Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

viernes, 24 de enero de 2014

Sobre el aborto.
Óscar Sánchez Vega


Immanuel Kant distinguía entre filosofía mundana y filosofía académica; la primera es la filosofía ejercida por cada uno de nosotros en nuestra vida cotidiana y la segunda es la filosofía propia de la academia, de la Universidad. Contrariamente a lo que pudiéramos pensar el profesor de la universidad de Königsberg no defendía que la verdadera filosofía es la académica, sino más bien lo contrario: las ideas filosóficas surgen en la vida mundana, ella es la “legisladora de la razón”, la verdadera fuente donde manan las ideas de la razón, mientras que los académicos serían los “artistas de la razón”, es decir, los que recogen las ideas mundanas y, de alguna forma, las pulen, las relacionan y finalmente las presentan de un modo sistemático; de la misma forma que los miembros de la RAE no inventan las palabras sino que se limitan a recogerlas del ámbito mundano donde surgen.

Si Kant está en lo cierto la filosofía de los académicos no es más cierta ni más verdadera que la del resto de ciudadanos; no es, por tanto, labor del filósofo ilustrar al pueblo acerca de “verdades filosóficas” que pudiera desconocer. La prueba más evidente de que el filósofo no tiene una puerta de acceso a la Verdad es la disparidad de tesis filosóficas acerca de todo tipo de cuestiones. La actitud más apropiada por parte de la filosofía académica sería, conforme a la distinción kantiana, permanecer a la escucha de lo se cuece en el ámbito de la filosofía mundana. Y lo que se cuece hoy es una interesante controversia en relación al aborto.

Todos tenemos alguna opinión en relación al aborto. Esta opinión, seamos conscientes de ello o no, está condicionada por ideas filosóficas; ideas sobre el valor de la vida humana, sobre la libertad individual, los límites del Estado, el papel de la mujer en la sociedad, etc. La opinión del filósofo puede resultar interesante porque, en ocasiones, podemos “ver” las “costuras”, lo que hay detrás, las ideas en las que se apoya. Pero la opinión del filósofo –como la del médico o el jurista– no es más cierta o verdadera que la del resto de ciudadanos.

Sirva lo anterior como recordatorio para lo que sigue. En las siguientes líneas voy a exponer mi opinión sobre el aborto pero, como bien sabía Platón, contraponer una opinión a otra es un juego pueril y estéril. La filosofía nace y se forja en la lucha contra la opinión -la doxa-, en la búsqueda de un saber firme que cancele y anule las meras opiniones. Pero, por razones que no podemos abordar aquí, este saber firme -la episteme– no es posible en todas las parcelas del conocimiento humano; es más, me atrevería a decir que no es posible en relación a los problemas más importantes, aquellos que nos interpelan en nuestra condición de humanos. Este es el caso que nos ocupa. Si no es posible una episteme sobre el aborto habrá que conformarse con doxa, pero, como afirma Platón en el Teeteto, no todas las opiniones son iguales; algunas, las mejores, se apoyan en el logos común, es decir, en el razonamiento y la argumentación. Intentaremos ser fieles al mandato platónico construyendo una opinión lo mejor fundada que podamos.

1. Distinción entre ética y política.

Antes de entrar en materia estableciendo clasificaciones y haciendo valoraciones conviene partir de una distinción previa: una cosa es la ética y otra la política; una cosa es la valoración ética del aborto voluntario y otra la valoración política de la presente o de las pasadas leyes sobre el aborto; una cosa es decidir sobre si el aborto es moralmente lícito y otra si, con independencia de lo que se piense acerca de su inmoralidad, es pertinente su castigo como delito.

Por mi parte, quisiera marcar distancias con dos posturas que considero equivocadas. Por un lado la de algunas personas y colectivos pro-vida que pretenden hacer coincidir e identificar su moral, su sistema de valores, con el ordenamiento jurídico; por otro lado, discrepo también de aquellos que reducen el aborto a un problema de salud pública, niegan la problemática ética que conlleva el aborto voluntario y lo reducen a una operación rutinaria. Considero que el aborto suscita problemas éticos y políticos y conviene abordarlos de forma separada.

La distinción entre ética y política puede establecerse, a mi juicio, en dos planos diferentes:

a) En cuanto a los objetivos. Ética y política persiguen fines diferentes. Recordemos que el término "ética" procede del griego ethos que viene a significar carácter. La ética, por tanto tiene que ver con la ”forja del carácter”, con la construcción de la propia personalidad que va unida a un ideal de vida. Una ética es ante todo un proyecto de vida. Son decisiones éticas aquellas que contribuyen a una “buena vida” aquellas que nos hacen más fuertes, autónomos y responsables.

El término “política” deriva polis, es decir, apunta a la sociedad, a la mejor forma de organizar la convivencia mediante leyes y normas. Es el espacio público el ámbito propio de la política. Las mejores políticas son aquellas que articulan del mejor modo posible el espacio público, aquellas que favorecen la concordia y posibilitan la pervivencia del grupo en el tiempo.

Es habitual que las “buenas” decisiones éticas están en sintonía con “buenas” medidas políticas. Así, por ejemplo, condenamos el asesinato, el hurto o el abuso sexual tanto desde un punto de vista ético como político. Sería de desear que en la medida de lo posible los “malos” comportamientos éticos fueran sancionados legalmente y, a la inversa, que las leyes tuvieran una orientación ética, es decir, apuntaran a lo que los ciudadanos consideran bueno y justo. Pero como cada esfera apunta a un fin distinto es inevitable que surjan conflictos. Por ejemplo, el adulterio en tanto que supone una vulneración de la palabra dada, es un comportamiento antiético, propicia la mendacidad, la doblez y la hipocresía. Sin embargo, en la mayor parte de las sociedades, no esta legalmente prohibido, es decir, una acción que es políticamente admisible es reprobable desde la perspectiva ética: el adúltero es un inmoral, pero su conducta no es punible. Puede ocurrir también al contrario, que una conducta positiva desde el punto de vista ético acarree inconvenientes sociales que la hagan políticamente indeseable. Por ejemplo en China solo muy recientemente se ha suavizado la política del hijo único vigente desde 1979 como medida de lucha contra la superpoblación. La decisión de una pareja de procrear y formar una familia es, si cabe decirlo así, un “derecho ético”, corresponde a la pareja optar por tener o no descendencia y, en caso afirmativo, decidir cuántos hijos criar, siempre y cuando puedan alimentarlos y proporcionarles una una vida digna. Sin embargo un importante problema social lleva al Estado a intervenir con una ley contraria a la ética.

b) Por otro lado conviene atender a un aspecto sobre el que los liberales hacen hincapié: en las sociedades occidentales contemporáneas no hay una ética, hay muchas. En realidad siempre ha habido una pluralidad de éticas, de proyectos de vida, pero en el pasado, como afirma Marx, siempre se ha impuesto una clase dominante que impone su modelo de vida, su ética, al conjunto de la sociedad. En la actualidad, quizá porque la clase dominante, como señala Marcuse, ha sabido asimilar y hacer suyos los modos de vida alternativos y anticapitalistas, no existe un modelo de vida hegemónico, en la sociedad capitalista avanzada conviven distintos modos de vida, distintas éticas.

Los liberales defienden que la mejor forma de garantizar la convivencia entre grupos que sostienen éticas distintas es construir unas reglas básicas de justicia: dado que vivimos en sociedades pluralistas, las distintas concepciones del bien deberían aceptar que la vida pública exige normas morales comunes con pretensión de validez universal. Estas normas, por ser racionales, podrán ser defendidas por todas y cada una de las distintas concepciones del bien. Para ello, darán razones fundamentadas en sus propias convicciones, lo que permitirá alcanzar lo que John Rawls llama “consenso entrecruzado” que es el resultado de la aceptación de una propuesta común que se juzga adecuada en función de la valoración que cada persona hace por razones propias, no públicas. Esta distinción es un punto central en la teoría del liberalismo político de Rawls que es asumido por la izquierda política cuando defiende, por ejemplo el Estado laico frente al Estado confesional. Liberales y socialdemócratas coinciden, en teoría, en defender la separación entre ética y política. Las sociedades occidentales en las que vivimos son esencialmente pluralistas, en ellas conviven múltiples, etnias, razas, ideologías y ... éticas.

Pero, a pesar de la necesidad y conveniencia de separar ética y política, no cabe concebir un ordenamiento jurídico exento por completo de valores morales. Toda norma existe para garantizar un valor, de tal modo que el Estado, para garantizar la convivencia, ha de guiarse por unos pocos valores – como la vida, la libertad, la igualdad, la justicia o la paz- que están presentes en todas las culturas que han alcanzado un grado importante de desarrollo, aquellas que se han convertido en civilizaciones. Pero, al mismo tiempo, ha de abstenerse de promover ningún modelo de “vida buena” para no identificarse con ninguna ética en concreto. El tipo de problemas que el Estado intenta solucionar tiene que ver con la organización del espacio público, en cambio la ética se interesa por los derechos de los individuos en tanto que personas,  antes que como ciudadanos.

Sin embargo distinguir entre ética y política, sostienen algunos liberales contrarios al aborto libre -como Jon Juaristi (aquí)-, no soluciona el asunto que estamos planteando, pues la vida humana es uno de esos pocos valores universales en torno a los cuales cabe articular una concepción universal de la justicia. Pero la defensa del “derecho a la vida”, pienso, no implica necesariamente una posición política favorable a la penalización del aborto voluntario por dos razones:
  • Primera, porque el derecho a la vida rige el ordenamiento jurídico del Estado de derecho, se refiere, claro está, a la vida humana y, en primer lugar, habrá que demostrar que el embrión o feto es un sujeto humano para ser portador de derechos (apartado 3.2).
  • Segunda, porque el derecho a la vida no es el único que está implicado en este problema. La madre, la mujer, tiene derechos que deben ser garantizados: el derecho a la dignidad, a la libertad, a la integridad física, a la intimidad y a la autonomía. El aborto es una cuestión muy polémica porque implica un conflicto básico de derechos o valores positivos: la autonomía y libertad de la madre y el derecho de la vida que está en gestación.
Además, defender que el Estado toma como valor fundamental el derecho a la vida no significa que la vida humana sea sagrada e inviolable, quiere decir que la vida de una persona está protegida y el Estado no puede quitársela arbitrariamente. Sin embargo, como es sabido, existen Estados que aplican la pena de muerte y en caso de conflicto armado el derecho a la vida queda en suspenso: si un soldado arrebata la vida a otro en el campo de batalla no es juzgado por homicidio y de igual forma la muerte infligida a una persona puede no ser considerada como un homicidio si es en legítima defensa.  Los pro-vida aducen que el nasciturus tiene más derecho a la vida que un preso condenado a la pena capital o que un soldado de una nación enemiga porque es una criatura inocente. Pero la inocencia del feto ha de entenderse como una confusa metáfora de resonancias religiosas –inocente como libre de pecado- . Al margen de este léxico religioso hablar de la inocencia del feto carece de sentido porque los términos “inocencia” y su contrario “culpabilidad” se predican de personas que actúan de forma libre y responsable. El feto no es inocente, ni culpable, tales predicados carecen de sentido si no son aplicados a un ser racional y libre.

Así pues la mera distinción entre ética y política no soluciona por si sola esta problemática, pero es un primer paso necesario para una reflexión más rigurosa y sistemática.

2. Planteamiento ético.

Es habitual un malentendido cuando se concede que el aborto plantea problemas éticos o morales. Muchos traducen esto así: depende de las creencias de cada uno y de sus sentimientos, a unos les parece bien y a otros mal, en cualquier caso no hay nada que discutir. Pero la ética nunca ha sido la respuesta a un capricho arbitrario, las propuestas éticas siempre han presentado razones y argumentos. Defender una propuesta ética implica estar abierto abierto a la deliberación racional.

Hemos sostenido que no existe una ética sino muchas. Cuando se condena o justifica una práctica -como el aborto voluntario- se hace, conscientemente o no, desde un ética, es decir, desde un modelo y proyecto de vida. Una valoración ética honesta habría de ser transparente, o sea, debería hacer explícita la ética desde la cual hace la valoración. Pues bien, la ética que voy tomar como modelo, para hacer una valoración de los distintos casos de aborto voluntario, es una ética antropocéntrica que toma como referencia a los individuos corpóreos pertenecientes a la especie humana; se trata de la la ética de Spinoza. No podemos aquí hacer una exposición de la misma, así que nos limitamos a recoger tres aspectos:

a) Crítica a la visión dualista del ser humano. En abierta oposición al dualismo cartesiano, Spinoza plantea una visión monista del ser humano en la que, en cierta forma, se diviniza el cuerpo y se materializa el alma. El ser humano es a la vez alma y cuerpo y todo intento de concebirlo por separado, como mera materia o como espíritu incorpóreo, piensa el holandés, es un desatino.

b) Teoría de las virtudes. Me limitaré aquí a comentar de qué forma entiende el holandés tres virtudes - la fortaleza, la firmeza y la generosidad –que nos permiten formular lo que podríamos llamar un “sistema de deberes éticos” que complementan los conocidos “derechos”- la vida, la libertad la salud etc- . Los deberes éticos tienen que ver con la “construcción de nosotros mismos” y la fortaleza la principal virtud ética. La fortaleza del cuerpo es la salud, pero la fortaleza de la razón se despliega como generosidad hacia los otros y firmeza hacia uno mismo. La firmeza es entendida por Spinoza como “ el deseo por el que cada uno se esfuerza por conservar su ser”, deseo que hemos de complementar con “el deseo de ayudar a otro hombres y unirnos a ellos mediante la amistad”, esto es, la generosidad. De esta forma las virtudes éticas se concretan en acciones que permiten conservar y mejorar tanto nuestra vida como la de nuestros semejantes. Spinoza desconfía de cierta forma de entender la generosidad como altruismo desinteresado y también de aquellos que entienden la fortaleza como egoísmo insolidario. La ética de Spinoza aspira a trascender esta oposición -egoísmo/altruismo- . Una acción es “buena”, por tanto, cuando despliega fortaleza cuando contribuye a la vida, a la conservación de ser, tanto en mi persona como en la de los otros.

c) Teoría de las pasiones. Como hemos señalado cada cosa se esfuerza por perseverar en su ser, pues bien, la alegría es el afecto o la pasión que acompaña a la conciencia de aumentar la potencia de existir y la tristeza es el afecto contrario. De tal modo que existe una íntima conexión entre los valores morales y las pasiones: es bueno lo que nos alegra, lo que favorece el esfuerzo de cada uno por existir y malo lo que nos entristece, lo que nos debilita y perjudica.

3. Problemas éticos que plantea el aborto voluntario.

3.1 ¿Soy la dueña de mi propio cuerpo?

Acaso sea este uno de los argumentos más esgrimidos por algunas feministas para justificar la decisión de la mujer que pretende interrumpir su embarazo. Sin embargo, por mi parte, reconozco que los argumentos de los antiabortistas me parecen más consistentes: el embrión no es una parte del organismo de la madre, no es una excrecencia que pueda eliminarse sin más contemplaciones. Todos los médicos y biólogos coinciden en señalar que el embrión tiene una identidad genética propia e individualidad orgánica. El feto es más un “alguien” que un “algo” y, sin duda, es una realidad distinta a la mujer gestante.

Es curioso que este sea un argumento usualmente esgrimido por anticapitalistas cuando en realidad es una apología de la propiedad privada y del mercantilismo: el embrión es mío y hago con él lo que me dé la gana. Desde el punto de vista de la ética materialista de Spinoza no tiene sentido decir que una persona es propietaria de su cuerpo puesto que no es nada más allá de un ser corpóreo. La propiedad es un relación que se establece con un “otro”, no con el propio “yo”. La única manera de dotar de inteligibilidad a la fórmula (“yo soy el propietario de mi cuerpo”) es asumir una antropología espiritualista que identifique al “yo” con el alma o el espíritu. Una filosofía materialista, como la que aquí se ejerce, identifica el “yo” con el cuerpo y reconoce que el embrión o feto es, al menos, “otra cosa” distinta al propio cuerpo con la que cabe relacionarse de un modo u otro.

3.2 ¿El feto es una persona?

Algunos antiabortistas insisten en que desde el momento mismo de la fecundación estamos ante un individuo humano nuevo al que deben otorgársele todos los derechos que le correspondan, esto es, todos los que disfrutan los seres humanos adultos. El argumento que se presenta como decisivo es el de la identidad genética: desde el momento mismo de la fecundación se inicia la existencia de una nueva vida específicamente humana dotada de un código genético único e irrepetible, no idéntico ni al de la madre ni al del padre. Este genoma humano controla y fija irreversiblemente su desarrollo sucesivo. De esta primera célula o cigoto, no podrá resultar sino un hombre, y precisamente ese hombre. Los conocimientos actuales de biología molecular nos han permitido constatar que el genoma único e irrepetible que está presente en el momento mismo de la concepción es el mismo que encontramos en cada una de las células del embrión, del feto, del niño, del joven, del adulto y del anciano. Pero el argumento de la identidad genética no es tan decisivo como parece: “algo” no es una persona por estar compuesto de células con un código genético humano único e irrepetible, todas las células de nuestro organismo tienen identidad genética humana: las uñas, el pelo... y no por ello entendemos que tengan derechos o deban ser protegidas de algún modo.

Si defendemos que el el cigoto o el embrión es un ser humano debemos dar algún argumento adicional más contundente que el de la identidad genética. Ese argumento, esgrimido, entre otros, por la Iglesia católica, suele ser el de la continuidad biológica: una vez que se produce la fecundación se inicia un proceso biológico, gradual y continuo, en el que no es posible, con rigor científico, establecer un umbral a partir del cual, aquello que no es todavía humano, se volviese humano. Por tanto, se ha de desechar toda tentación de marcar un antes y un después, pues no existe ningún salto cualitativo, ninguna transformación en su esencia por la cual el feto, embrión o cigoto se convierta en algún momento de su desarrollo en algo distinto a lo que fue en la concepción.

El argumento de la continuidad biológica debe ser justamente ponderado, pero la mera existencia de una continuidad biológica celular no está reñida con la distinción de fases o etapas en el desarrollo embrionario -cigoto, blástula, mórula embrión y feto- que son significativas, pues suponen una reorganización total o parcial de la estructura celular que acaba desembocando en un neonato. Estas fases son necesarias para la constitución final de un ser humano pero no hay porqué identificarlas como otras tantas etapas en la vida de un individuo humano. Apreciar las potencialidades futuras de un embrión es importante para no considerarlo como un montón de células carentes de valor intrínseco, pero es injustificado valorar el embrión o el feto no por lo que es sino por lo que puede llegar a ser. Esto que es evidente cuando lo referimos a otros procesos biológicos se muestra intencionalmente confuso en el caso del ser humano. Una bellota no es un roble. Los cerdos se alimentan de bellotas, no de robles. Un roble es un árbol, mientras que una bellota no es un árbol, sino sólo una semilla. Es lo que Aristóteles expresaba diciendo que la bellota no es un roble de verdad, un roble en acto, sino sólo un roble en potencia, algo que, sin ser un roble, podría llegar a serlo. Un hombre vivo es un cadáver en potencia, pero no es lo mismo enterrar a un hombre vivo que a un cadáver. A los vegetarianos, a los que les está prohibido comer carne, se les permite comer huevos, porque los huevos no son gallinas, aunque tengan la potencialidad de llegar a serlas. De igual forma un embrión no es un hombre, y por tanto eliminar un embrión no es lo mismo que matar a un hombre.

El contrargumento que acabo de exponer es más convincente cuando se ejemplifica con las primeras fases del desarrollo fetal que con las últimas: el cigoto no es una persona es “otra cosa” que potencialmente puede dar lugar a un ser humano, pero... ¿existe una diferencia significativa entre un neonato y un feto de siete meses? Parece que no. De tal modo que, aun reconociendo que el proceso que desemboca en un ser humano es gradual y continuo, es útil y conveniente buscar hitos, etapas o momentos que nos permitan tomar una decisión ética: la de fijar el momento en el cual vamos a considerar al embrión o feto como humano, y, consiguientemente, otorgarle una protección más rigurosa.

Algunos, como David Alvargonzalezi, señalan como el momento clave la implantación del blastocisto en el útero porque es entonces cuando tiene lugar la organización y especialización celular, hacia los quince días después de la gestación. Antes no cabe hablar de individuo humano porque no cabe hablar de individuo: el conjunto de células indiferenciadas que es la mórula y el blastocisto antes de la implantación todavía puede evolucionar hacia uno o dos individuos (gemelos homocigóticos) de tal forma que solo cabe hablar de un organismo individual a partir de los 15 días, cuando se constituye el embrión, que ya puede considerarse un individuo orgánico, un sujeto individual de nuestra especie.

En el otro extremo el filósofo australiano Peter Singerii sostiene lo que está en discusión no es si el feto pertenece o no a la especie humana, sino si es persona, y lo que define a las personas, según Singer, es la autoconciencia, la capacidad de tener deseos y capacidad de sentir dolor de forma consciente; pero estas capacidades no se adquieren hasta, al menos, un mes después del nacimiento. Así pues, ni siquiera el recién nacido es una persona en sentido estricto, por lo que carece de derechos éticos -al contrario que un delfín, una ballena o un chimpancé que sí son, o al menos así deberían ser considerados, personas- . De esta forma la propuesta de Singer nos conduce a un extraño mundo donde se justifica el infanticidio antes del primer mes de vida, tal y como era practicado por los civilizados griegos y romanos, y se prescribe el vegetarismo.

De forma semejante argumenta Mary A. Warren (aquí) al analizar el aborto como un conflicto entre el derecho a la vida del feto y los derechos de la mujer. Después del parto, dice la americana, los derechos del niño pueden ser salvaguardados porque no colisionan necesariamente con los derechos de la mujer (pues en caso de conflicto grave es posible respetar tanto el derecho a la vida del niño como los derechos de la mujer entregando al niño en adopción), pero durante la gestación el derecho a la vida del feto puede entrar en colisión con los derechos de la mujer y esta oposición no puede analizarse como un conflicto entre iguales sino que se trata de los derechos de una persona frente a los derechos de una no-persona. En este caso deben prevalecer los derechos de la persona, o sea, los derechos de la mujer. Aun cuando el feto pueda ser considerado una persona en potencia, la mujer es una persona en acto y, conforme a la doctrina aristotélica, el ser en acto tiene prioridad sobre el ser en potencia.

En todo caso, pienso, lo que está en juego aquí es la condición de “ser humano”, no la de “persona”. Desde el punto de vista jurídico la persona surge y adquiere derechos desde el momento de su nacimiento -no antes- cuando adquiere su condición de ciudadano, tal y como lo establece en España la doctrina del Tribunal Constitucional. Si el feto muere en el vientre de la madre a efectos legales es como si no hubiera existido jamás. Aun así, esta atribución no es más que una ficción jurídica que consiste en otorgar al neonato todos los derechos y cualidades de una persona antes de que se las haya ganado. Una persona, tiene razón Singer, ha de poseer autoconciencia, desear vivir y sentir dolor ... pero no sólo eso. La noción de “persona” surge en el seno de la tradición filosófica cristiana y designa, como señala G. Buenoiii, a un sujeto ético que actúa en el seno de una comunidad, que comparte ciertos valores con otras personas, que goza de derechos, pero también está sujeto a obligaciones morales. El niño se va haciendo persona paulatinamente, en la medida en que participa en una comunidad y asimila el lenguaje y los valores imperantes en su grupo; poco a poco el niño se va construyendo como sujeto ético. La tradición católica instituye como rito iniciático la ceremonia de la Primera Comunión, la cual marca la entrada del infante en la comunidad de creyentes, lo que puede interpretarse, desde otros parámetros, como la adquisición de la cualidad de “persona”. Obviamente los niños, antes de ser personas, precisan y merecen protección legal y disfrutan de derechos por su condición humana que podemos retrotraer incluso antes del parto.

Por mi parte tiendo a pensar que - tanto desde la perspectiva de la ontogenia como de la filogenia - eso que entendemos por vida o condición humana es una emergencia, es decir, una propiedad que surge en un sistema como consecuencia de una mayor grado de organización y complejidad, como defiende el biofísico H.J. Morowitziv. La humanidad, sostiene el americano, está asociada a un cierto desarrollo de la corteza cerebral lo que sucede aproximadamente a partir de la veinteava semana después de la gestación. A las veintinueve semanas el feto ya tiene espina dorsal, tálamo y cortex donde encontramos receptores somatosensoriales susceptibles de recibir “señales de dolor”. Pero no hay ningún fundamento para creer que el dolor es posible antes de que se produzca la conexión entre el tálamo del feto y su neocortex en desarrollo (con toda seguridad después de la segunda mitad de la gestación, aunque éste es un asunto actualmente en discusión: 22-23 semanas de gestación). A partir de la semana 22 de gestación, considerada como fecha que delimita el comienzo de la viabilidad del feto independientemente de la madre, el derecho a la vida del feto debería prevalecer sobre los derechos de la madre -a la libertad, la autonomía, la integridad física etc-  en sintonía con las directrices de la Organización Mundial de la Salud (OMS), que define el aborto como "la interrupción voluntaria de la gestación desde la implantación en el útero hasta la viabilidad fetal".

Pero lo que hay antes de un sujeto humano no es una mera “cosa”; el nasciturus merece cierta consideración ética gradual: no es lo mismo un blastocisto de unos días compuesto por células indiferenciadas que un embrión de cinco semanas o un feto de veinte semanas con todos sus órganos formados. Debemos abandonar la lógica binaria para abordar este tipo de cuestiones pues es imposible fijar un momento exacto a partir del cual lo no humano deviene en humano. Sin embargo, sí es posible aplicar una lógica difusa semejante a la que empleamos de forma inconsciente, por ejemplo, para decidir si una persona es rubia o morena: no es posible determinar cuánto color ha de tener un pelo para pertenecer al conjunto de los rubios o de los morenos; lo que no quiere decir que sea arbitraria o gratuita está distinción. Del mismo modo entiendo que es razonable sostener que un cigoto no es un ser humano, pero un feto de siete meses sí lo es y que alrededor de las 20 semanas después de la concepción se producen las transformaciones más determinantes en el desarrollo fetal.

De todas formas no tenemos más remedio que admitir el relativo fracaso de esta indagación. Por un lado encontramos cierta base científica para sostener una decisión ética -una convención- que encaja con la información de la que disponemos acerca del desarrollo embrionario y fetal: a partir de la semana veinteava -no antes- es razonable tratar al feto como a un sujeto humano. Pero por otro lado debemos reconocer que es posible dar con buenas razones para defender otras tesis más radicales y opuestas: que el embrión es ya -después de la implantación en el útero- un organismo individual perteneciente a la especie humana o que el feto no es una persona. Obviamente argumentaremos en sentidos opuestos según hagamos hincapié en una u otra tesis.

Una decisión política en relación al aborto precisa, entiendo, de bases más sólidas que las que aquí hemos encontrado.

4. Valoración ética de distintos supuestos de abortos voluntarios.

4.1 Aborto humanitario o aborto por violación. Es muy claro que en este supuesto la madre no es responsable del embarazo y en esta situación tan grave y dolorosa, la tristeza -en el sentido, nada trivial, que Spinoza da a esta noción- se apodera de la vida de la mujer. El derecho de la mujer a su autonomía, libertad e integridad se impone al derecho a la vida del feto o, dicho de otra forma, la voluntad de la madre por continuar con su vida, esto es, la firmeza, pesa más que la generosidad hacia una nueva vida. En este caso, pensamos muchos, el aborto está sobradamente justificado.

Convendría destacar que este caso el aborto es admitido o tolerado por muchos antiabortistas, pero lo hacen violentando en núcleo mismo de su argumentación porque si, como muchos de ellos dicen, el embrión es una persona con los mismos derechos que el resto, especialmente el derecho a la vida, el hijo de un violador debería disfrutar de esos derechos en las mismas condiciones que cualquier otra persona. Esta contradicción ha sido puesta de relieve por R. Dworkinv. El filósofo americano sostiene que una cosa es lo que algunos dicen cuando polemizan públicamente sobre el aborto y otra lo que verdaderamente creen. Los antiabortistas dicen, pero no creen, que los fetos tienen derechos e intereses propios porque si así fuera, mostrarían mucha más intolerancia contra el aborto humanitario de lo que en ellos es habitual. En realidad el desacuerdo entre las personas es menos profundo de lo que parece. Pocos realmente creen que que el feto es una persona normal y pocos también son los que piensan que es una mera cosa. La mayoría estamos de acuerdo en que el aborto no es un método que pueda sustituir a los anticonceptivos, que es preferible un aborto temprano a uno tardío y compartimos una idea fundamental: el valor intrínseco de la vida humana.

4.2 Aborto terapéutico.

a) Aborto por riesgo (físico) para la vida o la salud de la mujer embarazada. Es quizá el caso más claro en que la firmeza de la madre por seguir viviendo es incompatible con la generosidad hacia el embrión. Casi todos estamos de acuerdo en que, con independencia de si consideramos o no al feto como una persona, la vida de la madre es más valiosa que la del feto, por lo tanto, el feto debe morir si es necesario para salvaguardar la vida de la madre. En este caso no solamente está justificado el aborto, pienso, sino que es la conducta ética más apropiada, la que apunta de un forma más clara a la fortaleza que es, como hemos venido diciendo la virtud ética fundamental.

b) Aborto por riesgo para la salud psíquica de la madre. Este supuesto estaba contemplado en la ley de 1985 (hasta el 2010) y a él se acogían más del 90% de las mujeres que abortaban. El nuevo anteproyecto de ley del ministro Gallardón recupera este supuesto, si bien ahora serían precisos dos informes –no uno- que avalen está situación. El aumento de la burocracia que conlleva esta exigencia tiene que ver con lo difícil que es establecer de manera mínimamente rigurosa la noción de “salud psíquica”. Lo ambiguo de la expresión y las dificultades para trazar una frontera entre salud y enfermedad mental han favorecido que durante años -los que estuvo en vigencia la ley del 85- este supuesto haya sido un constante “coladero”: es del todo inverosímil que la salud psíquica de cientos de miles de mujeres españolas haya peligrado por quedarse embarazadas. En la práctica, el supuesto de grave riesgo psíquico para la vida de la madre conducía al aborto libre o interrupción voluntaria del embarazo previo informe psíquico, pero sin límite de semanas, lo que suponía una inseguridad jurídica para las mujeres y para los profesionales de la salud que intervenían en el aborto.

En cualquier caso la consideración ética de este supuesto, en el caso de que estuviera bien acreditado, sería la misma que la relacionada con la salud física de la embarazada: la firmeza de la madre por perseverar con su vida se impone a la generosidad hacia el feto. Además también es pertinente considerar el derecho del hijo a disfrutar de las atenciones de una madre mentalmente equilibrada; la vida ya es suficientemente difícil de por sí, como para añadir la complicación extra de no recibir los debidos cuidados maternales por culpa de un trastorno mental ocasionado por el nacimiento de la criatura.

4.3 Aborto eugenésico o aborto por malformaciones graves del embrión o feto. En primer lugar conviene destacar que, a día de hoy, este supuesto no está contemplado en el anteproyecto de ley del ministerio de Justicia, lo que es especialmente sangrante en un contexto de políticas restrictivas que ponen en peligro el sistema público sanitario, lleno de copagos, y de una Ley de Dependencia en rápido proceso de desmantelamiento. De nuevo este caso puede interpretarse como un conflicto entre firmeza de la madre por continuar con su vida y la generosidad hacia el embrión. Aunque sería discutible que llevar adelante la gestación en estas difíciles circunstancias sea un acto de generosidad: traer a este mundo a un ser humano con una importante minusvalía que le haga imposible una vida normal no tiene porqué ser un acto de generosidad. Incluso podría ser considerado un acto cruel. En los países anglosajones existen procesos judiciales, denominados “wrongful life”, en los que la parte demandante es el niño que sufre malformaciones (por medio de sus representantes legales) contra los servicios médicos, por no detectar las malformaciones e incluso contra los propios padres por no haberse interesado por el diagnóstico prenatal y no haber tomado la decisión de abortar.

Los casos más habituales en los que se aplica este supuesto son los de embriones afectados por el Síndrome de Down o por parálisis cerebral. Aunque las personas afectadas por estas minusvalías pueden alcanzar una calidad de vida aceptable, no todos los progenitores tienen la fortaleza -y los medios económicos– para llevar adelante la crianza de niños así. La decisión de continuar con el embarazo en una situación semejante es un comportamiento extraordinario, heroico, que merece ser ensalzado, pero no puede ser exigido como norma ética general.

4.4 Aborto libre o interrupción voluntaria del embarazo (IVE), que no entra en ninguno de los supuestos antes considerados.

La filósofa americana Judith J. Thompsonvi desarrolla lo que se ha convertido en un clásico argumento numerosas veces citado y discutido, que justifica éticamente la decisión de una madre de interrumpir su embarazo. Lo original del razonamiento de Thompson es que no discute el baluarte argumentativo de los antiabortistas: el feto es una persona. Thompson concede que cualquier línea que marquemos en el proceso fetal, para separar lo que es un ser humano de lo que es una cosa, es del todo arbitraria y concede que el feto pudiera ser considerado una persona. Ahora bien el derecho fundamental que quiere hacer valer la americana es el derecho de una mujer para decidir lo que acontece en su propio cuerpo.  Es cierto que el embrión o feto no forma parte del cuerpo de la mujer, pero precisa de él para sobrevivir.  Sin duda es un noble acto de generosidad el que las madres permitan disponer de su cuerpo al feto para su supervivencia pero esta cesión no puede ser una obligación moral y legal. El Estado no tiene autoridad moral para obligar a una madre a ceder su cuerpo para la supervivencia de otra persona. Si las mujeres lo hacen será por un loable acto de generosidad, pero no por un deber moral o legal.

Desde la perspectiva que estamos sosteniendo en este artículo, la filosofía de Spinoza, no encontramos inteligibilidad, como ya se ha dicho, a la disociación entre el yo y el propio cuerpo por lo que las analogías que propone Thompson (en las que no vamos a entrar por motivos de espacio y tiempo) no están bien planteadas. Las decisiones de una madre afectan a ella por entero y al embrión. El cuerpo de la madre no es un tercero en discordia propiedad de una de las partes, como sugiere Thompson cuando afirma que “la madre es la dueña de la casa”.

Otro argumento que justifica el aborto libre es el que sostiene, por ejemplo, Italo Calvino (aquí) que se apoya en el derecho del niño a ser querido y deseado. El niño habría de contar al llegar al mundo con la aceptación y el cariño de sus progenitores. Bastante complicada es y la vida por si misma como acarrear el lastre de ser un niño no deseado. El aborto sería entonces el último instrumento para garantizar los derechos del niño. Reconozco mi simpatía por un argumento semejante que no considera el feto como un potencial estorbo o inconveniente del cual nos podemos desprender con la conciencia tranquila. Sin embargo un planteamiento tal otorga a los progenitores o a la madre un poder omnímodo: los padres como demiurgos que deciden cuando una vida es digna de ser vivida y cuando no. Tiendo a ver la vida como algo que acontece, que, de algún modo, se nos viene encima y desconfío instintivamente de la voluntad planificadora que aspira a tenerlo todo bajo control.

Por mi parte entiendo que una valoración ética del aborto libre es imposible, no estamos ante un caso o supuesto sino ante un “cajón de sastre” donde entran supuestos muy diferentes. No es posible hacer una análisis casuístico que contemple todos los factores. Encuentro que pueden existir circunstancias que permitan justificar éticamente el aborto voluntario: si los jóvenes viven en un país con un difícil acceso a los medios anticonceptivos o si no disponen de la suficiente información, si las circunstancias económicas de la familia son muy penosas, si la madre tiene alguna discapacidad intelectual etc. Pero si estamos ante una decisión frívola, por ejemplo, abortar un embarazo porque los progenitores no desean una niña o por priorizar un viaje o facilitar un ascenso profesional, y si no se han utilizado métodos anticonceptivos por dejadez o negligencia, entonces, según mi opinión, el aborto no está éticamente justificado. En estos casos la falta de responsabilidad y de generosidad de los progenitores denotaría un egoísmo que no puede interpretarse como fortaleza sino como mezquindad. La mera incomodidad que pudiera ocasionar la llegada de un recién nacido no justifica éticamente el aborto. Al menos desde la perspectiva ética que estamos ejercitando en este artículo, la ética de Spinoza, que, claro está, no es de obligado cumplimiento. Desde una ética hedonista o utilitarista –que pueden considerarse como proyectos éticos mayoritarios en las sociedades occidentales avanzadas- puede justificarse el aborto voluntario en cualquier circunstancia o al menos siempre que las consecuencias de un embarazo acarreen más dolor y sufrimiento que placer o felicidad. Lo que nos lleva a reconocer que la ética no puede tener la última palabra.

5. Problemas políticos que plantea el aborto voluntario.

En los países de tradición católica suelen primar los argumentos éticos a los políticos o, por decirlo de otro modo, se subordina las decisión política de prohibir o despenalizar el aborto voluntario a la decisión ética acerca de su moralidad. Sin embargo la decisión de prohibir o fomentar el aborto puede ser debida a razones estrictamente políticas: Lenin legalizó el aborto en la unión Soviética en 1920, en el contexto de una política que pretendía incorporar las mujeres al trabajo y Stalin lo prohibió en 1936 con el objetivo de incrementar la población; la Alemania nazi fomentó el aborto eugenésico entre los colectivos que eran considerados indeseables o inferiores; la China comunista o la India de Indira Gandhi utilizaron el aborto como instrumento en su lucha contra la superpoblación y el infanticidio femenino, etc.

De igual modo, la progresiva despenalización del aborto en los países occidentales –en el 67 en Reino Unido, en el 73 en EEUU, en el 75 en Francia, en el 78 en Italia...- ha sido un medio de lucha contra un problema de salud pública: el aborto ilegal y clandestino. La falacia mayor de los argumentos antiabortistas, es que se esgrimen como si el aborto no existiera y sólo fuera a existir a partir del momento en que la ley lo apruebe. Confunden despenalización con incitación o promoción del aborto. Pero despenalizar el aborto significa, simplemente, permitir que las mujeres que no pueden o no quieren dar a luz, puedan interrumpir su embarazo dentro de ciertas condiciones elementales de seguridad y según ciertos requisitos, y no lo hagan, como ocurre en todos los países del mundo que penalizan el aborto, de manera ilegal, precaria, con riesgo para su salud y, además, puedan ser incriminadas por ello.

Otro importante aspecto a considerar, desde la perspectiva política, es el que hace referencia a la igualdad de todos los ciudadanos. En teoría las leyes obligan a todos los ciudadanos por igual, pero en la práctica la penalización del aborto sólo tiene algún efecto en las mujeres pobres. Las otras, lo tienen a su alcance cuantas veces lo requieran, pagando las clínicas y los médicos privados que lo practican con la discreción debida, o viajando al extranjero. Las mujeres de escasos recursos, en cambio, se ven obligadas a recurrir a curanderos clandestinos, que las explotan, malogran, y a veces las matan.

Estos problemas políticos y sociales que acabo de exponer son más acuciantes que los problemas teóricos que plantea la consideración o no del feto como un ser humano. Hemos visto como los problemas éticos pueden ser abordados y respondidos de maneras diversas. Sin embargo los problemas sociales ligados a la práctica del aborto voluntario nos empujan a tomar algún tipo de decisión. ¿Cuál? En los países occidentales se ha ido abriendo paso, no sin enormes dificultades y luego de ardorosos debates, la conciencia de que a quien corresponde decidir es a quien vive el problema en la entraña misma de su ser, que es, además, quien sobrelleva las consecuencias de lo que decida. No se trata de una decisión ligera, sino difícil y a menudo traumática. Es la madre, no el Estado, quién mejor conoce las circunstancias en las que una nueva vida llega al mundo, unas circunstancias que pudieran ser tan difíciles que aceptarlas significara condenar al nuevo ser a una existencia indigna, a una muerte en vida. Como esto es algo que sólo la propia madre puede evaluar con pleno conocimiento de causa, es coherente que sea ella quien decida. Los gobiernos pueden aconsejarla y fijarle ciertos límites y la obligación de un periodo de reflexión entre la decisión y el acto mismo, pero no sustituirla en la trascendental elección.

Ahora bien ¿qué tipo de ley, respetuosa con la decisión de la madre, es la más adecuada? En España hemos conocido la ley de supuestos o indicaciones del 85, a la que, según dicen, quiere regresar el gobierno del PP, y la ley de plazos de 2010. A la luz de la experiencia pasada y sin entrar en detalles, entiendo que una ley de plazos es preferible a una ley de supuestos. Por varias razones.

La principal es que en España durante los años de implantación de la ley del 85 existió un fraude de ley generalizado que con toda probabilidad volverá a ocurrir si se establece una ley de indicaciones. Más del 90% de mujeres que abortaron en está época se acogió al supuesto que contemplaba riesgo para la salud psíquica de la madre. No es razonable pensar que tantas mujeres estuvieran al borde de la enfermedad mental. Desde un punto de vista político no cabe duda: es preferible una ley que se cumpla estrictamente a otra que fomente el fraude continuo. Recordemos aquí que Platón en el Critón nos advertía contra la corrupción que se producía allí donde no hay un “gran respeto por la ley”. En aras del respeto a la ley es preferible una ley de plazos.

Además una ley de plazos ofrece más seguridad jurídica a todos los implicados en la operación pues los términos de la ley dejan menos margen a las ambigüedades o a las interpretaciones subjetivas; es una respuesta más realista a un importante problema que afecta a miles de mujeres; libera a los psicólogos y psiquiatras de la ignominiosa tarea de elaborar informes fraudulentos; es una respuesta en consonancia con la neutralidad moral que le supone al Estado liberal y, por último, es más respetuosa con la dignidad de las mujeres pues evita tratarlas como a trastornadas.

El principal inconveniente de una ley de plazos es que todo plazo es arbitrario. La ley del 2010, en consonancia con otras de nuestro entorno, establecía 14 semanas como límite para la interrupción voluntaria del embarazo y 22 semanas si se detecta un grave riesgo para la vida de la madre o el feto. Pero... ¿por qué 14 semanas? ¿Existe alguna diferencia moral entre un aborto de 12 semanas y otro de 16?  Debemos reconocer que no tenemos una buena respuesta a estos interrogantes.

Por último acabo con un malentendido habitual: una ley de despenalización no implica, en absoluto, que el aborto sea un derecho. Los derechos se basan en bienes o valores, pero el aborto es una desgracia, un mal; no puede ser considerado un derecho. Además no podemos ni debemos ampliar arbitrariamente la lista de los derechos pues es la mejor forma de vaciarlos de todo significado. No nos confundamos, los derechos humanos son los que están contemplados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. Bastante difícil es darles una justificación teórica como para aumentarlos arbitrariamente; encima añadiendo males o contravalores como derechos. La mujer no tiene derecho a abortar sino que el Estado renuncia a considerar esta práctica como delictiva siempre que se ajuste a un plazo temporal o a unos supuestos. Del mismo modo que tampoco tenemos derecho a ser adúlteros; simplemente el Estado se inhibe, no considera el adulterio como un delito.

i   ALVARGONZÁLEZ, David, La clonación, la anticoncepción y el aborto en la sociedad biotecnológica (2009)
ii  SINGER, Peter, Ética Práctica. Capt 5, Quitar la vida: el aborto. (1994)
iii BUENO, Gustavo, El sentido de la vida, Individuo y Persona (1996)
iv  MOROWITZ, Harold y TREFIL, J. La verdad sobre el aborto. ¿Cuándo empieza la vida humana? (1992)
v  DWORKIN, Ronald El dominio de la vida (1994)
vi  J.J. THOMPSON, Una defensa del aborto (1971)

martes, 14 de enero de 2014

Hannah Arendt: la filosofía política como problema
Borja Lucena

De los primeros meses del régimen nacionalsocialista, aquellos en los que se vio arrojada a la actividad política, Arendt conservó una intensa percepción del abismo abierto entre la política y la filosofía, o, por decirlo con otras palabras, de cómo más de dos mil años de filosofía política no habían evitado, sino más bien facilitado, que los filósofos más capaces de penetrar los misterios del ser o la estructura fundamental de la existencia humana se vieran, sin embargo, privados de la capacidad de comprensión ante las realidades políticas más inmediatas y urgentes. En vez de constituirse en remedio o alternativa a lo que aparecía en el ascenso del nazismo o el estalinismo, muchos filósofos parecieron entonces predispuestos a abrazar cualquier forma de despotismo o tiranía. En el caso concreto de la revolución nacional alemana“pude comprobar que entre los intelectuales la adaptación al pensamiento único (Gleichschaltung) fue, por así decir, la regla. En cambio, entre otros no.
Lo que Hannah Arendt advirtió en estas circunstancias dramáticas fue que un gran número de pensadores profesionales se habían acomodado con extremada facilidad a las condiciones impuestas por el régimen de Hitler, mientras que gente menos preparada intelectualmente había, no obstante, abrazado una actitud hostil o, al menos, distante con respecto a ellas. Fue la primera vez, y decisiva, en que la filósofa judía se enfrentó a lo que acabaría por tematizar como el malentendido filosófico de la política, esto es, la incapacidad casi estructural de las disciplinas filosóficas para acoger las especificidades de la acción, cosa que introdujo una tensión insoportable entre las exigencias de la acción y las coordenadas de referencia en las que la filosofía ha incluido tradicionalmente su mirada a lo circundante. Hasta los finales años de su vida, Arendt sería testigo de cómo el siglo XX iba a estar atravesado por la cercanía de grandes intelectuales o filósofos a una u otra ideología totalitaria o tiránica, lo que atrajo su atención hacia la relación entre la desarticulación del campo de lo político efectuada por la filosofía política y el auge del nuevo tipo de pensamiento político que inundó el siglo y provocó las grandes catástrofes contemporáneas: las ideologías políticas; ella sería testigo de la tragedia de un saber del ser que, en su manifestación práctica, parecía hacer corresponder la valía y profundidad del pensar con la ceguera o la inadvertencia en torno a los asuntos humanos, los asuntos referentes al espacio del aparecer.
Martin Heidegger fue profesor de Arendt en la Universidad de Marburgo, y también su amante durante los años en los que recibió sus enseñanzas. Su comunicación mutua, rota en 1933 tras el advenimiento del nacionalsocialismo y el compromiso de aquél como rector de la Universidad de Friburgo, fue reestablecida tras la guerra y se mantuvo hasta la muerte de Arendt en 1975. Para ella, Heidegger fue el filósofo más sobresaliente del siglo y, sin embargo, fue también el que puso con más viveza ante sus ojos la dificultad de acomodar los conceptos filosóficos al campo turbulento de la concreta realidad política. El hecho es que, de una manera u otra, el pensador alemán fue seducido por la ideología nacionalsocialista y convencido a participar activamente en la revolución preconizada por el movimiento. Desde el rectorado en Friburgo dirigió durante unos meses la nazificación de la universidad. A los ojos de su antigua alumna y amante, tal y cómo ésta lo pudo comprender retrospectivamente, esta participativa disposición a entregarse en cuerpo y alma a la causa del nacionalsocialismo no nació en relación a una coyuntura meramente personal o a casualidad alguna referida a motivaciones privadas, sino que alude, más bien, a un rasgo constitutivo del vínculo que, desde el momento mismo de su nacimiento, la filosofía había establecido con las inciertas realidades de la acción y la palabra. 
Una poderosa corriente de pensamiento que animó la reflexión arendtiana hasta el final de sus días fue la de aclarar las conflictivas relaciones entre filosofía y política, es decir, arrojar luz sobre el rechazo de lo político en que se constituyó la filosofía occidental desde los tiempos de Platón y sobre el modo en que este rechazo determinó casi siempre la intervención del filósofo en el campo de lo político-empezando por el mismo Platón-  en la dirección de buscar en la actividad práctica nada más que una “solución” a los problemas generados en el seno de los asuntos humanos, una solución a menudo afín a la de los despotismos, las tiranías o, en su intensificación más inclemente, incluso la de las ideologías totalitarias del siglo XX. La experiencia directa de los sucesos de 1933 – cuando “el problema, el problema personal, no era lo que hacían nuestros enemigos, sino lo que hacían nuestros amigos4- alentó a la filósofa judía a buscar durante el resto de su vida la comprensión de algo determinante, difícil de asimilar y profundamente decepcionante: ¿qué hacía de la filosofía una potencia hostil a lo político y la inclinó históricamente a aceptar remedios no-políticos para cancelar la problematicidad de los asuntos humanos? ¿Qué tenían en común las ideologías políticas asesinas e insensatas que asolaron Europa con la visión filosófica acerca de la realidad humana? Hasta la última de sus obras Arendt estuvo ocupada en esclarecer, en la medida de lo posible, la insospechada atracción que arrastró tan a menudo a los filósofos a acercase a la política no con la intención de convertir al pensamiento en potencia políticamente activa, sino, más bien, con la voluntad de reducir la política a la previsión y necesidad que imperan en la contemplación de los objetos del pensamiento.