Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

martes, 28 de octubre de 2014

La soledad moderna y el espacio.
Eduardo Abril Acero

La concepción que tenemos del espacio como hombres modernos es ideológica, algo que se pone de manifiesto en el hecho de que esta realidad se concibe ya como un imponderable de la naturaleza, como algo dado sobre lo que ya no cabe un pensar. El espacio es, de forma fácil y natural, esa substancia extensa que describía Descartes y, en nosotros se asienta como una percepción natural. El espacio es eso que está ahí, que tiene propiedades geométricas únicamente, y donde se despliegan llenándolo la cantidad contable de los seres. Es eso que se mide en metros, en kilómetros, en millas, en pulgadas, pero que, al fin y al cabo, goza de unas propiedades objetivas y registrables sobre lo que no cabe la discusión.  Precisamente por eso, porque no cabe la discusión, es uno de los conceptos más sospechosamente ideológicos, y por ende, políticos, de la modernidad. Se puede objetar que el espacio no es político, sino que es “lo que es”, y lo político es lo que hacemos los hombres con esa realidad que se nos aparece y por la que caminamos y vivimos. Pero lo cierto es que lo más político del espacio no es su uso, sino el concepto mismo que la modernidad ha trazado del espacio y en el que sólo cabe cierto uso.

Un análisis fenomenológico del espacio da cuenta cómo sus características geométricas no pueden sino ser una abstracción, una derivación secundaria de cómo el espacio se presenta ante nosotros. Si intentamos la reducción fenomenológica nos damos cuenta cómo el espacio no es algo mensurable inicialmente, sino algo vivencial. El espacio es eso que yo hago para dirigirme a las cosas, para asir aquello que está “a la mano”, eso que da cuenta de mi identidad distinta, de aquello que se distingue de mí. Si acudimos a nuestro primer contacto espacial, en la infancia, nos damos cuenta de qué forma el espacio no es más que ese ámbito de diferenciación entre los seres, ámbito que inicialmente no está. El niño, nos dice Lacan, nace experimentando una absoluta indiferenciación entre sí mismo, su cuerpo, las imágenes percibidas, sus movimientos, y aquello otro, que inicialmente no es ni siquiera un “otro”, que forma parte en el mismo rango de toda su experiencia fenomenológica, de todo el aparecer. En el comienzo de nuestra experiencia no hay espacio porque no hay diferencia, somos seres capturados por completo por el ambiente, por la manifestación fenomenica de todo lo que se aparece. Sólo tras la diferenciación entre un yo, y un otro, surge algo así como el espacio, como aquello que limita y contiene: el cuerpo que me contiene a mí, el cuerpo que contiene aquello sobre lo que camino, aquello que agarro, aquello que me habla y me acaricia. El yo y el espacio, el yo y el mundo, nacen para co-pertenecerse en una relación que durará hasta el día de nuestra muerte. Ese espacio no es más que la forma en la que se establece esta relación entre el yo y los objetos del mundo, en el que ni el “yo” ni aquello otro que no somos, es independiente lo uno de lo otro, pues sólo surgen en la relación diferenciante.

El espacio, por tanto, no es esa sustancia extensa y vacía que nos encontramos en nuestro habitar, sino que es la relación que se establece entre lo que es el hombre y aquello que “no es” lo que genera algo así como un espacio. Sólo cuando este ámbito vivencial ha surgido, cabe una abstracción cartesiana reduciéndolo a lo mensurable. Por eso, hay que partir de otra consideración, la de que la concepción moderna del espacio, es en sí misma ya un modo de habitar el espacio, de relación entre el hombre y los demás seres del mundo, un modo de ser-en-el-mundo. Pues bien, la postura que voy a tratar de mantener aquí, es la de que el concepto de espacio moderno esconde un modo de habitar la tierra que convierte este mismo habitar en imposible, un modo inhabitable de habitar.

¿En qué sentido decimos que un modo de habitar es inhabitable? Por todas partes parece que sólo encontramos elogios para el modo de vida moderno-occidental; es el que más prosperidad económica ha traído, más comodidad, más ocio, más desarrollo técnico. Incluso para los críticos de este modo de habitar, el occidental, parece que el objetivo sigue siendo el aumento de esos “estándares” de ocio, comodidad y desarrollo técnico. Parece que la modernidad, ha alumbrado en Europa y en todo el mundo occidental, un modo de vivir para el que solo cabe el elogio. Y sin embargo, lo que afirma este escrito es precisamente lo contrario: que lo que ha generado es un modo de vida que convierte la vida en algo invivible. 

El sentido del que parto es el concepto heideggeriano de “lo propio” (eigentlich), pudiendo distinguir modos de vivir que son “propios”, en este caso vivibles, y modos de habitar que son “impropios” o “invivibles”. En Ser y Tiempo, se usa el termino de  “impropio” para referirse al Dasein que está diluido en los dictámenes del Uno. Dicho de otro modo, la impropiedad afecta al hombre cuando es sólo repetición de un esquema heredado y ya, por ninguna razón, es capaz de un nuevo acaecimiento, está ya sólo vertido a ser un ejemplo más de una serie. La propiedad o autenticidad coincidiría, por tanto, con el estado en que el hombre es capaz aún de decir algo nuevo. Pues bien, en este sentido el modo de habitar la tierra del occidental moderno es un proyecto invivible en el sentido de que coincide con el proyecto de convertir al hombre en la repetición de un esquema que ya no puede escapar de sí mismo, aún cuando ese esquema esté vehiculado por un goce enorme (en forma de ocio, comodidad y desarrollo técnico).

¿Cual es el espacio habitable? En “Construir, Habitar, Pensar”  Heidegger nos habla de un habitar que permite que se den cita allí las cuatro dimensiones de todo vivir humano: los dioses, los mortales, el cielo y la tierra. Heidegger concibe el espacio como un espacio de lucha, de conflicto, como una pelea incesante del hombre con la tierra, generando nuevos modos de habitar, nuevos dioses, distintas formas de afrontar la mortalidad y temporalidad humana. Un espacio instaurado por el vivir humano que abre el espacio-tiempo, generando la historia y haciendo del habitar humano una constante renovación de posibilidades. 

Contra esto, el pensamiento moderno piensa el espacio como una  pura extensión vacía. El texto donde se teatraliza la puesta en acto de esta forma de concebir el espacio es el Discurso del método. En el apartado 18b de Ser y tiempo Heidegger hace un análisis de la concepción del mundo en Descartes como extensión, explicando que lo que hace Descartes es tomar por los atributos del mundo y el espacio, únicamente un modo de pensarlo, el de las matemáticas. Descartes no investiga realmente en el mundo, sino que partiendo de un modo de conocer, esto es, el conocimiento matemático, determina cuál es el ser del mundo, que es precisamente aquello que puede ser determinado y pensado en las matemáticas. Con esto Heidegger nos está diciendo que Descartes no está pensando realmente el ser de lo mundano, sino que únicamente está articulando un modo se ser-en-el-mundo previo, una precomprensión previa y desde la cual Descartes está construyendo su pensamiento.

El Discurso del método es un texto paradigmático para comprender cómo se articula un pensamiento como modo de habitar la tierra. Aquí, el filósofo francés traza una analogía entre lo que está tratando de hacer en el propio discurso, fundamentar una nueva forma de conocer  y el construir-habitar una ciudad, como si fueran la misma esfera el construir, el habitar y el pensar, tal y como así lo constata Heidegger.  Al comienzo del capítulo segundo Descartes escribe:
“[…] muchas veces sucede que no hay tanta perfección en las obras compuestas de varios  trozos y hechas por las manos de muchos maestros, como en aquellas en que uno solo ha trabajado.  Así  vemos  que  los  edificios,  que  un  solo  arquitecto  ha  comenzado  y  rematado,  suelen  ser  más  hermosos y mejor ordenados que aquellos otros, que varios han tratado de componer y arreglar,  utilizando  antiguos  muros,  construidos  para  otros  fines.  Esas  viejas  ciudades,  que  no  fueron  al  principio sino aldeas, y que, con el transcurso del tiempo han llegado a ser grandes urbes, están, por  lo común, muy mal trazadas y acompasadas, si las comparamos con esas otras plazas regulares que  un ingeniero diseña, según su fantasía, en una llanura; y, aunque considerando sus edificios uno por uno encontremos a menudo en ellos tanto o más arte que en los de estas últimas ciudades nuevas, sin embargo, viendo cómo están arreglados, aquí uno grande, allá otro pequeño, y cómo hacen las  calles  curvas  y  desiguales, diríase  que  más  bien  es  la fortuna  que  la  voluntad  de  unos  hombres provistos  de  razón,  la  que  los  ha  dispuesto  de  esa  suerte”1.
Y un poco más adelante añade:
“Verdad  es que  no  vemos  que  se  derriben  todas  las  casas  de  una ciudad  con el  único propósito  de reconstruirlas  en  otra manera  y de hacer  más  hermosas las  calles;  pero vemos  que muchos  particulares  mandan  echar  abajo  sus  viviendas  para  reedificarlas  y,  muchas  veces, son forzados  a  ello,  cuando  los  edificios  están  en  peligro  de  caerse,  por  no  ser  ya  muy  firmes  los  cimientos”2.
Lo interesante de estos fragmentos reside en el hecho de que, para fundamentar la subjetividad, descartes acude a metáforas constructivas urbanas, contraponiendo un modo de habitar-construir, que considera obsoleto y que hay que superar, con su propósito de establecer una nueva manera de habitar-construir. El antiguo modo al que Descartes se refiere e identifica con el mundo medieval, consiste en un modo de abrir el espacio-lugar mediante el cotidiano existir de la comunidad, en una tarea de colaboración en la que no hay un diseño previo, sino que el espacio se configura a medida que se construye la comunidad.

Pues bien, frente a este construir-habitar comunitario medieval, mucho más acorde con el pensar heideggeriano, Descartes propone un habitar solitario en el que la comunidad desaparece. En lugar de esas ciudades con callejuelas retorcidas, donde las casas aprovechan los antiguos muros de defensa para sostenerse, y los mercados aparecen por el trasiego humano, Descartes propone la ciudad trazada en el boceto del arquitecto solitario, que hace surgir una ciudad a partir del espacio vacío del papel en blanco. El espacio en este caso, ya no es el del lugar, ese todo significativo que conecta lugares abriendo un mundo para el existir, sino un espacio abstracto y vacío sobre el que opera el geómetra y el arquitecto con su escuadra y su cartabón. El mundo como extensión es algo carente por completo de significatividad, algo de lo que puede disponerse a antojo en la imaginación del ingeniero, trazando avenidas amplias, carreteras rectas y rápidas, edificios funcionales y trasladando todo eso, posteriormente del diseño y la planificación, a lo real de la tierra. Y el resultado es, precisamente el esperado, una red funcional, geométrica y homogénea, pero que, por no haber surgido del habitar de los hombres, hace que el paraje desaparezca y en su lugar aparezca el monótono presentarse de lo mismo.

El  París de Haussman es un ejemplo de esto que digo, una ciudad majestuosa diseñada en un estudio de arquitectura, y frente a la cual a veces el visitante pierde la noción del tiempo, pues el sucederse de las avenidas exageradas, y los edificios con sus tejados uniformados y sus fachadas repetidas, hacen que uno no sepa si va de un sitio a otro, u ocupa siempre el mismo lugar. Algunos arquitectos como Garnier, criticaron en la época, la sofocante monotonía de el nuevo París que estaba surgiendo de la remodelación de Haussman. Tal planificación no puede ser considerada ya como una mera reordenación urbana en aras de una ciudad más eficaz, sino que hay que tomarla como lo que es, un síntoma de todo un proyecto de habitar la tierra que coincide con el proyecto metafísico-cartesiano y que, como tal se despliega no sólo en un modo de construir, sino en un tipo de hombre, un estado político, y todo lo que conlleva lo abierto de un mundo.

La reestructuración del París de Haussman sigue punto por punto el proyecto cartesiano de espacio, por más que Descartes se cuidara en el Discurso de no pasar por un revolucionario que quería un cambio total. Igual que el filósofo francés derribaba el edificio del conocimiento, erigido mediante un trabajo de siglos en la comunidad de los hombres, para erigir uno nuevo sobre cimientos firmes donde el elemento comunitario ya carecía por completo de sentido, en París se derribaron miles de edificios que el trasiego de los hombres había levantado y mantenido largamente, pues el trazado medieval se mantenía prácticamente inalterable desde el siglo XIII, para erigir una nueva ciudad que ya no estaba hecha, o pensada en un sentido heideggeriano, para el habitar comunitario, sino para un hombre aislado, sin necesidad de vínculo social, que estaba llamado a ser un esquema de repetición y mediocridad.

Sin ningún respeto por ese habitar que había erigido lugares, plazas, mercados, conectados unos con otros en el cotidiano existir, Haussman operó como el arquitecto del que habla Descartes, desde la soledad de su estudio y sobre el papel en blanco, símbolo del único atributo concedido al mundo moderno, la extensión. Algún fanático de la planificación urbanística Podría objetar que el resultado, el nuevo París, fue un espacio urbano más amable y habitable, pero esto no fue realmente así. Duque ha señalado cómo las nuevas plazas y bulevares abiertos, eran diametralmente opuestos a las antiguas plazas medievales y otros lugares de encuentro, donde se llevaba a cabo la experiencia de la comunidad. Estos nuevos espacios se concebían como “plazas-vacío”, imposibles de transitar y habitar, donde el encuentro y el intercambio eran del todo negados. Más bien parecen esos lugares como espacios pre-pensados para que fueran tomadas finalmente por el tráfico, en donde los únicos acontecimientos comunitarios podrían ser los desfiles militares, o los paseos de los autobuses ocupados por turistas enchufados a auriculares que dispensan textos enlatados. Duque pone otro ejemplo de esta nueva ciudad no humana, el Washington monumental, el espacio diseñado con esmero y adornado con jardines, lagos artificiales, monolitos y construcciones que inspiran la antigua Roma imperial que, sin embargo, está vacío de vida y se asemeja más a un gigantesco cementerio que a una ciudad viva.

Este mismo proceso que inicia París y  toca techo el Washington monumental, será seguido por docenas y docenas de ciudades europeas que derribando edificios y reordenando la ciudad, terminarán por vaciar de todo rasgo de vida los centros históricos de las ciudades. Pero la más terrible y total planificación del espacio urbano se va a llevar a cabo tras la Segunda Guerra Mundial, pues la poco azarosa caída de las bombas haría que cientos de ciudades europeas quedasen convertidas en extensos solares. Tal destrucción y la excusa de la carencia de viviendas, va a recuperar las ideas del racionalismo moderno, llevando al paroxismo la racionalización y planificación del espacio sobre el plano.  Las New towns inglesas van a ser el modelo para todas las reconstrucciones. Consistían en estructuras tipo colmena, donde el espacio era aprovechado al máximo y el criterio era el aprovechamiento de los recursos y la conexión de estos lugares con los centros de trabajo, como pilas suministradoras de energía (humana). En estos barrios las casas de cada calle repetían las de la calle anterior, perdiéndose por completo la orientación. En el París monótono de Haussman al menos la monotonía era de fachadas labradas y de jardines y monumentos, pero aquí todo quedaba subsumido bajo la pura indistinción de colores y materiales, donde cualquier esquina era igual a cualquier otra. 

Tales construcciones cumplían su cometido de alojamiento, pero resultaban un desastre desde el punto de vista existencial.  Los nuevos barrios resultaban monótonos, feos, aburridos, deprimentes, incómodos, desoladores y resultaron ser finalmente la causa del deterioro social: la segregación, la marginalidad, la delincuencia, situaciones que impedían toda configuración de una comunidad real. Maderuelo3 señala que en algunos casos el problema llegó a ser tan acuciante que se tomaron decisiones drásticas, como la demolición de barrios enteros, en los que ya no era posible ningún tipo de abordaje, ni policial, ni social ni educativo. Es el caso de el Pruitt Igoe Housing de St Louis que fue demolido hasta la última piedra en 1972, y supone el paradigma de la inhabitabilidad del construir técnico moderno.

Lo que quedaba patente en estas neociudades era que el modo de disponer el espacio, de planificar los lugares, no era inocua respecto de los habitantes de esos no-lugares. Eran espacios diseñados para hombres sin comunidad cuya única función era la utilidad en tanto que recurso humano al servicio de la industria. Fuera de esta situación, durante las épocas de carencia de trabajo y crisis económica, la no existencia de comunidad, convierte estas zonas marginales es auténticos polvorines nihilistas a punto de estallar (como los disturbios de Los Angeles en 1992, las revueltas en Francia en el 2005 o las de Inglaterra en el 2011). Para corregir estos problemas en el diseño de las neociudades posteriores, por ejemplo las últimas villes nouvelles en el área periurbana de París se insertaron artificialmente elementos conformadores de significatividad, tratando de crear  forzadamente lo que generalmente produce el tiempo y la convivencia de comunidades reales: plazas peatonales, espacios ajardinados, murales, esculturas, cambios en la textura de los pavimentos, variedad de colores y formas en las construcciones... etc. Sin embargo, el resultado fue la generación, en esos espacios, de comunidades reales, sino que, a lo sumo se han gestado enormes barrios-dormitorio en los que los habitantes se relacionan entre sí, y con su entorno con extrañeza y lejanía.

Aunque Heidegger no se refiere directamente al urbanismo en ninguno de sus textos, sí puede emplearse los ejemplos que utiliza para pensar la relación entre el diseño de espacios, edificios y ciudades y el habitar humano. En La pregunta por la técnica compara dos construcciones que muestran de qué modo todo este pensar está en su indagación, una moderna central hidroeléctrica sobre el Rhin y, el puente medieval. Ambas son construcciones técnicas que, como hemos dicho, no deben ser consideradas como meros instrumentos (para cruzar de una orilla a otra o para generar energía), sino que como construcciones, son ya modos habitar, y por tanto, modos de abrir un mundo, de desocultar, de espaciar, de abrir el espacio circundante. No voy a insistir en la descripción de cómo abre ese mundo el puente medieval, haciendo aparecer las orillas-lugar, estableciendo una referencia en el camino, dotando de significatividad al paraje. Lo que sí voy a hacer es tratar de explicar de qué modo abre también el mundo, y por tanto el espacio, la central hidroeléctrica, pues esto nos dará perfecta cuenta de por qué el espacio de la modernidad, el espacio de estas ciudades pre-diseñadas que habitamos, desemboca en un espacio imposible de habitar.

Heidegger se pregunta cuál es la diferencia entre el construir antiguo, el puente medieval, y la moderna tecno-ciencia. Nos dice que la técnica antigua establecía una tensión entre el mundo abierto en el establecimiento del puente, y la resistencia de la tierra, que mantenía oculto su poder y sus posibilidades. El mundo humano era una rasgadura, un espacio ganado para la vida en medio de la incertidumbre y la amenaza, pero siempre amenazado por su propia fragilidad. Precisamente por eso, el lugar abierto por el puente medieval -por la catedral, la ciudad o el campo de labranza junto a la cabaña- al mismo tiempo que establecía el espacio para el habitar humano, retenía sobre sí, la posibilidad de una nueva apertura, puesta de manifiesto por el retirarse de la tierra. Dicho de otro modo: en medio de la fragilidad, no todo queda al descubierto, no todas las posibilidades son agotadas, no se cierra sobre sí el habitar humano, la posibilidad de la sorpresa y lo inesperado.

En cambio,  la moderna tecno-ciencia, el construir moderno, ejemplificado por Heidegger en la central sobre el Rhin, borra por completo la resistencia de la tierra y se erige como dominación absoluta. El espacio abierto, deja de ser una rasgadura ganada al tiempo, una brecha en medio de la amenaza, y se dispone como mera extensión disponible para el diseño del ingeniero. Todas las cosas quedan expuestas, sin misterio, sin dioses, sin incertidumbe, cologados ahí como meros utensilios, mercancías apiladas para su uso, o desechos que contaminan la tierra.

La técnica antigua muestra un equilibrio entre el espacio abierto para la vida, y la amenaza de la tierra que no se deja apresar. El molino, por ejemplo, se sirve de la corriente del río, de sus rápidos y de su fuerza para moler el grano. Pero el río no se deja convertir en mercancía, pues la corriente  no está siempre a merced de la noria. El molino deja ser al río lo que es, no lo convierte por completo en una disponibilidad,  permitiendo que la tierra se retraiga, mostrando la incertidumbre de vivir, algo que se hace evidente un día de aburrimiento del molinero que la corriente misteriosamente no entrega su fuerza acumulándose el grano para moler junto a la piedra gigante.  En cambio, la moderna tecno-ciencia pretende la anulación completa de la resistencia y dispone un espacio sin fisuras, un espacio cartesiano. La central hidroeléctrica ya no necesita de la corriente en absoluto, pues cree que es algo generable mediante la construcción de una presa, lo que permite disponer de esa fuerza a discreción y a voluntad. Puede así ser ininterrumpida la producción de energía. La central hidroeléctrica ya no está construida en el río como el viejo puente que junta una orilla con la otra, y hace aparecer un paraje, es más bien la corriente la que está construida en la central, es la central la que hace aparecer algo así como el río. Pero éste ya no es un discurrir de agua que atraviesa campos, ciudades y permite que un puente acerque sus dos orillas. Ahora sólo es disponibilidad absoluta de la corriente.

Esta técnica, por tanto, está haciendo aparecer un extraño lugar que poco tiene que ver ya con el paraje, con el espacio abierto para la vida, puesto que prescinde de toda significatividad, de todo habitar humano en el que los hombres comunitariamente hacen su vida, cruzando de una orilla a otra o bajo la claridad de la luz filtrada de la catedral. En su lugar lo que aparece es lo que ahora Heidegger llama existencia, algo que está ahí al modo de la reserva, siempre a disposición de su requerimiento, uso y gasto. El mundo que se abre en la moderna tecno-ciencia, es un mundo de no-lugares, pues las existencias tienen la característica de ser intercambiables unas por otras, mientras que los lugares son espacios socio-simbólicos únicos que dan sentido al habitar humano (o que el habitar humano se significa en ellos). Por eso, los lugares de la modernidad, en tanto que existencias, no serán más que la repetición constante del mismo lugar. En el espacio-tiempo abierto por la tecno-ciencia “se hace ilusoria toda relación con la realidad que no sea su aseguramiento y control. No hay ya más que una forma de manifestarse las cosas. O lo que es lo mismo, no hay más que “existencias”4

Sería absurdo decir que la catedral de Chartres es interambiable por la de Burgos o vale para lo mismo, es un lugar semejante. Sin embargo, los centros comerciales, los aeropuertos, los supermercados, los nudos de autopista, los barrios periféricos, las fábricas y oficinas, todos esos lugares, carentes de significación, por ser sino la clonación hasta el infinito de un esquema técnico, nos hacen ya vivir a los hombres una y otra vez la repetición del mismo día, ya vivamos en un suburbio de Londres, un apartamento de New Jersey o en un barrio de Majadahonda.

Después de la Segunda Guerra Mundial, los lugares que el tiempo había abierto para la vida durante años, habían quedado reducidos a escombros. Pero podría decirse que las bombas sólo pusieron de manifiesto una destrucción anterior. Por esta razón, pese a que los gobiernos europeos trataban de reconstruir esos espacios socio-simbólico que dotaban de sentido la vida comunitaria, su propósito era rápidamente fagocitado por el desarrollo técnico, y esos monumentales centros urbanos reducidos a escombros, ahora re-lucidos con magníficas réplicas medievales, devenían en meros parques temáticos, donde iba desapareciendo la vida urbana al mismo tiempo que mercados y plazas eran ocupadas por tiendas de souvenirs, franquicias repetidas de ciudad a ciudad y hordas de turistas captando instantáneas en sus cámaras reflex. La catedral dejaba de ser un lugar de congregación de los fieles, y el antiguo mercado perdía su bullicio, para convertirse en postales e instantáneas. Puede verse, por ejemplo, cómo a la entrada de cualquier catedral europea hay más indicaciones para los visitantes que para los fieles, los cuales encuentran secas las pilas de agua bendita. Del mismo modo, es más fácil encontrar turistas, cámara en mano, en mercados como La Boquería en Barcelona, el Mercat central de Valencia o el Mercado de San Miguel en Madrid, que conversaciones sobre el mejor pescado de septiembre entre la pescadera y una señora cargada de bolsas de viandas.   

Y este proceso que parece imparable hace que resulte indiferente si estás en Barcelona, Madrid, Milán, París o Londres, pues en todas partes encuentras las mismas tiendas, repetidas como clones, las mismas inscripciones urbanas, los mismos monumentos, los mismos símbolos. Esto   se hace particularmente evidente en lo que serán los espacios urbanos contemporáneos más propiamente diseñados para el encuentro de personas, en este caso el desencuentro, pues realmente no podemos hablar allí en absoluto de vida comunitaria: los centros comerciales. Los modernos y gigantescos centros comerciales, construidos con casi la misma disposición desde Norteamérica a cualquier rincón de Europa, son los verdaderos lugares surgidos en la pos-modernidad tecno-científica y que bien puede ser considerados como el mundo abierto para el habitar humano contemporáneo. Pero resulta inadecuado hablar de ellos como de lugares tal y como hemos descrito el lugar, puesto que en modo alguno crean un paraje y abren un espacio de significatividad. Auge se refiere a ellos como no-lugares, que resulta ciertamente mucho más acertado. No-lugares por su absoluta intercambiabilidad, su ausencia completa de significación, su proceso de anulación del espacio en tanto que ámbito surgido del habitar humano, de la abertura en mitad de la fragilidad y la incertidumbre. 

Auge es muy elocuente en la descripción de este mundo de no-lugares: “Un  mundo donde se nace en la clínica y donde se muere en el  hospital,  donde  se  multiplican,  en  modalidades lujosas  o  inhumanas,  los  puntos  de  tránsito  y  las ocupaciones provisionales (las cadenas de hoteles y  las  habitaciones  ocupadas  ilegalmente,  los  clubes  de vacaciones,  los  campos  de  refugiados,  las  barracas miserables destinadas a desaparecer o a degradarse  progresivamente),  donde  se  desarrolla  una apretada  red  de  medios  de  transporte  que  son también  espacios  habitados,  donde  el  habitué  de los  supermercados,  de  los  distribuidores  automáticos  y  de  las  tarjetas  de  crédito  renueva  con  los gestos del comercio "de oficio mudo", un mundo así prometido  a  la  individualidad  solitaria,  a  lo  provisional  y  a  lo  efímero,  al  pasaje [...]”5. Comprendemos ahora el Discurso del método. El proyecto de superación de la desordenada vida comunitaria, del trasiego humano incalculable, de las ciudades donde cada calle esconde un secreto, no es más que el proyecto de aislar al hombre en su individualidad más desvinculante, en su soledad más radical. Esto es lo que finalmente  hace patente  la posmodernidad tecno-científica, un espacio de no-lugares, de individuos desconectados unos de otros, donde se hace imposible un habitar comunitario en favor del orden matemático y solitario. 

Un ejemplo de esto, señalado por Auge, es el espacio del viaje. Ninguna época, salvo la modernidad, ha hecho de viajar una marca distintiva de la identidad. Pero el viaje turístico no es, como pudiera parecer, un ingreso vital en otras comunidades, una puesta en común de distintos horizontes, una experiencia de intercambio. Ocurre al contrario: en el individuo que viaja, se produce la total y completa desconexión entre el sujeto y el entorno. Podríamos decir que se cumple por completo el programa cartesiano por cuanto el sujeto queda aislado y el mundo es lo ajeno, lo opuesto a mí, el fondo sobre el que resalta aislado el viajante-turista. El  viaje  construye  una  relación ficticia entre mirada y paisaje, nos dice Auge,  el individuo es un mero espectador  sin ningún vínculo de significatividad real que lo inserte dentro de ese paisaje. En el viaje turístico, por ejemplo,  el lugar al que se viaja es lo de menos, es un no-lugar: “Muchos  folletos  turísticos  sugieren  un  desvío de ese tipo, una vuelta de la mirada como esa, al proponer  por  anticipado al aficionado a los viajes la imagen  de  rostros  curiosos  o  contemplativos,  solitarios  o  reunidos,  que  escrutan  el  infinito  del  océano, la  cadena  circular  de  montañas  nevadas  o  la  línea de fuga de un horizonte urbano erizado de rascacielos.  Su  imagen,  en  suma,  su  imagen  anticipada, que no habla más que de él, pero lleva otro nombre (Tahití, los Alpes de Huez, Nueva York). El espacio del viajero sería, así, el arquetipo del no lugar”6.

El viaje es en realidad la experiencia moderna de la soledad, puesto que el entorno ha devenido un mero objeto independiente, carente de vida, sin significado, producido por las cadenas turísticas y la industria del ocio. Es en el viaje cuando el sujeto moderno experimenta lo verdadero de su subjetividad, la soledad y la ausencia de comunidad, la falta de suelo natal, que diría Heidegger. Y al viaje podemos añadir otras experiencias similares: una vuelta por los pasillos del supermercado, el atravesamiento de un nudo de autopista repleto de bifurcaciones y desvíos, el intercambio de aviones en una terminal de aeropuerto, una tienda franquiciada en una estación de autobuses, tomar café en una cadena de restaurantes de la autopista, esperar resultados de una prueba en la sala de espera de un hospital, dormir en el hotel de un moderno grupo turístico, una tarde en el centro comercial, comer, desayunar o cenar en cualquiera de los miles de restaurantes fotocopiados de McDonalds, Starbucks, Kfc. Todas ellas son experiencias deslocalizadoras, aislantes del lugar socio-simbólico, donde el sujeto solitario queda enfrentado al mundo y se descubre en su verdad auténtica.

El hombre moderno en su habitar es  un ser abstracto y desvinculado, carente de historia, únicamente existente en una constante actualidad, donde el pasado es memoria congelada en un souvenir, y el futuro es repetición del ahora.  La modernidad  es la culminación de la soledad, tal y como estaba ya pensado el sujeto cartesiano. Esta soledad y esta condición  de mercancía (existencia) es la fuente de su única identidad posible, igual que de todo lo real-desvelado, tal como apuntaba Heidegger. Auge nos ayuda a comprender mejor esta idea al señalar cómo el sujeto se vuelve en estos espacios una entidad abstracta que sólo cobra su identificación en los procesos de control. Auge no lo dice, pero esto mismo es lo que ocurre en las fábricas con las mercancías: la mercancía, la existencia es almacenada junto a otras existencias, apiladas unas al lado de las otras, y sólo se diferencian entre ellas en el proceso de control y etiquetado, cuando se verifica su lote y número. En los aeropuertos y supermercados ocurre exactamente lo mismo con las personas: son entidades abstractas y solitarias, indiferenciables unas de otras, y sólo cobran su identidad individual en el momento del control de pasaporte o en la línea de caja con la tarjeta de crédito. Por eso, porque esta soledad desvinculada es nuestra única fuente de identificación,  “el  extranjero  perdido  en  un  país  que  no  conoce sólo  se  encuentra  aquí  en  el anonimato de las autopistas, de las estaciones de servicio,  de  los  grandes  supermercados  o  de  las cadenas  de  hoteles”7.

Lo terrible del no-lugar, de este espacio que hace surgir la modernidad tecno-científica, es que ya no requiere de la comunidad para existir, torna el habitar humano un estar solitario y desvinculado, que no necesita ya del vínculo social. Supone finalmente la desaparición del mundo temporal e histórico que ha dispuesto la vida humana desde su comienzo, y su sustitución por un no-mundo que amenaza con instalarse definitivamente.

1. René Descartes, Discurso del método. Meditaciones metafísicas (Madrid: Espasa Calpe 1999) 48-49
2. Ibid 51
3. Maderuelo, Javier . La idea del espacio en la arquitectura y arte contemporáneos (Madrid: Akal 2008) 168.
4. Ramón Rodriguez. Heidegger y la crisis de la época moderna (Madrid: Síntesis 2010) 164.
5. Marc Auge. Los no lugares (Barcelona: Gedisa 2000) 84.
6. Ibid 91
7. Ibid 110.

miércoles, 15 de octubre de 2014

Heidegger y el concepto político del espacio.
Eduardo Abril

La concepción heideggeriana de “espacio” es política y vivencial. El espacio no es para él lo que la tradición moderna ha arrojado, la abstracción cartesiana de extensión o estructura trascendental a priori, matemática y geométrica kantiana. Heidegger trata de recuperar la concepción tradicional del espacio pensándolo como lugar significativo, punto de referencia, lo abierto por la presencia del ente que se relaciona con el hombre en su vivir, en su ir y venir, en su trasiego cotidiano.

En “Construir, habitar, pensar” Heidegger nos deja claro que el espacio no es ni algo exterior al hombre, como si hubiera hombres por un lado y espacio por el otro, ni una una mera vivencia subjetiva al modo de Kant. “Los espacios -dice allí Heidegger- se abren por el hecho que se los deja entrar en el habitar de los hombres”1. ¿Cómo ocurre esto? ¿cómo las cosas del mundo, en su cotidiano relacionarse con los hombres abren el espacio en tanto que lugar? Heidegger nos contesta con su famosa alusión al puente de madera sobre el Rhin2. El puente, nos dice Heidegger, no junta simplemente las dos orillas del río, sino que es pasando por éste cuando aparecen las dos orillas. Y no solamente esto, sino que nos dice que es el puente también el que hace aparecer algo así como el “paisaje”, la corriente del río que viene de las montañas lejanas, el bosque que hace que el río se pierda en la oscuridad, el espacio abierto donde el río se ensancha... todo eso aparece como tal cuando se erige el puente que une las dos orillas y cada ente cobra el sentido de lugar en el ir y venir del hombre. El puente hace un sitio, crea un lugar, y hace aparecer el paisaje y todo lo demás, lo que llamaríamos un paraje. Sólo después, una vez las cosas han quedado interrelacionadas como una red de lugares, cabe hablar de algo así como “distancia”. La distancia no es más que lo que trascurre entre un lugar y otro. No está lejos el tiempo en el que el lenguaje alumbraba esta verdad y la distancia se medía en medidas vivenciales: “dos días de camino” se decía un viajante cuando recorría una red de lugares esperando alcanzar su destino.

El lugar lo hace la cosa en su relación vivencial con el hombre. El mundo no es más que esa relación de lugares-cosas dotadas de significatividad en las que se derrama el habitar de los hombres. La etimología de la palabra alemana “raum”, “espacio”, nos da cuenta de esta idea. El significado primitivo de esta palabra apuntaba a un lugar franqueado para la población, o lo que es lo mismo, el lugar habilitado para el vivir humano. Este sentido se conserva en la palabra inglesa room y es evidente en su traducción castellana “habitación”. Un espacio es algo que se ha aviado, que se ha franqueado, que se ha abierto, que ha quedado establecido entre unas fronteras, unos límites, para que el humano habite, establezca su trasiego.

Resulta evidente por qué Heidegger relaciona en esta obra el espacio con el construir: lo que abre el espacio, lo que genera los lugares para este habitar, como ocurre en el caso del puente, es el construir humano, un desbrozar, un abrirse paso abruptamente, un trazar caminos y abrir claros, un habilitar lugares, construir ciudades, establecer campos de cultivo, trazar senderos en las montañas, disponer rutas marítimas, aéreas e incluso espaciales. Es la actividad humana la que abre el espacio.

Pero este construir que dispone el espacio puede hacerse de diversos modos. Podría decirse que es el modo de construir lo que confiere una identidad al hombre. Es así, porque la actividad técnica de la que habla Heidegger no es un mero colocar ladrillos y erigir paredes, es todo un modo de disponerse el hombre en co-pertenencia con el mundo. El mundo-espacio, es lo abierto en la actividad técnica del hombre, y el hombre es aquel ente que se da a través de lo abierto en su quehacer. No hay un hombre primero que se dirige a un mundo pre-existente, dispuesto frente a él, en el que edifica su modelo habitacional. Hombre y mundo, hombre y espacio, sólo aparecen como tal en la relación de co-pertenencia que se da en la actividad técnica. No es baladí que en el significado propio del verbo Bauen, que significa “construir” y a la vez “habitar” resuena también el bin de ich bin (yo soy). “Construir” es un habitar que constituye el mismo ser del hombre. El lugar otorga la identidad a aquel que lo habita y, dependiendo de cuál sea este lugar, como se relacionen las cosas unas con otras y con el habitar, el hombre es uno u otro; no podemos hablar del mismo hombre si el lugar-mundo que habita y abre en su habitar, es el de los centros comerciales y las urbanizaciones-colmena, que si es el del Ágora y el campo de labranza.

Esta consideración del espacio por parte de Heidegger es necesariamente una consideración política. Político por cuanto, es el convivir de los hombres, en su mútua pertenencia al mundo, lo que genera el espacio que hace del hombre ser algo, y dispone el mundo para su ocupación. No en el sentido de que el espacio sea algo que primero se establece y posteriormente se ocupa con actividades, una de las cuales puede ser la política, sino en el sentido de que el espacio es ya, en sí mismo, lo político. Hay una co-pertenencia entre el hombre y el mundo, y el hombre y el espacio, de tal forma que ni uno ni otro pueden tomarse como lo que está frente al sujeto o a su alrededor, sino lo que se abre en la actividad del propio hombre, junto a otros hombres. En Ser y Tiempo escribe “El espacio no está en el sujeto, ni el mundo está en el espacio. El espacio está, más bien, «en» el mundo, en la medida en que el «estar-en-el-mundo», constitutivo del Dasein, ha abierto el espacio.»”3. El espacio y el mundo son siempre el espacio de una comunidad, el mundo de una comunidad: hombres que comparten un habitar-construir.

Es verdad que Heidegger no conecta explícitamente su concepto de espacio con el hecho político, pero no se puede obviar este ámbito en la filosofía heideggeriana al conectar las reflexiones sobre el Dasein en Ser y tiempo, con su posterior reflexión en torno al espacio y el habitar-construir humano. Puede que, como ha señalado Félix Duque, Heidegger evitase las connotaciones más “peligrosas” en su análisis del concepto de espacio. Pues es verdad que Raum significa propiamente hacer sitio, abrir un espacio, espaciar, liberar, hacer habitable un lugar, pero también la palabra apunta a otros significados que no son tomados en cuenta por Heidegger como los de extirpar de raíz, aniquilar, limpiar, romper, desgajar, abrirse paso abruptamente, lo que conecta, ha señalado Duque, con el significado se conserva en el castellano rozar, del latín ruptiare, romper, y que señala al ámbito del trato entre los hombres, tanto a un tratarse con cercanía, como o incluso a tener una discusión, o entrar asiduamente en conflicto.

Esto se ve claramente en los ejemplos que usa Heidegger para mostrar la apertura del espacio, como es el caso del puente de madera, pero también y sobre todo, el templo griego. Ambos ejemplos son comunitarios, construcciones que abren la relación entre los hombres y su habitar mundano, que establecen el espacio de la comunidad, del trasiego, de la comunicación, de la relación con otros hombres y lugares. El templo es, propiamente, un espacio para la congregación, para el establecimiento de normas, para la designación de lo sagrado y precisamente para el el establecimiento de la comunidad bajo el designio de un dios, esto es, de un límite. La dimensión política del espacio es evidente en el pensamiento de Heidegger cuando se piensa en profundidad, hasta tal punto que cabe comprender la filosofía heideggeriana, especialmente en su segunda etapa, como el intento de pensar un modo distinto de habitar el mundo, de generar un espacio para la comunidad que no fuera ya el que venía pre-establecido en el habitar moderno y que generaba ya situaciones insostenibles, comunidades insostenibles.


1Martin Heidegger, “Construir, Habitar, pensar” en Conferencias y Artículos, ed. Ives Zimmermann (Barcelona: Serval, 1994)
2Martin Heidegger, “La pregunta por la técnica,” en Conferencias y Artículos, ed. Ives Zimmermann (Barcelona: Serval, 1994), 18.
3Martin Heidegger. Ser y tiempo (Madrid: Trota 2003) 136.
4Martin Heidegger. Ser y tiempo (Madrid: Trota 2003) 136.