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viernes, 29 de mayo de 2015

La "Pitada" y los "Buenos súbditos".
Eduardo Abril Acero

Hay algo profundamente paradójico en todo este embrollo de la pitada al himno en la final de Copa. De todos los elementos que forman parte de algo así como la estructura de la institución del fútbol “nacional”, lo único que va a ser pitado y rechazado como una agresión es un himno, esto es, una pieza musical, sólo eso. Vale que no es “cualquier” pieza musical, sino uno de los símbolos identificativos del estado, su semblante acústico podríamos decir. Pero aún así, si de lo que se trata es de rechazar un “estado injusto”, resulta paradójico que el acto de “rebeldía” en este caso consista en la ejecución de otra pieza musical, la de una sonora pitada. Tanta música y tan poco de todo lo demás, más allá de un “acto de rebeldía” contra el poder, cobra la cómica forma de una actuación con el poder. Por qué no, por ejemplo, no acudir al campo, o negarse a que el equipo propio juegue una competición con un nombre tan marcadamente político: “Campeonato de España y Copa de Su Majestad el Rey de Fútbol”. Nótese que en la denominación de la competición se nombra al estado por sus dos nominaciones más significativas: “España” y “Rey”, aunque si bien hay cierta ambigüedad acerca de qué rey es, si el Rey de España o el “Rey de futbol”. El nombre de la otra gran competición nacional es mucho más aséptica “Liga de fútbol profesional” (LFP). La competición es pura política, el nombre ya lo deja claro, es el campeonato del Rey, el cual es el símbolo más alto del Estado y de su unidad, así que los que consideran al Estado y su unidad como una afrenta tienen toda la razón en oponerse a esta competición. Pero deberían oponerse con virulencia y negarse directamente a que sus equipos formasen parte de esta competición. Pero en lugar de eso, de manera paradójica y extraña, la protesta toma la única forma de rechazo a una pieza musical. 

Y parece que esta descripción no va muy desencaminada y la cosa ciertamente sí que va de música porque en los últimos días algunos políticos y “mandamases” han apuntado a que una posible solución del problema sería ampliar el repertorio, es decir, que sonasen más piezas, vaya: el himno de Cataluña y el himno de Euskadi. Siguiendo con esta lógica uno se imagina una situación en la que no sólo las “Nacionalidades históricas” sino que también las provincias, o incluso los jugadores extranjeros o los espectadores reivindicasen que se les tuviera en cuenta musicalmente. El resultado sería, seguramente, que la final de la Copa se transformaría en una especie de “Primavera Sound” folclórico con un partido de futbol de colofón para cerrar el evento. Y tal vez, visto así, algo que ganaríamos todos. Por hacer una analogía de lo absurdo que puede parecer esta situación, aunque a fuerza de repetirse ya lo veamos como normal: es como si un sujeto profundamente anticlerical, consciente de la impostura religiosa, acude cada domingo a misa, comulga y cumple con sus deberes cristianos, pero cuando el coro de “beatos” sale a cantar la ñoñería esa de “Señor has llamado a mi puerta….”, levantase su más airada protesta interrumpiendo la canción. Más tarde, fuera de la iglesia defendería como razonable que el problema se acabaría si además de canciones beatas, sonasen otros temas de grupos anticlericales. Tal vez así, acudiría a la iglesia con más alegría (añado a esto que si fuera así, yo sería el primero en ir cada domingo a misa).

Una forma de comprender este sinsentido es mediante un concepto del filósofo Slavoj Zizek, la noción de des-identificación. Zizek señala que la ideología no funciona mediante la plena identificación de los sujetos con los contenidos y mandatos del poder, sino que, por el contrario es necesaria cierta distancia entre el sujeto y el poder que le permita a éste no “incluirse” como uno de los “súbditos obedientes” de esa estructura pero, aún así, actuar como si lo fuera. Es más, nos dice Zizek, es precisamente esta distancia, esta des-identificación con las estructuras de poder, lo que convierte al sujeto en un individuo plenamente ideologizado que, por un lado reniega del poder, pero por el otro cumple uno a uno todos sus mandatos. En este caso que estamos tratando, tendríamos que comprender en qué consiste el elemento ideológico que lleva a un sujeto a poder ser considerado un “buen español”, esto es, un súbdito fiel de la corona, que obedece los mandatos simbólicos del poder y lo sostiene económica y efectivamente. Se trata de adoptar una identidad simbólica que te haga parte de una comunidad para que, en cierta forma, ella “actúe a través de ti”. Pues bien, siguiendo la lógica de Zizek, la mejor ideologización de un sujeto “español” no consistiría en aquel que, plena y conscientemente, se identifica con los valores y estructuras del poder, se reconoce en su historia y hace propios sus símbolos, sino en aquel que mantiene cierta distancia des-identificadora y, al tiempo que mantiene una actitud de rebeldía inocua, acepta todos los puntos del mandato. El primer caso podría ser eso que tan comúnmente llamamos “facha” en este país, mientras que el segundo va más en la línea del “espectador medio” que pitará el himno en el Camp Nou y, si es el caso, se irá a casa emocionado porque su equipo ha ganado el “Campeonato de España y Copa de Su Majestad el Rey de Fútbol”. Y, aunque suene a tópico vulgar decirlo, no estaré muy lejos de acertar si digo también que son los sujetos del primer tipo los que se abren cuentas en Suiza y escamotean sus deberes ciudadanos, al mismo tiempo que se identifican con los símbolos y valores del Estado. En cambio son del segundo tipo los que hacen funcionar perfectamente la maquinaria del poder comportándose como “buenos ciudadanos”, también en la misma medida en que consideran al poder como algo ajeno y opresivo.

Para que lo veamos más claro Zizek recurre al cine como es habitual en él, mostrándonos en ejemplos el funcionamiento de esta fantasía ideológica. Una de las películas que usa, que fue también serie de televisión, es la de Mash, en la que se ve con claridad cómo trabaja la ideología. En Mash, un grupo de médicos militares se enfrentan al día a día de un hospital de campaña en plena Guerra de Corea. La actitud de los médicos es también paradójica: pese a que son militares y no están obligados a estar en esa guerra, adoptan una actitud irónica y crítica frente a esa guerra. Sus críticas se dejan ver en todos los momentos de la película (y la serie), son indisciplinados y aceptan de mala gana la cadena de mando que muchas veces se saltan. Y pese a todo no dejan de hacer su trabajo: curar a los heridos para que vuelvan al frente. Es fácil advertir cómo esta fantasía “humanitaria” sostiene la maquinaria bélica. Podemos hacer un fácil experimento mental e imaginar esa misma serie con médicos completamente “ideologizados” que aceptan y continúan todos y cada uno de los resortes del poder militar. Por ejemplo que, frente a la muerte de jóvenes adolescentes se emocionasen por su patriotismo y no rabiasen por semejantes muertes terribles. Médicos que, cuando curasen a los heridos, en lugar de interesarse por sus dramas personales, les transmitiesen el perfecto mensaje de la ideología de que tienen la obligación de regresar al frente y dar la vida por la patria. Es fácil advertir cómo una atmósfera así sería completamente irrespirable incluso para los militares más convencidos y, seguramente la maquinaria militar se resquebrajaría haciéndose pedazos. 

Esta misma pregunta, “¿qué pasa cuando no hay distancia con la ideología?”, la plantea con claridad otra película, la estupenda cinta de Kubrick, La chaqueta metálica. Los que han visto la película rápidamente me comprenderán si digo que, en realidad son dos películas en una: la primera parte cuenta la historia del recluta patoso, mientras que la segunda se centra en el reportero de guerra en Vietnam que interpreta Mathew Modine: Bufón. Pues bien ambas partes responden a la pregunta por la ideología: en el primer caso se responde a la pregunta de qué pasa cuando no hay distancia entre el sujeto y la ideología, mientras que en el segundo se cuenta el caso en el que se presenta esta des-identificación ideológica de la que hablamos. 

Y todos sabemos lo que ocurre: El Recluta Patoso es el soldado que se identifica plenamente con lo que pretende hacer con los sujetos el entrenamiento militar: convertirlos en auténticas máquinas de matar. Pero curiosamente resulta que cuando se tiene éxito en esto, el resultado es nefasto. El Recluta Patoso resulta ser una amenaza incluso para el mismo ejército y termina por asesinar al instructor del campo y volarse después la tapa de los sesos. Así que podríamos concluir que un ejército formado por “soldados perfectos” sería una terrible amenaza para la misma maquinaria militar. Siguiendo esta lógica, estoy tentado de pensar que un país lleno hasta arriba de patriotas envueltos en la bandera sería una estructura fracasada en la que el poder no podría siquiera desplegar sus estructuras de dominación. 

En la segunda parte de la película se describe qué es lo que ocurre con el caso del soldado des-identificado, el soldado Bufón. Que es un soldado que no se identifica con la maquinaria bélica ni con la guerra queda claro en las primeras escenas cuando vemos que lleva una chapa con el símbolo de la paz en la solapa de la chaqueta y una inscripción claramente irónica y crítica en uno de los laterales del casco: “Born to kill”. Y sin embargo, aquí aparece la paradoja aparente de la que venimos hablando, es precisamente este soldado des-identificado el que se comporta de forma que la guerra puede continuar con su aplastante devastación. Es él quien, en el final de la película, acaba con la vida de una niña vietnamita a sangre fría, tras lo cual vemos cómo los soldados americanos, entonando una canción, avanzan entre las humeantes ruinas de Vietnam dejando tras de sí desolación. Desconozco si la intención de Kubrick en el título comportaba una doble significación, pero es fácil pensar que esa “chaqueta metálica” no se refiere al casquillo de las balas, sino a esa chapa metálica que el soldado luce en la solapa, como si fuera el “pacifismo humanista”, la des-identificación con la guerra, lo que funciona precisamente como fantasía ideológica que permite que la apisonadora avance. Salvando todas las distancias, por supuesto, también nos podemos atrever a pensar que es la distancia identificatoria con respecto al poder lo que permite hacer los ciudadanos de un país súbditos leales y sumisos. 

Para que la fantasía ideológica funcione, nos dice Zizek, debe haber un núcleo transideológico, algo que queda fuera de la ideología, opuesto a ella, que permite que esta se ausente dejando que sean los individuos los que la hacen funcionar. Solo este núcleo transideológico hace que la ideología sea factible. Es la desidentificación con la ley que se establece en la fantasía, lo que permite que funcione. Es tentador pensar que, en este país, “lo vasco” o “lo catalán” funcionan en ese preciso sentido: es aquello que me saca de la ideología, que me des-identifica respecto del poder y, precisamente por eso, hace que el poder hable por mí con mucha mayor eficacia. Pero para que estas oposiciones funcionen debe abrirse un espacio simbólico donde se produzcan los choques que hagan visible el falso antagonismo. Pues bien ¿qué mejor pelea inocua que desplazarlo hacia un conflicto ridículo entre “temas musicales”? creo que no voy muy desencaminado si digo que la más que probable pitada al himno de la final de Copa no será más que una actuación, la escenificación tosca de un falso antagonismo, la actualización por parte de un grupo de “buenos españoles” de su des-identificación ideológica con el fin de poder seguir siendo, otro año más, buenos súbditos. 

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