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miércoles, 29 de julio de 2015

Algún apunte sobre nacionalismo.
Borja Lucena

       
Releyendo a Hannah Arendt, casi mi única lectura mientras todos los días comienzo a terminar la tesis doctoral, encuentro algunas ideas sobre el nacionalismo que, esta mañana calurosa, me sorprenden por su agudeza.

Arendt señala cómo el problema del nacionalismo no se encuentra en la "cabeza" de unos desequilibrados o fanáticos, sino que está situada en la constitución misma de los Estado-nación formados a partir del siglo XVIII en Europa. Una vez más, la filósofa alemana apunta a un substrato común a tantos elementos de la modernidad: el desarraigo. Es de la experiencia moderna del desarraigo de donde pueden nacer fenómenos políticos tan peculiares como el nacionalismo. Con la formación de los modernos aparatos estatales, la "Nación" adquirió el carácter de único vínculo común entre individuos que, perdida casi toda referencia compartida, se vieron expulsados a su vida privada, sus cuitas personales o la lucha desesperada por el sustento, su "rica" realidad interior, etc.: "El único nexo que subsistió entre los ciudadanos de una nación-estado sin una monarquía que simbolizara su comunidad esencial pareció ser el nacional, o sea, el origen común". Así, en el fenómeno del imperialismo decimonónico, cuando la realidad había desbordado cualquier limitación "nacional" en razón de la incontenible expansión del poder económico y la acumulación sin precedentes de poder estatal, "cuanto más lejos se iban, más fuerte era su creencia de que representaban sólo un objetivo nacional", de modo que, "sólo lejos de su patria podía un ciudadano de Inglaterra, Alemania o Francia ser nada más que inglés, francés o alemán".

Arendt apunta a las paradojas de la plasmación de los grandes poderes estatales, y subraya enfáticamente una de las más relevantes, la contraposición, ya presente en la Revolución Francesa, entre los derechos del hombre y los derechos del ciudadano, de manera que "los derechos humanos fueron reconocidos y aplicados sólo como derechos nacionales". De esta enmarañada dialéctica entre lo humano, en general, y lo propio dotado de concreción y garantías jurídicas, resulta un panorama contradictorio y complejo, en el que el Estado pasa a ser considerado como expresión, antes que de una ley, de una Nación, lo que abre el camino de la confusión de la política con los intereses de la "Nación", del "pueblo", y, en avatares posteriores, la "raza".
"El nacionalismo es esencialmente la expresión de esta perversión del estado en un instrumento de la nación"
Frente al consabido enfrentamiento teórico entre la teoría liberal y el nacionalismo, uno de los grandes méritos de Arendt es reconocer su copertenencia. La política, siendo despojada de sus rasgos propiamente políticos, retorna como aquello reprimido que se presenta como amenazador e indomable, como catastrófico, como una "movilización política de lo apolítico". Frente a los exaltadores del fin de las clases sociales y los antagonismos, la filósofa entona un bien medido elogio de su efectiva realidad e importancia en la vida política, conectando con ciertas corrientes del pensamiento obrero que descansaban -frente a las ideologías que pretenden hablar por "el todo"- en la defensa de intereses concretos y parciales. Por eso, ella piensa que la práctica política, en el siglo XIX, se conservó únicamente en el seno de los grupos y sindicatos "de clase", frente al discurso pretendidamente omniabarcante de la burguesía, por un lado, y el populacho, por otro. El individualismo liberal "consideraba erróneamente que el estado dominaba sobre simples individuos cuando en realidad dominaba sobre clases"; en una sociedad formada de un agregado de individuos aislados, recluidos en sus supuestos intereses individuales, el subproducto e incluso soporte necesario para el liberalismo fue, entonces, el énfasis en aquello que podía unir a todos con un vínculo situado más allá de la vida cotidiana, la actividad y los intereses concretos: "El nacionalismo se convirtió en el precioso cemento que unía un estado centralizado y a una sociedad atomizada". La cuestión clave, y lo que quizás sea tan difícil de comprender para los que suspiran comparando a España con otros países europeos, es por qué en algunas partes el nacionalismo llegó a cimentar estados nacionales fuertes -como el caso de Francia-, mientras en otros casos sirvió sobre todo para disgregarlos -como el de Austria-Hungría y, probablemente, España-.

Cuando hoy por todos lados resuena el aullido de un enfrentamiento previsible, cuando se extreman las medidas y afilan los discursos, quizás sólo se puede adivinar que la inefectividad palpable de los "constitucionalistas" frente a los "nacionalistas" proviene de una inquietante coincidencia de principios; el modelo del Estado que rige como un poder "aéreo" sobre individuos separados quizás sólo puede sostenerse sobre el "cemento" del nacionalismo. En este sentido, sólo un nacionalismo español más fuerte o poderoso que los catalán o vasco podría convertir a España en la parte ganadora. Pero ese nacionalismo, profundamente desacreditado por la dictadura franquista, parece de difícil compactación.

Las buenas intenciones de muchos de los que defienden un país "más allá de los nacionalismos" no pueden ocultar que la centralización del poder del Estado sólo puede ser pergeñada con la argamasa de la creencia nacionalista. Quizás ahí radique la sorprendente deriva nacionalista de gran parte de la izquierda, fascinada por el poder del Estado y abrazada por doquier a los nacionalismos disponibles, entre los que no cuenta el español.

Lo cierto es que en la época en que Arendt escribió "Los orígenes del totalitarismo" ya estaba claro -tras la experiencia de la guerra total en Europa- que el principio nacional había hecho saltar a Europa por los aires y que, frente al ámbito sagrado de la nación y el Estado, Europa sólo podía ser todavía recuperable a través del espacio remundanizado de la política. ¿Quién se atreve hoy, en medio de las incertidumbres y amenazas más concretas, a mirar más allá del Estado?
     

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