Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

lunes, 14 de abril de 2014

El sujeto sin deseo.
Eduardo Abril Acero

Desarrollaré en esta entrada una idea que está en la base misma de la modernidad, que en buena parte configura la subjetividad contemporánea, entendiendo esta contemporaneidad como una hipermodernidad, una modernidad desatada. Es la idea de que el sujeto de la modernidad, que es también y finalmente el sujeto del capitalismo, el hombre contemporáneo, es un ser carente por completo de deseo, incapaz de una relación real con el mundo y por tanto, incapaz de experimentar placer. El fundamento teórico de este sujeto está, como no puede ser de otro modo, en la descripción cartesiana del hombre y del mundo, y en la relación que ambos mantienen.

Descartes, como sabemos, aísla al hombre encerrándolo en un yo apartado del mundo, distanciado de él. Dispone tal distancia entre el sujeto que piensa y su mundo, que la filosofía moderna vivirá, durante décadas, esta distancia como el problema máximo del pensamiento: si el mundo es algo tan ajeno a nosotros, tan alejado de nuestro trascurrir diario, cómo es posible esta convivencia tan íntima y constante. El pensamiento moderno y contemporáneo solucionará esta cuestión mediante un extañamiento de lo real, convirtiéndolo en un objeto  que se presenta delante nuestro carente de intenciones y de voluntad, una cosa que está ahí para tomar posesión de ella, como ya, de hecho el europeo tomaba posesión de las tierras americanas. El proyecto ya estaba declarado en la filosofía cartesiana: cuando describe el mundo, y el cuerpo, como una máquina, no hace sino enseñorear sus intenciones, que después daría cuerpo a la modernidad: la realidad toda es una cosa distinta del hombre, dispuesta ahí para que éste la tome.

Pero Descartes no está diciendo que el mundo es esa cosa informe que está ahí para que el hombre se realice creativamente, nada más lejos de su intención. Del mismo modo que el mundo debe ser reducido a máquina, a proceso repetitivo y mecánico, el hombre debe ser reducido, como deus ex machina, al maquinista de esta máquina. La razón moderna se convierte, de este modo en cálculo y su joya más preciada será, como no puede ser de otro modo, la ciencia. Ésta consiste en un modo de pensamiento que prioriza sobre cualquier otra dimensión que pueda tener el conocimiento -especialmente su dimensión social, hasta este momento la más importante- su capacidad para predecir y manipular los acontecimientos. La caricatura resultante, porque cuando trazamos la imagen de un hombre así, no deja de ser una caricatura, un modelo de comprensión, habla de un mundo totalmente tecnificado, en el que la totalidad de lo real ha sido reducido a procesos predecibles y controlables, donde no cabe la incertidumbre y la novedad, y describe un sujeto cuya única vinculación posible con el mundo es la repetición incesante de estos procesos. 
    
El hombre resultante, el sujeto del capitalismo, es el individuo aislado, doblemente aislado por cuanto está separado del cuerpo social y es incapaz de una relación auténtica con el mundo, pues en ambos casos sólo está habilitado para la repetición de procesos estereotipados y predecibles. Sólo sabe relacionarse con los otros mediante la repetición de roles, y sólo sabe ser parte del mundo mediante el control de procesos mecánicos. Es un hombre sin arte, y lo peor de todo, es un hombre sin deseo, castrado para el placer.
    
Es verdad que, en muchas descripciones del individualismo moderno, del sujeto capitalista,  se apela a pasiones como el egoísmo y la avaricia, como si el fin último del hombre contemporáneo, dentro de la lógica capitalista sea el disfrute de los placeres de la vida, llevado por su deseo egoísta de acumulación, una especie de hedonista contemporáneo. Pero tal descripción es errónea, aún cuando ese disfrute nihilista perviva hoy en día como un resto no resuelto, un fleco incómodo que el racionalismo moderno no logró borrar del todo. El sujeto de la modernidad es un sujeto sin placer porque es un sujeto sin deseo. Su vinculación con el mundo no puede ser otra que la de su sometimiento nihilista y sin sentido, la del trabajo repetitivo, la de la esquematización de todo lo real. Para el hombre moderno, lo real, como mostró Kant se reduce a un esquema de conocimiento o, peor, a un esquema de acción, así que la inserción del hombre en el mundo no puede ser otra que la de un individuo que se dispone ya, de antemano, en un orden previamente fijado, al que tiene que corresponder casi mecánicamente. La lógica del capitalismo no es, como muchas veces se pone de manifiesto como argumento de peso para anclarlo a la realidad, la obtención de una sociedad del bienestar, una sociedad del disfrute de la vida, como si una vez hayan sido cubiertas las necesidades básicas, aquellas que Descartes consideraría que no son parte del sujeto, sino de la máquina corporal, entonces aflorará el sujeto verdadero dispuesto a una realización personal. Es, por el contrario, la vaporización de todo lo real, de todo lo que mantiene inserto al hombre, junto a otros hombres, a la vida. Este, y no otro, es el efecto directo de la anulación del deseo, como parte de la subjetividad, en el hombre moderno. Y ese es sin duda, el estado de máxima precariedad que Nietzsche anunciaba en su Zarathustra, el nihilismo; puede leerse este nihilismo de otra forma, no como el momento en el que el hombre ya no cree en nada, tras la muerte de Dios, sino como el momento en el que la total y completa ausencia de deseo se ha hecho presente. El estado en el que la sensualidad de vivir es sustituida, por completo, por la pornografía, una suerte de repetición pautada y esquemática de acciones que el hombre disfruta en su cumplimiento legislado.
    
La mejor forma de comprender esta dimensión de la contemporaneidad es acudir a la descripción que Freud hace del deseo y el placer, y su diferencia con el concepto lacaniano de goce. La obra de Freud es el resultado de el encuentro entre el sujeto y su deseo; esto es lo que constató  en el análisis de aquellas primeras histéricas -de las que no es baladí que fueran mujeres y no hombres- que el cuerpo, que había sido reducido a puro mecanismo por la medicina y la ciencia, albergaba deseos que, si no podían enunciarse, encontrar un cauce de expresión, hacían que aquella “máquina” perfecta se desajustase y cayese enferma. El deseo es la expresión más pura y viva de la carencia. Somos seres deseantes porque somos seres carentes, imperfectos, anhelantes de un “algo” del que carecemos. Y es este deseo, en tanto que carencia lo que nos hace ser partícipes de un mundo compartido con otros humanos, junto a ellos y a las cosas, que no son objetos inertes independientes de nosotros, sino que son lo que son en la justa medida en que forman parte de nuestro deseo. El deseo abre el mundo, hace que el yo no sea esa substancia cartesiana que gira sobre sí mismo, sino una pura apertura hacia afuera.
    
Pero el deseo, que abre el mundo, es incapaz de cerrarlo puesto que es irreductible a él. Aquí hay que diferenciar cuidadosamente entre deseo e instinto. El instinto supone una relación cerrada entre el ser y su mundo, puesto que se origina siempre de la misma forma y es atendido y satisfecho siempre de un mismo modo. Puede decirse, en la jerga analítica, que el instinto tiene una única forma de descarga, lo que lo aleja y distingue claramente de la pulsión, del deseo. La pulsión, que no tiene un origen biológico -aunque se origina corporalmente- está sujeta a lo que Freud llamaba el “proceso primario”, o lo que es lo mismo, la absoluta movilidad de las cargas, la libertad total de dirección. Dicho de otro modo, el individuo que desea puede encontrar innumerables formas de dirigir su deseo, puede “erotizar” infinitos objetos. Pero ninguno de esos objetos cerrará el círculo, la apertura al mundo que éste supone, pues éste siempre puede expresarse de una nueva forma más creativa y audaz. El deseo es una falta, pero es una falta que no se puede reconducir a algo que me de satisfacción. Es una falta que nos vincula al mundo, que nos hace tener un mundo justamente en lo que significa ser seres arrojados a la existencia: el límite, lo imposible, la finitud. Se trata de una falta en el ser que es irreductible a nada con lo que nos podamos relacionar. Apunta a algo imposible, que está en la base de nuestra configuración como seres humanos. Freud buscó ese imposible en la tragedia griega: Edipo rey. Encontró cómo el deseo tiene un punto imposible que sólo se realiza en un registro trágico. Lo imposible es concebido como el incesto (todas las culturas humanas, de un modo u otro, prohiben el incesto), el deseo se relaciona inevitablemente con aquello que de ninguna forma puede ser.
   
El hombre contemporáneo, es un hombre incapaz de desear porque no encuentra ninguna vinculación con lo imposible, ninguna falta. Esto no significa que no haya también un placer en esta ausencia de deseo, que el sujeto moderno haya de ser concebido como un autómata de repetición. También hay una satisfacción en la repetición. En este sentido Lacan añadió al psicoanálisis el concepto de goce.  El goce tiene que ver con el lenguaje y con la ley en el sentido de que es aquel disfrute en que el sujeto pierde su libertad dado que está asociado ineludiblemente a objetos determinados . Se distingue del deseo en tanto que  es libre, no está obligado a satisfacerse mediante un objeto determinado, puede variar, encontrar creativamente una nueva forma de vinculación con el mundo. El goce está en la repetición, el sujeto experimenta una manera repetida de gozar, mientras que el placer es único e irrepetible. Esta es la distancia entre la sensualidad y la pornografía: lo sensual es un instante irrepetible, algo que los amantes, más tarde sueñan con recuperar, cuando se ha perdido definitivamente -apareciendo de nuevo la falta. En cambio la pornografía desarrolla un tipo de goce que se recrea en la repetición pautada y estereotipada de siempre lo mismo. Este es, y no otro, el disfrute del sujeto moderno, el sujeto del capitalismo. 
    
Lacan nos habla del goce en términos de la filosofía hegeliana: el goce es el usufructo de un bien. Lo que se goza es un derecho, una propiedad. Y este goce además no corresponde con el deseo, por cuanto es un goce que implica el reconocimiento de los demás, implica un amo que me reconozca este goce. Lo que se goza es el reconocimiento de un derecho, de una posesión. Lacan pone el ejemplo del avaro en la fábula de Esopo: un avaro acude todos los días a contemplar su oro y goza de esta posesión, pero no hace nada con ella, no compra nada. Un día se lo roban y el avaro entra en desgracia, pues ya no puede gozar. Pero un vecino bienintencionado sugiere colocar un ladrillo donde antes estaba el oro, para que el avaro pueda continuar gozando, pues en la práctica que lo que sea la posesión, oro o piedra, no resulta nada ninguna diferencia. Pero no funciona pues el avaro es incapaz de gozar ahora. Lo que le hacía gozar era la posesión de un derecho, el de poseer esa riqueza que le permita comprar, pese a que viva como un pobre. El goce remite, por tanto, a una dimensión imaginaria en tanto que habilita un universo de virtualidades. Y puesto que el goce necesita del reconocimiento, es universalizable y se puede legislar. Es por eso que el goce moderno, el disfrute de la vida del capitalista y la sociedad del bienestar, que comparten una misma raíz, se levantan sobre dos ejes: por un lado la repetición pautada, o lo que es lo mismo, la posibilidad de una legislación, una norma, o dicho a la manera cartesiana, un método, que legisle sobre un modo de proceder estereotipado y anticipable. Y por el otro, supone la disolución de lo real, de una verdadera relación con el mundo, pues este se convierte en pura virtualidad, dado que no hay una  relación real con él ya que se realiza en la dimensión de lo imaginario.

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