Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

martes, 17 de enero de 2017

Populismo vs republicanismo.
Óscar Sánchez Vega

En Septiembre del pasado año se celebró en Madrid un Congreso con el título de esta entrada. En la presentación del Congreso se leía un texto del profesor José Luis Villacañas en el que se adelantaba, a modo de profecía autocumplida, la que sería su conclusión, como recapitulación final después de cuatro días de ponencias y debates: la conectiva “versus” no debe entenderse del modo habitual como “oposición” o “contradicción”, sino atendiendo a su significado originario en español que hace referencia al movimiento de ida y vuelta ejecutado por el labrador al arar la tierra; es decir, “populismo vs republicanismo” designa la necesidad de transitar de un concepto hacia el otro y viceversa, en una suerte de tensión dialéctica, de tal manera que se nos invita a pensar el populismo y el republicanismo no como opuestos sino como complementarios.

Lo que pongo en duda en este texto es tal movimiento sea posible, lo que sostengo más bien es que el populismo es incompatible con el republicanismo porque el republicanismo es una variante contractualista y el populismo es contrario a las teorías del pacto social.

Me temo no poder argumentar esta tesis en condiciones porque lo que debiera hacer en primer lugar es definir de forma rigurosa republicanismo y populismo y, después, mostrar la incompatibilidad entre uno y otro, pero esta es una empresa demasiado ambiciosa para este texto. Además estamos ante conceptos problemáticos y oscuros que no admiten una definición unívoca y precisa. Así que voy a proceder de la siguiente manera: primero voy a resumir muy brevemente lo que dos de los más reputados filósofos políticos, Philip Pettit y Ernesto Laclau, entienden por republicanismo y populismo, para, a continuación, poner de manifiesto lo incompatibles que son ambos conceptos.

1. Republicanismo.

Me parece obligado empezar advirtiendo sobre un malentendido especialmente extendido en nuestro país: el republicanismo no consiste en derrocar a la monarquía. Naturalmente es preferible en un modelo republicano que el cargo de Jefe de Estado se alcance de manera democrática mediante unas elecciones, pero esta no es la cuestión esencial. Según Pettit la idea básica del republicanismo es que una persona no puede ser dueña de otra. Así pues el valor político fundamental para los republicanos es la libertad; pero los republicanos, al contrario que los liberales, no entienden la libertad como no interferencia sino como no dominación (ver aquí). Una república bien constituida es básicamente un entramado institucional que impide el dominio arbitrario de unos sobre otros, garantizando así la libertad de todos (en este sentido debemos reconocer que es más republicano el modelo político de Dinamarca o Noruega -no me atrevo a señalar a España- que el de supuestas repúblicas como China o Rusia).

Lo que me interesa destacar ahora es que la opción republicana entra dentro de un marco contractualista. Algunas -no todas- teorías del pacto social sostienen que un modelo político justo es aquel que garantiza al máximo la libertad y la igualdad de todos los asociados. En una república bien constituida, como exigía Rousseau, no hay súbditos ni soberano pues todos los asociados dan y reciben lo mismo, por lo que todos los ciudadanos, a pesar de estar sometidos a la ley civil, conservan su libertad porque nadie está sometido a otro.

2. Populismo.

Ernesto Laclau, en La razón populista (ver aquí), sostiene que el populismo no es, como muchas veces se dice, un mero oportunismo demagógico irrepresentable conceptualmente sino que, por el contrario, el populismo es una estrategia política con una lógica que le es propia. El objetivo del populismo es la construcción de un pueblo. Ahora bien, el pueblo no es un sujeto político dado de antemano con voluntad propia sino que su realidad es enteramente contingente: puede surgir o no, depende. El pueblo acontece como resultado de una operación hegemónica que pasa por la construcción de cadenas equivalenciales (ver aquí). La construcción del pueblo exige la presencia necesaria de un antagonista: la élite, la oligarquía, los extranjeros, los inmigrantes, etc; de tal forma que el populismo siempre es un discurso antielitista o xenófobo en nombre del pueblo soberano.

Lo que me interesa destacar es que el populismo parte de manera necesaria del antagonismo: la sociedad no es un cuerpo homogéneo sino que está atravesada por una frontera cuya delimitación permite a la mayoría reconocerse como pueblo, como populus,  en la medida en que algunos son expulsados de su seno y señalados como el enemigo, en un sentido estrictamente schmittiano. El populista será implacable a la hora de fabricar alteridad y de generar enemigos: pues, si no, ¿cuál sería el medio de imaginar esa presencia en sí? El pueblo solo surge en la medida en que se denuncia y rompe el pacto social y la mayoría toma conciencia de la contradicción irresoluble entre nosotros y los otros. El populismo exige la ruptura del espacio social en dos bandos irreconciliables y cualquier pacto es denunciado como claudicación, por lo que el contractualismo se torna imposible.

3. Contractualismo.

Como es sabido las teorías contractualistas modernas nacen de la mano de Thomas Hobbes en su obra Leviatan. Hobbes sostiene que el Estado es producto de un pacto o contrato entre los asociados, de tal modo que es posible distinguir, de manera conceptual, un periodo anterior al pacto, el Estado de Naturaleza y un periodo posterior, El Estado Civil. Otros filósofos, como Locke y Rousseau, cambiaron los contenidos del pacto, pero fueron fieles al esquema hobbesiano.

Los realistas políticos (entre los cuales se encuentran los populistas) siempre han acusado a los contractualistas de ingenuidad: el pacto no existe, nunca ha existido, porque tampoco ha existido jamás un momento, el Estado de Naturaleza, anterior al pacto. Todo el planteamiento contractualista es, dicen, una mera ensoñación, pero la verdad es otra: el ser humano nace en el seno de sociedades atravesadas por antagonismos y la verdad de la política es una constante lucha por el poder entre distintos grupos o clases sociales de tal manera que, como decía Schmitt, la categoría fundamental de la vida política es la distinción entre amigo y enemigo. Los contractualistas, vienen a decir, viven en un limbo: no se enteran o no se quieren enterar de lo que en verdad hay.

Frente a esta concepción de la política el contractualismo parece decididamente cándido. Pero el pacto social nunca ha pretendido ser un hecho histórico. Esta acusación se basa en un malentendido. Ningún filósofo contractualista afirma tal cosa. Es evidente que nunca existieron individuos humanos al margen de la sociedad que en un momento dado hubieran tomado una decisión de constituirse como Estado. Entonces... ¿qué dicen los contractualistas? Jose Luis Pardo en su última obra, Estudios del malestar, ofrece una respuesta a este interrogante: deberíamos leer el Leviatan de Hobbes, y el resto de las propuestas contractualistas, de la misma forma que leemos la Crítica de la Razón Pura de Kant. Todos sabemos que la obra de Kant no es de carácter empírico, es decir, no describe hechos. En general lo peculiar de las obras filosóficas -como el Leviatan- es precisamente que no describen hechos, no dicen lo que es o ha sido el mundo. Kant, a diferencia de Hobbes, nos pone sobre aviso indicando cómo debe ser leída su obra: la Crítica de la Razón Pura no habla del conocimiento humano sino de las condiciones de posibilidad del mismo, lo cual es un asunto muy diferente. Pues bien, del mismo modo hemos de leer las propuestas de los contractualistas. Hobbes, Locke, Rousseau o Rawls no pretenden postular o describir un hecho real, un Estado de Naturaleza previo a la existencia de sociedades humanas. La cuestión es otra. Se trata de abordar las condiciones de posibilidad del Estado Moderno. ¿Qué implicaciones semánticas acarrean términos como “justicia”, “legitimidad”, “democracia”, “ciudadanía”, “público”, “representación”, etc, en las sociedades modernas? Porque para que estos términos cumplan su función y puedan contribuir al diálogo político es preciso que tengan un significado conocido y compartido por los miembros de la comunidad política. Por ejemplo, cuando denunciamos que son injustos los desahucios o que los políticos no nos representan... ¿qué queremos decir exactamente? No podemos responder si no partimos de ciertos presupuestos teóricos que subyacen en el uso lingüístico habitual y hacen posible la comunicación y la interacción política. Simplemente damos por supuesto que la forma de legitimar el poder propia de la modernidad es el pacto social, lo que no quiere decir, repito, que tal pacto haya existido en algún momento. Se trata naturalmente de una construcción conceptual que, a pesar de no ser un hecho histórico, no tiene nada de gratuita. El pacto social es una condición formal, algo que debemos suponer cuando, por ejemplo, denunciamos que gobierno de turno antepone el interés de las élites financieras al interés general. Lo que denunciamos en este caso es que el gobierno ha roto el pacto y exigimos que retorne a él si quiere recuperar la legitimidad.

No cabe concebir el Estado moderno al margen del contrato social, pero el contenido del pacto, el acuerdo al que llegan los asociados no está determinado de antemano; dicho de otro modo, cabe un contrato liberal, socialista, republicano, etc. Incluso cabe concebir un contrato anarquista que prescinda del aparato coercitivo estatal y lo fíe todo a la buena voluntad y la ayuda mutua entre los asociados. Lo que no es posible es un contrato populista porque, por definición, lo que los laclaunianos denominan “pueblo” se construye por oposición, rompiendo el pacto social y expulsando a algunos de su seno. Pueblo, recordemos, no somos todos; pueblo es una parte que aspira a constituirse como una totalidad, aun a sabiendas que tal objetivo es inalcanzable pues la misma existencia del pueblo depende de una alteridad esencial. Por su parte los contractualistas no niegan la existencia de antagonismos en la sociedad, lo que proponen es una suerte de epojé, de puesta entre paréntesis de las contradicciones, para erigir un marco de convivencia. Tal epojé no puede ni siquiera ser pensada desde el populismo. El antagonismo es la realidad política básica y fundamental que está detrás de toda acción política populista.

4. Conclusiones.

Los populistas tienden a acusar a los republicanos de pusilánimes, de entreguismo, de no plantar cara al Capital, de contemporizar con el enemigo o de ser una quinta columna del neoliberalismo. Pero esta es, a mi modo de ver, una injusta acusación. La mejor manera de combatir, aún hoy, la injusticia y la desigualdad es apelando al pacto social. El problema no es que el pacto social aletargue el espíritu combativo de las masas y nos haga resignarnos ante la injusticia, ¡el problema es que el pacto no se cumple!, que los intereses de ciertas élites siguen primando sobre el bien común. Pero la acción política pertinente es, creo yo, reivindicar un nuevo pacto, una auténtica República; no echarse al monte del populismo. A quien le duela verdaderamente la injusticia está abocado a pensar la política desde el contractualismo. Si algo debiéramos haber aprendido en el último siglo es que las políticas populistas que necesariamente dividen el espacio político en dos bandos irreconciliables no funcionan y generan más injusticias de las que pretenden combatir.

El populismo nace y se fortalece con el fracaso de la democracia representativa. Con la caída del Estado del Bienestar una importante masa del electorado, resentida contra las élites se desvincula de los partidos tradicionales. Es comprensible. También es perfectamente legítimo optar por una opción política populista. Además, por si fuera poco, adoptar una posición política populista nos hace más felices. Manuel Arias Maldonado en su reciente libro, La democracia sentimental, presenta estudios empíricos que sostienen que la máxima satisfacción subjetiva del ciudadano se produce cuando sus postulados son radicales (está convencido de su veracidad) y un Gobierno moderado no los representa. En el fondo es aquello que decían nuestros padres: “contra Franco se vivía mejor”. Lo que me parece una impostura intelectual es nadar entre dos aguas y dulcificar o disfrazar el populismo de republicanismo. Da la impresión que la razón por la que algunos populistas europeos reivindican la herencia republicana no es para paliar o complementar alguna insuficiencia teórica del populismo en su versión laclauniana, sino como mero aliño estético, para lavar la mala conciencia intelectual y poder acogerse a referencias más que presentables que Perón, Chaves o Evo Morales, como Tocqueville, Madison, Kant, Arendt, etc.

Frente a esta operación sería necesario erigir una opción política claramente republicana que apueste por un Estado republicano y proponga un ideal de ciudadano. Porque del mismo modo que sabemos que el pacto social no existe pero es un ideal que necesitamos para actuar políticamente, los republicanos postulamos como ideal regulativo el ciudadano ideal: aquel que actúa políticamente de forma autónoma, racional y desinteresada, anteponiendo el bien común por encima de sus intereses particulares o corporativos. No somos ingenuos, sabemos que tal ciudadano no existe, pero lo necesitamos como ideal, es el ciudadano que debemos esforzarnos en ser aun a sabiendas de que no lo lograremos del todo. El sujeto autónomo es un como si: debemos a actuar como si fuéramos autónomos y racionales. Porque así lo seremos en mayor medida que si arrancamos de los presupuestos contrarios.

Ahora bien, el inconveniente del republicanismo es que, al contrario del populismo, no viene con un manual de cómo ganar unas elecciones. El republicanismo, me temo, es una opción de perdedores porque apela más a la razón discursiva que a los afectos, mientras que la estrategia populista de buscar un chivo expiatorio como solución a los males políticos ha sido sobradamente contrastada a lo largo de la historia. Pero... ¿quién dijo que la mayoría siempre tiene la razón?