Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

domingo, 14 de junio de 2015

Up in the Air.
El sujeto en el espacio moderno.
Eduardo Abril Acero

En “Construir, habitar, pensar” Heidegger abre una reflexión que estaba en el origen de la modernidad, la relación entre el hombre y el espacio. En “El discurso del método” Descartes ponía hegelianamente el punto de partida: el espacio es ese “en sí” que está ahí, un vacío extenso que nos interpela a ocuparlo con nuestro quehacer. No es baladí que el mismo Descartes ya en estas páginas proponga todo un programa de reordenación del espacio en el que éste ha de ser tomado como una cuadrícula para que los ingenieros y arquitectos, obren como creadores ex nihilo proyectando y levantando ciudades racionales, ordenadas, acordes a la planificación racional. Un siglo después estas ciudades de la imaginación empezaron a ser levantadas, y un poco después ya se derruían amplios barrios de viejas ciudades para erigir en su lugar todos estos delirios racionales. La reflexión de Heidegger en esta obra es abiertamente anticartesiana: si Descartes piensa que el espacio es algo pre-existente al sujeto, dispuesto ahí como una sustancia inerte y extensa habilitada para la imaginación humana, Heidegger nos dice que el espacio se da en el modo de la co-pertenencia entre el hombre y el mundo, de tal forma que no hay un espacio previo al habitar humano, sino que es este mismo habitar el que abre el espacio. Lo que trata de resaltar Heidegger es el hecho de que cuando Descartes está pensando en el espacio como ese ente vacío, disponible para la planificación, en realidad ya lo está habitando. Ese modo de pensar el espacio es ya una forma de abrirlo en una co-pertenencia entre el hombre y el mundo. Para que esto se entienda mejor me voy a referir a uno de los pasajes de la Fenomenología del Espíritu, el pasaje del “Alma bella”. La posición del alma bella es la del sujeto que se concibe a sí mismo como el contrapunto del mundo: por un lado el mundo es un espacio de maldad y desorden, y por el otro está él mismo, como un ser espiritual y bondadoso. Lo que nos dice Hegel es que este antagonismo es meramente aparente. Ocurre más bien que no hay contrapunto sino que ambos momentos se co-pertenecen. El “alma bella”, para poder efectuar su papel de víctima frágil, de inocente y bondadosa, postula este mundo malvado que no es más que el espacio respecto del cual el sujeto puede conservar la fantasía de su inocencia. Zizek en “El objeto sublime del la ideología” compara la posición hegeliana del Alma Bella con la figura bien reconocible de la “madre sacrificada”, esa madre letánica que se anula a sí misma en pro de su nido y acompaña esta renuncia con una incesante queja acerca de su constante entrega. Zizek con su ojo psicoanalítico habitual nos dice aquí que esta mujer estaría dispuesta a renunciar a todo salvo a una cosa, al propio sacrificio. Su posición de renuncia es lo que confiere consistencia a su subjetividad y ésta sólo es posible en un mundo que la obligue a renunciar a todo. Si de pronto la vida le sonriera y sus hijos o su marido no necesitasen de su entrega, su posición subjetiva se derrumbaría.

Pues bien, con Descartes ocurre más o menos lo mismo: el espacio es pensado como ese contrapunto sustancial opuesto al sujeto, independiente de él y habitado como el ámbito de su imaginación, solamente porque es -dicho hegelianamente- su propia objetivación. Res cogitans y Res extensa no son más que los dos aspectos de una realidad que se co-pertenece. El espacio vacío cartesiano no es más que el Dasein del sujeto cartesiano, su correlato objetal, el modo propio de habitar del Cogito. No resulta sorprendente ahora que, paralelamente al sujeto cartesiano, un sujeto puramente negativo, vacío completamente de contenido que se reconoce a sí mismo en el puro gesto formal intuitivo de propio reconocimiento, se dispone un espacio sin cualidades, indistinguible en sus partes, carente de cualquier contenido.

Y a partir de aquí el análisis de este “habitar moderno” puede hacerse en dos tramos. El primero, un tramo más transitado es el que ha recorrido Heidegger (y otros), el segundo que comienza donde acaba este primero, es el tramo que a seguido el psicoanálisis lacaniano.

Comienzo por el primero. La pregunta era ¿cómo es ese habitar moderno del espacio vacío? Heidegger nos contesta en su obra ya citada que es un habitar-construir técnico. Aquí habría que señalar que en esta co-pertenencia entre el espacio vacío y el sujeto moderno se da la relación que hay entre el ingeniero y el plano. El sujeto cartesiano dispone el espacio como un gran cuadrícula precisamente porque su “alma” es la del ingeniero. Aquí habría que señalar entonces que el Cogito no es un ser tan negativo como parece, no es una pura vacuidad, sino que ya tiene un contenido, es un “calculador”. En su condición de calculador dispone un mundo calculable, igual que el “alma bella” necesita del malvado mundo. Heidegger nos dice que Descartes no se pregunta realmente por el ser del mundo, sino que partiendo de una específica posición subjetiva, la del matemático que calcula, determina cuál es el ser del mundo, que es precisamente aquello que puede ser determinado y pensado en las matemáticas. Con esto Heidegger nos está diciendo que Descartes no está pensando realmente el ser de lo mundano, sino que únicamente está articulando un modo se ser-en-el-mundo previo, una precomprensión previa y desde la cual Descartes está construyendo su pensamiento.

En este sentido es en el que Heidegger denuncia en su obra la construcción indiscriminada de viviendas en Alemania tras la guerra, como si el problema no fuera más que un problema técnico-matemático. Cómo hacen falta viviendas, lo que hay que hacer es rentabilizar el espacio de forma que este sea ocupado lo más eficazmente, mediante viviendas-colmena en el que ubicar espacialmente la población. Este problema que destaca Heidegger no es más que uno de los grandes problemas del urbanismo del siglo XX, la idea de que de lo único que se trata es de ordenar el espacio eficazmente para ocuparlo eficazmente, esto es, como un mero problema técnico. Heidegger ve cómo detrás de este problema de ingeniero en realidad se oculta un modo de habitar la tierra que prácticamente hace imposible el propio habitar. Un espacio inhabitable, no es solamente un edificio viejo y defectuoso que puede derribarse para construir otro mejor en su lugar, sino que, puesto que construir es un habitar, y habitar es el modo como el hombre abre el mundo, el modo como el hombre es-en-el-mundo, esto es, comprende el mundo y se dispone junto a las cosas comprendiéndolas, construir de esta forma denota ya un hombre que ha dejado de ser hombre, aquel que abre el espacio y habita lugares, y comienza a ser un no-hombre.

El espacio como pura extensión de la modernidad que Descartes propone, corresponde a un habitar mucho más solitario en el que la comunidad desaparece. En lugar de esas ciudades con callejuelas retorcidas, donde las casas aprovechan los antiguos muros de defensa para sostenerse, y los mercados aparecen por el trasiego humano, Descartes propone la ciudad trazada en el boceto del arquitecto solitario, que hace surgir una ciudad a partir del espacio vacío del papel en blanco. Un espacio abstracto y vacío sobre el que opera el geómetra y el arquitecto con su escuadra y su cartabón. El mundo como extensión es algo carente por completo de significatividad, algo de lo que puede disponerse a antojo en la imaginación del ingeniero, trazando avenidas amplias, carreteras rectas y rápidas, edificios funcionales, una red de aeropuertos conectados por un espacio invisible monocromático .

El París de Haussman es un ejemplo de esto, una ciudad majestuosa diseñada en un estudio de arquitectura, y frente a la cual a veces el visitante pierde la noción del tiempo, pues el sucederse de las avenidas exageradas, y los edificios con sus tejados uniformados y sus fachadas repetidas, hacen que uno no sepa si va de un sitio a otro, u ocupa siempre el mismo lugar. Algunos arquitectos como Garnier, criticaron en la época, la sofocante monotonía de el nuevo París que estaba surgiendo de la remodelación de Haussman. Tal planificación no puede ser considerada ya como una mera reordenación urbana en aras de una ciudad más eficaz, sino que hay que tomarla como lo que es, un síntoma de todo un proyecto de habitar la tierra que coincide con el proyecto metafísico-cartesiano y que, como tal se despliega no sólo en un modo de construir, sino en un tipo de hombre, un estado político, y todo lo que conlleva lo abierto de un mundo.

La reestructuración de Haussman sigue punto por punto el proyecto cartesiano de espacio, por más que Descartes se cuidara en el Discurso de no pasar por un revolucionario que quería un cambio total. Igual que el filósofo francés derribaba el edificio del conocimiento, erigido mediante un trabajo de siglos en la comunidad de los hombres, para erigir uno nuevo sobre cimientos firmes donde el elemento comunitario ya carecía por completo de sentido, en París se derribaron miles de edificios que el trasiego de los hombres había levantado y mantenido largamente, pues el trazado medieval se mantenía prácticamente inalterable desde el siglo XIII, para erigir una nueva ciudad que ya no estaba hecha, o pensada en un sentido heideggeriano, para el habitar comunitario. Sin ningún respeto por ese habitar que había erigido lugares, plazas, mercados, conectados unos con otros en el cotidiano existir, Haussman operó como el arquitecto del que habla Descartes, desde la soledad de su estudio y sobre el papel en blanco, símbolo del único atributo concedido al mundo moderno, la extensión. Felix Duque ha señalado cómo estos nuevos espacios se concebían como “plazas-vacío”, imposibles de transitar y habitar, donde la amplitud forzada de las distancias impedía el encuentro y el intercambio. Más bien parecían lugares pre-pensados para que fueran tomados posteriormente por el tráfico, en donde los únicos acontecimientos comunitarios podrían ser los desfiles militares, o los paseos de los autobuses turísticos ocupados por turistas enchufados a auriculares que dispensan textos enlatados. Este mismo proceso que inicia París sería seguido por docenas y docenas de ciudades europeas que derribando edificios y reordenando espacios, terminarían por vaciar de todo rasgo de vida los centros históricos de las ciudades.

No obstante la planificación total del espacio urbano se va a llevar a cabo tras la Segunda Guerra Mundial en la que las bombas habían querido que docenas de ciudades europeas se hubieran convertido en extensos solares, por fin cuadrículas dispuestas para el diseño planificado. Aquí es donde hay que situar el texto heideggeriano, pues como él señala, la excusa de la carencia de viviendas va efectuar de manera descarnada el proyecto del racionalismo moderno, llevando al paroxismo la planificación del espacio sobre el plano. Las New towns inglesas van a ser el modelo para todas las reconstrucciones. Consistían en construcciones tipo colmena donde el criterio era el aprovechamiento máximo del espacio y de los recursos al tiempo que se conectaban con los centros de trabajo, como si se tratase de las baterías suministradoras de energía (humana) en una gran máquina. En estos barrios las casas de cada calle repetían las de la calle anterior. El individuo inevitablemente perdía la orientación ya que todo resultaba igual e indistinguible, lo que hacía necesario marcar las calles con números o letras. En el París monótono de Haussman al menos la monotonía era de fachadas labradas y de jardines y monumentos, pero aquí todo queda subsumido bajo la pura indistinción de colores y materiales, donde cualquier esquina es igual a cualquier otra.

Tales construcciones cumplían su cometido de alojamiento, pero resultaban un desastre desde el punto de vista existencial. Los nuevos barrios eran monótonos, feos, aburridos, deprimentes, incómodos, desoladores y fueron finalmente la causa de un deterioro social imparable. Allí se acumulaba la segregación, la marginalidad, la delincuencia, el desarraigo, lo que hacía imposible el surgimiento de una comunidad real. Maderuelo1 señala que en algunos casos el problema llegó a ser tan acuciante que se tomaron decisiones drásticas, como es demoler barrios enteros, en los que ya no era posible ningún tipo de abordaje, ni policial, ni social ni educativo. Es el caso de el Pruitt Igoe Housing de St Louis que fue demolido hasta la última piedra en 1972, y supone el paradigma de la inhabitabilidad del construir técnico moderno.

Para corregir estos problemas en el diseño de las neociudades posteriores, por ejemplo las últimas villes nouvelles en el área periurbana de París se han insertado casi artificialmente elementos conformadores de significatividad, como queriendo crear artificialmente y forzadamente lo que generalmente produce el tiempo y la convivencia de comunidades reales: plazas peatonales, espacios ajardinados, murales, esculturas, cambio en la textura de los pavimentos, variedad de colores y formas en las construcciones... etc. Sin embargo, el resultado no ha sido que se generen en esos espacios comunidades reales, sino que, a lo sumo se han gestado enormes barrios-dormitorio en los que falta una comunidad real y los habitantes se relacionan con su entorno con extrañeza y lejanía.

Lo que nos estaría diciendo Heidegger es que este modo de erigir ciudades, cuya esencia se oculta bajo la inocente fórmula del “problema técnico”, es también un modo de ser-ahí del hombre. Decíamos inicialmente que este modo de ser es el del “ingeniero”, pero en la mirada de estos entornos no descubrimos matemáticos caminando por las calles entre los edificios-colmena, sino un tipo muy distinto y mucho más gris de hombre. Para comprender esto merece la pena que acudamos a otro texto de Heidegger y conectarlo con este análisis: “La pregunta por la técnica”. Allí nos dice que la técnica es un modo específico de “desocultamiento”, esto es, de “hacer aparecer”. ¿Que es lo que desvela la técnica moderna? La respuesta de Heidegger surge de la bella descripción, tan citada, de la central eléctrica sobre el Rihn: La central hidroeléctrica ya no está construida en el río como el viejo puente medieval, que junta una orilla con la otra, y hace aparecer un paraje humano (comunitario), es más bien la corriente la que está construida en la central, es la central la que hace aparecer algo así como el río. Pero éste ya no es un discurrir de agua que atraviesa campos, ciudades y permite que un puente acerque sus dos orillas. Ahora sólo es disponibilidad absoluta de la corriente. Esta técnica, por tanto, está haciendo aparecer un extraño lugar que poco tiene que ver ya con el paraje humano, puesto que prescinde de toda significatividad, de todo habitar humano en el que los hombres políticamente hacen su vida, cruzando de una orilla a otra o bajo la claridad de la luz filtrada por las vidrieras de la catedral. En su lugar lo que aparece es lo que ahora Heidegger llama existencia2 y que nosotros entendemos como “mercancía”, algo que está ahí al modo de la reserva, siempre a disposición de su requerimiento, uso y gasto. Como sabemos porque así nos lo enseñó Marx, una mercancía es un objeto absolutamente intercambiable por otro, cuyo valor no viene dado no por su uso, esto es, por su funcionamiento en el mundo de los hombres (valor de uso), sino por su referencia a otra “mercancía”, el dinero (su valor de cambio). O lo que es lo mismo, una mercancía es aquello que puede ser reducido a un mero apunte contable, algo disponible siempre para su gasto y su intercambio en el que las cosas mismas no importan dado que unas se sustituyen rápidamente por otras.

De la existencia sólo se requiere que esté disponible para su gasto. Sería absurdo decir que la catedral de Chartres es intercambiable por la de Burgos o vale para lo mismo, es un lugar semejante, por eso en una acción ciertamente melancólica, alemanes y franceses, tras la Guerra mundial, reconstruyeron piedra a piedra sus puentes y catedrales, pero no hicieron los mismo con las fábricas y las carreteras, puesto que los primeros abrían un mundo de significatividad (y que melancólicamente ahora querían infructuosamente recuperar) y los segundos, carentes de significado para la vida comunitaria, eran fácilmente sustituibles por carreteras y fábricas más modernas3. En el mundo abierto por la tecno-ciencia, esto es, la metafísica cumplida, “se hace ilusoria toda relación con la realidad que no sea su aseguramiento y control. No hay ya más que una forma de manifestarse las cosas.

Pues bien, si consideramos este “construir” del que habla Heidegger en “Construir, habitar, pensar” con la técnica moderna a la que se refiere en esta otra obra, vemos que estos espacios invivibles de los que hablamos y que constituyen el Dasein del hombre contemporáneo remiten a esto mismo: la disposición del ser humano como un ente puramente intercambiable por cualquier otro, medible en términos monetarios como “recurso humano” y apilable en gigantescas ciudades-colmena para estar siempre a disposición de la pulsional máquina técnico-capitalista.

Hasta aquí llega la lectura heideggeriana, el primer tramo del recorrido que parte del Cogito cartesiano. Pero esta lectura no es completa, no alcanza a ver el núcleo del problema y muestra una inconsistencia que nos impulsa a seguir avanzando: Heidegger acertadamente parte de la idea de que el espacio de la modernidad es en sí un modo de habitar la tierra, el perfecto complemento del Cogito, mostrando que cada uno de los dos polos presupone el otro. El concepto heideggeriano de Ser-en-el-mundo indica precisamente esto: no hay tal sujeto, estamos desde siempre ya inmersos en un mundo, comprometidos con un proyecto existencial. El proyecto existencial de la modernidad es el de esta copertenencia entre el Cogito y el espacio-vacío. Pero Heidegger se apresura al atribuir un contenido positivo al cogito cartesiano, identificándolo con el pensar matemático-calculador. El sujeto, en tanto que la posición del ingeniero toma el espacio como una pura sustancia extensa vacía en donde desarrollar sus cálculos. Pero esta no es la situación que Heidegger describe en las dos obras mentadas en la que la posición del sujeto está muy lejos de ser la del matemático al que se refiere el Cogito cartesiano, sino que este parece un guiñapo, una mercancía al servicio del desarrollo técnico-científico. Sucede aquí una especie de contradicción dialéctica hegeliana: primeramente se postula el en sí del Cogito, como puro pensamiento matemático que opera en el espacio-vacío de su imaginación, pero cuando efectivamente lo hace, la verdad de éste se revela como su negación, ser un puro punto insignificante en ese espacio geométrico que se desarrolla autónomamente de acuerdo a sus propias reglas deductivas: una mercancía más. Faltaría aquí el tercer momento de la reconciliación, la negación de la negación, en la que hacemos la experiencia de que la negación de la tesis, la del sujeto cartesiano, es precisamente la condición de su propia existencia. Pues esto es precisamente lo que hace Lacan (y destaca brillantemente Zizek en varios de sus libros).

En los Ecrits, Lacan nos dice que el sujeto del inconsciente freudiano es el mismo que el sujeto cartesiano. Esta puede parecer una paradoja por cuanto solemos considerar que el sujeto cartesiano es el de la plena autoconciencia de sí, completamente transparenta, mientras que el sujeto del inconsciente freudiano, ese ello distinto de mí mismo, nos es completamente inalcanzable. Sin embargo si lo miramos de cerca la distancia entre Freud y Descartes se acorta considerablemente. Para Lacan el sujeto es eso que carece de identidad, que está debajo de todas las identidades positivias que nos damos y que, en su negatividad, las soporta. Dicho de otro modo: el sujeto es ese ello imposible de atrapar por ningún significante. Todo significante, toda identidad positiva se revela a la postre como una identidad fracasada en la que el sujeto no logra reconocerse. Cada “apuesta”, por así decirlo, por identificarnos con una designación, porque nuestro “yo” ocupe el lugar de una significación y nos otorgue un lugar preciso en el mundo es siempre una apuesta errada y fracasada. Las repetidas caídas en ese intento por encontrar esta designación, nuestro lugar en el mundo, no vienen motivadas por lo amplio del objetivo, como si ningún significante estuviera a la altura de el núcleo vital del ser humano (esta sería la posición de Nietzsche, quien consideraba que el lenguaje erraba porque la vida lo sobrepasaba todas las veces y también de todo el movimiento de la New Age que busca reconectarnos con la madre naturaleza desde nuestro deambular desorientado moderno). La razón de por qué el significante falla a la hora de designar al sujeto y encontrar su lugar efectivo en el mundo es porque el lugar del sujeto es un lugar vacío, un agujero insondable, una pura negatividad. Esta negatividad no se puede designar, pero sí se puede circunvalar. La historia de cada sujeto es la historia de los sucesivos fracasos en la búsqueda de una designación adecuada, donde las sucesivas fallas van delimitando el lugar vacío del sujeto, el agujero que es él. Pues bien, y es aquí donde hay que conectar de nuevo con Descartes: ese puro vacío, ese agujero sin determinaciones no es otra cosa que el sujeto cartesiano. Por eso se equivocaba Heidegger al identificar apresuradamente el Cogito con un modo de pensamiento, el matemático. Antes del homo-calculator lo que hay es una pura nada, un puro abismo que más tarde Hegel llamará “La noche del mundo”. El Cogito, tal como lo describe Descartes en el Discurso del Método, es un Cogito sin cogitaciones, un puro pensamiento que no piensa nada y no puede ser pensado de otra forma que como abismo. Es en un segundo paso cuando el horror de ese agujero le hace al sujeto positivizarse en un pensamiento, y es cuando vemos a Descartes correr desesperadamente en el Discurso al encuentro de las ideas innatas, a saber, las matemáticas. El discurso matemático-deductivo cartesiano aparece como el intento de tapar, Freud diría de “reprimir” ese surgimiento abismático de la subjetividad en sí.

Y es ahora, en este segundo tramo, cuando verdaderamente podemos comprender de qué modo se co-pertenecen el sujeto cartesiano y el espacio de la modernidad. El uno refleja al otro en su absoluta vacuidad, el espacio vacío geométrico de la ciencia y el proyectar moderno, no es sino el ser-ahí del sujeto cartesiano, y la razón por la que toda designación de “hombre moderno”, da igual que digamos calculator o meros recursos humanos, mercancías disponibles para la producción, pues estos nombres y sus correspondientes lugares en la red socio-simbólica, solo ocultan el agujero del sujeto. Por eso, lo que Heidegger o los estructuralistas no pueden explicar es por qué en las ciudades-colmena pensadas para suministrar pilar humanas para la industria, en lugar de uniformados trabajadores que acuden ordenadamente a sus puestos en la maquinaria de producción, lo que aparecen son parias, delincuentes, y nihilistas carentes de ningún sentido de la identidad colectiva y apegados a significantes, cuando menos, confusos y frágiles (Freud vería aquí un poderoso campo para la esquizofrenia). El sujeto cartesiano no termina de encajar en ese mundo ordenado, de pura claridad, que parecía proponernos Descartes con el desarrollo de la razón. Es más, cuanto más “racionales” son los espacios, más se agudiza la contradicción. Tal vez, como ha señalado Zizek, Descartes fuera capaz de atisbar este mismo problema y por eso complementó su filosofía con una ética extraña en la que el sujeto tiene como primera máxima “obedecer las leyes y costumbres de su propio país”.

Más allá de estas ciudades-colmena en la que la contradicción es evidente, podemos pensar en otros espacios más propios de la modernidad que los de la fábrica y el suburbio. Una película del 2009 de Jason Reitman nos puede valer para pensar de nuevo el espacio desde este matiz introducido por Lacan: Up in the air. En esta película Reitman cuenta la historia de Ryan Bingham, un ejecutivo que viaja por todo el país contratado por distintas empresas para despedir a sus trabajadores y así ahorrar a los directivos de esas empresas a echar a sus propios empleados. La vida de Bingham es, en principio, lo más deprimente que uno pueda pensar: aunque viaja por todo el país, no hace más que gastar su tiempo en lugares que siempre son repetidos, imposibles de diferenciar unos de otros: la firs class de aviones, las salas de espera en aeropuertos, los controles de seguridad, hoteles de cadenas casi un calco unos de otros... etc. Sus relaciones interpersonales no van más allá de repetir mecánicamente la misma fórmula, el mismo dialogo con azafatas, camareros, maitres, recepcionistas, agentes de check point, incluso con los trabajadores que tiene que despedir repite una y otra vez casi las mismas palabras y el el mismo orden. Pese a tener un constante intercambio con todo tipo de personas, su vida es solitaria hasta el paroxismo.

Marc Auge ha llamado a todos esto lugares en los que el sujeto tiene una experiencia des-localizadora “No-lugares”. Y en su libro señala cómo algunos de los “no lugares” más evidentes son los del espacio del viaje, aquellos en los que el fondo no es más que una especie de “decorado falso” sobre el que destaca el aislamiento y la falta de suelo del sujeto contemporáneo. El espacio del viajero sería, así, el arquetipo del no lugar”4. Auge nos ayuda a comprender cómo el sujeto en estos espacios no es más que una entidad abstracta, sin contenido positivo alguno, y que sólo adopta una identidad positiva en los procesos de control, aún cuando esta identidad no va más allá de un número de pasaporte o el nombre de socio de un business club. Un elemento central en la película es, precisamente, como el personaje, Bingham, mantiene una relación casi más apasionada con sus “identificaciones” en forma de tarjetas que casi con seres reales de carne y hueso. Es más, su proyecto vital más importante, aquel en el que se reconoce a sí mismo, es el de conseguir una “tarjeta de viajero frecuente” de la aerolínea con la que viaja que sólo han llegado a conseguir siete personas a parte de él. No importa si esas personas habían sido médicos que viajaban por el mundo salvando vidas, o inventores que venden sus patentes por todo el país. Los contenidos positivos de la identidad son despreciables, lo único que importa es haber estado metido durante diez millones de millas dentro de un avión en vuelo, esto es, ser un puro ser abstracto cuya única identificación es pasar por los lugares de registro. En los aeropuertos, hoteles, aduanas, restaurantes de comida rápida o supermercados ocurre exactamente lo mismo: las personas son entidades abstractas y solitarias, indiferenciables unas de otra que sólo cobran su identidad individual en el momento del control de pasaporte o en la línea de caja con la tarjeta de crédito. Auge lo dice con claridad “Cuando el usuario del supermercado paga con tarjeta manifiesta su identidad , y está obligado a probar su inocencia de antemano. Acceder a un no-lugar equivale a la puesta en marcha de un contrato [...]. Pero su identidad habitual se libera y pasa a ser una identidad puramente abstracta, limpia, libre de pecado, fuera de toda comunidad, se convierte en un pasajero, cliente o conductor. Sólo encuentra su identidad en el control [...]. El espacio del no lugar no crea ni identidad singular ni relación, sino soledad y similitud”5.

En la película, en un momento dado, por unos reajustes de estrategia, la empresa decide que Bingham y otros dejarán de volar y harán su trabajo desde su despacho en sus ciudades de origen. Bingham frente a la posibilidad de dejar de ser ese ser abstracto y en tránsito de un aeropuerto a otro, siente pánico, pues su identidad peligra y trata de buscar una salida. Tal vez sea el momento de sentar cabeza y fundar una familia, poner los pies en la tierra y lograr una identidad “real”, más allá de la repetición incesante de lugares intercambiables. Entonces decide “tirarse a la piscina” con Vera Farmiga, otra viajera abstracta con pasión por las business cards con la que lleva tiempo manteniendo una relación en los cruces de aeropuertos. Pero su fantasía se desploma al descubrir que Vera ya tiene esa familia, un esposo y unos preciosos niños y comprende finalmente que su lugar, el sitio donde realmente es él, es “arriba en el aire”, siendo un ente abstracto desapegado del mundo, sin comunidad, sin pasado, sin costumbres y sin identidad: el sujeto de la modernidad en su espacio propio, tal cual.



1 Maderuelo, Javier . La idea del espacio en la arquitectura y arte contemporáneos (Madrid: Akal 2008) 168.
2¿qué clase de estado de desocultamiento es propio de aquello que adviene por medio del emplazar que provoca? En todas partes se solicita que algo esté inmediatamente en el emplazamiento y que esté para ser solicitado para otra solicitación. Lo así solicitado tiene su propio lugar de estancia, su propia plaza. Lo llamamos las existencias. La palabra dice aquí más y algo más esencial que solo “reserva”. La palabra “existencias” alcanza rango de título. Caracteriza nada menos que el modo como está presente todo lo que es concernido por el hacer salir de lo oculto”  Martin Heidegger. “La pregunta por la técnica” en Conferencias y artículos (Barcelona: Serval 1994) 19.
4 Marc Auge. Los no lugares (Barcelona: Gedisa 2000) 91.
5 Marc Auge. Los no lugares (Barcelona: Gedisa 2000) 106