Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

viernes, 17 de abril de 2015

Multitud vs pueblo.
Óscar Sánchez Vega

Durante décadas la lucha anticapitalista se hizo en nombre y bajo la bandera del proletariado. Hace ya tiempo, al menos desde los años 60, que tal estandarte está desvencijado, por lo que la izquierda revolucionaria ha tenido que buscar nuevos emblemas. El objetivo de estas líneas es comparar dos nociones, dos categorías políticas que aspiran a ocupar el trono que ha dejado vacante la clase del proletariado: el pueblo, tal y como es concebido por Ernesto Laclau y la multitud de Toni Negri. No voy a entrar en demasiados detalles por no repetir lo dicho en anteriores entradas (aquí y aquí)

Negri pretende recuperar para la izquierda una noción que desde el siglo XIX forma parte del arsenal dialéctico del conservadurismo y los teóricos reaccionarios. La noción de multitud aparece vinculada a una nueva disciplina que surge a finales del siglo XIX: la Psicología de las masas. Se trataba entonces de un término peyorativo, característico de la literatura anti-comuna en la década de los años 70, que designa el comportamiento violento, destructivo e irracional de las masas. Los socialistas nunca lo utilizaron. La multitud se asocia con las mujeres y los locos. Estos autores (Hippolyte Taine, Gustave Le Bon, Gabriel Tarde, William McDougall...) están influenciados por el hipnotismo de Charcot. Para explicar el comportamiento de las masas en situaciones revolucionarias se apuntaba a la acción del líder que ejercía la función de hipnotizador y conseguía que las masas entraran en una situación de sugestión hipnótica. Quien rompe con este planteamiento por vez primera es Freud en 1921 con la publicación de Psicología de las masas y análisis del yo. En esta obra Freud entiende que el “vínculo social” es un vínculo “libidinoso”, lo que aglutina una multitud es la libido, no la sugestión; lo que hace posible la identificación del grupo como tal es la hostilidad hacia algo o alguien (el padre, los otros, etc). Sin embargo esta caracterización de la multitud nos acerca más a la noción de pueblo de Laclau que al uso que Negri hace del término, así que vamos a dejarla aparcada por el momento.

Es evidente que Negri no toma en consideración este uso y esta tradición. Pretende partir de una fuente más antigua y respetable: la filosofía de Spinoza. En el inconcluso Tratado político, Spinoza, comentando a Maquiavelo, llama "multitud" a los varones económicamente independientes que pueden aspirar a la condición de ciudadanos. La multitud, dice Spinoza, puede ser libre o esclava. La primera es una asociación de hombres libres en busca de su autoconservación; la segunda es una masa acostumbrada a la servidumbre que solo espera que le indiquen qué hacer para conservarse. La multitud libre, al contrario que la multitud esclava, no es una masa indiferenciada, es un agregado de hombres autónomos y racionales que aspiran a incrementar su poder. Según Spinoza la razón muestra que no podemos aumentar nuestro poder y libertad sin aumentar a la vez el poder y la libertad de nuestros semejantes. Pero la unión no es desinteresada, el motivo que lleva a los hombres a unirse y constituirse como multitud no es otro que el interés propio, lo que nos acerca más a burguesa la sociedad civil tal y como la concebía, por ejemplo, Hegel, que a la clase del proletariado. Sin embargo Negri pretende insertarse en la tradición marxista y la noción de multitud está concebida para sustituir al proletariado como clase universal. Pero todo esto nos aleja mucho de Spinoza. 

Más cerca parece estar Negri de la noción de pueblo de Rousseau: el conjunto de los ciudadanos constituidos como nación soberana, un cuerpo homogéneo en donde cada cual es a la vez súbdito y soberano pues todos se subordinan a la voluntad general, la voluntad del pueblo. Esta es la paradoja: la noción de multitud tal y como es utilizada a principios de siglo XX por Freud nos conduce al pueblo de Laclau y en cambio el pueblo roussoniano nos lleva a la multitud de Negri. Verdad es que Negri reniega expresamente de ello y critica la concepción excesivamente homogénea de pueblo de Rousseau. La multitud de Negri es heterogénea y plural, pero la divergencia es aparente y superficial pues la multitud no está constituida a partir de antagonismos irreconciliables. Al contrario, hay una profunda y misteriosa voluntad de convergencia, de “cooperación lingüística” entre la multitud, lo que justifica el optimismo de su enfoque. La acción política debe limitarse a trabajar contra el Imperio y liberar, de esta forma, a la multitud que, una vez libre de ataduras, creará nuevas formas de cooperación social impredecibles en la actualidad.

No es de extrañar que Laclau critique la ingenuidad de una planteamiento así. Recordemos que Laclau niega la existencia de un sujeto emancipatorio. No hay, sostiene el argentino, una totalidad sin forma, el Imperio, y, por otro lado, una totalidad opuesta, la multitud. En lugar de la articulación hegemónica, Negri propone algo así como una convergencia espontánea entre las personas, la unidad de la multitud aparece como caída del cielo. No hay nada que articule las luchas anticapitalistas, lo único que tienen en común las diferentes luchas es “estar en contra”. Este proceso, según Negri, ya está ocurriendo como prueban los movimientos espontáneos y rizomáticos de una multitud que no respeta las fronteras establecidas. 

Laclau sostiene en La razón populista que este es un análisis superficial. “Estar en contra” no significa nada, es un “significante vacío”. La diferencia entre el italiano y el argentino es que en Negri la emancipación es una tendencia natural de la gente a estar contra la opresión y en Laclau es el resultado de lógicas equivalenciales y la producción de significantes vacíos. Negri no está interesado por la estrategia política. No tiene sentido planificar u orientar la acción de una multitud que se mueve en base a fuerzas inmanentes e incontrolables (en un sentido semejante al conatus de Spinoza o el deseo de Deleuze). En fin, según Laclau, el enfoque de Negri no explica nada: ¿cuál es el origen de los antagonismos sociales? ¿en qué consiste la ruptura revolucionaria? ¿cómo habría de ser el paso del Imperio al poder de la multitud? Todas estas preguntas quedan sin respuesta. Laclau acusa a Negri de un exagerado optimismo y un injustificado triunfalismo.

¿Qué le reprocha Negri a Laclau? No lo sé. Pero desde las coordenadas teóricas y políticas del filósofo italiano se pueden plantear varias objeciones a la noción de pueblo de Laclau. La noción de multitud podría ser la base teórica de un republicanismo consecuente: el poder de la multitud solo es posible a partir de un escrupuloso respeto por la libertad y la autonomía de ciudadanos que toman sus propias decisiones de forma mancomunada. Por ello Negri es tan renuente a concretar cómo sería una política posimperial. A su lado la noción de pueblo de Laclau es un pobre artilugio manufacturado: el pueblo es algo construido, diseñado, programado..., necesita de representantes, líderes que forjen su voluntad y lo constituyan como tal. Recordemos que el pueblo es, para Laclau, el resultado de una operación de articulación hegemónica, es algo que acontece si ciertos políticos son lo suficientemente hábiles para gestarlo y tenaces para sostenerlo mediante el uso demagógico de significantes vacíos ante los cuales el pueblo responde afectivamente. 

El resultado de esta indagación es ciertamente frustrante. La noción de multitud abre la puerta a un republicanismo vigoroso y saludable, pero no es más que un postulado metafísico que designa una totalidad ilimitada; se supone que la multitud es lo que siempre estuvo ahí, ella es la esencia que subyace en toda organización social, un colectivo heterogéneo y plural que, sin embargo, apunta a un objetivo común, libre de discordias, antagonismos... Debemos reconocer que la noción de pueblo de Laclau está mejor formulada y articulada; sin embargo la política populista nos conduce por una triste  senda por la cual algunos preferimos no transitar.

sábado, 11 de abril de 2015

El criminal redimido y el punto de vista de Dios.
Borja Lucena

(Publicada originalmente en 2007)
No deja de asombrarme el magnífico poder mixtificador de la ideología, su facultad cuasi-maravillosa de convertir en cuestión secundaria la realidad cuando de hablar y operar sobre la realidad se trata. La ideología hace de las cosas mera emanación de las palabras, encarnación interina de un lenguaje que, susceptible a voluntad de acoger nuevos e indefinidos significados, modela el mundo a su imagen y semejanza. Por esta razón, el creyente, y mucho más el ideólogo, sufren de una exaltación desmedida de la voluntad, concibiendo lo real como material conformado de acuerdo a los decretos del deseo. Freud describió este fenómeno patológico, asignándole el nombre de “ilusión de omnipotencia de las ideas”. La ideología consuma este proceso de sustitución del mundo existente por el mundo deseado, aislando al individuo de la consideración elemental de lo que las cosas son en su realidad inesquivable. Además, en tanto producto del propio pensamiento, la realidad deformada ideológicamente se organiza necesariamente en torno al sujeto de manera exageradamente narcisista. Algunos se creen Napoleón, o encarnación de la Voluntad Germánica. Otros llegan a identificarse con Dios.

El progresismo es, en sí mismo, una ideología que, concibiendo la historia como desarrollo de la idea, sitúa al ideólogo en la posición de espectador transmundano. Conoce el principio, sabe las causas que producen la constante inquietud del devenir humano, y, por último, posee la visión del fin al que las sociedades humanas necesariamente se dirigen. Aunque el fenómeno “progre” que hoy soportamos sea sencillamente una devaluación infinita de las filosofías hegeliana o marxista que constituyeron su más poderosa versión en el siglo XIX, el centro teológico, si bien pervertido, sigue funcionando en su seno. Cuando Freud, por otra parte, habla de “ilusión de omnipotencia”, el símil teológico es también evidente. Ideología y neurosis son dos aspectos parejos de una misma egolatría y quizás la clave interpretativa más adecuada para comprender el fenómeno ideológico sea la perspectiva clínica; así debemos procurar entender, probablemente, el caso del creyente progresista que asume como propio el punto de vista de Dios.

Aquel que tiene una ideología tan determinista, tan férrea e incontestable como la progresista, se cree el centro mismo de la realidad, ya que supone que ésta obedece a la lógica que su pensamiento prescribe. La ilusión teológica de la omnisciencia se da casi como un complemento necesario, aunque en la mayor parte de los creyentes sea de modo inconsciente; no obstante, en los ideólogos o propagandistas la megalomanía llega al género de lo fantástico, y la confusión de su propia persona con la persona divina es constante. A menudo esta posición es denominada “de equidistancia”, lo que es sólo otra manera de asumir el lugar de Dios y renunciar a la condición humana, que, por propia consistencia, nunca puede ser “equidistante”.

No creo que lo referido arriba sea una verdad de la especie invisible o trascendente, sino que se despliega todos los días en discursos y actos, en telediarios y periódicos. Estos días, el ministro del interior del gobierno de España, cargándose del excesivo peso de ese excesivo providencialismo, ha asumido la liberación de una sabandija asesina como “decisión personal”. Todos conocemos el caso al que me refiero; a la vez, para justificar su decisión ante las reacciones airadas de los que ven peligrar con ello no sólo la justicia, sino incluso la ley siempre perfectible, ha argüido que comprende que su determinación no sea entendida porque, más o menos ha afirmado, “no es fácilmente comprensible”. Nos encontramos en este momento con la nueva deidad que, frente al conjunto de la humanidad anegada por el barro caótico y mundano de las pasiones y las perspectivas parciales, gobierna el cosmos contemplando íntegramente el todo; los hombres, en contraposición, sólo habitan fragmentos de realidad y horizontes limitados. Al modo leibniziano, lo que para el ser finito parece ser una injusticia manifiesta, se desvela ante los ojos del hacedor como elemento necesario en la economía de la totalidad; los designios del Altísimo, por lo tanto, aunque incomprensibles para los hombres, han de ser aceptados por éstos sin llegar siquiera a comprender por qué. “No es fácilmente comprensible”. El lenguaje, el tono mezcla de paternalismo y desprecio por los que no son capaces de ver más allá de la finitud, nos señala a alguien que comprende. Comprende y actúa en consecuencia. “Razones humanitarias” incomprensibles para la humanidad, “salvaguarda de la ley” a través del escarnio hacia los principios fundamentales del derecho… toda paradoja se resuelve cuando, elevándose sobre la tormenta del desorden mundano, el nuevo Dios formula sus decretos desde la apolínea claridad de los arquetipos.

He nombrado las “razones humanitarias” esgrimidas. Esa confusa expresión señala también la apropiación del punto de vista de Dios por el conspicuo ministro. En este caso, viene a decirnos, su punto de vista equivale al punto de vista de la Humanidad. Esta posición, no obstante, no cambia nada, pues comparte también el carácter absoluto y trascendente de aquélla, y, por ello, no puede identificarse de ningún modo con el punto de vista de los hombres existentes. Por encima del insignificante dolor del individuo el Orden del Todo se abate sobre el mundo como un ave incomprensible. No hay víctimas ni asesinos, no hay diferencia cualitativa entre el dolor de un criminal marrullero y el de sus masacrados; no hay distinción posible entre una muerte y otra para el Dios impasible. Sólo comparece a sus ojos el engranaje de la máquina del mundo triturando a los hombres empequeñecidos.

Addenda: Los periódicos del domingo repiten la terrible teodicea. El presidente del gobierno, suponemos que una divinidad mayor, como un Zeus tonante en un comité federal de dioses y diosas, enuncia de nuevo palabras que justifican la excarcelación del asesino: “No es un acto de miedo, sino de responsabilidad (…) porque nuestro valor supremo es la vida y no ha de haber más muertos por terrorismo".  Sólo dos observaciones:
  1. El punto de vista de los dioses de la violencia ha sido ya plenamente aceptado por quien ha de velar por el cumplimiento del derecho y defender la vida política de la intromisión de la nuda fuerza: el estado, al castigar a los terroristas, es también terrorista, si no el auténtico terrorista; la condena, la cárcel, la aplicación del derecho son formas de tortura, tal y como han repetido durante años los patriotas y gudaris vascos. De Juana Chaos es víctima del terrorismo, tan inocente como aquellos a los que asesinó.
  2. El Dios se libera del fragor confuso y sudoroso de las vidas humanas existentes para contemplar el arquetipo: La Vida. Para la serenísima mirada de la divinidad toda vida es equivalente: no defiende las vidas concretas, sino La Vida, ante cuya inmaculada transparencia se desdibuja toda distinción individual. La vida del asesino es exactamente “vida”, lo es tanto como las de los asesinados, y vale tanto como la de éstos.