Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

viernes, 29 de mayo de 2015

La "Pitada" y los "Buenos súbditos".
Eduardo Abril Acero

Hay algo profundamente paradójico en todo este embrollo de la pitada al himno en la final de Copa. De todos los elementos que forman parte de algo así como la estructura de la institución del fútbol “nacional”, lo único que va a ser pitado y rechazado como una agresión es un himno, esto es, una pieza musical, sólo eso. Vale que no es “cualquier” pieza musical, sino uno de los símbolos identificativos del estado, su semblante acústico podríamos decir. Pero aún así, si de lo que se trata es de rechazar un “estado injusto”, resulta paradójico que el acto de “rebeldía” en este caso consista en la ejecución de otra pieza musical, la de una sonora pitada. Tanta música y tan poco de todo lo demás, más allá de un “acto de rebeldía” contra el poder, cobra la cómica forma de una actuación con el poder. Por qué no, por ejemplo, no acudir al campo, o negarse a que el equipo propio juegue una competición con un nombre tan marcadamente político: “Campeonato de España y Copa de Su Majestad el Rey de Fútbol”. Nótese que en la denominación de la competición se nombra al estado por sus dos nominaciones más significativas: “España” y “Rey”, aunque si bien hay cierta ambigüedad acerca de qué rey es, si el Rey de España o el “Rey de futbol”. El nombre de la otra gran competición nacional es mucho más aséptica “Liga de fútbol profesional” (LFP). La competición es pura política, el nombre ya lo deja claro, es el campeonato del Rey, el cual es el símbolo más alto del Estado y de su unidad, así que los que consideran al Estado y su unidad como una afrenta tienen toda la razón en oponerse a esta competición. Pero deberían oponerse con virulencia y negarse directamente a que sus equipos formasen parte de esta competición. Pero en lugar de eso, de manera paradójica y extraña, la protesta toma la única forma de rechazo a una pieza musical. 

Y parece que esta descripción no va muy desencaminada y la cosa ciertamente sí que va de música porque en los últimos días algunos políticos y “mandamases” han apuntado a que una posible solución del problema sería ampliar el repertorio, es decir, que sonasen más piezas, vaya: el himno de Cataluña y el himno de Euskadi. Siguiendo con esta lógica uno se imagina una situación en la que no sólo las “Nacionalidades históricas” sino que también las provincias, o incluso los jugadores extranjeros o los espectadores reivindicasen que se les tuviera en cuenta musicalmente. El resultado sería, seguramente, que la final de la Copa se transformaría en una especie de “Primavera Sound” folclórico con un partido de futbol de colofón para cerrar el evento. Y tal vez, visto así, algo que ganaríamos todos. Por hacer una analogía de lo absurdo que puede parecer esta situación, aunque a fuerza de repetirse ya lo veamos como normal: es como si un sujeto profundamente anticlerical, consciente de la impostura religiosa, acude cada domingo a misa, comulga y cumple con sus deberes cristianos, pero cuando el coro de “beatos” sale a cantar la ñoñería esa de “Señor has llamado a mi puerta….”, levantase su más airada protesta interrumpiendo la canción. Más tarde, fuera de la iglesia defendería como razonable que el problema se acabaría si además de canciones beatas, sonasen otros temas de grupos anticlericales. Tal vez así, acudiría a la iglesia con más alegría (añado a esto que si fuera así, yo sería el primero en ir cada domingo a misa).

Una forma de comprender este sinsentido es mediante un concepto del filósofo Slavoj Zizek, la noción de des-identificación. Zizek señala que la ideología no funciona mediante la plena identificación de los sujetos con los contenidos y mandatos del poder, sino que, por el contrario es necesaria cierta distancia entre el sujeto y el poder que le permita a éste no “incluirse” como uno de los “súbditos obedientes” de esa estructura pero, aún así, actuar como si lo fuera. Es más, nos dice Zizek, es precisamente esta distancia, esta des-identificación con las estructuras de poder, lo que convierte al sujeto en un individuo plenamente ideologizado que, por un lado reniega del poder, pero por el otro cumple uno a uno todos sus mandatos. En este caso que estamos tratando, tendríamos que comprender en qué consiste el elemento ideológico que lleva a un sujeto a poder ser considerado un “buen español”, esto es, un súbdito fiel de la corona, que obedece los mandatos simbólicos del poder y lo sostiene económica y efectivamente. Se trata de adoptar una identidad simbólica que te haga parte de una comunidad para que, en cierta forma, ella “actúe a través de ti”. Pues bien, siguiendo la lógica de Zizek, la mejor ideologización de un sujeto “español” no consistiría en aquel que, plena y conscientemente, se identifica con los valores y estructuras del poder, se reconoce en su historia y hace propios sus símbolos, sino en aquel que mantiene cierta distancia des-identificadora y, al tiempo que mantiene una actitud de rebeldía inocua, acepta todos los puntos del mandato. El primer caso podría ser eso que tan comúnmente llamamos “facha” en este país, mientras que el segundo va más en la línea del “espectador medio” que pitará el himno en el Camp Nou y, si es el caso, se irá a casa emocionado porque su equipo ha ganado el “Campeonato de España y Copa de Su Majestad el Rey de Fútbol”. Y, aunque suene a tópico vulgar decirlo, no estaré muy lejos de acertar si digo también que son los sujetos del primer tipo los que se abren cuentas en Suiza y escamotean sus deberes ciudadanos, al mismo tiempo que se identifican con los símbolos y valores del Estado. En cambio son del segundo tipo los que hacen funcionar perfectamente la maquinaria del poder comportándose como “buenos ciudadanos”, también en la misma medida en que consideran al poder como algo ajeno y opresivo.

Para que lo veamos más claro Zizek recurre al cine como es habitual en él, mostrándonos en ejemplos el funcionamiento de esta fantasía ideológica. Una de las películas que usa, que fue también serie de televisión, es la de Mash, en la que se ve con claridad cómo trabaja la ideología. En Mash, un grupo de médicos militares se enfrentan al día a día de un hospital de campaña en plena Guerra de Corea. La actitud de los médicos es también paradójica: pese a que son militares y no están obligados a estar en esa guerra, adoptan una actitud irónica y crítica frente a esa guerra. Sus críticas se dejan ver en todos los momentos de la película (y la serie), son indisciplinados y aceptan de mala gana la cadena de mando que muchas veces se saltan. Y pese a todo no dejan de hacer su trabajo: curar a los heridos para que vuelvan al frente. Es fácil advertir cómo esta fantasía “humanitaria” sostiene la maquinaria bélica. Podemos hacer un fácil experimento mental e imaginar esa misma serie con médicos completamente “ideologizados” que aceptan y continúan todos y cada uno de los resortes del poder militar. Por ejemplo que, frente a la muerte de jóvenes adolescentes se emocionasen por su patriotismo y no rabiasen por semejantes muertes terribles. Médicos que, cuando curasen a los heridos, en lugar de interesarse por sus dramas personales, les transmitiesen el perfecto mensaje de la ideología de que tienen la obligación de regresar al frente y dar la vida por la patria. Es fácil advertir cómo una atmósfera así sería completamente irrespirable incluso para los militares más convencidos y, seguramente la maquinaria militar se resquebrajaría haciéndose pedazos. 

Esta misma pregunta, “¿qué pasa cuando no hay distancia con la ideología?”, la plantea con claridad otra película, la estupenda cinta de Kubrick, La chaqueta metálica. Los que han visto la película rápidamente me comprenderán si digo que, en realidad son dos películas en una: la primera parte cuenta la historia del recluta patoso, mientras que la segunda se centra en el reportero de guerra en Vietnam que interpreta Mathew Modine: Bufón. Pues bien ambas partes responden a la pregunta por la ideología: en el primer caso se responde a la pregunta de qué pasa cuando no hay distancia entre el sujeto y la ideología, mientras que en el segundo se cuenta el caso en el que se presenta esta des-identificación ideológica de la que hablamos. 

Y todos sabemos lo que ocurre: El Recluta Patoso es el soldado que se identifica plenamente con lo que pretende hacer con los sujetos el entrenamiento militar: convertirlos en auténticas máquinas de matar. Pero curiosamente resulta que cuando se tiene éxito en esto, el resultado es nefasto. El Recluta Patoso resulta ser una amenaza incluso para el mismo ejército y termina por asesinar al instructor del campo y volarse después la tapa de los sesos. Así que podríamos concluir que un ejército formado por “soldados perfectos” sería una terrible amenaza para la misma maquinaria militar. Siguiendo esta lógica, estoy tentado de pensar que un país lleno hasta arriba de patriotas envueltos en la bandera sería una estructura fracasada en la que el poder no podría siquiera desplegar sus estructuras de dominación. 

En la segunda parte de la película se describe qué es lo que ocurre con el caso del soldado des-identificado, el soldado Bufón. Que es un soldado que no se identifica con la maquinaria bélica ni con la guerra queda claro en las primeras escenas cuando vemos que lleva una chapa con el símbolo de la paz en la solapa de la chaqueta y una inscripción claramente irónica y crítica en uno de los laterales del casco: “Born to kill”. Y sin embargo, aquí aparece la paradoja aparente de la que venimos hablando, es precisamente este soldado des-identificado el que se comporta de forma que la guerra puede continuar con su aplastante devastación. Es él quien, en el final de la película, acaba con la vida de una niña vietnamita a sangre fría, tras lo cual vemos cómo los soldados americanos, entonando una canción, avanzan entre las humeantes ruinas de Vietnam dejando tras de sí desolación. Desconozco si la intención de Kubrick en el título comportaba una doble significación, pero es fácil pensar que esa “chaqueta metálica” no se refiere al casquillo de las balas, sino a esa chapa metálica que el soldado luce en la solapa, como si fuera el “pacifismo humanista”, la des-identificación con la guerra, lo que funciona precisamente como fantasía ideológica que permite que la apisonadora avance. Salvando todas las distancias, por supuesto, también nos podemos atrever a pensar que es la distancia identificatoria con respecto al poder lo que permite hacer los ciudadanos de un país súbditos leales y sumisos. 

Para que la fantasía ideológica funcione, nos dice Zizek, debe haber un núcleo transideológico, algo que queda fuera de la ideología, opuesto a ella, que permite que esta se ausente dejando que sean los individuos los que la hacen funcionar. Solo este núcleo transideológico hace que la ideología sea factible. Es la desidentificación con la ley que se establece en la fantasía, lo que permite que funcione. Es tentador pensar que, en este país, “lo vasco” o “lo catalán” funcionan en ese preciso sentido: es aquello que me saca de la ideología, que me des-identifica respecto del poder y, precisamente por eso, hace que el poder hable por mí con mucha mayor eficacia. Pero para que estas oposiciones funcionen debe abrirse un espacio simbólico donde se produzcan los choques que hagan visible el falso antagonismo. Pues bien ¿qué mejor pelea inocua que desplazarlo hacia un conflicto ridículo entre “temas musicales”? creo que no voy muy desencaminado si digo que la más que probable pitada al himno de la final de Copa no será más que una actuación, la escenificación tosca de un falso antagonismo, la actualización por parte de un grupo de “buenos españoles” de su des-identificación ideológica con el fin de poder seguir siendo, otro año más, buenos súbditos. 

domingo, 24 de mayo de 2015

12 escolios de Gómez Dávila.
Borja Lucena


Hay aforismos más allá de Nietzsche...

I. Todo es trivial si el universo no está comprometido en una aventura metafísica.

II. Burguesía es todo conjunto de individuos inconformes con lo que tienen y satisfechos de lo que son.

III. Nos internamos nuevamente en épocas que no esperan del filósofo ni una explicación ni una transformación del mundo, sino la construcción de abrigos contra la inclemencia del tiempo.

IV. El antagonismo radical entre los hombres se delata en la manera como los unos, al hablar del placer, despegan hacia la metafísica, y los otros resbalan hacia la fisiología.

V. Las ideas confusas y los estanques turbios parecen profundos.

VI. Para excusar sus atentados contra el mundo, el hombre resolvió que la materia es inerte.

VII. El hastío no es fruto de la posesión prolongada, sino del contacto fugaz con mil objetos.

VIII. Dios es la sustancia de lo que amamos.

IX. Nuestra libertad no tiene más garantía que las barricadas que levanta, contra el imperialismo de la razón, la anárquica faz del mundo.

X. La filosofía honesta no pretende explicar sino circunscribir el misterio.

XI. El impacto de la ciencia sobre la religión aconteció el siglo pasado. Lo que acontece en este siglo es el impacto de la técnica sobre la imaginación de los imbéciles.

XII. La psicología es, propiamente, el estudio del comportamiento burgués.

Nicolás Gómez Dávila
Escolios a un texto implícito, I


sábado, 2 de mayo de 2015

Heidegger y la melancolía.
Eduardo Abril Acero

En la historia de la filosofía contemporánea hay un hecho que marca traumáticamente su desarrollo: el filósofo emblemático del siglo XX, Heidegger, fue a todas luces un nazi. Es un hecho traumático no porque el filósofo alemán fundamentase con su filosofía el proyecto hitleriano, ni porque sus obras escondan un oscuro secreto de comunión con el Holocausto, es un trauma porque Heidegger fue un nazi en lo real, fue un miembro del partido nazi y ejerció como tal. Ante este trauma, la historiografía contemporánea ha adoptado distintas perspectivas: algunos han intentado encontrar en sus obras la justificación del acto, otros lo han entendido como una posición justificable teniendo en cuenta el clima social de los años treinta en Alemania, en el que aun el nazismo no era percibido como lo fue después. Otros han visto en el gesto del filósofo un “oportunismo político” que le desacredita como persona pero que deja intacta su obra filosófica. Ninguna de estas posiciones “cura” lo traumático de este hecho por dos razones fundamentales. En primer lugar porque, si bien Heidegger pudo tomar partido por el nazismo erróneamente, nunca más volvió a hacerlo, nunca más se inmiscuyó en asuntos políticos ni tomó postura por partido alguno. Y en segundo lugar, pero relacionado con esta primera idea, porque Heidegger fue el filósofo que más en serio se tomó la idea de la diferencia ontológica, es decir, la idea según la cual nada óntico es ontológico. Esto traducido a la política quiere decir que no existe ninguna posición política esencial, ningún modo de enfrentar el problema de la convivencia que vaya a conducir a una situación de plenitud política y social. Pese a esto, Heidegger tomó partido una única vez y nunca más volvió a hacerlo, como si por un momento entreviera la posibilidad de borrar esta distancia entre el ser y los entes, un modo de construir una comunidad verdadera, y tras constatar que aquello sólo fue un espejismo, nunca más se atreviese a dar el paso.

Žižek ve esta cuestión con otra mirada[1]. Según él, en la filosofía heideggeriana se da realmente el hecho de la diferencia ontológica que impide marcar cualquier modo político como una forma de autenticidad pero, al mismo tiempo, se sostiene un secreto privilegio oculto para un modo específico de ser-en-el-mundo. No se trata de decir que lo que se oculta detrás de la filosofía heideggeriana es Mein Kampf, sino de remarcar el hecho de que el corte que Heidegger hace separando el ser de los entes, se sostiene sobre un resto, un secreto despojo, el hecho de que no se puede afirmar ese corte sin haber hecho una primera elección. Para que el amante se lamente por la imposibilidad del amor, primero ha debido confirmarlo. Por eso, la filosofía heideggeriana es desde el comienzo una toma de postura que, a la postre, debe ser dinamitada. De este modo, para Žižek, Heidegger no se comprometió con el proyecto nazi a pesar de su filosofía, sino a causa de ella.

En Ser y Tiempo Heidegger nos dice que el Dasein está desde el comienzo inmerso en el mundo de las cosas y que cualquier modo de relacionarse con ellas se sustenta en esta inmersión. No ocurre que por un lado esté la conciencia que mira el mundo y por el otro el mundo de las cosas dispuesto ahí delante para que nosotros nos relacionemos con él, sino que el hombre está ya desde el comienzo inmerso en la realidad circundante, ocupándose de las cosas, de modo que éstas solo aparecen como tales en este ocuparse.

Pero en esta situación Heidegger nos habla de dos formas de estar sumergidos en el mundo: un modo propio y un modo impropio. La autenticidad surge, como sabemos, a través del concepto de “precursación de la muerte”. El hombre, frente a esta inmersión en el mundo puede tomar dos caminos: puede tomarlas como algo exterior a él mismo, como un conjunto de posibilidades frente a las que puede elegir, convirtiéndose su vida en un recorrido de elecciones, sin caer en la cuenta de que aquello que cree elegir es eso en lo que ya está de antemano. O puede tomar aquellas cosas en las que está como lo propio, no como algo exterior a sí mismo, sino como el nivel óntico que de antemano ya está inserto y le es propio. Esto sólo se da, nos dice Heidegger, cuando en la precursación de la muerte, el sujeto entiende que cada posibilidad de la vida se sustenta sobre el vacío. No se trata, en este segundo caso, que el individuo se encuentre con una situación que limita sus opciones y del análisis de esta posibilidad elige la que más le conviene asumiéndola como su proyecto. Ocurre más bien al revés: sólo en la medida que un individuo está comprometido con un proyecto de antemano, es capaz de identificar sus posibilidades como las suyas. Así que no es una elección libre, sino la asunción de una elección forzosa: el individuo elige aquello en lo que ya está.

Heidegger sin decirlo está contraponiendo la sociedad americana-liberal, en la que los individuos están dispersos en el das man, y la sociedad nacional-socialista, en la que los individuos están embarcados en un proyecto común-forzoso obligados a elegir libremente. Heidegger piensa que esta segunda versión es superior porque, en cierto modo, aunque el hombre no se sale del nivel óntico, éste es el resultado de una elección, una elección forzosa sí, pero una elección. El descubrimiento heideggeriano al hacer esta distinción apunta al hecho de que, si bien el hombre está desde el comienzo arrojado en unas circunstancias de las que no puede escapar, el mismo arraigo es una situación frágil que se sostiene sobre una decisión. No estamos en la misma situación de los animales cuya existencia está completamente identificada con su entorno, puesto que en el caso humano cabe la posibilidad de esta inmersión de un modo distinto, mediante el involucramiento y aceptación de ese hábitat. Ahora bien, este involucramiento que se sostiene en una decisión, no hace más plena, más esencial una opción respecto de la otra, simplemente constata el fundamento abismático del existir humano. En cierta forma se trataría de que uno debe tomar partido por algo en lo que ya está para constatar que en sí mimo, esa elección, es ya un fracaso. Lo contrario, la inautenticidad, es el sujeto que salta de una cosa a otra sin sentido, creyendo que cada vez da el salto definitivo (el hombre-masa de la sociedad tecnificada de consumo del capitalismo tardío).

La historiografía habitualmente explica que esta elección por el Nazismo fue un error derivado de que, en Ser y tiempo, aún no había depurado suficientemente el subjetivismo metafísico, cuyo resto era el decisionismo nazi, representado por el Dasein que, en su ser-para-la-muerte, toma sobre sus espaldas el proyecto en el que ya está. Tras la kehre, Heidegger se distanciaría de Ser y Tiempo y abraza una posición fatalista, borrando por completo cualquier resto de subjetividad y ofreciendo su visión del hombre como el pastor del ser: estamos arrojados en un mundo en el que los dioses han huido, en una existencia óntica de la que no podemos salir a menos que un Dios nos salve. Tras la experiencia del Holocausto y el cierre en falso de Ser y Tiempo, parece que Heidegger se retira de la política por una razón correcta, pues lo que constata con el fracaso del Reig es que ninguna opción política podrá salvarnos, que la partida se juega en otro lado (tal vez en el arte, tal vez en las comunidades alternativas, tal vez en un retorno de los dioses…)

Žižek, sin embargo, le da la vuelta a esta interpretación y señala que este compromiso con el decisionismo Nazi no fue un resto de subjetivismo moderno antes de llegar al completo borrado de la subjetividad, sino precisamente el intento de Heidegger por no llegar a ese borrado. Heidegger, nos dice Žižek, tomó partido por la causa nazi de forma equivocada, pero por las razones correctas: vio en el decisionismo nazi el acto político puro: el sujeto que sin un fundamento ontológico previo, elige una posibilidad dada históricamente, toma partido por una situación. Esta es la condición de lo político para Žižek, una decisión que no encuentra el fundamento previo y se sostiene sobre la decisión abismática del sujeto. El fracaso de Heidegger no consiste en que hubiera quedado aún apegado al horizonte de la subjetividad en Ser y Tiempo, sino por el contrario, en el hecho de que lo abandonó prematuramente, sin haber pensado suficiente todas las posibilidades que implicaba este horizonte. Confundió el nazismo con la política y después, cuando tachó el nazismo como una opción fallida, también desautorizó la política en sí misma. Se comportó como un melancólico que, después de haber visto fracasar su amor, se retira del mundo quedando fijado en la reificación de la pérdida.

Sin embargo, pese a que esta retirada de Heidegger, su khere, pueda tomar la forma de un abandono, en realidad es en sí mismo, el gesto central de la filosofía, lo que le concede valor y a la vez hace que se cargue peligrosamente. La filosofía consiste en este gesto de retirada de las cosas para mirarlas “como desde afuera”, como si esas cosas mismas no fueran con el filósofo que las mira desde su desinterés, tratando de adquirir una posición que no sea ya la de el estar ocupado y preocupado por el devenir de los entes y nos confiera la posibilidad de un gesto nuevo e inesperado. Esta disposición subjetiva es, precisamente lo que Freud describe como melancolía: la retirada del interés por el mundo exterior consistente en que ningún objeto queda investido de líbido. El melancólico abandona el mundo del deseo, esa fantasía infinita que va saltando de un objeto a otro sin jamás encontrar su satisfacción. En Duelo y Melancolía Freud nos dice que frente a la pérdida (un amor, la muerte de un ser querido, la renuncia a una fantasía) el sujeto experimenta con desazón ese agujero que de pronto aparece en su vida. Con el tiempo y el trabajo de duelo el individuo es capaz de tapar ese agujero con un nuevo investimiento. Sin embargo en el melancólico ese hueco permanece y aquí la intuición de Freud –como siempre– es genial: lo que ocurre con el melancólico es que el yo se identifica con el objeto perdido. El melancólico es el sujeto que sabe que el fondo último de la subjetividad sólo hay abismo, que ésta no está sostenida por ningún fundamento, que toda decisión es un salto al vacío y, en consecuencia, surge esa posición de desafecto con respecto a la totalidad de las cosas del mundo. Nada del mundo es causa de deseo, ninguna acción es digna de ser accionada puesto que lo que hay detrás de todas ellas es la hegeliana noche del mundo, el vacío abismo del sujeto.

Y volviendo al caso, ¿qué es lo que se perdió –o se ganó, según se mire– en Ser y Tiempo en su cruce con la decisión política de Heidegger? La caída del nazismo y el hundimiento paralelo de Ser y Tiempo escenifican el trauma que pone en contacto al sujeto heideggeriano con el abismo de sí mismo. De ahí esa renuncia melancólica de Heidegger a una nueva apuesta y su disposición subsiguiente de el hombre como pastor del ser, el que ha de permanecer a la espera, a la escucha, de un nuevo acaecer. Ahora bien, y empezamos ya a atisbar el final de toda esta palabrería: esta retirada, que como hemos dicho, no es un abandono de lo político es en Heidegger la condición para que ese nuevo acaecimiento suceda, por tanto, la condición misma de lo político.

Para explicar esto podemos servirnos de la interpretación[2] que Žižek hace de la estupenda película de Lars Von Trier Melancolía. En esta película se relata la historia de una familia frente a la inminente colisión de un planeta contra la tierra que supondrá la completa aniquilación de la especie humana. El planeta en cuestión, un enorme planeta azul, representa lo Real traumático, puesto que es la amenaza que acabará con todo: de hacerse efectiva la llegada del Planeta, todo perderá su sentido y consistencia; el planeta y su colisión es el horizonte más allá del cual no hay nada.

En este escenario hay varios personajes, pero uno destaca sobre el resto por su tranquilidad a la hora de afrontar el encuentro traumático: Justine, una melancólica, una mujer depresiva que, como si hubiera anticipado el desastre, ya sabía de antemano que la totalidad de las cosas se sostiene sobre el vacío. Enfrente se sitúa John, su cuñado, quien representa la posición del científico, convencido desde el principio de que no ocurrirá la catástrofe gracias a los cálculos matemáticos. Junto a él, su hermana Claire, que representa la posición subjetiva habitual, la histeria. Cada uno de estos tres personajes tiene un modo distinto de enfrentarse al abismo de lo Real. Claire necesita constantemente pruebas de que no se producirá la colisión, pero se muestra nerviosa e inquieta, como si ninguna de las razones por las que el planeta finalmente no arrasará la vida en la tierra fueran suficientes. Su marido le fabrica un círculo de alambre a través del cual mirar y comprobar que realmente el planeta se aleja. Inicialmente funciona, pero al poco Claire vuelve a mirar y el planeta rebasa el contorno del círculo desmoronándose su fantasía. John, en cambio, seguro de estas razones, confiado en la ciencia, vive el evento casi como una fiesta, tomando fotos, mirando por el telescopio junto a su hijo como si se tratase de algo excepcionalmente benigno. Justine, en cambio, como si supiera desde el principio que todo está perdido, permanece a la espera.

Cuando la colisión es inminente todos se derrumban salvo ella: Claire se desespera y sufre por su hijo y John se suicida. Sólo Justine es capaz de tomar una decisión, crear un nuevo “significante maestro”, una posición frente al abismo: coloca unos palos creando una “cueva mágica” donde permanecer a salvo a la espera del fin. Esta “cueva mágica” es un verdadero Acontecimiento (ereignis) en el sentido de Žižek y de Heidegger, un nuevo significante que reorganiza el universo simbólico y permite otro acercamiento a lo real. Es abiertamente distinto del aro de alambre de Claire, que funciona como una fantasía para tapar el vacío de lo real. Pues bien, Žižek nos dice que lo que le posibilita a Justine ser quién abre este Acontecimiento es precisamente su melancolía. Cuando la catástrofe sólo era una fantasía, Justine no era más que una melancólica deprimida, pero cuando se hace real, está en su elemento, es la única capaz de pensar un modo de afrontar el abismo. En eso consiste ese permanecer a la escucha del que habla Heidegger. No es una retirada que huye del mundo para refugiarse en un lugar más seguro, como Nietzsche acusaba a los filósofos, sino una retirada consistente en afrontar lo real-traumático en su vaciedad. La negativa de Heidegger a tomar partido por una nueva apuesta política se parece a la melancólica negativa de Justine a sentirse afectada por su propia vida. Pero es precisamente esta retirada –de la catexis, dirían los freudianos– del mundo lo que permite un nuevo encuentro con lo real que hace que el ser humano sea algo más que una mera repetición de posiciones heredadas. Aquí reside para Heidegger el valor de la filosofía.


[1] Slavoj Zizek. El Espinoso Sujeto. Paidós. Cap 1
[2] Slavoj Zizek, Acontecimiento. Ed Sexto piso. Cap 1