Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

jueves, 22 de enero de 2015

La hegemonía, según Laclau y Mouffe.
Óscar Sánchez Vega

1. Lenin y Gramsci.

La noción de hegemonía surge como categoría política de la mano de Lenin. Para Lenin la hegemonía es “dirección política en el seno de una alianza de clases”. La dirección política es, naturalmente, para la clase obrera y la alianza es, básicamente, con el campesinado y la pequeña burguesía contra el enemigo común (la nobleza y la alta burguesía). Pero se trata de una alianza coyuntural porque los intereses de las clases permanecen separados (como quedará patente después de la Revolución de Octubre). El obrero es vanguardia en la lucha por unas libertades democráticas con las que no se identifica, ya que habrá que abolirlas en el Estado socialista. Antonio Gramsci, años más tarde, hará de esta noción el centro de la estrategia política del Partido Comunista Italiano. La hegemonía es para Gramsci, fundamentalmente, liderazgo intelectual y moral en el seno de un “bloque histórico”. Aparece así por primera vez la noción de hegemonía entendida como “articulación” de elementos disímiles que, por mediación de la ideología, que cumple la función de “cemento” social, pasan a ser un “bloque histórico”.

A pesar de la novedad que representa el nuevo planteamiento, Gramsci sigue fiel a la concepción marxista ortodoxa de la política que concibe el espacio social fracturado en dos bloques claramente delimitados: nosotros y ellos, los proletarios y los burgueses. La política es concebida como una “guerra de posiciones” siguiendo el modelo militar de Clausewitz. Es la clase obrera, mediante el partido que la representa, el Partido Comunista, quien está llamada a liderar un bloque opositor al capitalismo. Pero el “bloque histórico” de Gramsci está mucho más compacto y cohesionado que la “alianza de clases” que proponía Lenin. En el bloque histórico los intereses y objetivos son comunes; estamos ante una profunda simbiosis; no ante una mera alianza coyuntural.

2. Crítica al determinismo y a la noción de sujeto.

Ernesto Laclau publica junto con su compañera Chantal Mouffe (en lo sucesivo L&M) Hegemonía y estrategia socialista en 1985. L&M entienden que otorgar a la clase obrera el papel protagonista en la lucha anticapitalista, como hacen Lenin y Gramsci, solo se justifica desde el determinismo histórico y económico característico de la teoría marxista. Pero es justo este determinismo el que es puesto en cuestión y la crítica al determinismo implica el abandono del concepto, por ello “la búsqueda de la verdadera clase obrera es un falso problema” (Ibíd, pag 149). El problema de fondo de los problemas sociales y políticos no es que sean independientes de la infraestructura económica sino más bien al contrario, que están “sobredeterminados”. La sobredeterminación es un fenómeno por el cual un único efecto observado es determinado por múltiples causas a la vez, cualquiera de las cuales puede ser suficiente para dar cuenta del efecto, es decir, hay más causas de las necesarias para causar el efecto. Por ejemplo, un motín o una revolución no están determinados por factores estrictamente económicos -aunque estos también son importantes- intervienen múltiples factores y privilegiar unos en detrimento de otros es del todo injustificado. Sostener, como hacen L&M, que los problemas políticos están sobredeterminados equivale a negar la dicotomía clásica entre Apariencia y Realidad (esta última no es la infraestructura económica como sostienen los marxistas).

Lo que L&M quieren preservar del análisis de Gramsci es la concepción de hegemonía como articulación de elementos disímiles. El propósito de los autores es llevar al extremo la “lógica de la hegemonía” desligándola del determinismo económico marxista y prescindiendo de cualquier esencialismo que prime a un “sujeto privilegiado” (la clase obrera) como pivote en torno al cual deba girar la lucha anticapitalista. La cuestión de fondo no es -como había denunciado Marcuse- que la clase obrera no sea el sujeto político adecuado para liderar un cambio radical en la sociedad, sino, más bien, que la noción de “sujeto” es un lastre del que podemos prescindir. Todo sujeto político que pudiéramos considerar (el Hombre, la clase social, el pueblo, la vanguardia revolucionaria...) es una concreción del sujeto cartesiano, es decir, un ser racional, libre, autónomo..., pero este sujeto no es más que una construcción ideológica que nace de la mano del capitalismo. L&M asumen las críticas de Nietzsche, Freud, Heidegger y Foucault a esta noción. Los distintos léxicos o discursos no son instituidos por ciertos sujetos, sino que más bien sucede a la inversa: es el seno de ciertos discursos donde se constituyen los sujetos políticos. El sujeto es así reinterpretado por L&M como “posición de sujeto”, es decir, como “posición discursiva”. Por ejemplo, “Hombre” no es ninguna esencia que pueda ser definida de un modo objetivo. El “Hombre” se constituye en el seno de cierto discursos -el humanismo- y adquiere uno u otro significado en función de las relaciones que establezca con otros signos o “posiciones”. “Hombre” es lo que L&M denominarán un “punto nodal” clave para instituir determinadas prácticas sociales. Lo mismo cabe decir del “pueblo” o de la “clase social”, que es el sujeto privilegiado del marxismo.

3. Conceptos clave.

Antes de avanzar con la propuesta de L&M conviene fijar y definir de forma precisa las nociones que vamos a utilizar. Llamaremos “articulación” a “toda práctica que establece una relación tal entre elementos, que la identidad de estos resulta modificada como resultado de esa práctica” (Ibíd, pag 176). Los “elementos” son diferencias no articuladas y los “momentos” posiciones articuladas. Los “puntos nodales” son puntos discursivos privilegiados por su capacidad para generar sentido (por ejemplo las nociones de “democracia” o “libertad”). “La práctica de la articulación consiste, por tanto, en la construcción de puntos nodales que fijan parcialmente el sentido” (Ibíd, pag 193). En torno a ciertos puntos nodales los elementos dispersos pasan a ser momentos de un discurso que da sentido a las cosas, aunque -conforme a la lógica postestructuralista que parecen ejercitar L&M- el tránsito de elementos a momentos nunca es completo, de tal forma que el espacio social, la sociedad propiamente dicha, nunca llega a cerrarse, a constituirse como tal. “Lo social solo existe como esfuerzo parcial de instituir la sociedad” (Ibíd, pag 215). El estatus epistemológico de los elementos es el de “significantes flotantes”, hasta que logran ser insertados en una cadena discursiva.

Toda articulación hegemónica genera cadenas de equivalencia: “la equivalencia es siempre hegemónica en la medida en que no establece simplemente una “alianza” entre intereses dados, sino que modifica la propia identidad de las fuerzas intervinientes en dicha alianza” (Ibíd, pag 305). Por ejemplo, en un país colonizado se generan cadenas de equivalencia cuando la población indígena percibe los distintos elementos propios de los colonizadores (ropa, música, valores, religión, instituciones etc) como equivalentes, es decir, todos van juntos, todos representan y designan lo mismo, por tanto nos oponemos a todos. L&M subrayan la importancia de la distinción entre lo que ellos llaman la “lógica de la equivalencia” y la “lógica de la diferencia”. La lógica de la equivalencia, como hemos visto en el ejemplo anterior, es la propia de las “luchas populares”. La constitución del pueblo como sujeto político está ligado a una simplificación de los antagonismos sociales: nosotros, que somos el pueblo, luchamos contra ellos, los oligarcas, capitalistas etc. Este proceso discursivo ocurre con más facilidad en los países en vías de desarrollo, mientras que en los países desarrollados se dibujan múltiples líneas de antagonismo que impiden fijar una posición común y alumbrar así al pueblo como sujeto político. La “lógica de la diferencia” es característica de las “luchas democráticas” que se plantean en las sociedades capitalistas avanzadas porque los colectivos no forman bandos claramente delimitados, no se agrupan en dos formaciones enfrentadas. Una persona puede ser feminista y liberal, otra ecologista y conservador, un tercero, cristiano y anarquista etc. Los antagonismos en una sociedad capitalista avanzada no suelen integrarse en cadenas de equivalencia.

La lógica de la equivalencia apunta a la igualdad y la lógica de la diferencia a la libertad. Ambas se limitan de forma mutua y necesaria. La lógica de la equivalencia llevada al extremo implicaría la negación de la autonomía de las luchas democráticas (contra el sexismo, el racismo etc). Pero la lógica de la diferencia llevada a su extremo implica la renuncia a la reforma del espacio social, concebido como totalidad. En la medida en que un discurso defienda una posición democrática, es decir, se rija por una lógica de la diferencia, se potenciarán las luchas democráticas (feminismo, antirracismo, movimiento gay...), que son luchas parciales, pues dejan de lado la toma del poder y la articulación de las demandas y los sujetos. En el otro extremo, un discurso centrado exclusivamente en una posición popular es inoperante porque un discurso tal está alejado de la realidad social. En la actualidad las diferencias entre ciudadanos son más acusadas que nunca y no es posible, ni tampoco deseable, generar un bloque opositor compacto y homogéneo porque la lucha política ya no es la “lucha de fronteras” característica del siglo XIX.

4. Noción de hegemonía.

La hegemonía supone el carácter abierto e incompleto de lo social: “el campo general de emergencia de la hegemonía es el de las prácticas articulatorias, es decir un campo en el que los “elementos” no han cristalizado en “momentos” (Ibíd, pag 229). Por un lado la hegemonía presupone la existencia de tensiones antagónicas en la sociedad, pero por otro lado el antagonismo no puede ser total porque si lo fuera no habría posibilidad de articular los “significantes flotantes”. “Las dos condiciones para una articulación hegemónica son, pues, la presencia de fuerzas antagónicas y la inestabilidad de las fronteras que las separan. Sólo la presencia de una vasta región de elementos flotantes y su posible articulación a campos opuestos es lo que constituye el terreno que nos permite definir a una práctica como hegemónica” (Ibíd, pag 231). Un discurso hegemónico se apodera de estos significantes flotantes ("democracia", "igualdad", "libertad", "justicia", "soberanía"...) y los instituye como puntos nodales de una nueva formación discursiva -o, en términos de Gramsci, una nueva ideología- que abre un nuevo sentido a la realidad social.

Ahora bien, ¿quién es el sujeto articulante? Para el marxismo la respuesta es clara: la clase obrera. Pero L&M niegan la centralidad de la clase obrera, es más: niegan que pueda hablarse de “centro” es ningún sentido. Las luchas democráticas, características de la sociedad capitalista avanzada, suponen la pluralidad de espacios políticos (a diferencia de las luchas populares que promueven la división de un único espacio político en dos campos opuestos). Esta pluralidad no es tanto un fenómeno a explicar cuanto el punto de partida de todo análisis político. No hay pues un centro hegemónico, desde distintas instituciones y movimientos (sindicatos, grupos feministas, antirracistas etc) se promueven distintas prácticas articulatorias hegemónicas. Por otro lado, en la medida en que hablamos de “articulación”, reconocemos que las distintas luchas democráticas no son mónadas aisladas, su éxito depende del tipo de relación que establezcan con otros movimientos: “la apertura de lo social es la precondición de toda práctica hegemónica” (Ibíd, pag 240). Una formación (una nación, una Iglesia, un partido político etc) se constituye cuando un conjunto de diferencias se “recorta como totalidad respecto a algo más allá de ellas, y es solamente a través de ese recortarse que la totalidad se constituye como formación”. Incluso en las sociedades capitalistas avanzadas, donde, según L&M, es imposible anular las diferencias y fijar sólidas cadenas de equivalencia, una formación, para ser tal, precisa, a modo de horizonte, instituir ciertas equivalencias. “Una formación solo logra significarse a si misma (…) como aquello que ella no es” (Ibíd, pag 244)

5. La democracia radical: alternativa para una nueva izquierda.

Según Arthur Rosenberg la lucha obrera pasa por dos fases en el siglo XIX. Hasta mediados de siglo (1848) el protagonista era “el pueblo”, desorganizado, amorfo, plural (tal y como es retratado, por ejemplo, en “Los miserables” de Victor Hugo). En la segunda mitad del siglo (de 1860 en adelante) la clase obrera se organiza en sindicatos, partidos socialdemócratas etc. Es, a juicio de Rosenberg, el encerramiento clasista el gran pecado histórico del movimiento obrero. Este es un juicio compartido por L&M: la lucha de clases, tal y como es formulada en el proyecto marxista, no explica la complejidad del cuerpo social: las personas no se agrupan necesariamente en dos frentes homogéneos y antagónicos. Además, el determinismo económico e histórico de la teoría marxista ha sido una rémora para la izquierda europea. Es preciso, en cierto modo, empezar de nuevo, dar marcha atrás y volver a la Revolución francesa como inspiración y orientación de las luchas democráticas. Lo más importante de la Revolución francesa es que genera un nuevo imaginario social, el poder del pueblo, y una nueva lógica de equivalencia que proporciona las condiciones discursivas que permiten plantear distintas formas de desigualdad como ilegítimas.

Necesitamos introducir nuevas nociones para seguir la argumentación de L&M. Llamaremos relaciones de subordinación a “aquellas en las que un agente está sometido a las decisiones de otro”. Por ejemplo, un empleado respecto a un empleador o, en ciertas formas de organización familiar, la mujer respecto al hombre. Relaciones de opresión son “aquellas relaciones de subordinación que se han trasformado en sedes de antagonismos” y, finalmente, relaciones de dominación “al conjunto de aquellas relaciones de subordinación que son consideras ilegítimas desde la perspectiva o el juicio de un agente social exterior a las mismas” (Ibíd, pag 254). Pues bien, la cuestión que nos interesa ahora puede resumirse en una pregunta: ¿en qué condiciones las relaciones de subordinación pasan a ser relaciones de dominación? Porque no hay nada en las relaciones sociales consideradas en sí mismas que nos permita determinar si son de un tipo u otro. Por ejemplo, las nociones de “siervo”/“señor” o “amo”/“esclavo” no designan por sí mismas relaciones antagónicas sino es dentro de una formación discursiva: el discurso de los derechos humanos. Esta distinción no es una mera formalidad teórica porque las relaciones de subordinación solamente pueden ser subvertidas cuando son percibidas como relaciones de dominación; antes no. “Esto significa que no hay relación de opresión sin la presencia de un “exterior” discursivo a partir del cual el discurso de la subordinación pueda ser interrumpido” (Ibíd, pag 255). Empieza así a gestarse una lógica de la equivalencia. Lo mismo pasa con el feminismo, que solo empieza como lucha gracias a la emergencia del discurso democrático. Mary Wollstonecraft con la Vindicación de los derechos de la mujer de 1792, es quien marca el nacimiento del feminismo. Esto fue posible porque el principio de libertad e igualdad había pasado a ser un punto nodal en la construcción del espacio político. Otro tanto ocurre con las luchas de las minorías raciales: a la luz del discurso democrático se perciben nuevos antagonismos que antes pasaban desapercibidos. Después de la Revolución francesa se producen una serie de desplazamientos: las relaciones de subordinación pasan a ser percibidas como relaciones de opresión y dominación, lo que ocasiona distintas luchas democráticas que obligan a reformarse al discurso liberal-democrático hegemónico

L&M proponen a las fuerzas progresistas articular una nueva formación hegemónica al servicio de una noción de democracia radical y plural. “Radical” por la imposibilidad de fijar una identidad, esencia o fundamento alguno, radical también por la crítica al determinismo histórico y económico. “Plural” por la negación del clasismo, es decir, la negación de que la clase obrera, o cualquier otro sujeto revolucionario, pudiera ser el centro de articulación hegemónica. No hay ninguna posición privilegiada, todas las luchas tienen un carácter parcial y pueden ser articuladas por discursos muy diferentes (también el antidemocrático como ocurre en Francia con el Frente Nacional o en Grecia con Amanecer Dorado).

El discurso de la izquierda debe renovarse porque debe hacer frente a un poderoso enemigo: el discurso neoliberal (con origen en Hayek) que pone en cuestión la articulación entre liberalismo y democracia. Hayek concibe la libertad como no interferencia por parte del Estado. No hay lugar en este discurso para la libertad política. En la misma línea, el filósofo norteamericano Robert Nozick critica la noción de justicia social y justicia distributiva y defiende un Estado mínimo. Además el discurso neoliberal aboga por despolitizar las decisiones fundamentales, vaciar la noción de democracia y dar el poder a los expertos. Otro enemigo a considerar es el discurso conservador que, por una parte defiende el libre comercio, pero, por otra parte, critica la homogeneización del mundo que ha traído consigo la globalización y ensalza las diferencias y la desigualdad. La reacción liberal-conservadora no es en absoluto marginal, tiene una carácter hegemónico, intenta trasformar los términos del discurso y crear una nueva definición de la realidad. Lo que está en juego es, en términos de Gramsci, la creación de un nuevo bloque histórico, un nuevo desplazamiento en la frontera de los social. La alternativa de la izquierda debe ser “construir un sistema de equivalencias distinto, que establezca la división social sobre una base diferente”(Ibíd, pag 293).

Ahora bien la nueva estrategia de la izquierda no pasa, a juicio de L&M, por una ruptura radical con el liberalismo: “no se trata de romper con la ideología liberal-democrática sino al contrario, de profundizar en el momento democrático de la misma”(Ibíd, pag 293). L&M proponen no abandonar al discurso de la derecha nociones como “libertad”, “justicia”, “patria” o “democracia”. Es preciso redefinir estas categorías y elaborar nuevas articulaciones: “la forma en que al nivel de la filosofía política son definidas la igualdad, la democracia, y la justicia, puede tener consecuencias importantes en una variedad de otros niveles discursivos, y contribuir decisivamente a moldear el sentido común de las masas” (Ibíd, Pag 290). La defensa de la libertad, por ejemplo, va unida necesariamente a la noción de “individuo”, pero debemos construir un concepto distinto al “individuo posesivo” propio del modelo burgués. Esta nueva idea de individuo pasa por negar la existencia de unos supuestos “derechos naturales” que pertenezcan al individuo antes de la constitución de la sociedad. Todos los derechos se ejercen en sociedad y presuponen los derechos de los otros (no sólo los míos). Debemos ampliar el campo de los “derechos democráticos”, construir cadenas de equivalencia democráticas frente a la ofensiva neoconservadora.

Un nuevo discurso hegemónico para la izquierda debe tomar en consideración una serie de tensiones dialécticas con las que es preciso lidiar, evitando caer en falsas simplificaciones. Por ejemplo, la izquierda no debería dejar la crítica al estatalismo al discurso conservador. La idea de que la expansión del Estado es la panacea para todos los problemas es un error manifiesto, pero tampoco es cierto que todas las relaciones de dominación procedan del Estado; la sociedad civil puede ser el origen de muchas de ellas (el machismo, por ejemplo). El Estado puede ser un poder burocrático que frene y reprima la libertad popular o un factor relevante en la lucha democrática contra el sexismo o contra el poder de los oligarcas en America Latina; depende. Otra contradicción sobre la que -como dicen algunos- debemos “cabalgar” es la que se establece entre una concepción utópica de la política y otra pragmática o positiva. Debemos renunciar a todo utopismo mesiánico porque los antagonismos sociales son la esencia de la vida política, no es posible cancelarlos, no es posible un Paraíso en la Tierra, pero, por otro lado, es preciso desenmascarar la ficción del sujeto soberano que subyace en el discurso liberal. Es necesario potenciar una lógica democrática subversiva que persiga la eliminación de las relaciones de subordinación y las desigualdades, pero todo proyecto hegemónico ha de contar con un momento positivo de institución de lo social. Un proyecto democrático radical debe buscar un punto de equilibrio siempre inestable entre la subversión democrática y la vocación institucional. Además, este proyecto ha de tener en cuenta que los partidos políticos pueden ser factores positivos o no; el partido puede ser una institución burocrática o un instrumento de articulación hegemónica; depende. Por último también debemos renunciar al proyecto jacobino que exige la institución de un punto fundacional de ruptura (la revolución), pero, al mismo tiempo, debemos defender con firmeza y convicción el ideal igualitario que nace con la Revolución francesa.

Estas contradicciones imposibles de rehuir o anular nos muestran claramente que no es posible hacer una teoría general de la política. Las categorías no se fijan de un modo permanente a ciertos contenidos. No hay vínculos necesarios, por ejemplo, entre el antisexismo y el anticapitalismo, y su unidad solo puede ser el producto de una articulación hegemónica. Tampoco hay una receta de “política de izquierda” que pueda aplicarse en cualquier situación. “No hay una política de izquierda cuyos contenidos sean determinables al margen de toda referencia contextual” (Ibíd, pag 298). Lo más que podemos encontrar en las políticas de izquierda es lo que Wittgenstein llamaría ciertos “parecidos de familia”. Lo que quiere decir que no son válidas las viejas recetas, no se trata de aplicar un mismo modelo a todas las situaciones sino que cada caso requiere un trabajo filosófico específico. El trabajo filosófico es para L&M mucho más importante de lo que los marxistas ortodoxos habían supuesto, puesto que partimos del rechazo al determinismo económico y con ello a la distinción entre infraestructura y superestructura. Ciertos temas, ciertas nociones (como las de “soberanía” y “democracia”), pueden trasformarse en puntos nodales de una nueva formación discursiva si son articulados con rigor y audacia.

6. Objeciones.

En las líneas precedentes me he limitado a resumir, lo mejor y más honestamente que he podido, el libro de L&M. Acabo esta entrada, al modo cartesiano, presentando dos objeciones que me ha suscitado la lectura:

Toda sociedad compleja, presente o futura, se levanta sobre relaciones de subordinación: unos toman decisiones y otros las ejecutan. ¿Quién decide cuáles son opresivas y cuáles no? L&M nos responden que las relaciones no son de dominación per se, sino solo en la medida en que son denunciadas como tales por una formación discursiva: el discurso democrático. Solo después de la emergencia del discurso democrático las relaciones de subordinación de las mujeres en relación a los hombres y las de otras razas en relación a la raza blanca son denunciadas como relaciones de opresión y dominación. Lo cual parece indudablemente un logro moral y político. La pregunta que me planteo es: a la larga, para el discurso democrático ¿todas las relaciones de subordinación son opresivas y por tanto deberían ser canceladas? Me vienen a la mente algunos ejemplos menos edificantes que los expuestos por L&M. Durante la Revolución Cultural en China los jóvenes de la Guardia Roja denunciaron como opresiva la relación entre profesor y estudiante o entre padre e hijo. De forma similar los Jemeres Rojos en Camboya entendieron como relaciones de dominación las que se establecían entre los ciudadanos (los habitantes de la ciudad) y los campesinos o entre los educados y los analfabetos y, por consiguiente, procedieron a desalojar las ciudades y cerrar las universidades. Estas relaciones pasaron a ser consideradas como relaciones de dominación y, por tanto, denunciadas y combatidas por el discurso hegemónico que, aunque solo fuera a efectos propagandísticos, era, naturalmente, el discurso democrático. Pero un Estado que no reconoce la autoridad moral de un maestro sobre su alumno o de  una madre sobre su hija no es más justo y democrático, al contrario: se subvierten algunas formas de subordinación tradicionales para potenciar la relación de dominación principal, aquella sobre la cual gira toda la sociedad, la que se establece entre el Estado y el conjunto de los ciudadanos. Así pues, si no me equivoco, no todas las relaciones de subordinación son de dominación ¿Cuál es el límite? ¿Son “buenas” algunas relaciones de subordinación? Temo que desde la perspectiva teórica de L&M no encontramos una respuesta a estos interrogantes.

Y esto me lleva a una segunda y última objeción. No hay respuesta a la anterior pregunta porque toda respuesta se inserta en el seno de un discurso y, este es el problema no solo de L&M sino de todo el pensamiento posmoderno: carecemos de criterios extralingüísticos que nos permitan elegir entre un discurso u otro. L&M no engañan a nadie, escriben un texto sobre estrategia. El libro de L&M habla sobre medios no sobre fines, los autores no argumentan en favor del discurso democrático o la política de izquierda porque, en sentido estricto, no puede haber argumento alguno: todo argumento se articula en el seno de un discurso y es inconcebible algo así como un argumento “puro” que nos permita decantarnos por un discurso y no otro. Los autores se dirigen a un lector que ya está convencido de la necesidad de una política de izquierda y aconsejan estrategias políticas para llevarla a cabo, pero no tocan la cuestión de fondo de toda filosofía política: ¿cuál es la mejor forma de gobierno?

martes, 13 de enero de 2015

Cuando el mundo es de los otros...
Eduardo Abril

Me parece interesante plantear en estos días una reflexión que el azar ha querido que caiga en mis manos también “estos días”. Se trata del libro “Identidades asesinas” del escritor libanés Amin Maalouf. En esta obra se plantea una pregunta muy interesante: ¿por qué se dan en el mundo musulmán unas actitudes tan terribles de intolerancia y rechazo del otro? El otro como occidental, como mujer, como musulmán de otras confesiones. En resumen ¿qué hay en el Islam que conduce al islamismo -si es que hay algo-, al menos hoy en día?

Maalouf se aleja por completo de la consideración de que tales actitudes sean consustanciales al Islam, sin por ello ser tan ingenuo de pensar que los talibanes de Afganistán nada tienen que ver con la religión de Mahoma, del mismo modo que es imposible de negar que Pol Pot nada tenga que ver con Marx. Pero hallar el vínculo entre unos y otros no equivale, evidentemente, a afirmar que está en la esencia del Islam el terrorismo, o en la esencia del marxismo el genocidio. Es tan absurdo negar la relación entre ambos acontecimientos como afirmar su implicación lógica. Por las mismas, también sería un error pensar, nos dice Maalouf, que está en la esencia del cristianismo el gusto por la tolerancia y la libertad de expresión de que parecen gozar, hoy en día, los países occidentales que, en otra época, fueron de confesión cristiana. Basta con consultar algunos libros de historia para darse cuenta que a lo largo de la larga vida del cristianismo, se ha torturado, se ha perseguido y se ha matado tanto en esta religión, que difícilmente podría establecerse una comparación beneficiosa con el Islam. Con esto el escritor libanés no pretende criminalizar el cristianismo para descriminalizar el Islam, y tampoco pretende justificar las terribles actitudes de muchos millones de musulmanes comparándolas con las fechorías de pasados cristianos, esto está ya muy visto.

Pero los hechos son los hechos, y hay que constatar que, mientras que la religión cristiana era, hasta hace nada una religión intolerante y, pese a eso, los países cristianos han desarrollado cierto gusto por la tolerancia, la religión musulmana era, desde su comienzo, una religión que aceptaba la convivencia con otras creencias y que, sin embargo, y eso hay que subrayarlo, hoy en día es la religión por la que mucha gente está dispuesta a matar, a torturar y a morir. No sería justo pensar que, mientras que el cristianismo llevaba en su seno la esencia de la democracia, también en los momentos en que se mostraba como su contrario, el Islam lleve en el suyo, desde el comienzo, la del integrismo, incluso en aquellos momentos en los que aceptaba la presencia, en las tierras que conquistaba, de los fieles de las otras religiones monoteístas. “Si mis antepasados –escribe Maalouf- hubieran sido musulmanes en un país conquistado por las armas cristianas, en vez de cristianos en un país conquistado por las armas musulmanas, creo que no habrían podido vivir catorce siglos seguidos en sus pueblos y ciudades, conservando su fe.

Pero el escritor no pone paños calientes, y afirma sin tapujos que “ese mundo musulmán que ha estado durante siglos en la vanguardia de la tolerancia se halla hoy rezagado”. Y la explicación de esta situación no pasa por buscar la justificación en la lógica interna de la propia religión, tanto en un lado del Mediterráneo, como en el otro. “Con demasiada frecuencia -nos dice- se exagera la influencia de las religiones sobre los pueblos, mientras que por el contrario se subestima la influencia de los pueblos sobre las religiones”. Es un error creer que la historia de los pueblos no es más que el despliegue de sus ideas, como pensaba Hegel, sin tener en cuenta que esas ideas, una vez puestas en marcha, tienen tanta influencia en la historia de los pueblos, como las propias vicisitudes de éstos, junto a sus trasiegos, tienen en las ideas. Por eso mismo es difícil pensar qué habría sido del cristianismo si no hubiera germinado en la Europa del derecho romano, de la filosofía griega y de Galileo, del mismo modo que podríamos imaginar también un Islam que no sea la religión de una cultura vencida. 

La religión cristiana no configuró, sin más, el carácter de los europeos, como algunos piensan, sino que más bien los occidentales conformaron, en cada momento, la religión y la iglesia que necesitaron, del mismo modo que también los musulmanes han ido adaptando su Islam al momento histórico que les ha tocado vivir.  Y aquí llega una de las ideas fuertes de Maalouf: en los tiempos en los que los árabes triunfaban, cuando tenían la sensación de que el mundo les pertenecía, interpretaban su fe con un espíritu de tolerancia y de apertura. Pero después, cuando empezaron a verse en un mundo que dejaba de pertenecerles, y en el que a penas tenían cabida, su religión adoptó, en muchos casos, una actitud defensiva al modo del gato que saca las uñas.  “Las sociedades seguras de sí mismas se reflejan en una religión confiada, serena, abierta; las sociedades inseguras se reflejan en una religión pusilánime, beata, altanera [...].  

Y es que hay un hecho incontestable desde ya hace algunos siglos: el surgimiento de Occidente como una cultura que ocupa el lugar de todas las demás y con vocación global. A lo largo de los últimos siglos, la cultura occidental se ha convertido, tanto en el plano material como en el intelectual, en la civilización de referencia para el mundo entero, de modo que todas las demás se han visto frente a la tesitura de occidentalizarse o verse marginadas, reduciéndose a la condición de culturas periféricas, amenazadas de desaparición.  Occidente hoy en día, y desde hace ya un par de siglos, ya no es una opción, es la única alternativa. Y es que, cuando la civilización de la Europa cristiana comenzó a tomar ventaja, las demás, inevitablemente iniciaron su declive. Esta situación es absolutamente nueva dentro de la historia de la humanidad; ha habido grandes civilizaciones que se han extendido por amplias zonas del mundo, pero ninguna ha tenido ni la vocación ni la capacidad de erigirse como una cultura planetaria, como sí lo ha hecho la europea. “¿A partir de cuándo ese predominio de la civilización occidental se hizo prácticamente irreversible? ¿A partir del siglo XV? poco importa. Lo que es seguro, y capital, es que un día una civilización decidida tomó en sus manos las riendas del carro del planeta. Su ciencia se convirtió en la ciencia, su medicina en la medicina, su filosofía en la filosofía, y desde entonces ese movimiento de concentración y "estandarización" no se ha detenido.

Y la consecuencia de este hecho sin parangón, nos dice Maalouf es que, para los habitantes de cualquier zona del planeta, toda mejora de sus condiciones de vida, hoy en día, significa occidentalización. Y ocurre, inevitablemente, que este hecho no es vivido del mismo modo por  quienes han nacido en el seno de la civilización triunfante y los que pertenecen a las culturas derrotadas. Para los primeros, cualquier transformación supone una incidencia en sí mismos, mientras que los segundos no pueden dejar de percibir que toda mejora es, en cierto modo, una renuncia, el abandono de una parte de sí mismos.  “Cuando la modernidad lleva la marca del "Otro", no es de extrañar que algunas personas enarbolen los símbolos del arcaísmo para afirmar su diferencia [...].¿Cómo no van a tener la personalidad magullada? ¿Cómo no van a sentir que su identidad está amenazada? ¿Cómo no van a tener la sensación de que viven en un mundo que les pertenece a los otros, que obedece a unas normas dictadas por los otros, un mundo en el que ellos tienen algo de huérfanos, de extranjeros, de intrusos, de parias? ¿Cómo evitar que algunos tengan la impresión de que lo han perdido todo, de que ya no tienen nada que perder, y lleguen a desear, al modo de Sansón, que el edificio se derrumbe?”.

Pero la cosa no es tan simple, afirma Maalouf, porque si echamos un vistazo a la reciente historia de los países musulmanes, nos damos cuenta de que no siempre tuvo vigor este rechazo de Occidente. En muchas ocasiones ocurrió justo al revés. Maalouf nos cuenta la historia de uno  de los Gobernadores de Egipto, Mehmet Alí, quién ya a comienzos del siglo XIX tuvo la idea de modernizar el país, occidentalizándolo, para ponerlo a la altura de las grandes potencias europeas. Hizo grandes reformas y estuvo a punto de hacer salir a Egipto del club de los países que importaban una mierda, pero ocurrió que a las potencias europeas, Francia e Inglaterra, les venía mal un país fuerte y orgulloso justo a medio camino de la ruta hacia la India, y preferían un devaluado y moribundo Imperio Otomano. Esta fue la última vez, señala Maalouf, que el mundo musulmán tuvo la oportunidad que estar entre los países de cabeza y no en el pelotón de cola.

Y, sin embargo, ni aún así, el Islam se convirtió en una religión de odio y rechazo. Con la desintegración del Imperio Otomano, las distintas regiones que se fueron configurando como países en lo que antiguamente había sido el mundo islámico, ni siquiera se aglutinaron en torno a ideas religiosas. Fue, como estaba ya siendo en Europa, el nacionalismo lo que forjó estos nuevos países. El radicalismo religioso tenía un papel meramente anecdótico en estas nuevas sociedades, constituía “durante mucho tiempo, durante muchísimo tiempo, una actitud sumamente minoritaria, grupuscular, marginal, por no decir insignificante”. El ejemplo paradigmático es el de Nasser, el padre de la patria egipcia. Éste era un enemigo acérrimo de los integristas a los que se enfrentó en todo momento. Y Nasser no era, ni mucho menos, un líder minoritario en el mundo musulmán, sino todo lo contrario: contaba no sólo con una aceptación altísima en su propio país, cuyos ciudadanos tenían verdadera devoción por él, sino que inspiraba simpatías similares en el resto de países árabes. “Me acuerdo –escribe Maalouf-  que, en aquella época, el hombre de la calle consideraba a los militantes de los movimientos islamistas como enemigos de la nación árabe, y muchas veces como "agentes occidentales” (a modo de comentario: la conexión entre el islamismo y los países occidentales, se ha mentado muchas veces; tal vez fueran las potencias europeas y americana quienes, en su afán por debilitar una cultura naciente, creasen un monstruo que ahora padecen).

Y al final, fue necesario que los distintos experimentos occidentales, nacionalismo y socialismo, que se llevaron a cabo en el mundo árabe, fracasasen una y otra vez en sus intenciones de construir sociedades dinámicas y avanzadas que compitiesen en condiciones de igualdad con Occidente, para que una parte significativa de la población empezara a prestar oídos a los discursos del radicalismo religioso y encontrasen un poco de sutura para una identidad fracturada y vapuleada. Pero el radicalismo religioso no fue la opción elegida de manera espontánea y natural por los árabes o los musulmanes, sino, a lo sumo, el lugar donde esta cultura milenaria quiere ir a morir. Antes de que se sintieran tentados por esa vía, fue necesario que todas las demás se cerraran, y conviene pensar por qué todos los otros caminos quedaron impracticables. El mundo musulmán, cuando quiso aceptar a Occidente, descubrió con amargura que occidente no quería iguales, sino dominados. Y hay pocas viviendas que habitar en un mundo que siempre es de los otros.

jueves, 8 de enero de 2015

Mal humor.
Borja Lucena


La fe que no sepa burlarse de sí misma debe dudar de su autenticidad.

La sonrisa es el disolvente del simulacro.

Nicolás Gómez Dávila