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domingo, 25 de marzo de 2018

Pensar «lo político» a través del pensamiento de Slavoj Žižek y Simon Critchley.
Eduardo Abril Acero


Ponencia realizada en el Congreso de Filosofía del País Valenciano
16 marzo 2018.
 
Escribe Jorge Alemán: «Europa, que ha tenido siempre el privilegio de la «crisis», descubrió, hace mucho, que lo inacabado no debe ser entendido en términos exclusivamente negativos, y que, por el contrario, es gracias a la imposibilidad de un cierre, es decir, la imposibilidad de que un espacio se clausure desde sí mismo, que se ofrece la oportunidad de una transformación. […] Por ello, a partir de la Segunda Guerra, se intenta encontrar una disponibilidad para la aceptación del vacío, la identidad fracturada, lo abierto al exterior. […] No se puede, sin embargo, celebrar alegremente las ventajas de lo inacabado. Si lo inacabado no es sólo un déficit sino un hecho de estructura que eventualmente colabora con la transformación y la apertura a lo que viene de afuera, es también desde su mismo espacio que a veces brota la exigencia de su cierre, la irremediable tentación de construir frente a lo inacabado el Uno que provoque por fin la-sutura de la identidad fallida. Sea Carlos V, Napoleón o Hitler, de lo que se trata, una y otra vez, es de remediar lo inacabado, a través de una decisión excepcional, un acto de «soberanía» que garantizaría al fin la unidad. […] Inacabado como cierre o como apertura, parece que en la misma cuestión, subyace el actual retorno del problema religioso»[1].

El problema de lo inacabado, de pensar la identidad como un proyecto inacabado, es, como apunta aquí Alemán, el problema de la tensión entre una valoración positiva de la incompletud ontológica y el deseo fantasioso de su cierre. El elemento religioso que retorna porque nunca se ha ido, es la ficción de la sutura, la fantasía de que podemos vivir sin la fractura social o tal vez, también la fantasía de que podemos vivir sobre esta herida siembre abierta.

Esta herida se hace visible, seguramente no por primera vez, pero sí de modo evidente, a través del pensamiento de Rousseau quien se plantea de manera seria y sistemática la posibilidad de pensar y fundar un estado político no alienado. En el  Discurso sobre Origen de la desigualdad Rousseau se había preguntado por el estatus ontogenético de la sociedad, pero en El contrato social cambia de registro y se pregunta por su legitimidad. Si primero se había planteado el origen de la alienación, había hecho patente la herida, es ahora, en El Contrato, cuando se pregunta por la sutura.

Rousseau está pensando en un nuevo modo de asociación que no sea ya el desigual pacto entre el pueblo y el soberano, sino una asociación entre iguales que alumbre lo que la modernidad política va a llamar «el pueblo». Y ve desde el comienzo que esta nueva asociación necesita de un suplemento, pues entiende que un  pacto contingente entre iguales, carece de la fuerza performativa necesaria para mantenerse. Este suplemento no va a ser otro que el de la religión, en este caso una religión civil.

Al hacer esto  Rousseau está ya pensando el problema del concepto Schmittiano de “lo político” en su doble dimensión: «por una parte –en correspondencia con el significado griego de Polis, el Estado–, se refiere a la sociedad, a la comunidad, al ámbito público, o sea, a lo que luego, usando el concepto latino, se llamará lo social […] Pero por otra, y principalmente, el concepto de lo político se refiere al gobierno, a la estructura y organización del poder coactivo en el espacio social. Tiene, pues, una dimensión horizontal y otra vertical; un significado sociológico y otro cratológico»[2]. Rousseau ve, por un lado, la posibilidad de una nueva asociación, un nivel de lo social que pueda pensarse horizontalmente, como «el pueblo». Pero en segundo lugar es consciente que para que la nueva sociedad se materialice hay que añadir también la dimensión del poder, no ya como un soberano que, desde afuera establece la ley, sino como la expresión misma de lo social. Es precisamente la dimensión de lo religioso lo que sutura ambos planos.

Esta nueva asociación no consiste en un contrato que se establece entre individuos que ya existen como miembros de una comunidad, pues esa comunidad existente, que es lo que analiza en el Discurso sobre la desigualdad, es una comunidad alienada. El nuevo pacto hace surgir a la vez la categoría de sujeto y la categoría de pueblo. De este modo no hay un sujeto que se entrega al colectivo, ni un colectivo que lo acoge.  El «pueblo» y los sujetos que lo componen sólo surgen en el acto mismo de constitución de lo que Rousseau llama la «voluntad general», es por eso una ficción.

Pero el problema real para Rousseau, pensada esta ficción de pueblo, es el problema del poder. «¿Cómo es posible que una multitud se de a sí misma un sistema de legislación?»[3]. La cuestión de cómo lograr vincular esta fuerza social con una organización política, con unas leyes y un gobierno. La dificultad estriba en que la ley que se da a sí mismo el pueblo es una fantasía, pues el tipo de sociedad a la que apunta esta nueva legislación aún no existe. Por tanto debe creer en una realidad que sólo existe en el caso de que una nueva legislación se haga performativamente efectiva. El pueblo necesita creer en una sociedad en la que no vive, por eso necesita un extra que le permita creer en dicha fantasía. 

Rousseau ve que el modelo de la representación es insuficiente, pues la soberanía no puede representarse, «En el instante en que un pueblo se da representantes ya no es libre» [4]. Por eso apela a la figura un legislador externo al que confiere un estatus cuasi divino[5]. Se trata de una figura exterior al pueblo que tiene la función de materializar la ley cuando esta aún no es más que una fantasía. Pero el legislador externo no es el representante de la voluntad general, sino más bien el punto que oculta el hecho del carácter ficcional de dicha voluntad, permitiendo que ésta se realice.

El problema del legislador conlleva no obstante un riesgo: es posible que éste confunda la voluntad general con su propia su voluntad y se considere a sí mismo como la condensación del Pueblo. Esta es precisamente la interpretación schmittiana, quien piensa el legislador desde el concepto político de «estado de excepción».  Schmitt olvida que el legislador externo no es más que una fantasía de la Voluntad General, y que una no funciona sin la otra y la concibe como una entidad sustantiva. Piensa que es la decisión del soberano, a través de lo que llama «una decisión fundamental», lo que articula alrededor suyo el elemento de lo social. De ahí, la defensa que hace el jurista alemán de las dictaduras y su rechazo de todo pacto como soporte del Estado. Por eso lo social para él corresponde con la voluntad unitaria del pueblo que se organiza alrededor de determinadas directrices dictadas desde el poder. No hay un pueblo anterior a la decisión de un «soberano», sino al revés: es la decisión del soberano lo que constituye la realidad social.  

A estas dos formas de pensar lo político podemos oponer el modelo liberal pensado por Kelsen, pero que también encontraríamos en pensadores contemporáneos como Habermas o Rawls. Kelsen piensa lo social como algo ya establecido, y se centra en considerar el marco regulativo que debe organizar las relaciones entre individuos a los que reconoce una diversidad de intereses. La democracia debería respetar esa pluralidad y establecer solamente un marco justo de relación entre las diferentes partes, es decir, centrarse prioritariamente en los procedimientos. Aparentemente no hay una concepción teológica por lo que autores como Habermas han considerado que el concepto de lo político es prescindible para pensar la sociedad y el estado. Sin embargo Žižek considera que también hay una idea teológica subyacente en el punto de vista liberal: la concepción teológica de un universo politeísta, poblado por distintas fuerzas y poderes contrapuestos en el que se prioriza el estado de equilibrio como un espacio sagrado.  El respeto por la pluralidad y la libertad de los individuos, que corresponde con la ética liberal, sería un elemento supeditado a la conservación de ciertos equilibrios que justifican la desigualdad. Opera también aquí, por tanto, una cierta teología política.

Ya consideremos a Rousseau, a Schmitt o a Kelsen, vemos que el problema central ya destacado en el texto de Alemán y que se condensa en el concepto de lo político, implica la cuestión de la ficción: se trata de pensar la modernidad como un proyecto inacabado en el que el sujeto, lo social y el poder se dan a través de relaciones precarias en las que unos términos se sostienen sobre los otros y se suturan mediante elementos ficcionales. En todos casos hay que establecer un ámbito teológico que es, precisamente, lo que retorna una y otra vez. Por eso considero que sigue siendo relevante plantear la cuestión política en términos de teología política, pues nos permite pensar a fondo las dos cuestiones centrales ya establecidas en la reflexión roussoniana: la cuestión del sujeto moderno y la cuestión de la posibilidad de un ámbito en el que éste sea posible.

Este problema lo plantea muy originalmente Critchley en una de sus últimas obras donde se pregunta precisamente por este tema, cómo armar una fe de los que no tienen fe con el fin de abrir un nuevo espacio para lo político, pues sin este elemento, no es posible construir algo así como «lo colectivo» o incluso, «el pueblo».

Su propuesta consiste en armar esta ficción alrededor de lo que llama «demanda infinita».  Se trata de construir lo social alrededor de la ética: partiendo de ciertos procesos de subjetivación que Critchley identifica en la constitución de las comunidades cristianas paulinas. Este concepto articularía el modo en cómo los primeros cristianos produjeron su subjetividad y a la vez el nivel de lo social[6] en el siglo I. Critchley escribe:  «el yo se forma a sí mismo en su relación con la experiencia de una demanda incontenible infinita que lo divide en dos; el tipo de demanda que Cristo anunció en el sermón de la montaña cuando dijo: «amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced el bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen (Mateo 5:44)»[7]. Cuando Cristo nos insta a comportarnos de acuerdo con unos principios éticos irrealizables, sabe de antemano que no cumpliremos con tal exigencia, luego el efecto ético buscado no es cumplir con la ley sino mostrar nuestra limitación. Es precisamente la experiencia de la debilidad lo que abre el espacio para la ética, pues solamente el sujeto que experimenta su incompletud es susceptible de una exigencia auto–ética.

Pero esta experiencia de imperfección Critchley le da una dimensión política. Piensa que la experiencia de la debilidad junto a otros es precisamente la experiencia de la comunidad y el comienzo de la colaboración en la construcción de algo así como un tejido social. Critchley no hace sino reformular la categoría de «pueblo» roussoniano tratando de articular el fundamento de esta «nueva asociación» mediante la precariedad o debilidad compartida. La fantasía o ficción que configura la categoría de pueblo es una ficción paulina, la comunidad de los deshechos de la tierra. Es aquí donde se debe articular la «fe de los que no tienen fe» , la creencia en la comunidad compartida de aquellos que no tienen más fuerza que la dimensión social que surge en la misma entrega a los demás.  Critchley está pensando lo social, por tanto, como una comunidad teológica de resistencia.

El problema también es cómo pensar desde aquí el Poder. Su posición respecto del estado consiste en defender que hay que dirigirle la misma exigencia ética que el sujeto se dirige a sí mismo. De este modo, a través de esta demanda imposible se establece la relación entre lo social y el poder, pero en lugar de afianzando el vínculo, debilitándolo. Mientras que para Rousseau la ficción colectiva tenía la misión de embarcar al individuo en las estructuras del nuevo estado, en Critchley la demanda ética conduce a su desvinculación, pues tiene la misión de mostrar la inoperancia ética del poder.

En consecuencia, la demanda infinita no fundamenta una comunidad comprometida con la construcción de un estado, sino una comunidad aislada de este, a la búsqueda de su propio espacio independiente. Así,  Critchley «defiende  un  neo-anarquismo  consistente en reivindicar una política “a distancia del Estado”[8] que toma como ejemplo [en palabras de Critchley] «a esos grupos anti-autoritarios  plurales, diversos y situados que intentan articular la posibilidad de  lo  que  llamo la  ‘verdadera  democracia»[9].

Por su parte Žižek coincide con Critchley en la consideración de que la política se organiza a partir de una ficción religiosa[10], y desde esta posición piensa las dos dimensiones de lo político:

Para pensar el Poder Žižek parte de la concepción que Lefort tiene de la democracia, basada a su vez en teoría del soberano en Hegel. Para Lefort el lugar del poder es un lugar vacío; el gobernante no es representación ni articulación del pueblo, sino el elemento que oculta la imposibilidad de tal representación. Es por eso que su poder se sostiene sobre una fantasía, una ficción por la cual el «pueblo»  cree en la performatividad del poder. En democracia, piensa Lefort, el modo de sostener esta ficción consiste en la sustitución constante de los gobernantes a través del proceso electivo, pues se trata de ocultar que ningún gobernante y ninguna ley es realmente sustantiva. Esta idea le lleva a Žižek a pensar que en democracia el único momento donde realmente aparece el elemento real del «pueblo» es a través de la impredecibilidad del resultado de las elecciones.

Žižek extiende la idea y defiende que el pueblo mismo es también un lugar vacío sostenido sobre una ficción colectiva. Coincide con Agamben en la consideración de que el pueblo es una pura entidad negativa[11], el colectivo de aquellos que están siempre dislocados respecto del orden social. Por eso, en palabras de Agamben «El pueblo no es ni el todo ni la parte, ni mayoría ni minoría. El pueblo es más bien lo que no puede jamás coincidir consigo mismo, ni como todo ni como parte, es decir, lo que queda infinitamente o resiste toda división, y que —a pesar de aquellos que gobiernan— no se deja jamás reducir a una mayoría o minoría»[12].

Aquí es donde las propuestas de Žižek y Critchley se oponen: mientras que Critchley piensa en comunidades sustantivas que se pueden organizar en torno a intereses comunes y al margen del Estado, Žižek defiende la entidad puramente negativa de lo social imposible de ser articulado sustantivamente, la idea de que ninguna polis terrena se puede identificar con la ciudad de Dios, pues los miembros del pueblo son los ciudadanos de un no–lugar.

Desde la posición de Žižek, Critchley lee mal el sentido del cristianismo. La idea de demanda infinita coincide con lo que Žižek llama «el núcleo perverso del cristianismo». Desde esta interpretación dios es pensado como una entidad que impone una ley incumplible porque secretamente desea el fracaso de dicha ley: dios puso en el paraíso un árbol y les pidió a los hombres que no comieran porque sabía que iban a comer, quería la caída para después poder salvarles de su propia perdición mediante el sacrificio de su hijo y así ser reconocido como salvador. De este modo, la demanda irrealizable, no sustenta la comunidad en base a una ética de la debilidad compartida, sino que fundamenta el poder a través la dialéctica pulsional de la ley y su transgresión[13]. La exigencia infinita de igualdad o de justicia dirigidas contra el estado tendría la función perversa de confirmar la propia posición, apuntalar la propia identidad opuesta al estado que permite habitar cierto espacio a distancia pero a condición de mantener el poder tal cual es. En este sentido el neo-anarquismo de Critchley no sería verdaderamente transformador, puesto que esas comunidades éticas alternativas, necesitarían de un estado injusto al que demandar justicia para poder articularse.

Frente a este tipo de propuestas Žižek comprende de otro modo la enseñanza de Pablo. Según él, lo que viene a romper Pablo es precisamente este círculo vicioso de la ley y el pecado, según el cual la ley engendra el deseo de su transgresión[14]. Dentro de esta dinámica el sujeto no es libre sino que actúa mecánicamente impulsado por la dialéctica de prohibición–pecado. Partiendo de esta idea es cómo Žižek comprende los fenómenos de resistencia frentista al Estado-Ley,  como una extensión de la propia ley. En esto consiste su concepto de des-identificación simbólica en el que es el rechazo de la ley lo que sostiene su cumplimiento. El nivel ideológico en una sociedad no correspondería con el conjunto de normas que los sujetos realizan mecánicamente creyéndose libres, sino más bien con las prácticas que les permiten distanciarse respecto de estas normas, permitiendo conservar  la apariencia de libertad, aún cuando cumplan con ellas.

Lo que en este contexto el cristianismo paulino propone no es una oposición a la ley, sino la destitución de su fuerza simbólica, algo que correspondería con lo que Lacan llamaba el «atravesamiento del fantasma».  Pablo escribe «el tiempo ha sido acortado; de modo que de ahora en adelante los que tienen mujer sean como si no la tuvieran; y los que lloran, como si no lloraran; y los que se regocijan, como si no se regocijaran; y los que compran, como si no tuvieran nada; y los que aprovechan el mundo, como si no lo aprovecharan plenamente; porque la apariencia de este mundo es pasajera»[15]. Pablo aquí no está pensando en una oposición a la ley pues no ensalza una identidad sobre otra, sino que las destituye todas. Tal destitución no consiste en su rechazo, sino en un cumplimiento sin ligarse ilbidinalmente a ellas, «cumplo las obligaciones simbólicas pero no estoy atado a ellas» [16]. Se trata de una nueva universalidad que no se sostiene sobre ninguna identidad fuerte, ni tampoco gira alrededor de algún elemento en común que la sustente. Es una universalidad basada en una identidad negativa consistente en  no encajar con ningún grupo, ninguna etnia, lengua, raza, género, comunidad política o nación, sino más bien, aceptar que el fundamento o la fantasía sobre lo que se sostiene esta nueva realidad social, es la fractura, la herida, el hecho de que toda identidad es fallida. Para Žižek, la misma defensa cultural de una identidad, aunque ésta se vea como una minoría o mayoría oprimida, colabora con aquello que combate.

Agamben nos dice en «El tiempo que resta», a propósito de este pasaje que el «como si no» paulino (hos me) hay que entenderlo como una «revocación de toda vocación»[17]. Es decir, no se trataría de rechazar o anular la identidad, la vocación en la que uno está, su estar–siento óntico, sino que más bien se trataría de disponer esta misma disposición para el final, situándonos en el tiempo mesiánico del final. Desde esta posición, la ley pierde por completo su fuerza performativa y nos concentraríamos en lo verdaderamente esencial, puesto que en esas condiciones, ser judío o gentil (o cualquier otra disposición) , sin desaparecer, pierde por completo su fuerza performativa[18].

La diferencia de fondo entre posiciones como la de Critchley y la de Žižek hay que buscarla en la cuestión del sujeto. Critchley parece proponer un sujeto fracturado que se construye a través de la experiencia de la debilidad compartida, pero en el fondo está pensando en un sujeto sustantivo al modo del buen salvaje roussoniano. Acepta la idea teológica de la caída pero a diferencia de Žižek piensa que esta situación puede ser corregida a través de esas comunidades alternativas verdaderamente éticas. En cambio Žižek no cree que la caída pueda ser superada. A través de su interpretación lacaniana del sujeto considera que la caída es inherente a la ley, no porque haya un defecto previo sustancial en el hombre, sino porque el sujeto mismo es el acto de caer al ser sometido a una ley, pues el sujeto es el efecto de no coincidir nunca consigo mismo, lo que Lacan llamaba el «sujeto barrado». La falta es ontológicamente constitutiva de subjetividad, lo que la posibilita. Por tanto eliminar o corregir la falta equivale también a eliminar la posibilidad de lo subjetivo. Aquí está la herida abierta de la modernidad que para Žižek es una herida sin posibilidad de cierre.

Pero entonces, ¿qué nos propone Žižek? Su respuesta quiero articularla a través de dos líneas convergentes de su pensamiento: recuperar a Hegel y recuperar a Lenin.

¿Qué quiere decir cuando nos pide que volvamos a ser hegelianos? Básicamente lo que pretende es recuperar una visión sistémica de lo real, es decir, la aceptación de que estamos implicados en una escena de la cual no podemos salirnos para encontrar la solución del problema. Se trata básicamente de la superación de cierto moralismo ético frentista en el que Žižek ve a buena parte de la izquierda actual. Es un error reconocernos a nosotros mismos identitariamente opuestos a la ley, al estado o al Capitalismo. Las propuestas de superación del Capitalismo o del Estado que lo sostiene, son  fantasías del propio capitalismo. Como ha señalado Castro Gómez «El joven activista político se entrega en un trabajo frenético por manifestar su descontento con las desigualdades globales que genera el capitalismo pero en realidad su trabajo es ideológico: persigue el objetivo inconsciente de gozar con la reproducción permanente de aquellas desigualdades que combate, ya que funcionan como un objeto–a»[19]. Por eso es importante para Žižek incluirnos en la escena, sabernos parte de la reproducción de eso que pensamos como maléfico o de lo contrario, nuestra resistencia será rendición.

La Filosofía del derecho de Hegel, que suele presentarse como una apología del estado liberal prusiano, también puede darnos una pista acerca de cómo podemos pensar el Estado–ley de nuevo, pues allí señala que es precisamente en el momento en que el Estado se ve completo cuando sus estructuras empiezan a temblar avisando de que la sociedad está ya circulando en dirección a otra cosa. Por eso, siendo hegelianos, de lo que se trataría es de tomarnos en serio las estructuras del Estado llevándolo a su cumplimiento. Pero no porque seamos liberales, sino precisamente porque no lo somos. De eso trata la destitución performativa de la ley, el lacaniano atravesamiento del fantasma: un liberal estaría dispuesto a hacer reformas solo hasta el punto de no poner en peligro las estructuras que sostienen su propia fantasía identificativa: ese equilibrio de fuerzas basado siempre en una desigualdad. Pero lo que Žižek pretende es precisamente ocupar esa posición sin la trampa de su performatividad simbólica, ser capaz de hacer políticas dirigidas al Estado pero desde la falta de creencia en él. No mediante demandas infinitas, sino con propuestas concretas y bien pensadas, que hagan temblar las mismas estructuras del estado al hacerlo efectivo.

Es en esto mismo en lo que consiste ser leninista para Žižek:  en abandonar la hegeliana posición de «alma bella» y reconocer que en la lucha política uno debe mancharse las manos y estar dispuesto a realizar acciones para las que no hay soporte ético[20]. Esto es lo que comprendió con claridad Lenin: las acciones políticas debían estar fundamentadas por un concienzudo análisis teórico que entendiese el carácter sistémico de lo real. Pero tras este análisis, hay que tomar decisiones políticas para las que no se está amparado en ningún marco ético o legal. No se trata de un mero decisionismo, ser fiel a los principios del revolucionario sin más. Sino de la idea de que esta fidelidad acarrea también una responsabilidad, la de las propias acciones con sus consecuencias. Los resultados históricos no son acontecimientos milagrosos que hay que esperar como si ya sólo un Dios pudiera salvarnos. Es obligado tomar una posición, aún cuando el resultado de la misma sólo pueda entenderse a través de una  reconstrucción retrospectiva, o como Hegel señala, cuando la lechuza de Minerva levanta el vuelo y ya es demasiado tarde.

Para terminar, solo subrayar que si bien la apuesta de Žižek no es fácil y conlleva muchas dificultades, no hace más que pensar el mundo que nos  rodea desde la máxima hegeliana de tomar las cosas no sólo como sustancia sino también como sujeto. O lo que es lo mismo: entender que no podemos salirnos de la escena y optar por soluciones fáciles, sino que estamos obligados a adoptar una posición desde el interior de las cosas, reconociendo «la rosa en la cruz del presente»[21], sin retirarnos hacia lo no contaminado en un frentismo inoperante.


[1] Jorge Alemán, Lacan en la razón posmoderna (Málaga: Miguel Gómez ediciones, 2000) p. 155.
[2] Wolf-Daniel Hartwich, Aleida y Jan Assmann, Epílogo a La teología política de Pablo, por Jacob Taubes, (Madrid: Trotta, 2007), 151.
[3] Rousseau, El contrato social.
[4] Rousseau, El contrato social.
[5] Simon Critchley, La fe de los que no tienen fe, trad. Bianca Thoilliez (Madrid: trotta, 2017), 67.
[6] En este punto Critchley se aleja de Rousseau para quien el cristianismo no ha tenido nunca valor en la construcción social, sino que al contrario, siempre ha sido un elemento disolvente de lo comunitario. Para Rousseau la ética cristiana se dirige a desautorizar la política terrena y comprometer al individuo con la esperanza en el más allá, lo que desactiva cualquier compromiso con una comunidad política terrena.
[7] Simon Critchley, La fe de los que no tienen fe, trad. Bianca Thoilliez (Madrid: trotta, 2017), 16.
[8] Demanda Infinita 153.
[9] Demanda infinita, 123.
[10] No sólo como una ficción. Žižek le añade la cuestión del Goce. La ficción no es suficiente, debe haber un objeto de disfrute para que la ficción sea performativa. Esto lo toma directamente de Lacan. Ver nota 6 en «lucha culturalista»
[11] Žižek habla en «Tarriying with the negative» de la categoría de pueblo (ligado a una identidad) como una pura fantasía–ficción que oculta que no hay eso. Escribe: «La Cosa nacional existe mientras los miembros de la comunidad crean en ella; es literalmente un efecto de esta creencia en sí mismo. La estructura aquí es la misma que la del Espíritu Santo en el cristianismo. El Espíritu Santo es la comunidad de creyentes en la que Cristo vive después de su muerte: creer en Él equivale a creer en la creencia misma, es decir, creer que no estoy solo, que soy miembro de la comunidad de creyentes» [201]. Está aquí utilizando el concepto roussoniano de la voluntad general.
[12] Agamben, El tiempo que resta, Trad. Antonio Piñero (Madrid: Trotta, 2006), p.62.
[13] [ver nota completa «¿Cómo se puede abolir la ley»] Freud vio que la culpa es constitutiva del hombre, que no se puede escapar de ella. Por eso Taubes califica a Freud como un «descendiente directo de Pablo». Fundamenta su posición en el libro de Moisés y la religión monoteísta. Freud pregunta ¿cómo se puede abolir la ley? ( Pablo se pregunta por la ley mosaica y  Freud por la ley civil burguesa que causan al hombre todas sus neurosis). La respuesta que encuentra no puede ser «matar al padre» puesto que lo que el asesinato del padre hace que este regrese con más fuerza (lo que Freud llama claramente «la vuelta del contenido reprimido». Taubes a través de varios fragmentos de la obra freudiana muestra cómo hay un cambio del judaísmo al cristianismo, que puede enunciarse como el paso de una religión del padre, marcada por la culpa, a una religión del hijo donde la clave es ya la redención (el perdón del pecado). La idea es la siguiente:  judaísmo está enredado en la dialéctica infernal de la ley y su transgresión (la ley impone el deseo de su transgresión, pero la transgresión genera la culpa que me ata más aún a la ley), pero esto es precisamente lo que viene a cambiar el cristianismo. En el cristianismo no hay un asesinato del padre, sino su suicidio a través del hijo.
[14] Romanos 7: 7–18:  ¿Qué diremos entonces? ¿Es pecado la ley? ¡De ningún modo! Al contrario, yo no hubiera llegado a conocer el pecado si no hubiera sido por medio de la ley; porque yo no hubiera sabido lo que es la codicia, si la ley no hubiera dicho: NO CODICIARAS. [8] Pero el pecado, aprovechándose del mandamiento, produjo en mí toda clase de codicia; porque aparte de la ley el pecado está muerto. [9] Y en un tiempo yo vivía sin la ley, pero al venir el mandamiento, el pecado revivió, y yo morí; [10] y este mandamiento, que era para vida, a mí me resultó para muerte; 11porque el pecado, aprovechándose del mandamiento, me engañó, y por medio de él me mató. 12Así que la ley es santa, y el mandamiento es santo, justo y bueno. 13¿Entonces lo que es bueno vino a ser causa de muerte para mí? ¡De ningún modo! Al contrario, fue el pecado, a fin de mostrarse que es pecado al producir mi muerte por medio de lo que es bueno, para que por medio del mandamiento el pecado llegue a ser en extremo pecaminoso. 14Porque sabemos que la ley es espiritual, pero yo soy carnal, vendido a la esclavitud del pecado. 15Porque lo que hago, no lo entiendo; porque no practico lo que quiero hacer, sino que lo que aborrezco, eso hago. 16Y si lo que no quiero hacer, eso hago, estoy de acuerdo con la ley, reconociendo que es buena. 17Así que ya no soy yo el que lo hace, sino el pecado que habita en mí.… 15Porque lo que hago, no lo entiendo; porque no practico lo que quiero hacer, sino que lo que aborrezco, eso hago. 16Y si lo que no quiero hacer, eso hago, estoy de acuerdo con la ley, reconociendo que es buena. 17Así que ya no soy yo el que lo hace, sino el pecado que habita en mí. 18Porque yo sé que en mí, es decir, en mi carne, no habita nada bueno; porque el querer está presente en mí, pero el hacer el bien, no.
[15] 1CORINTIOS 7, 29–31 (con cortes)
[16]Slavoj Žižek, El Títere Y El Enano: El Núcleo Perverso Del Cristianismo, trans. Alicia Bixio, Vol. 46 (Buenos Aires: Paidós, 2005).
[17] Agamben, El tiempo que resta, Trad. Antonio Piñero (Madrid: Trotta, 2006), 33.
[18] A esta interpretación Agamben añade la interpretación del pasaje 1Cor 7, 21 [¿Eres llamado siendo siervo? No te dé cuidado; pero si puedes hacerte libre, procúralo más.(Reina Valera)] donde Pablo utiliza la palabra Chresis que se puede traducir por «hacer uso». En este pasaje Pablo parece estar diciendo que uno debe «hacer uso» de la vocación en la que ha sido llamado, pero sin identificarse con ella: si eres llamado como esclavo, haz uso de esta vocación. Aquí residiría la problemática relación que el cristianismo paulino establece con la ley: no se trata de rechazarla, sino de disponerla para su final.
[19] S. Castro Gómez, Revoluciones sin sujeto. (México: Akal, 2015), 104–105.
[20] Weber distingue dos modos de conectar la ética con la política: la convicción y la responsabilidad: « hay una profunda oposición entre actuar siguiendo la máxima de la ética de la convicción (hablando en términos religiosos, «el cristiano hace lo que está bien y deja el resultado en manos de Dios») y actuar bajo la máxima de la ética de la responsabilidad, que significa que uno debe responder de las (previsibles) consecuencias de sus acciones»[20]. «Para Weber, el principal ejemplo de ética de la convicción es la izquierda revolucionaria: válida cuando se experimenta auténticamente —lo que para Weber no sucede en «nueve de cada diez casos», donde «me encuentro con charlatanes, gente que está intoxicada por sensaciones románticas pero que no sienten verdaderamente las responsabilidades que están asumiendo»—, la ética de la convicción implica una renuncia a este mundo y al triunfo en la práctica.»[20] «La ética de la responsabilidad implica por ello la aceptación de las realidades objetivas del mundo moderno, realidades que convierten tanto la democracia como el socialismo en meras utopías. El practicante de esta ética renuncia a la revolución y estoicamente acepta el necesario carácter de compromiso de toda acción política»[20]. « para Žižek esto define la instancia ética del revolucionario auténtico en oposición al alma bella del izquierdista liberal, que al rehuir las sucias consecuencias prácticas de realizar su convicción ética deja el mundo tal como está». A. Callinicos, “Leninismo en el s.XIX? Lenin, Weber y la política de la responsabilidad” en Lenin Reactivado, Eds. S. Žižek, S. Budgen, S. Kouvelakis (Madrid: Akal, 2010),   26.
[21] «el verdadero heroísmo no reside en aferrarse al primer entusiasmo revolucionario, sino el reconocer «la rosa en la cruz del presente, como solía decir Hegel parafraseando a Lutero, esto es, en abandonar la postura de alma bella, aceptando plenamente el presente como el único dominio posible de la libertad real. Así pues, fue este «compromiso» con la realidad social lo que permitió a Hegel dar un paso adelante decisivo, que se tradujo en la superación de la idea protofascista de «comunidad orgánica en el manuscrito de System der Sittlichkeitt [Sistema de la eticidad] en favor del análisis dialéctico de los antagonismos de la sociedad civil burguesa» [S. Žižek, Repetir Lenin (Madrid: Akal, 2004), 152. ]