos de un espectador, yo, tratando de comprenderlas. Incluso si esas cosas nos son extrañas, siempre son presentadas de forma que queda abierto un resquicio por donde mirar y comprender. Comprendes, por ejemplo, que Blake, esa especie de Kurt Cobain desquiciado, ya no quiera estar con gente y su decisión de suicidarse no sea un acto de desesperación (Last Days), o las vidas cotidianas e intrascendentes de Eli, de Nate, de John, que en su insignificancia no son nada intrascendentes. John, por ejemplo, no deja que su padre borracho conduzca al llevarle al instituto, y al llegar tarde, tiene que sufrir una amonestación de uno de sus profesores que sólo ve que llega tarde a clase (Elephant). O lo crudo que puede ser el castigo de la conciencia en un adolescente aislado, incapaz de comunicarse con nadie, viviendo en un universo de personas sin lazos afectivos de ningún tipo, cuando eso, justo eso, es todo lo que necesita (Paranoid park). Comprendes a Mike y Scott, aburridos de una ciudad que no les ofrece nada, gastando su juventud en una conducta sexual enloquecida (My private Idaho). Te emocionas al comprender por qué Chuckie, un trabajador de la construcción sin educación ni perspectivas es feliz cuando su amigo Will se marcha de Boston, seguramente para siempre, y no le volverá a ver (Indomable Will Hunting). Y comprendes por qué Sue no tiene ningún problema moral al engañar y estafar a familias del medio oeste, pagándoles cien dólares por algo que vale mil (Tierra prometida).

No es un cine de moraleja, pese a que la puedas encontrar si quieres en “Indomable Will Hunting”, en “Tierra prometida” , en “Descubriendo a Forrester” o en “Milk”. En todas esas películas hay un plano, el más superficial y tonto, que abre la posibilidad de quedarte con una enseñanza, un aire de autocomplacencia incluso. Pero de nada de eso van las películas de Van Sant. Tienes que fijarte en los personajes para que desaparezca todo resquicio de análisis moral. Ninguno de ellos resulta un héroe y sus vidas no pueden ser tomadas como ejemplares. Eso que hay de bueno y que puede ser interpretado como una moraleja, no es más que un reflujo, un efecto imposible de evitar, siempre que personas de carne y hueso toman decisiones, sean las que sean. Es el resultado de la vida y su interpretación.

Se ha acusado al cine de Van Sant de predecible, pero incluso eso no tiene por qué ser un “defecto”. Ahora parece que una película no es una buena película si no incluye el director un giro inesperado en los acontecimientos, un final insospechado, la mayoría de las veces abierto, una novedad en cada secuencia. Desde que Shyamalan hace películas, y películas geniales, por cierto, parece que todos se han lanzado a emularle y ya no vas al cine a ver buenas historias, sino a ver si alguien te sorprende de alguna manera. Hay docenas de películas con final predecible que no dejan de ser grandes películas; “El buscavidas”, “Tiburón” , “El padrino”, “El hombre que mató a liberty Balance”, todas ellas son películas que no tratan de sorprendernos y que, de cierto modo, anticipan el final desde casi la puesta en escena. En el caso de Van Sant, sus películas no son historias con un punto y final, y por tanto, no corre el celuloide buscando desenlaces audaces. Son historias que se meten en la piel de sus personajes, que tratan de convertirlos en personas sin la máscara del guión y que, por tanto, no encuentran su destino en las tres últimas secuencias.

Pero, y llego ya al final, lo que me gusta más de las películas de Van Sant, y es algo de lo que me he dado cuenta en la última de ellas, “Tierra prometida”, es que todas ellas están traspasadas por un tema transversal, que en esta última se hace central: la infancia como un paraíso perdido. Los personajes de sus películas son todos Adanes expulsados del edén, errantes en un mundo hostil, buscando su retorno al paraíso o desangrados por su imposibilidad. “Tierra prometida” es una película predecible y evidente vista desde fuera: un par de lobos, representantes de una compañía de gas, malvada y sin escrúpulos, se presentan en un pueblo perdido de la América profunda, habitado por pobres corderillos a los que la promesa de unos pocos dólares será suficiente para robarles sus tierras y construir en la zona una “mina de gas”. El desarrollo de la película va anticipando su final: Steve, interpretado por Mat Damon, en contacto con el aire del campo, la frescura de sus paisajes y la bondad simple de sus gentes, va resquebrajando sus convicciones urbanas de ejecutivo sin escrúpulos para terminar cambiándose de bando. A priori parece una fábula moral, una crítica al capitalismo, una defensa del apacible mundo rural norteamericano. Pero en el fondo no hay nada de eso. Van Sant lo que nos va poco a poco presentando es de qué forma se va haciendo presente en Steve, el paraíso perdido de su infancia, al que había renunciado años atrás. El ejecutivo arribista va borrándose, dejando cada vez más espacio al niño roto de la infancia, que añora a su madre y nunca superó a su padre. Es en ese momento cuando el mundo se abre para él, y ese pueblo de paletos, cobra significación como una “tierra prometida”, un paraíso en el que aún se puede ser inocente. No hay, pues, consideraciones morales en su elección.

Las películas de Van Sant pueden leerse, al fin y al cabo, como una odisea fracasada en la que Ulises nunca arriba a las costas de Ítaca porque ya renunció, o como una odisea fracasada en la que nunca llega, pero aún no se presentó la dimisión.

martes, 7 de mayo de 2013

Las Nuevas Ciudades Sagradas
Borja Lucena Góngora


Esas viejas ciudades que no fueron al principio sino aldeas y que con el transcurso del tiempo se convirtieron en grandes ciudades, están ordinariamente muy mal trazadas si las comparamos con esas plazas regulares que un ingeniero diseña a su gusto en una llanura.
Descartes, R.; Discurso del Método, segunda parte


En el principio fue la cuadrícula. Quizás con decir esto nombremos el centro de la doctrina religiosa que levantó las Nuevas Ciudades Sagradas. Hacía ya siglos que algunos habían advertido que el viejo Dios había muerto, y, aunque no fuera así, lo cierto es que el nacimiento de la Nueva Época había significado su olvido irrecuperable, así como de la fe que irradiaba. Los hombres no parecían ya desear un fundamento para el ser de las cosas y el mundo, sino preferir mejor un principio para su organización.

La Organización fue adorada como Nueva Diosa, y, con ella, los hombres alcanzaron la convicción de que todo es posible, de que todo es dado a quien encuentra los medios técnicos para ello. El sentimiento de omnipotencia, esparcido por doquier como se esparcían por la tierra todo tipo de tecnologías, era una realidad rutinaria desde el momento en que de la sola voluntad humana dependía crear el mundo de nuevo. Sólo bastaba con organizarlo otra vez. La Nueva Diosa, entonces, apareció revestida de nombres distintos: Organización, Método, Razón, Estado, Progreso, Utilidad, Revolución… Tantos nombres para una única Diosa verdadera.

Las Nuevas Ciudades fueron levantadas como había soñado Descartes, profeta reconocido como enunciador de los más exactos presagios. Todo lo que anteriormente había existido había de ser arruinado antes de poder organizar las nuevas urbes; todo había de desaparecer para garantizar que la Nueva Ciudad erigida fuera realmente un producto acabado de la voluntad de construir, sin deudas o rémoras del pasado, sin nada que escapara al dominio y la previsión. Primero, el mundo era allanado. Se hacían desaparecer los montes, las depresiones del terreno eran igualadas y convertidas en planas llanuras. Todo lo que obedecía a esa especie de molesto azar natural había de ser erradicado para posibilitar el dominio completo sobre las cosas y la propia vida. Se hacían desaparecer los vestigios de épocas pasadas, las tumbas que los hombres ya muertos habían levantado para recordar a sus muertos, sus casas que no respondían a plan racional alguno; también sus monumentos obcecados en guardar memoria de lo sido, una memoria inútil, improductiva, supersticiosa. Después empezaba todo: se trazaba la Santa Cuadrícula. Las calles eran tendidas siguiendo sus sabias líneas rectas; las avenidas proyectadas con la anchura y desolación suficiente; las señales que guiarían el tráfico, los semáforos, las indicaciones varias se situaban ya sobre el asfalto negro, aun antes de que hubiera nada más, como haciendo patente que el Plan –que todo lo preveía- conocía de antemano los movimientos, los desplazamientos, las trayectorias que hasta el final de los tiempos podrían tener lugar. Por su parte, los huecos abiertos en la Santa Cuadrícula no habían sido abandonados al albur de las circunstancias: de cada uno de ellos pendía un destino; aquí los bloques rectangulares de viviendas, tallados con precisión geométrica, donde vivirían tantos miles; en ése, el Centro Comercial donde se iría a comprar y a pasear los domingos; allí los hospitales, los colegios, las fábricas, los parques infantiles, las oficinas y ministerios, las comisarías y parques de Bomberos. La Cuadrícula estaba así completa, y todo tan detalladamente planificado que los futuros habitantes de la Nueva Ciudad podían sentir aliviados que nada podría ya sobresaltarlos, porque nada nuevo, nada incierto o imprevisto, podría nunca aparecer. A continuación, las casas se llenaban de gente, y los colegios, y las oficinas; y la vida, día tras día, era, una y otra vez, la magnífica reiteración de un solo día, que había sido programado con cuidado y previsión.

Los habitantes de la Nueva Ciudad repetían cada jornada los rituales domésticos, los desplazamientos, las actividades acostumbradas en las oficinas o los calabozos, la esperada vuelta a casa demorada por necesidades de la producción, el cálido tacto de la tarima flotante y el sonido tranquilizador de la televisión en el salón, las sábanas esperando para el merecido descanso… De todos esos habitantes pocos hubo, no obstante, que no llegaran en algún momento a abrigar una duda; muchos llegaron a comentarlo en el café con los compañeros más cercanos, que guiñaron los ojos con desagrado:
Sí –les decía- tenéis razón; está claro que la Organización nos ha dado una ciudad, y lo ha dispuesto del modo más conveniente para hacer lo que tenemos que hacer, pero… ¿podría un Dios verdadero crear un mundo olvidándose de dotarlo de belleza?

( Publicado originalmente en www.latidosdelolvido.com )