Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

lunes, 30 de marzo de 2015

El piloto melancólico y la sociedad enferma.
Eduardo Abril Acero


Para Lacan el estatus ontológico del sujeto es el puro vacío. El sujeto surge como un algo que gira en torno a la falta de ser. Lo explica mostrando cómo un individuo infantil (un bebé), que inicialmente no es conciencia de nada, sino que únicamente es un haz desordenado de sensaciones sin referencias, pasa a ser una cosa que sabe de sí mismo y del mundo que le rodea. Nos dice que en un momento muy prematuro de la existencia, el infante sólo puede experimentar la identidad de una forma muy precaria como la de ser un objeto en manos de un otro, una cosa arrojada ahí (da-sein) para que los otros hagan algo con él, le tomen en brazos o le dejen reposar en soledad, le den alimento o dejen que aparezcan esas sensaciones orgánicas de tensión y malestar, sin nombre y sin causa, le proporcionen calor o le abandonen al frío, le den un nombre, le dirijan la palabra, o no lo hagan. Si en este momento inicial de la existencia pudiéramos saber qué sabe un bebé sobre sí mismo, probablemente descubriríamos que ese sí mismo es una pura alteridad, una cosa del otro, una continuación del otro, o dicho al modo lacaniano “el deseo del otro”.

Pero en este momento aún no se ha constituido la subjetividad como tal, aún no somos un sujeto. Somos más bien un objeto frágil, una sutil “alteridad radical”. Pero esta identidad es demasiado precaria, pues, en un momento dado, esa cosa que somos fracasa, esto es, muestra sus inconsistencias a la hora de erigirse como un objeto de pleno derecho en el mundo. Al constituirse como una cosa para ser dominada y tomada por el otro, no resiste la dura experiencia de enfrentarse, de repente, al deseo del otro como un enigma. Esa incógnita irremediablemente invade y permea todo el ser que somos. El infante encuentra algunas cosas decisivas en el otro que van a alterar para siempre su propia constitución. Descubre, para empezar, que él mismo no satura la totalidad del deseo del otro, puesto que el otro quiere otras cosas, le abandona y se marcha a buscar otros objetos que él desconoce. El descubrimiento cae sobre la joven cosa como la noche negra puesto que este hallazgo, que los lacanianos llaman la castración, no es otra cosa que la constatación del vacío constitutivo de la propia subjetividad. ¿Por qué? Porque por una parte el infante descubre que el otro es un ser en falta, quiere algo que le falta, que no le es dado, y que él mismo es incapaz de llenar. Y del mismo modo descubre también que él mismo es también un ser en falta, puesto que su posición es la de no saber qué quiere el otro de mí cuando, inicialmente, es el deseo del otro lo que constituyó al individuo como un algo. Al mismo tiempo surgen el sujeto, el deseo y la angustia alrededor de la pregunta ¿qué soy yo para el deseo del otro? El sujeto es aquel que, resultado de haber fracasado al constituirse como un objeto, es una constitución vacía, la pregunta histérica que gira incesantemente alrededor de una pura nada. Sujeto, deseo y falta son tres palabras para nombrar lo mismo, puesto que somos sujetos en el mismo momento que aparece nuestro deseo frente al enigma de no ser un algo determinado, un objeto dado en el mundo, una falta constitutiva.

No hay que entender este relato del nacimiento del sujeto como una cuestión de estadios temporales, como si primero nos constituyésemos como una cosa en el deseo del otro y después esto se pierde irremediablemente. Más bien ocurre que la cosa que somos nace ya como algo perdido, como la cosa anhelada que uno nunca tuvo. Por eso no es algo recuperable, no hay una posición subjetiva en la que el sujeto alcance, al fin, de manera constitutiva su auténtico ser, su completud ontológica. La situación subjetiva es ya, desde el comienzo y para siempre, la posición del que no sabe lo que es, no sabe qué lugar ocupa frente a la pura alteridad y, pese a todo, quiere saberlo. Existir como sujeto es existir como un ser que desea ser sin llegar jamás a ser. Nacemos ya como expulsados del paraíso, como errantes sin patria en un constante retorno.

De acuerdo con esto, si hubiera que nombrar a una posición subjetiva verdaderamente ontológica, esta sería la más insatisfactoria de todas, la melancolía. La melancolía no es otra cosa que la conciencia de que no hay ningún objeto que tenga las propiedades de llenar ese vacío constitutivo de la subjetividad y la única respuesta posible frente a la falta es la reiteración de la pérdida: la reiteración compulsiva y fantasmática del momento de la pérdida, de cualquier pérdida, como metonimia de la misma posición ontológica de un ser en falta. Se puede decir que el melancólico adopta la posición de saber lo que se es, ser el resultado de un fracaso, un ser de ruina, un objeto roto para el que nunca han existido piezas de recambio. El melancólico sabe que ya perdió aquello que pudo significar su completud, y renuncia a buscarlo porque sabe que eso es una cosa perdida para siempre.

Siendo así la estructura ontológica de la subjetividad, lo complicado y también la tarea ética y política fundamental, nos dice Zizek, es cómo hacer para movilizar el deseo del sujeto, cómo hacer que el sujeto desee algo, dirija su voluntad sobre un objeto que, a todas luces, no va a rellenar su hueco constitutivo. La respuesta que nos da es que dicho objeto debería ser, dicho al modo kantiano, una magnitud negativa. Un objeto capaz de designar un vacío, ser en sí mismo la metonimia de un vacío, la metáfora de una falta. Sólo fijando el deseo en algo, sea lo que sea, el sujeto puede quedar vinculado al mundo y a los otros, constituyéndose algo así como “la realidad” . Un objeto con estas características es, por ejemplo, el sexo. El sexo es la teatralización repetitiva e inevitable de un constante fracaso, y por eso mismo, representa metonímicamente la relación del sujeto con el objeto de su deseo. El sexo es capaz de erigirse como una designación negativa de la falta, ya que es una expresión desnuda del “debe” en el que no hay un “haber”. Pero pese a eso, la experiencia sexual nos lanza a establecer vínculos con lo otro, vínculos nunca satisfactorios y siempre necesitados de su reiteración y modificación.

En el mismo orden de cosas podríamos considerar que toda estructura social no es más que una forma de hacer que el sujeto oriente su deseo hacia ciertos objetos sublimes. La democracia liberal, por ejemplo, es a través del capitalismo como dispositivo abrumador y tremendamente eficaz que satura el deseo en la dirección de un histérico consumo óntico, como fija el deseo del sujeto y lo vincula a un orden simbólico. Su lógica se basa en una saturación circular e histérica del deseo, en la que el sujeto toma como fetiches las mercancías que consume, ya sea un coche, un manjar, un nuevo teléfono móvil, un viaje a las Islas Fidji, una relación amorosa, o cualquier otra cosa que pueda ser consumida, creyendo que cada nueva consumición llenará su vacío constitutivo. Pero descubre al poco que no estaba ahí, en ese objeto, aquello que tanto ansiaba. Sin embargo el dispositivo capitalista no deja que el sujeto haga experiencia de su falta en ese momento, proponiéndole, incesantemente nuevos objetos que saturen su deseo. Para el sujeto del capitalismo, y su consumo desaforado, un puro nunca es sólo un puro y un coche no es nunca un coche. Cada objeto dado a su gasto incorpora siempre un enigma, una promesa vacía que va más allá de sí mismo. Un coche nunca es sólo un instrumento que nos transporta de un lugar a otro con eficacia, sino que nos promete una posición subjetiva particular una completud vacía. Pero, dado que la promesa es siempre incumplida, el sistema debe renovarla constantemente aprovechándose de la constitución histérica del sujeto. Un hombre se compra el nuevo Peugeot, Bmw o Mercedes, pero en realidad no está comprando sólo una máquina, hay algo en todo eso que apunta a un goce, las líneas curvas del nuevo modelo, sus colores metalizados y brillantes, el nombre pretencioso. En el momento de la compra el sujeto se reconoce, por un instante fugaz, justo cuando firma el documento de compra, el universo gira en torno a sí y por un instante fugaz todo cobra sentido. Pero sucede aquí como en el Paraíso perdido, en el momento mismo de su aparición es ya perdido. Por eso esa posición subjetiva es histérica, porque el sujeto vuelve a repetirse otra vez “no es esto lo que verdaderamente quiero, debe haber algo más en alguna parte” y entonces la máquina capitalista opera para suministrarle un nuevo objeto de deseo.

Aquí reside el papel de la fantasía ideológica, ya sea el capitalismo, el estalinismo o el fascismo... se trata de movilizar el deseo del sujeto para controlar su goce. Llenar de una u otra forma el vacío constitutivo del sujeto que fije al sujeto a un universo simbólico y se sienta vinculado de alguna forma al otro.

Sin embargo, ¿qué ocurre cuando la ideología no es capaz de movilizar nuestro deseo? ¿entonces qué deseamos? ¿a qué realidad simbólica queda fijado el sujeto? La respuesta a esta pregunta no es única, no nos lleva a una sola situación, del mismo modo de un conflicto en el sujeto no es causa de la misma sintomatología. En esta entrada quiero arrojar luz sobre uno de esos síntomas que puede ser tomado ya como un síntoma social: la melancolía. Las avanzadas sociedades democráticas son inevitablemente melancólicas, sociedades de hombres impelidos a gozar una y otra vez de todos los objetos suministrados por la máquina capitalista y que, sin embargo se llenan de hombres tristes sin capacidad para ningún tipo de goce. Y cuando más avanzada es esa sociedad, cuando mayor posibilidades de goce ofrece, parece que más hombres tristes y deprimidos la habitan. La depresión es una enfermedad que afecta fundamentalmente a las sociedades del consumo y la opulencia, y puede ser vista, desde la perspectiva que aquí se contempla, como una fractura ideológica, la incapacidad por parte del sistema de movilizar el deseo del sujeto y su irremediable caída en el vacío de la locura. La depresión o melancolía es una disposición subjetiva paradójica en las sociedades capitalistas puesto que, en una estructura social en la que toda la estructura económica, institucional, legal y política se sustenta sobre el deseo y el goce del sujeto, aparecen unos hombres fantasmáticos, que se arrastran penosamente por las calles y que lo que les pasa es básicamente que carecen de esa capacidad para desear que sustenta los vínculos sociales y el orden político. La melancolía es, en sí misma, una fractura abierta en el seno de la ideología capitalista, puesto que anula la posición subjetiva histérica que sujeta a los hombres a este particular orden simbólico. No es la única y, desde luego, no es la más deseable pero sin duda es una de las más presentes.

El melancólico subvierte el orden social puesto que, para él, ningún objeto puede ocupar el lugar de la falta y, por tanto, ninguna ley, ninguna promesa, ninguna experiencia, y ninguna cosa de ningún tipo puede anclarle al orden social y hacerle participar en la ley, el deseo y el goce. El melancólico, carente de una magnitud negativa que nombre a su falta, se encuentra frente al abismo absoluto y aterrador de su propia falta de ser. En estos hombres tristes el deseo no está, y cuando hace acto de presencia en su posición subjetiva, lo hace como un fuerte y profundo deseo de abismo. Ese sujeto que parece no tener voluntad para nada, que vive su vida desde una desesperante abulia, muestra una firmeza infinita en el propio acto de su aniquilación, en el salto abismático hacia su desaparición, porque expresa ahí, finalmente, todo el poder de su deseo, un deseo de vacío absoluto, sin los intermediarios del goce. Para el melancólico suicida nunca es tan firme su voluntad como cuando salta al vacío o aprieta el gatillo porque sólo ahí su voluntad es verdadera.

Si miramos a la escena que estos días se describe en las páginas de todos los periódicos del mundo, y abre todos los informativos, esto mismo se nos muestra con una verdad descarnada. Como se ha repetido en muchos sitios ya, respecto del accidente del vuelo de German Wings, el piloto presa de sus necesidades fisiológicas le dice al copilóto Lubitz “vete preparando el aterrizaje mientras yo voy al baño”, a lo que éste contesta melancólicamente “Espero, ya veremos”. Su contestación melancólica muestra que ese deseo, “espero” no es el suyo, sino el enigmático deseo del otro frente al que él ya no se siente anclado ya que ha descubierto su constitución vacía. Aterrizar el avión es lo que haría alguien que aún se siente vinculado al orden social, el poderoso deseo del otro. Alguien que, por ejemplo, aún crea de alguna forma en un orden moral y no conciba la atrocidad estrellar un avión matando a cientocincuenta pasajeros. Pero ese no es el deseo de alguien para quien ya no hay anclajes sociales y su vida se ha soltado del otro, para alguien para el que ya solo cabe un único deseo, el abismático deseo de nada. Por eso su languidez en ese “ojalá” contrasta poderosamente con su firme voluntad de encerrarse en la cabina de pilotaje y pulsar voluntariamente con firmeza el botón de descenso, poniendo rumbo hacia el desastre.

La reacción social contra este hecho no puede ser de otra forma que “defensiva”, y lo pone de manifiesto la caza desesperada de información por parte de los medios de comunicación, buscando alguna seña de la enfermedad del piloto que permita apuntalar de nuevo el orden social. Se trata ahora de construir sobre el piloto suicida el relato de la locura y de la enfermedad, bien descrita por los mecanismos tranquilizadores de la ciencia. Por necesidad debía ser un loco, por necesidad debía estar enfermo, por necesidad esta debe ser una excepción traumática que confirme la regla. Sin embargo, debajo de esa búsqueda histérica ya se puede ver la inconsistencia que tendrá el relato, pese a documentales y sensacionalistas especiales televisivos, que traten de sacar conclusiones apresuradas del testimonio de un vecino, de un fugaz parte médico, de un bote de pastillas ansiolíticas... etc. Lo que la sociedad no está dispuesta a admitir, ni siquiera a tomar en consideración, es la idea de que Lubitz sea sólo un piloto melancólico, uno de esos hombres tristes, como tantos otros, que arrastran sus vidas por las sociedades del goce, que ya no se sienten vinculados de alguna forma a los otros y para los que el imperativo posmoderno del goce es una máscara caída. Sólo un hombre más de tantos que muestran en su tristeza a una sociedad enferma.

lunes, 2 de marzo de 2015

La razón populista.
Óscar Sánchez Vega

Hoy en día el populismo parece gozar de tan buena salud como mala prensa. Los partidos populistas ganan elecciones u obtienen magníficos resultados en Europa y, especialmente, en América Latina, pero el calificativo de “populista” continua cargado de connotaciones negativas. En este contexto llama la atención la obra de Ernesto Laclau La razón populista (Buenos Aires, 2005) porque hace de la denostada noción una categoría política fundamental.

Empieza el filósofo argentino haciendo un repaso de algunas definiciones. Todas las aproximaciones a la noción de populismo incurren en un error de planteamiento: o bien formulan, de manera a priori, una definición superficial y peyorativa del término y entonces los hechos empíricos, los movimientos sociales acusados de populismo, no encajan con la definición propuesta, o bien se limitan a una enumeración de movimientos y partidos llamados populistas construyendo una definición por agregación de rasgos muchas veces contradictorios. Ni de una forma ni de otra es posible construir una categoría política coherente. 

Los detractores de la política populista formulan, básicamente, dos acusaciones: primera, el populismo es un discurso vago y ambiguo; segunda, el populismo es demagógico. Laclau sostiene que ambas acusaciones tienen una parte de verdad que es preciso reconocer pero que esos rasgos pueden ser considerados desde una perspectiva diferente. La vaguedad y la imprecisión son un defecto, por ejemplo, en las ciencias formales porque el terreno que pisamos es susceptible de ser roturado con rigor, pero cuando la realidad que tratamos conocer y transformar es en sí misma ambigua e indeterminada un enfoque tal puede ser el más apropiado. “El lenguaje de un discurso populista va a ser siempre impreciso y fluctuante: no por falla alguna cognitiva, sino porque intenta operar performativamente dentro de una realidad social que es gran medida hetereogénea y fluctuante” (Ibíd, pag70). Este componente de vaguedad es esencial en cualquier discurso populista. En cuanto a la acusación de demagogia, lo que está en juego aquí es la valoración del papel de la retórica en la vida política. Laclau niega que la retórica sea “algo epifenoménico”, un rasgo accidental y lamentable del discurso político. No es así. Los recursos retóricos son el corazón mismo del discurso político (añadiremos algo sobre esto más adelante).

El problema de la literatura sobre el populismo es que las aproximaciones a la noción están cargadas de prejuicios: si el populismo se caracteriza a priori como una posición irracional es absurdo entonces indagar acerca de una lógica o una razón populista. Laclau sostiene, por el contrario, que existe una lógica populista que tiene como finalidad constituir un vínculo social en torno a la noción de pueblo. Lo que verdaderamente interesa al argentino es determinar la especificidad de la práctica articulatoria populista. Para ello debemos volver a algunas nociones que hemos presentado en una entrada anterior: la lógica de la diferencia y la lógica de la equivalencia. La primera es la lógica que rige los conflictos y las demandas sociales aisladas -demandas democráticas, en términos de Laclau-, aquellas que se dirigen al poder para solucionar un problema concreto que afecta a cierto colectivo: vivienda, educación, sanidad, etc. La segunda, la lógica de la equivalencia, consiste en la creación de demandas populares mediante la articulación de las demandas democráticas. Es el rechazo del poder a las demandas democráticas lo que permite dar este paso o, dicho de otra forma, son las demandas democráticas insatisfechas las que abren la posibilidad de generar demandas populares a partir de la formación de una frontera interna que separa al pueblo del poder, naciendo de este modo el “embrión de una configuración populista”. Populismo no es un movimiento o una ideología es una lógica política caracterizada por el paso de la lógica de la diferencia a la lógica de la equivalencia, en virtud de una serie de demandas sociales insatisfechas.

Al ser una lógica vacía de contenido cabe, naturalmente, la posibilidad de un populismo progresista o conservador. Los primeros movimientos populistas fueron de carácter progresista pero a partir de los años en 50, en EEUU, podemos hablar de un populismo conservador de la mano del macarthismo, el anticomunismo y el antiestatalismo. La llamada al “americano medio” y a la “mayoría silenciosa” frente a la élite liberal ha sido una exitosa estrategia populista del Partido Republicano norteamericano. El discurso populista explica el amplio apoyo que encontraron entre los trabajadores blancos los presidentes Nixon, Reagan o George Bush hijo. Poco a poco se construye una operación hegemónica, una nueva cadena equivalencial que, de la mano de Margaret Thatcher, también se expande por Europa: contra la burocracia estatal, el despilfarro en políticas sociales, el elitismo intelectual, etc. 

Lo peculiar del populismo es privilegiar las cadenas de equivalencia frente a las diferencias. Lo contrario sería la política institucionalista. El lema, tan habitual en los libros de Ética, de “somos diferentes, somos iguales” podría resumir muy bien la perspectiva de una política institucionalista. En principio, el Estado del Bienestar solo es compatible con políticas institucionalistas que niegan cualquier frontera interna, pero la crisis económica y las contradicciones internas pueden generar antagonismos sociales en los cuales la parte más débil se identifica con el Estado benefactor amenazado, creándose así cadenas equivalenciales que permiten la irrupción del pueblo como sujeto político: nosotros somos el pueblo y ellos los especuladores, banqueros, la casta etc. Pero la preponderancia de las cadenas equivalenciales, característica del populismo, no implica la negación de las diferencias. Las diferencias son la marca de una heterogeneidad social irreductible, de tal forma que la tensión equivalencia/diferencia no se rompe en ningún momento. Ambas son “condiciones necesarias para la construcción de lo social” (Ibíd, pag 47). Es solo porque las demandas particulares están insatisfechas por lo que se puede generar un sentimiento de solidaridad con otras demandas e iniciar así una cadena equivalencial.

Noción de pueblo.

“El “pueblo” es algo menos que la suma total de los miembros de la comunidad: es un componente parcial que aspira, sin embargo, a ser reconocido como la única totalidad legítima” (Ibíd, pag 47) nos dice Laclau. El pueblo del populismo es una plebs (una parte, los de abajo) que reclama ser el único populus (todo) legítimo. Frente al discurso institucionalista, los populistas sostienen que no todas las diferencias son iguales, hay una parte que se identifica con el todo a través de al construcción de vínculos equivalenciales. “Todo el poder a los soviets”, por ejemplo, es un reclamo populista.

Dos condiciones son precisas para que surja el populismo: el vínculo equivalencial y la frontera interna. “El populismo requiere la división dicotómica de la sociedad en dos campos” (Ibíd, pag 48) y un campo, el polo popular, reclama ser el todo legítimo. “El destino del populismo está ligado estrictamente al destino de la frontera política: si esta última desaparece, el “pueblo” como actor histórico se desintegra” (Ibíd, pag 52). Es importante comprender que no todos somos el pueblo, los explotadores no pueden ser miembros de la comunidad en el imaginario popular. Esta frontera interna es irrepresentable conceptualmente (como la relación sexual en Lacan), “el corte escapa a la aprehensión intelectual”(Ibíd, pag 49), “el momento de ruptura antagónica es irreductible” (Ibíd, pag 55), es decir, no puede ser explicada, como en el materialismo histórico, mediante categorías económicas o, como en Hegel, apelando a “la astucia de la razón”. “La construcción del “pueblo” va a ser el intento de dar nombre a una plenitud -de la comunidad- que está ausente” (Ibíd, pag 50), afirma Laclau. La experiencia inicial del populismo es la experiencia de una falta, de una injusticia. En el inicio están las demandas democráticas insatisfechas. La articulación comienza cuando una demanda particular adquiere centralidad, en otras palabras, la política populista es una operación hegemónica que acontece cuando una demanda democrática pasa a ser una demanda popular y se convierte en un punto nodal. Así se construyen las identidades populares. 

Importancia de los significantes vacíos.

Significantes vacíos y significantes flotantes son nociones similares. Los primeros, los significantes vacíos, “tienen que ver con la construcción de una identidad popular una vez que la frontera interna se da por sentada”. Los segundos, los significantes flotantes, intentan “aprehender conceptualmente los desplazamientos de la frontera” (Ibíd, pag 77). Desde un punto de vista práctico apenas caben establecer diferencias pues las dos nociones constituyen operaciones hegemónicas. 

Antes hemos reconocido que el populismo es un discurso vago e impreciso. No puede ser de otro modo pues se constituye en torno a significantes vacíos. Decía Lacan que la identidad y unidad del objeto son el resultado de la operación de nominación: el nombre es el fundamento de la cosa. El nombre (significante vacío) es el que constituye el objeto, de ahí la importancia de la retórica, que consiste en emancipar al nombre de sus referentes conceptuales unívocos. Es el acto de “nombrar” lo que puede articular las distintas luchas democráticas e iniciar una cadena equivalencial. En la Revolución rusa, por ejemplo, el lema “Pan, paz y tierra” funcionó como un significante vacío que permitió articular las luchas democráticas que, de otro modo hubieran permanecido aisladas e incomunicadas. Estas palabras: "pan", "paz" y "tierra", aspiran a nombrar una universalidad que desborda todo particularismo, toda lucha aislada. 

Los significantes vacíos y las operaciones retóricas que conllevan son necesarios porque partimos de una base social muy hetereogénea. “En las luchas populares la identidad tanto de las fuerzas populares como del enemigo es más difícil de determinar (que en una lucha democrática aislada)” (Ibíd, pag 58). Precisamos pues de instrumentos vagos e imprecisos tanto para cohesionar a los nuestros como para señalar a los otros.        (Laclau destaca la importancia de los significantes vacíos para un discurso populista, pero se echa en falta una distinción. El argentino sostiene que una política populista consta de dos fases: el momento subversivo y la etapa institucional o, lo que es lo mismo, derribar el viejo orden y crear uno nuevo. Parece indudable la importancia y la efectividad de los significantes vacíos en el momento subversivo, pero ¿qué pasa en la fase institucional? Cuando una formación populista alcanza el poder político ¿siguen cumpliendo la misma función los significantes vacíos? Una vez que un partido populista ostenta el poder parece inevitable vincular los significantes con ciertos contenidos con lo cual algunas demandas quedan necesariamente insatisfechas y la cadena equivalencial seriamente amenazada.)

Importancia del líder y de la representación.

También relacionado con el tema de los significantes vacíos está el papel del líder. Los portavoces del discurso institucional han denunciado a menudo la excesiva importancia y centralidad que tiene la figura del líder en el seno de las formaciones populistas. Laclau admite este rasgo y lo vincula con la función de los significantes vacíos: “cuanto más extendido está el lazo equivalencial más vacío es el significante que unifica la cadena” (Ibíd, pag 58). La vacuidad del significante es una condición necesaria para articular a gentes y colectivos muy diversos. Los nombres de los líderes cumplen esta función de manera óptima esta función, especialmente cuando el acceso a la referencia, la persona real que designa el nombre, es imposible o muy complicado. Algo así ocurrió con el significante “Perón” durante los años de exilio del dirigente en los que estuvo confinado y sin permiso para realizar declaraciones políticas. Su nombre se convirtió en aglutinador de la oposición al régimen oligárquico en Argentina. Lo mismo pasó con Che Guevara, especialmente después de su muerte, y con Nelson Mandela, el cual, desde la prisión, se convirtió en el símbolo de la nación sudafricana.

Los líderes de los partidos, no solo de los partidos populistas, siempre hacen algo más que “representar” a los militantes y simpatizantes. Pese al modelo teórico del liberalismo, el representante nunca es un agente pasivo de sus votantes, debe añadir algo al interés que representa, “este agregado, a su vez se refleja en la identidad de los representados, que se modifica como resultado del proceso mismo de representación” (Ibíd, pag 93). La influencia es recíproca, transita en los dos sentidos. Un representante no puede vivir y hablar al margen de la voluntad de los representados pero su labor puede servir para homogeneizar una masa heterogénea y cambiar así aquello que está representando. Este es el fin del líder según los teóricos fascistas, es una forma extrema de representación simbólica.

Las identidades débilmente constituidas requieren de la representación para afianzarse, “la construcción del pueblo sería imposible sin el funcionamiento de los mecanismos de representación” (Ibíd, pag 95). Para que el pueblo tome conciencia de sí mismo necesita de líderes y representantes. Ya hemos señalado la importancia de los significantes vacíos como puntos nodales de las cadenas equivalenciales, pero... ¿quién los instituye? ¿quién decide qué significantes pueden ser los más efectivos, los que más carga emocional conllevan y por tanto los más óptimos para generar cadenas de equivalencia? Laclau no responde claramente: parecen ser los líderes e intelectuales de la formación hegemónica, que son también los retóricos, pues la retórica consiste precisamente en desplazar las fronteras aceptadas entre significante y significado. La voluntad del pueblo, por tanto, no es algo constituido de manera previa a la representación sino más bien un acontecimiento sobrevenido.

Importancia de los afectos; la investidura.

Cualquier totalidad social es el resultado de una articulación ininteligible sin la dimensión afectiva. El afecto constituye la esencia misma de lo que Laclau denomina “investidura” que es el momento en el cual una parte pasa a cumplir la función de una totalidad o, en términos psicoanalíticos, consiste en elevar un objeto parcial a la dignidad de la Cosa. En términos políticos y aplicado a asunto que nos interesa, es el momento en el que la plebe pasa a ser la encarnación del populus. No hay populismo posible sin una investidura de un objeto parcial. Recordemos que “pueblo” es una plebs que reclama ser un populus. Para ello “objetos parciales (figuras, símbolos, objetivos) son investidos de tal manera que se convierten en los nombres de su ausencia” (Ibíd, pag 69).

La falta del reconocimiento de la dimensión afectiva ha sido un importante déficit en la teoría política liberal y socialdemócrata, como el modelo de democracia deliberativa de Habermas, pero también en muchos discursos emancipatorios del siglo XX. Los partidos comunistas tendieron a menospreciar esta faceta y a promover una visión del pueblo universal y abstracta: la unión de todos los proletarios del mundo. No comprendieron que un pueblo siempre es una singularidad histórica susceptible de generar lazos afectivos sin los cuales no es posible su constitución. Precisamente los partidos comunistas que triunfaron, especialmente el partido comunista chino y el cubano, no cayeron en este error, identificaron al pueblo con una singularidad histórica con la cual los trabajadores podían identificarse... y sacrificarse si fuera preciso. 

Democracia y populismo.

Claude Lefort sostiene una interesante tesis: afirma que con la Revolución francesa el lugar del poder se convierte en un vacío (ya no es el cuerpo del príncipe); este vacío de poder desencadena un proceso de decepción y frustración al que se pretende combatir con la fantasía del Pueblo-Uno, fantasía que está en el origen del totalitarismo. De tal modo que, simplificando mucho, el populismo conduce al totalitarismo. Como es de suponer Laclau no puede estar de acuerdo con esta tesis. Admite que este paso, del populismo al totalitarismo, es posible, pero el espectro de posibilidades que permite el populismo no puede reducirse a la oposición democracia/totalitarismo. Las posibles articulaciones son múltiples y todas ellas contingentes. La noción de populismo no designa ciertos objetos sino un “área de variaciones dentro de la cual pueden inscribirse una pluralidad de fenómenos” (Ibíd, pag 101).

Entre todas ellas nos interesa profundizar en una: la articulación entre liberalismo (gobierno de la ley, derechos humanos, libertad individual) y democracia (igualdad, soberanía popular...). Se trata de dos tradiciones distintas que pueden darse por separado de tal modo que su articulación es enteramente contingente como ha demostrado la historia del siglo XX. Verdad es que el pueblo puede constituirse en el seno de un discurso fascista pero esta no es razón suficiente para denostar el populismo pues perfectamente posible articular populismo y democracia que es la perspectiva política que a Laclau le parece más idónea. Es más, una auténtica democracia, que vaya más allá del formalismo de la democracia procedimental, exige la construcción de un pueblo: “la posibilidad misma de la democracia depende de la constitución de un pueblo democrático” (Ibíd, pag 101). El cómo ya lo hemos apuntado: mediante significantes vacíos que generan cadenas de equivalencias. 

Variaciones populistas.

Laclau distingue diferentes tipos de populismos. América Latina, por ejemplo, es un territorio propicio para el populismo de Estado porque allí el Estado liberal no ha sido más que una sofisticada maquinaria clientelista al servicio de los oligarcas y terratenientes. Este poder oligárquico ha ignorado sistemáticamente las demandas democráticas de los sectores más desfavorecidos, lo que, a la larga, favorece el triunfo de formaciones populistas que apuestan por un Estado fuerte y nacional. Así, por ejemplo, el régimen populista del general Perón en Argentina instituyó un gobierno autoritario y antiliberal que, sin embargo, promulgo reformas democráticas. Por ello en América Latina “la construcción de un Estado nacional fuerte en oposición al poder oligárquico local fue la marca característica de este populismo” (Ibíd, pag 112).

Otra posibilidad, que claramente no cuenta con la simpatía de Laclau, es el populismo étnico. En Europa de Este, especialmente después de la Caída del Muro, los movimientos populistas son de este cariz. En estos países la identificación estatal ha sido especialmente débil por la inestabilidad histórica de las fronteras y la calamitosa acción de gobiernos títeres al servicio de las poderosas potencias de oriente -Rusia- y occidente -Alemania-. En este contexto proliferaron los nacionalismos, la religión y la xenofobia. La frontera interior que, como hemos visto, es consustancial al populismo pasa a ser exterior; el otro, el opuesto a la comunidad ya no es el explotador sino el miembro de la etnia rival. Las líneas que constituyen la comunidad son puramente étnicas lo que genera, naturalmente, un mayor peligro de autoritarismo. El problema de este populismo es, en términos de Laclau, que los significantes que constituyen la cadena equivalencial no son suficientemente vacíos (“croata”, “serbio”, “musulmán”, etc, designan grupos claramente delimitados, sin margen para la ambigüedad). Una crítica similar  a  la de Laclau la podemos encontrar en Habermas y su teoría del patriotismo constitucional: en ambos casos se apunta a la construcción de un pueblo que rebase las identidades étnicas merced a ciertos significantes vacíos. 

Laclau insiste en que no hay nada automático en la construcción de un pueblo. Es preciso un equilibrio entre la lógica equivalencial y diferencial. Si prevalece la diferenciación institucional cada grupo, cada clase atiende a sus propios intereses y el pueblo no acontece. Pero una preponderancia excesiva de la cadena equivalencial también es nociva y esto es menos evidente. Una equivalencia total pasa a ser una identidad, una masa homogénea e indiferenciada, el pueblo deja de ser plebs, se abandona la heterogeneidad esencial que está en la base de la identidad populista. El ejemplo que propone Laclau para ilustrar el peligro del exceso equivalencial es la Turquía de Kemal Atatürk: el pueblo es visto como “unión de grupos ocupacionales solidarios e interdependientes” (Ibíd, pag 121), el objetivo es suprimir las diferencias de clase, construir una comunidad sin fisuras, eliminación de todo particularismo diferencial.  El problema es, según Laclau, que la construcción de la identidad popular no acontece mediante la articulación de demandas democráticas reales sino que es una imposición autoritaria. Kemal Atatürk construye un pueblo desde arriba, con el apoyo del ejército pero sin apoyo popular. Para un lector español es casi imposible no relacionar esta variación con el organicismo franquista. También Franco promovió un populismo de este tipo, una totalidad sin fisuras en la que cada estamento trabaja en perfecta armonía con el resto con la única finalidad de contribuir al bienestar general. Pero, según Laclau, este no es el camino; la identidad popular debe ser construida desde abajo, partiendo las demandas democráticas; de ahí la importancia de la hetereogeneidad social, esta es primordial y constitutiva, es decir, no hay ninguna unidad subyacente, ningún pueblo, que haya que sacar a la luz. El pueblo es más bien un anhelo de totalidad, una unicidad fallida, por ello el único modo de acceder a él es investir un objeto parcial de los rasgos de la totalidad. En esto consiste la hegemonía. 

Objeciones.

En primer lugar creo que el enfoque teórico de Laclau es atinado y estimulante: hace del populismo una categoría política plenamente inteligible y, a mi parecer, encaja bien con los hechos que conocemos y con las formaciones a las que aplicamos la noción. Acabo apuntando dos breves objeciones por no alargar más esta, me temo, extensa entrada.

Laclau considera perfectamente natural, y hasta necesaria, la articulación entre populismo y democracia. Recordemos que reprocha a Lefort el vínculo que establece entre populismo y totalitarismo. Esa es solo una posibilidad afirma el argentino. Por ejemplo, en América Latina, dice, el populismo ha sido conjugado de manera natural con el liberalismo, esto es, con la defensa de los derechos humanos y los derechos civiles, frente al despotismo de las Juntas militares. Creo sinceramente que el ejemplo no es muy afortunado; pero, más allá del caso aducido, entiendo que Laclau no argumenta suficientemente la posible articulación de populismo y democracia… al menos lo que habitualmente entendemos por “democracia”. Muy breve y superficialmente: recordemos que el populismo tiene que ver con la institución de una frontera interna en el seno de la sociedad, es más, que la comunidad se constituye como pueblo al expulsar a algunos de su seno (los corruptos, explotadores, oligarcas, capitalistas, etc). Una política así puede articularse con un discurso democrático siempre y cuando entendamos la democracia en el sentido que nos propone Laclau: soberanía nacional, igualdad social y poder del demos, esto es, de la plebe o, mejor dicho, de una plebe investida de populus. Pero si vinculamos el discurso democrático con los valores de tolerancia, pluralismo político, legitimidad constitucional, participación ciudadana, paz, separación de poderes, deliberación racional, seguridad jurídica, derechos cívicos, etc; entonces no es en absoluto evidente que sea posible una articulación tal.

Por último, repito que poco tengo que objetar al análisis de Laclau, me parece lúcido y acertado; también honesto en la medida que deja muy claro cuál es el precio a pagar por una política populista. A Laclau le parece un precio razonable, a mí excesivo. Eso es todo.