jueves, 8 de mayo de 2025

La civilización de la memoria de pez
Eduardo Abril


 Leo, en La civilización de la memoria de pez:

«Atlanta, 13 de octubre de 2018. La policía tardó un poco en tomarse en serio las llamadas que llevaba recibiendo desde hacía una hora más o menos. En la voz del vendedor se advertía una gran angustia: hacía muchos minutos que no salía nadie del Ikea donde trabajaba. Un sábado por la tarde, a poco más de un mes de Acción de Gracias, era preocupante. Debía de estar pasando algo, toma de rehenes, accidente, fenómeno inexplicable. Aparentemente, todo era normal, los cajeros consultaban sus móviles para pasar el tiempo, a la espera de los clientes que no llegaban. La explicación era sencilla: alguien se había entretenido en cubrir el suelo de la tienda de flechas que creaban un laberinto indescifrable. Los clientes, disciplinados y ocupados con sus compras, daban vueltas incapaces de encontrar la salida. Pasaban de los dormitorios a los salones, de los salones a las cocinas y a las oficinas y luego aparecían de nuevo en los dormitorios. Era una tienda gigantesca, así que necesitaban tiempo para darse cuenta de que ya habían pasado por allí. Estaban perdidos».

Por supuesto, lo que relata aquí Patino es una fantasía, nunca ocurrió esa escena. Sin embargo, Patino lo utiliza para hacer la habitual crítica de lo virtual: «Este itinerario formado por flechas es la materialización de los algoritmos que nos guían permanentemente en nuestra trayectoria y nuestras decisiones: seguirlas ciegamente creyendo en sus promesas de optimización nos convierte en sonámbulos».

Tal vez, si nos tomamos en serio esta fantasía, deberíamos poner en duda este «deambular sonámbulo». ¿Realmente toda esa gente que deambulaba por Ikea, siguiendo flechas, estaba «perdida»?, ¿no sería que, en realidad, no querían salir? Al fin y al cabo, la fantasía de quedarse encerrado en un gran almacén, es un sueño que todos hemos tenido de niños. Por eso, puede que el problema no sea que seguimos flechas o que los algoritmos guían nuestras elecciones, como habitualmente se dice, sino cuáles son las flechas e instrucciones que seguimos. ¿Y si los clientes del Ikea simplemente preferían seguir los caminos trazados de la tienda, que salir al mundo «real» y recorrer otros itinerarios? Tal vez los algoritmos no sean tan malos al fin y al cabo, y lo realmente terrible sea despegar la cabeza de las pantallas y tener que vivir en ese mundo «real». Igual deberíamos darle una oportunidad a la idea de que ese mundo de algoritmos, más que el problema, sea la solución. Aunque entonces las cuestiones que deberíamos plantear sean otras: ¿solución a qué? ¿no es una solución igual de problemática que lo que se quiere solucionar? Puede que, esta letanía contra el mundo virtual, que se ha convertido en un lugar común de los filósofos, no sea más que un fetiche. Nos permite seguir creyendo en un mundo verdadero y auténtico, el del «valor de uso» que dirían los marxistas, un mundo falseado por unos odiosos gurús de la tecnología mediante un sucedáneo de bits.

El otro día, después del gran apagón,  algunos destacaron que «ocurrió» uno de esos momentos de lucidez en el que, miles de personas, liberados de móviles y redes sociales, se echaron a las calles a disfrutar de sus vecinos y vecinas, hablar con ellos, hacer juegos, bailar, compartir, vivir en el mundo «real». O si no real, por lo menos, un mundo compartido, el de la bella comunidad de los iguales, una recuperada eticidad griega que Hegel sabía perdida para siempre. Enseguida se identificaba el culpable, el monstruo híbrido que impide, o por lo menos entorpece las relaciones «auténticas», la emergencia de esta potencia de la multitud: eran los «malditos móviles», esos instrumentos del capitalismo  que roban nuestra atención y nos impiden vernos y ver a los demás, que nos aíslan, frustrando eso que sabemos hacer bien los humanos: «construir comunidad». Pero lo que no se dijo tanto es que, además de no poder mandar mensajes y mirar nuestras redes, lo que tampoco se podía hacer es trabajar (salvo las tiendas de electrónica viejunas y los comercios chinos, que se hincharon a vender radios analógicas). Pero yo recuerdo que hace años, sin móviles, las cosas no eran tan diferentes. No dedicábamos los días a establecer redes sociales de carne y hueso, no bailábamos con desconocidos por las calles, ni teníamos una relación mejor con nuestros vecinos. Los míos, de hecho, debían estar bastante hartos de mí y de los horribles sonidos que era capaz de sacarle a mi Gibson SG de marca blanca.

Por eso, y es sólo un pensamiento a vuelapluma, se me ocurre que si una tormenta solar nos liberase de nuestros mundos virtuales, pero no del trabajo, ese mundo auténtico que defienden algunos, esa potencia colectiva que ansiamos con nostalgia, se volvería más infernal de lo que ya es. Los algoritmos nos marcan el camino, por supuesto, ¿Quién lo duda? Pero el mundo «real» está plagado de de flechas que, en realidad, no son mucho mejores.

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