Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

miércoles, 30 de abril de 2014

La gran mascarada, de J.F. Revel.
Óscar Sánchez Vega

Cabe pensar que en el siglo XXI, una vez que los países socialistas han colapsado o están en vías de extinción y las sociedades liberales viven inmersas en una profunda crisis económica, lo que urge es una reflexión crítica hacia el capitalismo y no insistir en la crítica al modelo socialista. Así lo pienso. Sin embargo el azar –en la forma de irresistible oferta en mi habitual tienda de libros de segunda mano- ha puesto en mis manos un libro de Jean Fraçois Revel, La gran mascarada, en el cual el francés arremete contra los críticos al sistema capitalista. El libro fue publicado en el año 2000 y, por un lado, desde entonces hasta hoy han pasado muchas cosas que, naturalmente, el autor no puede tomar en consideración; pero, por otro lado, los fundamentos teóricos desde los que Revel argumenta no han cambiado de manera sustancial. Lo que ha cambiado, del año 2000 al 2014, es la irrupción de la colosal crisis económica en la que todavía estamos inmersos que hace que relativicemos mucho la victoria del liberalismo sobre el comunismo; una victoria que en el año 2000 parecía definitiva y concluyente. De todos modos el motivo que impulsa a Revel a volver a escribir sobre un tema que ya había analizado con cierto detalle en el pasado - en Ni Marx ni Jesús (1970) o La tentación totalitaria (1976)- es la constatación que el triunfo final del liberalismo es replicado, desde mediados de los años 90, por buena parte de la intelectualidad occidental. De tal forma que el libro no ha perdido actualidad pues Revel ya se sitúa en un escenario que no ha hecho más que consolidarse en la segunda década del siglo XXI: el mundo de la cultura mayoritariamente sostiene una posición muy crítica hacia el liberalismo a pesar del evidente del fracaso del modelo comunista.

En estas líneas voy a limitarme a comentar cuatro fragmentos del libro que me han parecido significativos y especialmente sugerentes. Los dos primeros hacen referencia a cuestiones más teóricas o filosóficas y los dos últimos son afirmaciones más empíricas o históricas.
a. “Cuando digo que el liberalismo jamás ha sido una ideología quiero decir que no es un teoría basada en conceptos previos a toda experiencia, ni un dogma invariable e independiente del curso de de las cosas o el resultado de la acción. No es más que un conjunto de observaciones sobre unos hechos que ya se han producido. Las ideas generales que de ello se derivan no constituyen una doctrina global y definitiva que aspira a convertirse en el molde de la totalidad de lo real, sino una serie de hipótesis interpretativas relativas a acontecimientos que han tenido efectivamente lugar. Adam Smith al comenzar a escribir La riqueza de las naciones constata que algunos países son más ricos que otros. Se esfuerza por distinguir en su economía los rasgos y los métodos que pueden explicar ese enriquecimiento superior para intentar establecer indicaciones recomendables. (Revel 2000, pag 60)
Esta es, a mi modo de ver, la tesis de más calado filosófico, la más potente, que enarbola Revel. No la comparto. Sin embargo me ha hecho rumiar, como diría Nietzsche, pienso que debe ser tomada en consideración y percibo un fondo de verdad en ella.

Una valoración rigurosa de la tesis de Revel pasaría necesariamente por un análisis minucioso de la noción de “ideología”, que tiene significados muy diferentes en uno u otro autor. De igual forma convendría precisar lo que entendemos por “doctrina o política liberal” pues puede referirse a practicas y posiciones teóricas muy distintas. No niego que tal planteamiento sea necesario, pero al menos por esta vez prefiero proceder de forma más informal tomando estos términos en su significado más habitual y coloquial. En este sentido, no puedo estar de acuerdo con Revel cuando señala que el liberalismo no es una ideología. Veo claramente que, desde su inicio, el liberalismo es un entramado más o menos coherente de ideas: ideas sobre la naturaleza humana -mas bien egoísta e interesada- , sobre la propiedad privada y el libre mercado, sobre el valor de la libertad individual, sobre la tolerancia religiosa, sobre la importancia de la vida económica, sobre la razón humana -entendiéndola básicamente como razón instrumental-, sobre los valores morales -interpretándolos de forma universal, no histórica-, sobre la preponderancia del individuo por encima de la comunidad etc. Todos los liberales clásicos -Locke, Kant, Tocqueville, Smith, Mill... - hacen ideología en el sentido más habitual del término.

Sin embargo, si comparamos el liberalismo con el marxismo debemos dar en parte la razón a Revel porque la ideología socialista es más apriorística, atiende antes a la coherencia interna del discurso que a la corroboración empírica; mientras que el liberalismo es una ideología mas abierta al principio de falibilidad. Por ello el filósofo o teórico liberal suele ser más proclive que el socialista a modificar el modelo teórico desde el cual interpreta la realidad si esta, la realidad económica, no se ajusta a lo predicho en la teoría.

Además el liberalismo parece ser una tradición con más confianza en sí misma. La mayor parte de los teóricos liberales, con la notable excepción de Revel, no parecen obsesionados con mostrar las taras y contradicciones del modelo socialista sino que atienden preferentemente a los problemas y las injusticias que se manifiestan en el seno de las sociedades liberales (un claro ejemplo son las obras de Amartya Sen, Joseph Stigliz o Martha Nussbaum); mientras que las producciones de los teóricos socialistas siempre han estado a la defensiva. Incluso a mediados del siglo XX, cuando existía un amplio abanico de modelos socialistas en los que apoyarse, la mayor parte de la producción teórica de los intelectuales comunistas, especialmente a este lado del telón de acero, tenía como objetivo criticar al sistema capitalista, antes que analizar, ponderar y mejorar en lo posible el modelo socialista.
b. “El totalitarismo más eficaz, y por ello el único presentable, el más duradero no fue el que realizó el Mal en nombre del Mal, sino el que realizó el Mal en nombre del Bien. Es lo que le hace menos excusable, pues su duplicidad le permitió abusar de millones de personas que creyeron en sus promesas” (Revel 2000, pag 98)
Básicamente comparto esta afirmación de Revel. Esta es una diferencia fundamental entre un totalitarismo, el nazi, y el otro, el comunista. Esto mismo será destacado por Todorov en Memoria del mal, tentación del bien (2002). Hay, sin embargo una diferencia entre Revel y Todorov que tiene que ver con dónde ponemos el acento. Todorov pone el acento en el militante de base al que, en cierta forma, disculpa por su apoyo al régimen totalitario comunista; Revel, sin embargo, carga contra los dirigentes de los partidos comunistas a los que acusa de haber cometido los crímenes más atroces que la humanidad ha conocido.
c. “El arte de “pensar socialista” consiste en percibir en la realidad lo contrario de lo que se desprende de los hechos más masivos y más evidentes. De este modo, se nos machaca que, a pesar de todos sus defectos, el comunismo ha logrado al menos que progresen los derechos de la clase obrera. Lo que equivale a descartar, repito, el siguiente hecho monumentalmente evidente y masivo. A saber: primer punto, que los principales derechos de los trabajadores, de asociación, de coalición, de huelga, de sindicación..., se introdujeron entre 1850 y 1914 en y por las sociedades liberales. A saber: segundo punto, que esos mismos derechos fueron todos suprimidos en y por los países socialistas. Sin excepción. (Revel 2000, pag 216)
Puede ser este el fragmento más discutible y desafortunado, no tanto por lo que dice el autor sino por lo que calla. Revel no dice que fue precisamente la presión constante de los sindicatos de clase la razón por la que las sociedades liberales concedieron derechos políticos a los trabajadores. Tampoco dice que los derechos sociales tuvieron que esperar al periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial para ser “otorgados”, o, mas bien, conquistados; época esta, la Guerra Fría, en la cual los países capitalistas avanzados consiguen desactivar el potencial revolucionario de la clase trabajadora aumentando los salarios y con ellos el nivel de vida de los trabajadores y transformándolos de esta forma en consumidores, como bien denuncia Marcuse. Sin embargo, poco podemos reprocharle a Revel en relación al segundo hecho señalado. En efecto, en los países socialistas los derechos de los trabajadores – el derecho a la huelga, a la manifestación, la libertad sindical, etc- fueron abolidos. En la práctica la dictadura del proletariado era una dictadura contra el proletariado.
d. “Los enemigos de la economía liberal quieren olvidar que su modelo ha sido experimentado” (Revel 2000, pag 152)
Acabo con este breve fragmento que es un buen ejemplo de lo señalado al principio de este artículo: el libro de Revel tiene interés en un contexto muy diferente al de finales del siglo XX. Hoy la economía liberal, al menos en los países del sur de Europa, también ha naufragado; puede y debe ser criticada. Sin embargo la izquierda política debería, entiendo, hacer propuestas más novedosas e imaginativas. La crisis del sistema liberal no hace bueno el modelo socialista. Revel tiene razón: allí donde tal modelo fue experimentado ha fracasado. Es preciso sacar las lecciones pertinentes de todo ello.

viernes, 25 de abril de 2014

Panfleto contra la propiedad intelectual.
Óscar Sánchez Vega

Publicado originalmente el 10 de Junio de 2007
Dicen de los panfletos que son alegatos partidistas, en pro o en contra de alguien. Pues bien, este escrito no nace con vocación de neutralidad, sino con clara intención belicosa: contra la SGAE (Sociedad General de Autores y Editores) y el actual gobierno que ha cedido a su presión. En cualquier caso este escrito es estrictamente defensivo. La ofensiva ha sido lanzada por esos que se dicen “autores” al proponer y conseguir que el estado apruebe una Ley de Propiedad Intelectual que establece en su artículo 25 el llamado canon digital que debe aplicarse desde los CD y DVD a reproductores MP3, de vídeo, teléfonos móviles y otros "soportes idóneos". No contentos con ello, pretenden establecer un canon a las bibliotecas o a la música en los banquetes de boda. Aparentemente el fin es noble: no se trata de llenarse el bolsillo, no; sino de salvaguardar los sacrosantos “derechos de autor”. La cuestión se plantea en unos términos que aparentemente no tienen discusión: la propiedad privada es un derecho inalienable de las personas y la propiedad intelectual no es más que un caso particular de los que puede tomar la propiedad. De la misma forma que quién roba una propiedad privada es un ladrón, aquel que comparte una obra artística con otro sin permiso del autor, también es un ladrón.

Conviene empezar precisando los términos del problema a tratar.

La propiedad intelectual es un término amplio que comprende distintas categorías de derechos legales que se derivan de algún tipo de creatividad intelectual. Más sintéticamente y en otras palabras: la propiedad intelectual es un derecho sobre objetos ideales, intangibles, inmateriales; es un derecho de propiedad sobre ideas. Así entendida, pues, la propiedad intelectual nos remite a dos conceptos básicos, las patentes y los copyrights o derechos de autor:
  • Patente: derecho de propiedad sobre invenciones; sobre artefactos, dispositivos, procesos... que desarrollen una función útil. No son patentables las leyes de la naturaleza, los fenómenos naturales o las ideas abstractas, sino la plasmación de ideas en “aplicaciones prácticas”. La patente confiere al creador-inventor un monopolio legal sobre la fabricación, uso o venta de dicho invento.
  • Copyright o derechos de autor: derechos asignados a los autores de trabajos originales artísticos, literarios o científicos: libros, artículos, películas, composiciones musicales, programas de ordenador… Lo mismo que las patentes, el copyright confiere al autor-creador un derecho exclusivo (monopolio legal) a reproducir el trabajo, explotarlo comercialmente, presentarlo al público...
En síntesis, la propiedad intelectual es un derecho de propiedad sobre ideas, plasmadas en una aplicación práctica (caso de las patentes) o sobre la expresión y divulgación de las mismas (caso de los copyrights).

Se arguye que la justificación de la propiedad intelectual es doble: filosófica, cuando se presentan los derechos intelectuales como una subespecie del derecho a la propiedad y utilitarista, cuando se plantean los beneficios que supone para la sociedad en su conjunto proteger los derechos de los autores, pues de esta manera se incentiva la creación lo que redunda en beneficio de todos.

Me propongo considerar en las siguientes líneas:
  • Que la propiedad privada no es un derecho natural del ser humano
  • Que la propiedad intelectual no es una subespecie de la propiedad privada
  • Que la protección de la propiedad intelectual no responde a un interés colectivo
En los dos primeros apartados consideraré la justificación filosófica de la propiedad intelectual y en el tercero la justificación utilitarista.

A- LA PROPIEDAD PRIVADA.

Evidentemente la teoría política que justifica la propiedad privada, haciendo de esta el pilar jurídico sobre el que levantar todo el edificio del estado, es el liberalismo. Los liberales sostienen que todos los ciudadanos de un estado tienen dos derechos básicos e inalienables: la libertad y la propiedad privada. El origen de esta concepción se remonta a John Locke, el cual añadía el derecho a la autodefensa a los dos anteriormente citados. También debemos a Locke la primera – y en cierto modo la última- justificación de la propiedad privada: un hombre tiene derecho a su propiedad porque por medio del trabajo se ha apropiado de una realidad natural y la ha hecho suya. El individuo se apropia de un bien en el estado común de la naturaleza cuando imprime su sello particular en él, cuando mediante su acción lo separa de la naturaleza, cuando mezcla su trabajo con el objeto, cuando lo usa u ocupa, en suma, por primera vez. Porque el individuo, ante todo, es propietario de sí mismo, y por ello, por extensión, lo es también de aquello que, no siendo de nadie previamente, recibe el influjo de su acción particular. Y tal es el fundamento objetivo de la propiedad privada, entendida como el derecho al control exclusivo de un determinado bien, cosa, objeto. Por ejemplo en una sociedad de cazadores recolectores no existe la propiedad privada de la tierra pues nadie se ha apropiado de parcela alguna a través del trabajo. Pero en el neolítico las cosas cambian. Cuando un hombre acota un terreno, lo limpia de maleza, planta unos manzanos, por ejemplo, cuida del crecimiento de los árboles los riega con frecuencia, los preserva de las plagas, lo poda adecuadamente etc, entonces se hace dueño de la cosecha de manzanas y del terreno trabajado. Nuestro campesino tiene un derecho sobre esta imaginaria parcela que otros no poseen porque ha trabajado en ella y de este modo se la ha apropiado legítimamente.

Encuentro algunas deficiencias en la anterior argumentación:

a- Sin salirnos del planteamiento del filósofo inglés, podríamos aceptar que el campesino se ha adueñado de la cosecha, pues sin su trabajo esta no existiría, pero… ¿Por qué ha de ser el legítimo dueño de la tierra? ¿Por qué otra persona no podría cultivar otros alimentos en esas tierras en tiempos posteriores?

b- La legitimación de la propiedad privada por parte de Locke sólo es convincente - en el caso de la tierra, que es el tipo de propiedad más paradigmático– si existen amplias extensiones de terreno sin apropiar, para asegurar la igualdad de oportunidades, pero en la vida real está situación es la excepción -como en el caso de la conquista del oeste americano- y no la regla. Lo habitual más bien es que aquellos que trabajan no sean propietarios.

c- Por otro lado, al margen ya del planteamiento lockeano, cuando alguien cuestiona la propiedad privada no está pensando en el honrado campesino que con mucho trabajo y esfuerzo logra sacar adelante unas tierras que apenas dan para el sustento de su familia. Pensemos en los grandes propietarios: terratenientes y grandes industriales. Un alma cándida podría pensar que lo que está detrás de estos patrimonios es el trabajo o limpias transacciones comerciales por parte del propietario o de sus antepasados –dejemos ahora de lado el muy cuestionable derecho de herencia-, pero… ¿es esto así? ¿no será más cierto que lo que hay detrás de grandes fortunas es robo, homicidio, violencia, coacción, intimidación, prevaricación, chantaje, abuso etc? ¿alguien sinceramente piensa que es el trabajo el origen de las grandes propiedades?

d- Rousseau en el Discurso sobre la Desigualdad hace una conocida y muy hermosa crítica a la propiedad privada: “El primer hombre a quien, cercando un terreno, se lo ocurrió decir esto es mío y halló gentes bastante simples para creerle fue el verdadero fundador de la sociedad civil. ¡Cuántos crímenes, guerras, asesinatos; cuántas miserias y horrores habría evitado al género humano aquel que hubiese gritado a sus semejantes, arrancando las estacas de la cerca o cubriendo el foso: “¡Guardaos de escuchar a este impostor; estáis perdidos si olvidáis que los frutos son de todos y la tierra de nadie!”

Todos los argumentos anteriores son sobradamente conocidos, los socialistas y anarquistas los ha repetido hasta la saciedad y sacaron las consecuencias oportunas: si la propiedad privada es ilegítima toda la propiedad ha de ser comunitaria (de la sociedad, de comunas, de cooperativas, del estado…). El problema es que nada de eso funcionó. Las sociedades que apostaron por la propiedad comunitaria acabaron como todos sabemos y es una manifiesta ingenuidad pensar que todo se debió a errores estratégicos o de gestión. La verdad es otra: no funcionó porque no podía funcionar; todos los experimentos estaban condenados al fracaso. Las teorías políticas que pretender abolir la propiedad privada parten de una idea completamente equivocada del ser humano y en cambio la teoría liberal permite construir sociedades eficaces porque parte de una teoría antropológica más adecuada. En román paladino: uno trabaja más y mejor cuando los beneficios son para él y los suyos y no para la sociedad, el Estado, la Revolución…

En conclusión, pienso que la propiedad privada no es un derecho inalienable de las personas, tal y como plantean los liberales, pero su protección por parte del Estado es una medida plausible y eficaz. La propiedad privada, por tanto, puede justificarse a posteriori en base a los satisfactorios resultados obtenidos, pero no es un derecho sacrosanto e inalienable. Desde el punto de vista político considero legítima la enajenación de la propiedad privada en casos puntuales cuando se persiga un fin colectivo importante (como de hecho ocurre con las expropiaciones para hacer autopistas, vías de ferrocarril etc) y justificada una política fiscal progresiva que grave más a los grandes propietarios. Desde el punto de vista filosófico, la apelación al derecho de la propiedad nunca puede ser la última palabra. Si el derecho a la propiedad intelectual es legítimo lo será por algo más que por nacer bajo el “paraguas” del derecho a la propiedad privada.

B. LA PROPIEDAD INTELECTUAL

Supongamos que el derecho a la propiedad privada es incuestionable y que no acarrea los problemas que acabo de exponer. En la línea de Locke, los partidarios de la propiedad intelectual arguyen que uno tiene el derecho a los frutos de su trabajo. De acuerdo con esta visión, del mismo modo que el campesino tiene derecho a los cereales que cultiva, también tiene el artista derecho a las ideas que genera y al arte que produce. En efecto, este razonamiento parece impecablemente lockeano. La semejanza, no obstante, es sólo aparente. En las siguientes líneas intentaré mostrar que la propiedad intelectual no es un caso particular de la clase general –la propiedad privada- sino mas bien lo contrario.

1- Las ideas no son bienes escasos.

La propiedad intelectual pretende ser un derecho sobre objetos ideales, sobre ideas. Pero… ¿pueden las ideas ser concebidas como un patrimonio particular? Evidentemente si las ideas no son expresadas pertenecen al sujeto que las concibe, pero la cuestión no es esa; la cuestión es si una idea expresada y comunicada pude ser considerada una propiedad privada del emisor de la misma.

Para plantear adecuadamente esta cuestión son de utilidad algunos conceptos previos. En economía se habla de bienes escasos cuando el uso de un bien por parte de un individuo excluye/limita el uso de este bien por parte de otro individuo o para otra finalidad. Una manzana, por ejemplo, es un bien escaso porque si la engullo no puedo emplearla para otro propósito y ningún otro individuo puede darle otro uso. Por tanto, un bien es escaso cuando puede haber conflicto sobre su uso por parte de múltiples actores humanos. El aire es un ejemplo de bien no escaso en la actualidad, porque el hecho de que yo respire no excluye / limita el uso que otro pueda hacer del aire. La pregunta es …¿A qué se parecen más una idea a una manzana o al aire?

Los bienes escasos pueden ser reconocidos porque su uso y disfrute puede ocasionar conflictos: si soy el propietario de una cosecha o una vivienda o unas tierras, soy yo y no otro el que puede beneficiarse de dichos bienes. Por eso existen títulos de propiedad y toda una legislación que tiene como objetivo sino zanjar las disputas, al menos mantenerlas en los cauces más civilizados posibles. Eso que llamamos “propiedad privada” no es más que el reconocimiento por parte de toda la sociedad de que un bien escaso pertenece a un individuo determinado. Así, para evitar el conflicto, los derechos de propiedad deben ser visibles y justos. Los límites de la propiedad deben ser visibles para distinguir entre lo mío y lo de otro nítidamente, de lo contrario es obvio que no se evitarán los conflictos, pues nadie sabrá dónde acaba lo suyo y empieza lo de los demás. Al mismo tiempo, los derechos de propiedad deben ser justos, es decir, debe haber una razón objetiva (intersubjetivamente reconocida) por la cual se establezca que esto es mío y aquello es de otro.

Pero las ideas, y este es el punto clave, no son bienes escasos. Los objetos inmateriales no son de uso excluyente, no puede haber conflicto sobre su uso. Si yo empleo una idea ello no impide que otro pueda hacer uso de esa misma idea en el mismo instante. Mi uso de una idea particular no excluye/limita el uso de nadie respecto de esa idea. Si yo canto una canción, ello no impide que otro pueda cantarla. La canción no se gasta por muchas voces que la entonen y por muy a menudo que lo hagan. El que yo utilice un invento no impide que otro pueda plasmar físicamente la misma idea innovadora y hacer igualmente uso de ella. El que yo me sirva de una receta de cocina no impide que otro pueda aprovecharse de ésta también. El que yo escriba un libro no impide que otro exprese en una hoja de papel las mismas palabras. La ideas no son, pues, un bien escaso. Luego no tiene sentido que se establezcan leyes para evitar el conflicto, ya que no puede haber conflicto alguno con respecto a su uso. La propiedad privada en su sentido tradicional surge de la escasez: sólo los bienes escasos son apropiables, pues sólo con respecto a su uso puede haber conflictos. Por el contrario, la propiedad intelectual no emana de la escasez sino que la genera artificialmente. Al establecer un monopolio legal, un derecho exclusivo, sobre una idea se convierte en escaso algo que antes no lo era. Una idea no es un bien escaso por naturaleza, sino que se convierte en un bien escaso por efecto de la propiedad intelectual. Precisamente porque las ideas no son bienes escasos es imposible establecer límites visibles y justos a la propiedad intelectual. Por el contrario los límites de la propiedad intelectual son vagos y arbitrarios.

Por otro lado, es de todo punto gratuito distinguir entre descubrimientos no patentables e invenciones patentables. Se arguye, que en el descubrimiento científico o filosófico, la identificación de aquello que existe en la naturaleza, no es una creación y por tanto no es patentable. Pero en este sentido nada es una creación, pues todo objeto o teoría es la recomposición de unos materiales e ideas ya existentes. Sólo el Dios del Génesis crea ex nihilo, el resto debemos conformarnos con reorganizar una materia preexistente. Además, pecan igualmente de arbitrarios los límites temporales de la propiedad intelectual. En España la duración del copyright es de toda la vida del autor más 70 años después de su muerte; la de las patentes, 20 años. ¿Por qué 70 años después de su muerte y no 50?¿Por qué no 20 años desde el registro de la autoría?¿O cinco años desde el registro de la invención?¿De dónde puede deducirse lógicamente el límite temporal adecuado? La arbitrariedad de la duración de la propiedad intelectual es palmaria.

2- La propiedad intelectual es contraria al derecho de los propietarios

Locke explica como el individuo deviene propietario de aquella materia tangible particular en la que ha impreso su sello distintivo, en la que ha plasmado su creatividad, no de la idea en sí misma que como tal puede concretarse en otros objetos tangibles. La propiedad intelectual (copyrights y patentes) es un derecho sobre objetos ideales, sobre ideas. Esto significa que se confiere al titular de la propiedad intelectual un derecho sobre todas las plasmaciones físicas de la idea protegida, es decir, el creador-inventor retiene un derecho de control sobre la propiedad ajena en lo tocante a la plasmación de la idea protegida. Nadie puede plasmar esta idea en su propiedad tangible sin el consentimiento del creador-inventor, luego el creador-inventor detenta un derecho de control parcial sobre la propiedad tangible de terceros, ya que ostenta la potestad de decidir, con respecto a la plasmación de la idea, sobre el uso de esta propiedad tangible.

El autor de un libro, valiéndose del copyright, no sólo posee un derecho de propiedad sobre el ejemplar que ha escrito (lo cual nadie niega), sino que detenta un derecho de propiedad parcial sobre toda la tinta y las hojas en blanco propiedad de terceros, ya que estos no pueden, con su tinta y con sus hojas, reproducir las ideas expresadas por el autor original. El músico que en su casa escucha una sinfonía compuesta por otro y la registra, o simplemente la memoriza, no puede después reproducirla con sus instrumentos en su local sin el consentimiento del autor original. No puede, por tanto, dar a sus instrumentos y a su local el uso que estime oportuno. El inventor de un nuevo carburador, valiéndose de su patente, no sólo posee un derecho de propiedad sobre los materiales en los que ha plasmado su idea, sobre su carburador en cuestión, sino un derecho de control parcial sobre todos los carburadores existentes, cuyos propietarios no pueden aplicar esa innovación en su carburador sin el consentimiento del inventor. Los propietarios de los carburadores antiguos no pueden hacer con su carburador lo que les plazca, ya que no pueden aplicar esa invención. No pueden decidir con carácter exclusivo el uso que van a darle a su carburador, pues es el inventor el que decide si pueden o no pueden darle a su propiedad ese uso concreto. Todos aquellos individuos que poseen las piezas para montar el nuevo carburador no pueden hacer uso de ellas con esa finalidad sin el consentimiento del inventor. El inventor posee por tanto también un derecho de control parcial sobre todas esas piezas, ya que sus propietarios no pueden hacer con ellas lo que deseen, no pueden en particular reproducir ese carburador. De este modo, los titulares de estos monopolios legales (copyrights y patentes), violan el derecho de propiedad de los propietarios al transferir parcialmente derechos de propiedad de los poseedores naturales de bienes tangibles a los inventores, creadores y artistas, lo cual supone una violación de los derechos de propiedad de los primeros

En conclusión los llamados derechos de autor más que un caso particular de propiedad privada representan una cortapisa a la misma.

C. LA DEFENSA DE LA PROPIEDAD INTELECTUAL NO RESPONDE A UN INTERÉS COLECTIVO

El único argumento que considero medianamente consistente en favor de la propiedad intelectual es el utilitarista: aquel que afirma que redunda en beneficio de la colectividad proteger los derechos de autor pues así se incentiva la creación y el progreso. El problema con esta tesis es que no se presenta como tal, acompañada de los argumentos pertinentes, sino que más bien se toma como un postulado evidente ante el cual sólo cabe asentir.

Sin embargo puedo concebir algunos argumentos que apoyan la tesis opuesta, a saber, aquella que afirma que la defensa de la propiedad intelectual, mediante patentes y copyrights, no siempre favorece la innovación y muy a menudo no responde a un interés colectivo sino que solo beneficia a unos pocos:
  • En aquellos campos que no están amparados por la legislación de patentes y los copyrights como la moda, la ciencia, la filosofía, la magia, la publicidad etc, también se producen avances y constantes innovaciones.
  • No se puede explicar la larga duración de los copyrights (toda la vida del autor más 70 años después de su muerte) como una forma de incentivar el progreso sino más bien de prolongar monopolios legales muy rentables para determinadas empresas, pero contrarios al interés general.
  • Las patentes y copyrights restringen la competencia lo que perjudica a la mayoría y puede comportar menos innovación. En los inicios de la aviación los hermanos Wright patentaron un mecanismo especial para las alas de los aviones y demandaron a todos los que intentaron aplicar innovaciones parecidas lo que retardo el despegue de la industria. Algo semejante sucede con la hegemonía de Microsoft en la industria del software informático.
  • Cabe destacar lo contrario que es al interés público la legislación sobre patentes en el caso de la industria farmacéutica. Algunos medicamentos que son útiles para el tratamiento de los enfermos de sida están sometidos a patentes lo que les hace inalcanzables para los países en vías de desarrollo, justo donde la enfermedad golpea con más fuerza. Recientemente el presidente de Brasil, Lula Da Silva, anunció la suspensión de la patente del efavirenz, considerado un fármaco de primera línea para combatir la infección por VIH, y anunció que importará un genérico producido por un laboratorio de India que cuesta menos de un tercio del original. El Gobierno brasileño alegó que el alto costo del medicamento, que toman 75.000 brasileños con VIH de los 200.000 que viven en el país, amenaza la viabilidad del programa nacional de combate contra el sida. Naturalmente la multinacional afectada, Merck Sharp&Dhome, ha dicho que se siente "profundamente decepcionada" por esta medida del Gobierno brasileño.
  • El monopolio legal funciona a menudo como un desincentivo a la creatividad y la innovación: ¿qué incentivos tiene un autor o un inventor para seguir creando si ya goza de una renta monopolística con respecto a su obra para un lapso muy dilatado de tiempo? Si un autor tiene garantizada una renta monopolística para un largo período de tiempo, ¿no se verán reducidos sus incentivos para seguir creando durante ese período? En contraposición, si carece de un monopolio legal y aspira a percibir un flujo constante de ingresos puede verse compelido a crear sin interrupción (quién sabe si los Del Río habrían compuesto otra pieza para la historia la música si no fuera por la indolencia que les puede producir los copyrihts de “Macarena”).
  • La legislación sobre patentes puede orientar la investigación hacia aquellos campos donde puede existir un lucrativo negocio, lo que muy a menudo no coincide con los intereses colectivos. Existen áreas de investigación patentables mientras que otras no lo son, de tal modo que el sistema de patentes distorsiona la investigación científica. Es posible que sea más rentable un nuevo fármaco contra la obesidad que una vacuna contra la malaria, por ejemplo.

D. CONCLUSIONES

Concluyo, por tanto -rememorando a Gorgias de Leontini- afirmando que la propiedad privada, como derecho natural, no existe; que si existiera, la propiedad intelectual no sería un caso particular de propiedad privada porque las ideas no son bienes escasos; que si la propiedad intelectual no fuera más que un tipo de la propiedad privada, puede ser contraria al interés general y no debe ser acreedora de amparo legal incondicionado; por lo tanto no existe algo así como un “derecho a la propiedad intelectual”.

Sin embargo es preciso reconocer que las invenciones y las obras artísticas pueden y deben, hasta cierto punto, protegerse al margen del sistema de patentes y copyrihts. Una posible solución consiste en la vía contractualista: establecer compromisos aceptados voluntariamente por las partes, no privilegios otorgados por el Estado en forma de monopolios legales que vinculan a todos. Por ejemplo, el autor de un libro o el creador de un invento puede extender un contrato por el cual concierta con los compradores una transferencia condicional de su obra, de forma que estos pueden quedar obligados contractualmente a no realizar copias del escrito, de la película o del nuevo carburador. En el momento en que el comprador realice una copia estará violando los términos del contrato y su posesión del libro se tornará ilegítima: el autor sólo transfería la propiedad si el comprador se abstenía de emitir copias; como el comprador emite copias el título de propiedad no se ha transferido, con lo cual el comprador está ahora en posesión de un libro que no le pertenece. No obstante, y esto es fundamental, el contrato sólo vincula a las partes, no a terceros. Los compradores del libro están compelidos contractualmente a no realizar copias, pero un tercer individuo que da con un ejemplar abandonado no tiene obligación contractual alguna. Un CD musical puede intentar protegerse por vía contractual (vinculando a todos los compradores del CD), pero el individuo que sin haberse sometido a contrato alguno escucha y graba las canciones no está vinculado a nada. La vía contractual, por tanto, no es en absoluto un sustitutivo de los “derechos de autor” propios del copyright. Los actuales derechos de la propiedad intelectual vinculan a todos, con independencia de si han o no formalizado su consentimiento. No se produce una transferencia condicionada de títulos de propiedad consentida voluntariamente por las partes. El Estado destierra las relaciones contractuales instituyendo monopolios legales.

En cualquier caso, al margen de los problemas que pudiera ocasionar un sistema de protección legal alternativo al vigente, lo que es claramente abusivo es el sistema actual que favorece en todas las situaciones al autor y no ampara en ningún caso al consumidor. Tan es así que estamos acostumbrados a vivir en la ilegalidad permanente. Si cumpliéramos escrupulosamente la ley un profesor no podría fotocopiar documento alguno para trabajar en el aula, ni un grupo de amigos tocar en un pub canciones de otros grupos para divertirse, ni el conductor de un autocar poner una película para hacer más llevadero el viaje etc. La conclusión que parecen sacar algunos miembros de la SGAE, como el cantante Pau Donés en unas recientes declaraciones, es que somos todos unos ladrones pues lo que le parece fuera de toda discusión es que ellos – los autores- tienen todos los derechos del mundo sobre sus obras y nadie puede, por ejemplo, compartir su último disco sin su permiso.

No contentos con todo ello su última propuesta es que las bibliotecas les paguen un canon por el préstamo de sus obras. Se suponía que la no existencia de un ánimo de lucro, su papel en la promoción de la lectura, su función como difusores y conservadores de la obra de esos autores, justificaba que el préstamo de libros no se sometiera a la omnipresente Ley de la Propiedad Intelectual. Vana suposición. En todo caso el canon es solo una etapa del camino, su objetivo último y más importante es impedir que los internautas puedan compartir archivos sin su consentimiento. Pero lo peor no es que defiendan sus intereses sectoriales, al fin y al cabo todos lo hacemos, sino que lo hacen en nombre de la Moral, descalificando como ladrones e inmorales a todos aquellos que no comparten sus tesis. ¡Ya está bien!

viernes, 18 de abril de 2014

Ideología tan cotidiana.
Borja Lucena

De suerte que, en el interior de esta clase, una parte se presenta constituida por pensadores de la clase (sus ideólogos activos (…), los que hacen de la elaboración de la ilusión sobre sí misma su tarea principal); mientras los otros, en relación a estas ideas e ilusiones, tienen una actitud más pasiva y receptiva, ya que, en realidad, son los miembros activos de esta clase y tienen menos tiempos de elaborar ideas e ilusiones sobre sí mismos.
K. Marx y F. Engels, La ideología alemana

 

1. La ideología es una sustancia viscosa, de elasticidad inabarcable y terca. Se torna invisible, pero conserva su carácter pegajoso y asfixiante; su invisibilidad, en vez de transparente, envuelve y esconde las cosas. Se inmiscuye en los intersticios, ocupa los espacios en los que alienta la vida y se desarrollan las relaciones sociales. Es, por naturaleza, una fuerza expansiva que tiende al imperio.

Todo estado, todo orden político, genera de modo necesario una ideología en la que amparar y justificar el poder que lo anima, un discurso del que hacer emanar una legitimidad sin la cual su estructura formal y material, así como las acciones que emprende, vacilarían[1]. La diferencia que cabe notar entre distintas épocas y sociedades es de grado y extensión; a veces, la ideología puede circunscribirse al ámbito casi exclusivo del poder político o religioso, dejando de lado áreas vastísimas de la vida. Esto fue una constante en la historia europea, campo de batalla de poderes enfrentados que evitaba la hegemonía de uno solo. Incluso en el poderoso imperio romano el estado no se podía proponer la educación de todos los ciudadanos. La limitación del poder efectivo del estado hacía impracticables las ensoñaciones utopistas de los que querrían hacer de los hombres la arcilla en la que dar vida a experimentos sociales ciertamente imaginativos. En otras ocasiones, sin embargo, correspondiendo al crecimiento del estado, la ideología amenaza con extenderse hasta cubrir los límites mismos de la vida que ampara. El siglo XX, con el acrecentamiento del poder estatal hasta lo nunca antes concebible, la sofisticación virtuosística de los medios de control social y la propaganda, el dominio exhaustivo de la educación de la totalidad de los ciudadanos, etc., ha hecho posible lo que hasta entonces sólo había sido el anhelo de mentalidades utópicas y fanáticas: la ampliación del adoctrinamiento ideológico hasta las fronteras no sólo de la vida común, sino también de la totalidad de las conciencias. Un poder de esta naturaleza puede convertirse, sino está debida e internamente limitado por su propia constitución, en el mayor de los tiranos. La tiranía perfecta es no sólo posible, sino incluso probable, cuando la misma sociedad tiranizada posee la convicción subjetiva de necesitar del tirano para su propia supervivencia.

Hoy en día no existe manifestación existencial que se libre del abrazo turbio de la ideología vigente. Todo acontecimiento ha de soportar su presencia sofocante como un rumor inquebrantable. Relacionada con una forma de poder, expresa a su vez el malestar profundo generado por un complejo de culpa inducido, dirigido a justificar la existencia misma de la doctrina en la que se sustenta la dominación; para ello, no sólo ilumina exageradamente la conciencia culposa, sino que se constituye en bálsamo que calma la tortura generada por su invariable presencia.

La hegemonía de la ideología se da combinando un mecanismo de imposición que debilita la voluntad hasta conseguir que desaparezca toda resistencia (la extensión de la culpa) y la aniquilación de la idea de verdad, que tiene necesariamente que ser contemplada como estorbo para la consecución del pleno señorío ideológico. La estrategia de imposición del dominio se da en la forma de una compleja economía de la culpa: astuta creación de un malestar para el que la misma ideología que lo provoca ofrece remedio aparente. Como Iglesia Verdadera, y a través de sus sacerdotes reconocidos, a un mismo tiempo subraya la culpa y dispensa su absolución. De esta manera, crea las condiciones para convertirse en subjetivamente necesaria. La culpa, como expresión del centro en torno al cual el discurso ideológico contemporáneo se fortalece, ha logrado que la sociedad europea, en sus distintas variantes, sea manipulable a voluntad, como un niño desvalido o un imbécil. La dominación, hoy, se oculta tras un discurso mentiroso proclamado al albur como liberador, tras la propagación de la ignorancia vestida con los ropajes de un relativismo cultural, que, paradójica pero eficazmente, se impone como un conocimiento verdadero de la realidad carente de verdad. Para paliar la culpa es preciso hacer desaparecer toda idea de verdad. Lo que se oculta más profundamente es que la verdad ya se tuvo que eliminar para crearla. La falacia originaria consiste en la identificación de relativismo y libertad, dado que la sola existencia de verdad ha de limitar la voluntad de elegir. La doctrina en uso promete la liberación con respecto a la verdad, seduce al individuo, a la masa, ofreciéndole la eliminación de aquello que se resiste a su ilusión de omnipotencia. El precio es evidente, y la omnipotencia realmente ilusoria, ya que el escamoteo de la realidad y la aniquilación deseada de toda verdad que no sea relativa despoja a los individuos de toda libertad efectiva; la única libertad de esta manera concebible, sin realidad alguna en la que realizarse, es la ensoñación, la profusión de buenos deseos y pensamientos, la virtualidad indigente de las buenas intenciones[2]. La acción convergente de Culpa y Relativismo ofrecen el estado idóneo para la existencia de una ideología de poder omnímodo y difícilmente cuestionable.

Evaporada la verdad, se alcanza el estado idóneo para el dominio de cualquier sociedad política. No hay hechos, sólo ideología. Todo acontecer, ya sea de signo estrictamente político, difusamente cultural, deportivo o gastronómico, se impregna de las mismas palabras y justificaciones legitimadoras. Se convierte en solidario o termina por poseer como fin supremo unas nebulosas tolerancia o igualdad. La valoración de la realidad se antepone al conocimiento de ésta con el fin de moldearla al capricho de los productores de ideología[3]. Esta dominación sutil, casi invisible, pero patente, al servicio de poderes no necesariamente económicos, pero también económicos, ha terminado por confundirse con la estupidez más llana para conformar el conglomerado de opiniones, sofismas y valoraciones que se destilan incluso en los programas televisivos de simplicidad más evidente; todo vehículo capaz de transmitir la verdad administrada no deja de ser aprovechado. En rigor, el contenido ético del discurso enunciado por el cátedro progresista es idéntico al del futbolista o el famoso solidario del día; de hecho, utilizan ambos un lenguaje en el que no es posible pensar de manera heterodoxa.

El lenguaje es objeto preferente de una acción metódica que pretende dominar el pensamiento individual a través de la adherencia de valoraciones uniformes e inequívocas; las palabras proporcionan las cosas mismas, por lo que éstas se impregnan de los valores depositados en aquéllas a priori. El ideólogo sabe que quien domina el lenguaje domina con él la realidad, y por ello se dedica incansablemente a la creación de un nuevo código en el que toda significación indeseada sea literalmente imposible; el lenguaje se reduce, tanto sintáctica como semánticamente, de manera que proporciona una realidad mutilada, disminuida, aligerada de sus contenidos contradictorios e incontrolables. La fe que se asimila al hacerse miembro de la comunidad lingüístico-ideológica contemporánea reafirma la bondad del correcto modo de pensar, y transmite la placidez de saberse perteneciente al reino de los buenos. Ciertas palabras se ven insufladas de un aura sagrada e incontestable, otras se convierten en malditas y levantan airadas exclamaciones de escándalo; como ejemplo de las primeras basta citar la omnipresente solidaridad, de tal manera que eslóganes como sé solidario provocan un asentimiento generalizado que evita cuidadosamente la pregunta por el objeto de tal afecto magnánimo (¿solidario con los derrotados nacionalsocialistas? ¿con los pobres? ¿con los asesinos o torturadores?). Palabra maldita, entre nosotros, es España, desterrada al ámbito, también maldito, de la derecha. No cabe argüir que sólo en los últimos años se ha producido, interesadamente, tal identificación, o que en tal caso el comunista Miguel Hernández habría de ser un derechista recalcitrante al dedicar poemas a la Madre España[4], porque el juicio se enuncia ante rem. El maniqueísmo más ramplón se enseñorea de la categorización de lo real, la realidad entera encuentra asignada su cualidad moral definitiva, preescrita por los creadores del discurso políticamente incontestable.

2. El complejo europeo de culpa

Todo poder es, en potencia, generador de sentimientos culposos, ya que en su esencia se encuentra la disponibilidad del hacer, y no hay acción moralmente inmaculada. El sentimiento subjetivo de ser bueno, en su dimensión absoluta, proviene sólo de la renuncia a todo poder, y por ello el santo se ha vestido casi siempre con los ropajes de la inacción y el retiro. Tras siglos de desprestigio, renace por mor de la nueva estructura ideológica el ideal del santo, pero un santo democratizado, un santo que ya no es imagen rara, ya no es héroe solitario, sino pueblo[5]; despojado de sus elementos teológicos más complicados, sin duda los más valiosos, el cristianismo sin Dios se populariza definitivamente. La moral que, en rigor, antes sólo se hacía literalmente válida para unos pocos individuos excepcionales, se convierte en uniformadora de la totalidad de la población. El proceso posee unas líneas fácilmente reconocibles: la axiomática cristiana se centra necesariamente en torno al sentimiento de la deuda; creada la figura del Acreedor Máximo, el hombre no puede más que pensarse como irremediable deudor. La figura del santo permite, sin embargo, liberar grandes cantidades de culpa mediante el sacrificio de unos pocos individuos de gran valía. Así, exonerada de la culpa que amenazaba con atenazarla, el resto de la sociedad puede proseguir sus actividades naturales. Incluso se hace necesario un quantum de culpa que redimir. El paso contemporáneo supone, por un lado, la eliminación de un Dios hace tiempo innecesario, toda vez que el complejo de culpa está ya adherido a las paredes del alma occidental; por otro, liquida también la concepción del hombre superior capaz de asumir la culpa de la sociedad entera, con lo que ésta se vuelve a depositar intacta en el todo: La Sociedad, como sujeto, ha de convertirse en santa, todos, en cierta manera, han de hacerse santos. Pero una sociedad de santos es una construcción destinada a desaparecer: la comunidad no tiene como fin exclusivo la defensa ante ataques procedentes del exterior o el interior, pero si desiste de ejercer tal función renuncia a la consecución de todo fin[6].

La culpa es un instrumento privilegiado de anulación de la voluntad libre, ya que hace al individuo impotente, incapaz para la acción. De esta manera se le transforma en una dúctil prolongación de los intereses opacos que sostienen la fe vigente. La culpa es un negocio de naturaleza intensamente lucrativa, dotada del poder sagrado de crear consumidores complacientes en tanto el consumo de ciertos productos, ya sean bienes o ideas, libera del profundo displacer creado por el remordimiento. El bálsamo ideológico, creador de la culpa, se encarga de aliviarla beatificando la figura usurpadora de las buenas intenciones, convirtiendo a éstas en objeto de culto, escamoteando la acción misma al sustituirla por una sola de sus partes. A través de la sacralización de las buenas intenciones, la ideología en uso ofrece al creyente la oportunidad de escapar a la culpa que astutamente en él ha alimentado: le da la oportunidad de sentirse bueno al sustituir el hacer culposo por un hermoso desear. La ensoñación, el delirio, los buenos deseos inofensivos ocupan el lugar de la acción, y así la doctrina administra la absolución de los pecados estableciendo un pacto implícito con el creyente. El precio es únicamente la donación de la libertad individual a una maquinaria ideológica de la que se depende necesariamente para renovar periódicamente el pacto de inocencia. La acción significativa es abandonada al líder, al partido, al sindicato, los verdaderos sujetos políticos en una sociedad que, de hecho, procura reducir al individuo a la insignificancia. Esta estrategia, este kantismo de revista del corazón, hace espúrea la acción al concebirla como innecesaria, sustrayéndola a menudo del ámbito del juicio moral. Finalmente se dirige a hacerla invisible. Sólo se enjuician las intenciones, las bellas palabras adornando la nada, las sonrisas que se exhiben como anuncio amable de la tiranía estrenada. Y se consume.

3. La suspensión del juicio

La ideología se oferta como único efectivo bálsamo para atenuar el malestar que ha logrado crear. Ha conseguido asegurar la convicción de que occidente es un error, es más, es el único error, el pecado que exige las más rotunda de las penitencias. La culpa exige la paralización de toda acción posible en tanto la sociedad misma se empapa de un angustioso miedo al error y se prohíbe cualquier nuevo yerro. La única forma de acción contemplada como permisible es el consumo de los productos patrocinados por la ideología como moral y políticamente correctos. Las consecuencias efectivas no sólo tienen que ver con la inacción cobarde, sino también con lo que pudiéramos llamar la suspensión del juicio ante las acciones ajenas. Atenazado por la culpa, e incapaz para la acción valiente, occidente también se condena a eliminar la legitimidad de sus propios juicios morales cuando se refieren al resto de culturas o civilizaciones; se da aquí un doble argumento falaz: por un lado la conciencia de los propios errores hace ver que se ha perdido la facultad de enjuiciar legítimamente las acciones de los supuestamente maltratados; por otro, se contempla con pánico cómo el error también se puede dar, y de forma primaria, en el juicio. Lo correcto, lo que no dispara indefectiblemente la culpa, es, entonces, refugiarse en un relativismo que evita la apreciación moral de las acciones de los no-occidentales, sobre todo de los francos enemigos de occidente, mientras la propia acción, en tanto exprese lo sospechosamente occidental, se identifica inequívocamente con lo malo, por lo que se sustituye invariablemente por las buenas intenciones, siempre exentas de error posible. La constitución de este vector que pretende dirigir toda la civilización europea occidental explica la monótona repetición de las mismas palabras manidas y vacías como cántaros desfondados: diálogo, tolerancia, cooperación, etc., se convierten en consignas normativizadas que sellan la corrección vacua de cualquier cosa, siempre que cuente con el perdón de las víctimas eternas. Al contrario, todo lo que explícitamente no se confiese como tal se convierte en sospechosa disidencia antidemocrática o, llanamente, fascista. Se convierte en thoughtcrime, en la terminología de Orwell. Esta acumulación interminable de imposturas recibe el nombre, a menudo, de cultura del diálogo, aunque en otras ocasiones se utilizan expresiones de imbecilidad y vacío similares.

Occidente se hace sujeto responsable de todo lo perverso que alumbró la historia, lo que atenaza sus miembros haciéndole progresivamente imposible la acción; además, proporcionalmente a la satanización de la acción propia, se santifica toda acción ajena, se justifica, se disculpa. Aquí, en lo tocante a la acción foránea, no hay juicio moral posible, porque el hombre occidental, tan perverso, no está legitimado para enjuiciar nada. La idiocia predominante es llevada a un paroxismo tal que parece difícilmente creíble, como si de un sueño desagradable se tratara[7]. Lo único que es lícito hacer con los criminales fanatizados que procuran aniquilar todo lo occidental, ya que no condenarlos, es dialogar, lo que en el lenguaje ideologizado significa procurar obtener la graciosa absolución de parte de quien de partida posee posición moral privilegiada, el inocente, el buen salvaje.

(Interludio: el diálogo a ultranza
Sería el momento, aunque el propósito pueda ser vano, de anunciar una Crítica de la Razón Dialógica[8], esto es, del imperativo acrítico de tolerancia y diálogo universales que obvia la pregunta por la posibilidad pragmática y realista de llevarlo a cabo. La imagen onírica de un diálogo universal formulado en tales términos, llamémosle alianza de civilizaciones, hace abstracción de todo contenido, objeto o sujeto concretos, con lo que adquiere condición de espectro. Así como de la Crítica de la Razón Pura se desprende que antes de volcar la razón en el conocimiento de objetos es preciso determinar las condiciones de posibilidad de un objeto en general, del mismo modo, antes de ofrecer el diálogo como panacea universal, sería preciso contemplar las condiciones de posibilidad de un interlocutor real. Sin la constitución de interlocutores efectivos, el milagroso diálogo se rebela como monólogo dirigido a santificar de forma narcisista las propias intenciones, lo que se muestra desvergonzada, impunemente, en el modo en que los bienintencionados profetas se solazan en sus propias palabras vacías, en cómo se agradan los políticos que representan la pantomima de la bondad tolerante.)

4. El buen salvaje

El axioma sobre el que descansa la condena definitiva de occidente, y que como una oración hipnótica repiten los niños desde la cuna, es la malignidad de la civilización occidental como tal, su colonialismo atroz, su afán destructor de la naturaleza, su modelo social basado en el solo egoísmo, su falta de espiritualidad, su culpa, su culpa, su culpa como un ritmo monótono e inobjetable. En la culpa y el desesperado intento de sustraerse a sus designios se embosca el discurso ideológico que de antemano se caracteriza como superior, ya que se define negativamente con respecto a lo que se ha categorizado como perverso. La distinción nítida con respecto a lo malo se propone como núcleo de todo valor moral aceptable, así como, según Voltaire, a la chusma inglesa no le importaba regirse por un calendario que retrasara con respecto al año solar, ya que eso le permitía no coincidir con el calendario gregoriano de la iglesia de Roma. El discurso moralizante adora la inacción, la rendición anticipada, ensalza todo lo que no sea occidental sin atreverse a juzgar sobre su valor intrínseco. Perdida en esta corriente confusa , Europa agoniza oprimida por el peso de su propio poder, por la culpa inmensa que le causa haber sido poderosa y poder todavía serlo. Ante la sola posibilidad de mantener o acrecentar su poder, el progresista se molesta: eso quiere decir más culpa, por lo que el automatismo moral tan eficiente le asalta en la forma de un remordimiento culpable por todos los otros que sufren. No sólo los otros humanos, también el dolor todo que soporta la naturaleza: el ecologista ha sido el encargado, en el seno de la especialización del trabajo ideológico, de extender la culpa de occidente más allá de los límites de lo humano, hasta alcanzar los límites mismos de lo real.

El mito del buen salvaje continúa modelando de manera perversa la relación de occidente con el resto de los hombres. Esto quiere decir que se fragmenta el código moral en dos grandes áreas, sólo aplicables de manera unívoca y separada: la moral de la culpa, que occidente se obliga a soportar ascéticamente, y la moral de la inocencia, sólo referida a lo no-occidental. La dotación de construcción intelectual tan absurda como maligna, sin embargo, parece redimir a una parte de occidente de sus insoportables culpas, por lo que grandes segmentos de la población se convierten, a menudo inconscientemente, en eficientes minadores, en quintacolumnistas al servicio de los rencorosos enemigos de la civilización occidental. El buen salvaje estará siempre guarecido bajo la aureola de bondad que le presta el no estar contaminado por la corrupción que emana de la civilización occidental, y su acción será siempre comprensible, aun cuando terrorista o asesina, por ser la natural defensa del animal herido ante la maldad del infiel occidente. Su acción es inocente, no aprensible por las categorías morales válidas para la acción occidental, y si no fuera por el imperialismo al que están sometidos, su reino sería el de los cielos.

5. El Perdón de los Pecados. La música y el bálsamo ideológico

El bálsamo que redime de los dolores de la culpa y la mala conciencia se oferta en muy distintas formas. También se vende como arte. La música, la pintura, la arquitectura se han convertido también en autos públicos en los que aliviar una buena cantidad de culpa. El ritual del amante del arte dicta de antemano cuál es la valoración acertada, cuáles los matices que es preciso silenciar, y qué será necesario no nombrar. El criterio estético se ve sustituido por un uniforme criterio ético que valora el arte sólo en tanto promociona los valores por doquier dominantes: si la obra es incomprensible y deforme, pero critica determinado aspecto de la civilización occidental, no apreciarla es señal de falta de sensibilidad y conservadurismo. Lo bueno y lo malo artísticos no se refieren ya a las cualidades estéticas presentes en la obra, sino que adquieren un significado inequívocamente moral que refiere a la adscripción a una de las banderas en que se divide el campo ideológico. La música, creada de modo compulsivo para satisfacer el delirio consumista de grandes segmentos de población, sirve de manera idónea a los designios de la ideología; el juicio estético se sustituye por valoraciones que en ningún caso alcanzan el dintorno de lo estrictamente musical. Se juzga al músico no como músico, sino como profeta de la doctrina redentora. No basta más que asistir a un concierto de la denominada música étnica para contemplar el más acabado rito de perdón de los pecados. En la mayoría de los casos es inútil procurar comprender el entusiasmo que genera una música sino pobre sí resueltamente simple; ahí no hay juicio musical alguno, hay sólo juicio ideológico. La ceremonia consiste en reivindicar las otras músicas oprimidas por el formidable edificio de la armonía occidental, y sólo el sentido moral del evento permite comprender los efectos tónicos que resultan en un público que consigue descargarse, aunque sea momentáneamente, de algo del peso del remordimiento. El bálsamo ideológico, en forma de música, ha producido de nuevo sus efectos satisfactorios.

Notas


[1] Esto no quiere significar, contra Marx, que sean todas las ideologías igualmente perversas, falsas u opresoras. Tal conclusión habría de apoyarse en la abstracción del contenido efectivo del sistema de ideas que ampara la existencia de un poder determinado, así como de la naturaleza misma de tal poder, y, en última instancia, en una premisa mayor absolutamente injustificada, pero aceptada plenamente por ciertas corrientes de pensamiento judeo-cristianas, como la marxista: la malignidad de todo poder terreno.
[2] Orwell, característicamente lúcido, contempla como única esperanza de libertad la existencia de la verdad. Sólo si la verdad existe, afirmo con él, hay oportunidad de ser libre, ya que la libertad es necesariamente el enfrentamiento individual con una verdad no dependiente de arbitrio ninguno. El totalitario régimen de 1984 se convierte en inexpugnable sólo desde el momento en que la sociedad que tiraniza se convence de que la verdad es una variable dependiente de la colectividad que la piensa.

La libertad consiste en poder afirmar que dos más dos son cuatro.

[3] Queda para otra ocasión la pregunta sobre la pragmática originadora de la ideología: ¿a quién interesa tal sistema de valores? Lo cierto ahora es su existencia. Sólo una mirada a los sistemáticos intentos de eliminar de los centros de enseñanza el conocimiento riguroso, desplazándolo a favor de entretenimientos y adoctrinamiento ideológico, muestra el interés que los prosélitos de la doctrina vigente sostienen en mantener a los niños y adolescentes en la ignorancia, terreno de siembra idóneo para la fe. La manipulación ideológica, mantenida con constancia desde la temprana niñez, impide que el alumno desarrolle modos de defensa basados en el conocimiento. De esta manera, a través del sistemático escamoteo de la realidad, se crea un electorado dócil. V. Mercedes Ruiz Paz, la secta pedagógica; Grupo unisón ediciones. Madrid, 2003.
[4] España, piedra estoica que se abrió en dos pedazos
de dolor y de piedra profunda para darme: no me separarán de tus altas entrañas, madre (…).
Miguel Hernández, El hombre acecha.
[5] Este mes de mayo, el ministro de defensa ha ofrecido un emotivo ejemplo de santidad al afirmar sin empacho que prefiere morir que matar.
[6] La aparición del pacifismo a ultranza es síntoma inequívoco de esta recuperación amplificada del ideal de santidad; durante la preeminencia del ideal aristocrático de santidad, la sociedad no se veía incapacitada para la acción guerrera; desaparecidos, sin embargo, los hombres superiores, la sociedad en su totalidad se hace sujeto de culpa, por lo que se ve condenada a la inacción y, si persiste, a la desaparición o la esclavitud.
Dispuestos a mantener siempre con las ciudades extranjeras relaciones pacíficas. A causa de este amor que es excesivamente inoportuno, cuando hacen lo que desean, llegan, sin advertirlo, a perder toda aptitud para la guerra, crean en la juventud idéntica disposición y están siempre a merced de sus agresores, razón por la cual no hace falta que pasen muchos años para que tantos ellos como sus hijos y la ciudad toda, a menudo sin darse cuenta, se vuelvan, de libres, esclavos.
Platón, Político, 308 a

[7] El espíritu, por llamarlo de alguna manera, suicida e imbécil que lleva a afirmar a intelectuales como Susan Sontag que el hombre blanco es el cáncer que soporta la tierra. Quizás lo más sorpresivo no es la manifestación individual de la idiotez moral, en este caso evidente, sino su institucionalización a través de premios y recompensas mediante las que la clase política ritualiza su absolución ideológica. En este caso, la intelectual nombrada fue galardonada con el premio Príncipe de Asturias en su rama de Humanidades.
[8] La necesidad de esta crítica es evidente en la facilidad con que se hace pasar como moneda legal una burda falsificación del auténtico diálogo; sería erróneo entender esta crítica como el intento de eliminar la razón en tanto se expresa en un diálogo posible, así como Kant no pretendía acabar con la razón pura al someterla a crítica. Más bien pretende reducir la razón, ya sea teorética o dialógica, a sus límites legítimos, impidiendo su expansión incontrolada a ámbitos en los que no encuentra real acomodo y se convierte en delirio visionario, como el padecido por quien concibe como posible un diálogo con quien como única argumentación posee la condena al degollamiento.

lunes, 14 de abril de 2014

El sujeto sin deseo.
Eduardo Abril Acero

Desarrollaré en esta entrada una idea que está en la base misma de la modernidad, que en buena parte configura la subjetividad contemporánea, entendiendo esta contemporaneidad como una hipermodernidad, una modernidad desatada. Es la idea de que el sujeto de la modernidad, que es también y finalmente el sujeto del capitalismo, el hombre contemporáneo, es un ser carente por completo de deseo, incapaz de una relación real con el mundo y por tanto, incapaz de experimentar placer. El fundamento teórico de este sujeto está, como no puede ser de otro modo, en la descripción cartesiana del hombre y del mundo, y en la relación que ambos mantienen.

Descartes, como sabemos, aísla al hombre encerrándolo en un yo apartado del mundo, distanciado de él. Dispone tal distancia entre el sujeto que piensa y su mundo, que la filosofía moderna vivirá, durante décadas, esta distancia como el problema máximo del pensamiento: si el mundo es algo tan ajeno a nosotros, tan alejado de nuestro trascurrir diario, cómo es posible esta convivencia tan íntima y constante. El pensamiento moderno y contemporáneo solucionará esta cuestión mediante un extañamiento de lo real, convirtiéndolo en un objeto  que se presenta delante nuestro carente de intenciones y de voluntad, una cosa que está ahí para tomar posesión de ella, como ya, de hecho el europeo tomaba posesión de las tierras americanas. El proyecto ya estaba declarado en la filosofía cartesiana: cuando describe el mundo, y el cuerpo, como una máquina, no hace sino enseñorear sus intenciones, que después daría cuerpo a la modernidad: la realidad toda es una cosa distinta del hombre, dispuesta ahí para que éste la tome.

Pero Descartes no está diciendo que el mundo es esa cosa informe que está ahí para que el hombre se realice creativamente, nada más lejos de su intención. Del mismo modo que el mundo debe ser reducido a máquina, a proceso repetitivo y mecánico, el hombre debe ser reducido, como deus ex machina, al maquinista de esta máquina. La razón moderna se convierte, de este modo en cálculo y su joya más preciada será, como no puede ser de otro modo, la ciencia. Ésta consiste en un modo de pensamiento que prioriza sobre cualquier otra dimensión que pueda tener el conocimiento -especialmente su dimensión social, hasta este momento la más importante- su capacidad para predecir y manipular los acontecimientos. La caricatura resultante, porque cuando trazamos la imagen de un hombre así, no deja de ser una caricatura, un modelo de comprensión, habla de un mundo totalmente tecnificado, en el que la totalidad de lo real ha sido reducido a procesos predecibles y controlables, donde no cabe la incertidumbre y la novedad, y describe un sujeto cuya única vinculación posible con el mundo es la repetición incesante de estos procesos. 
    
El hombre resultante, el sujeto del capitalismo, es el individuo aislado, doblemente aislado por cuanto está separado del cuerpo social y es incapaz de una relación auténtica con el mundo, pues en ambos casos sólo está habilitado para la repetición de procesos estereotipados y predecibles. Sólo sabe relacionarse con los otros mediante la repetición de roles, y sólo sabe ser parte del mundo mediante el control de procesos mecánicos. Es un hombre sin arte, y lo peor de todo, es un hombre sin deseo, castrado para el placer.
    
Es verdad que, en muchas descripciones del individualismo moderno, del sujeto capitalista,  se apela a pasiones como el egoísmo y la avaricia, como si el fin último del hombre contemporáneo, dentro de la lógica capitalista sea el disfrute de los placeres de la vida, llevado por su deseo egoísta de acumulación, una especie de hedonista contemporáneo. Pero tal descripción es errónea, aún cuando ese disfrute nihilista perviva hoy en día como un resto no resuelto, un fleco incómodo que el racionalismo moderno no logró borrar del todo. El sujeto de la modernidad es un sujeto sin placer porque es un sujeto sin deseo. Su vinculación con el mundo no puede ser otra que la de su sometimiento nihilista y sin sentido, la del trabajo repetitivo, la de la esquematización de todo lo real. Para el hombre moderno, lo real, como mostró Kant se reduce a un esquema de conocimiento o, peor, a un esquema de acción, así que la inserción del hombre en el mundo no puede ser otra que la de un individuo que se dispone ya, de antemano, en un orden previamente fijado, al que tiene que corresponder casi mecánicamente. La lógica del capitalismo no es, como muchas veces se pone de manifiesto como argumento de peso para anclarlo a la realidad, la obtención de una sociedad del bienestar, una sociedad del disfrute de la vida, como si una vez hayan sido cubiertas las necesidades básicas, aquellas que Descartes consideraría que no son parte del sujeto, sino de la máquina corporal, entonces aflorará el sujeto verdadero dispuesto a una realización personal. Es, por el contrario, la vaporización de todo lo real, de todo lo que mantiene inserto al hombre, junto a otros hombres, a la vida. Este, y no otro, es el efecto directo de la anulación del deseo, como parte de la subjetividad, en el hombre moderno. Y ese es sin duda, el estado de máxima precariedad que Nietzsche anunciaba en su Zarathustra, el nihilismo; puede leerse este nihilismo de otra forma, no como el momento en el que el hombre ya no cree en nada, tras la muerte de Dios, sino como el momento en el que la total y completa ausencia de deseo se ha hecho presente. El estado en el que la sensualidad de vivir es sustituida, por completo, por la pornografía, una suerte de repetición pautada y esquemática de acciones que el hombre disfruta en su cumplimiento legislado.
    
La mejor forma de comprender esta dimensión de la contemporaneidad es acudir a la descripción que Freud hace del deseo y el placer, y su diferencia con el concepto lacaniano de goce. La obra de Freud es el resultado de el encuentro entre el sujeto y su deseo; esto es lo que constató  en el análisis de aquellas primeras histéricas -de las que no es baladí que fueran mujeres y no hombres- que el cuerpo, que había sido reducido a puro mecanismo por la medicina y la ciencia, albergaba deseos que, si no podían enunciarse, encontrar un cauce de expresión, hacían que aquella “máquina” perfecta se desajustase y cayese enferma. El deseo es la expresión más pura y viva de la carencia. Somos seres deseantes porque somos seres carentes, imperfectos, anhelantes de un “algo” del que carecemos. Y es este deseo, en tanto que carencia lo que nos hace ser partícipes de un mundo compartido con otros humanos, junto a ellos y a las cosas, que no son objetos inertes independientes de nosotros, sino que son lo que son en la justa medida en que forman parte de nuestro deseo. El deseo abre el mundo, hace que el yo no sea esa substancia cartesiana que gira sobre sí mismo, sino una pura apertura hacia afuera.
    
Pero el deseo, que abre el mundo, es incapaz de cerrarlo puesto que es irreductible a él. Aquí hay que diferenciar cuidadosamente entre deseo e instinto. El instinto supone una relación cerrada entre el ser y su mundo, puesto que se origina siempre de la misma forma y es atendido y satisfecho siempre de un mismo modo. Puede decirse, en la jerga analítica, que el instinto tiene una única forma de descarga, lo que lo aleja y distingue claramente de la pulsión, del deseo. La pulsión, que no tiene un origen biológico -aunque se origina corporalmente- está sujeta a lo que Freud llamaba el “proceso primario”, o lo que es lo mismo, la absoluta movilidad de las cargas, la libertad total de dirección. Dicho de otro modo, el individuo que desea puede encontrar innumerables formas de dirigir su deseo, puede “erotizar” infinitos objetos. Pero ninguno de esos objetos cerrará el círculo, la apertura al mundo que éste supone, pues éste siempre puede expresarse de una nueva forma más creativa y audaz. El deseo es una falta, pero es una falta que no se puede reconducir a algo que me de satisfacción. Es una falta que nos vincula al mundo, que nos hace tener un mundo justamente en lo que significa ser seres arrojados a la existencia: el límite, lo imposible, la finitud. Se trata de una falta en el ser que es irreductible a nada con lo que nos podamos relacionar. Apunta a algo imposible, que está en la base de nuestra configuración como seres humanos. Freud buscó ese imposible en la tragedia griega: Edipo rey. Encontró cómo el deseo tiene un punto imposible que sólo se realiza en un registro trágico. Lo imposible es concebido como el incesto (todas las culturas humanas, de un modo u otro, prohiben el incesto), el deseo se relaciona inevitablemente con aquello que de ninguna forma puede ser.
   
El hombre contemporáneo, es un hombre incapaz de desear porque no encuentra ninguna vinculación con lo imposible, ninguna falta. Esto no significa que no haya también un placer en esta ausencia de deseo, que el sujeto moderno haya de ser concebido como un autómata de repetición. También hay una satisfacción en la repetición. En este sentido Lacan añadió al psicoanálisis el concepto de goce.  El goce tiene que ver con el lenguaje y con la ley en el sentido de que es aquel disfrute en que el sujeto pierde su libertad dado que está asociado ineludiblemente a objetos determinados . Se distingue del deseo en tanto que  es libre, no está obligado a satisfacerse mediante un objeto determinado, puede variar, encontrar creativamente una nueva forma de vinculación con el mundo. El goce está en la repetición, el sujeto experimenta una manera repetida de gozar, mientras que el placer es único e irrepetible. Esta es la distancia entre la sensualidad y la pornografía: lo sensual es un instante irrepetible, algo que los amantes, más tarde sueñan con recuperar, cuando se ha perdido definitivamente -apareciendo de nuevo la falta. En cambio la pornografía desarrolla un tipo de goce que se recrea en la repetición pautada y estereotipada de siempre lo mismo. Este es, y no otro, el disfrute del sujeto moderno, el sujeto del capitalismo. 
    
Lacan nos habla del goce en términos de la filosofía hegeliana: el goce es el usufructo de un bien. Lo que se goza es un derecho, una propiedad. Y este goce además no corresponde con el deseo, por cuanto es un goce que implica el reconocimiento de los demás, implica un amo que me reconozca este goce. Lo que se goza es el reconocimiento de un derecho, de una posesión. Lacan pone el ejemplo del avaro en la fábula de Esopo: un avaro acude todos los días a contemplar su oro y goza de esta posesión, pero no hace nada con ella, no compra nada. Un día se lo roban y el avaro entra en desgracia, pues ya no puede gozar. Pero un vecino bienintencionado sugiere colocar un ladrillo donde antes estaba el oro, para que el avaro pueda continuar gozando, pues en la práctica que lo que sea la posesión, oro o piedra, no resulta nada ninguna diferencia. Pero no funciona pues el avaro es incapaz de gozar ahora. Lo que le hacía gozar era la posesión de un derecho, el de poseer esa riqueza que le permita comprar, pese a que viva como un pobre. El goce remite, por tanto, a una dimensión imaginaria en tanto que habilita un universo de virtualidades. Y puesto que el goce necesita del reconocimiento, es universalizable y se puede legislar. Es por eso que el goce moderno, el disfrute de la vida del capitalista y la sociedad del bienestar, que comparten una misma raíz, se levantan sobre dos ejes: por un lado la repetición pautada, o lo que es lo mismo, la posibilidad de una legislación, una norma, o dicho a la manera cartesiana, un método, que legisle sobre un modo de proceder estereotipado y anticipable. Y por el otro, supone la disolución de lo real, de una verdadera relación con el mundo, pues este se convierte en pura virtualidad, dado que no hay una  relación real con él ya que se realiza en la dimensión de lo imaginario.