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martes, 13 de enero de 2015

Cuando el mundo es de los otros...
Eduardo Abril

Me parece interesante plantear en estos días una reflexión que el azar ha querido que caiga en mis manos también “estos días”. Se trata del libro “Identidades asesinas” del escritor libanés Amin Maalouf. En esta obra se plantea una pregunta muy interesante: ¿por qué se dan en el mundo musulmán unas actitudes tan terribles de intolerancia y rechazo del otro? El otro como occidental, como mujer, como musulmán de otras confesiones. En resumen ¿qué hay en el Islam que conduce al islamismo -si es que hay algo-, al menos hoy en día?

Maalouf se aleja por completo de la consideración de que tales actitudes sean consustanciales al Islam, sin por ello ser tan ingenuo de pensar que los talibanes de Afganistán nada tienen que ver con la religión de Mahoma, del mismo modo que es imposible de negar que Pol Pot nada tenga que ver con Marx. Pero hallar el vínculo entre unos y otros no equivale, evidentemente, a afirmar que está en la esencia del Islam el terrorismo, o en la esencia del marxismo el genocidio. Es tan absurdo negar la relación entre ambos acontecimientos como afirmar su implicación lógica. Por las mismas, también sería un error pensar, nos dice Maalouf, que está en la esencia del cristianismo el gusto por la tolerancia y la libertad de expresión de que parecen gozar, hoy en día, los países occidentales que, en otra época, fueron de confesión cristiana. Basta con consultar algunos libros de historia para darse cuenta que a lo largo de la larga vida del cristianismo, se ha torturado, se ha perseguido y se ha matado tanto en esta religión, que difícilmente podría establecerse una comparación beneficiosa con el Islam. Con esto el escritor libanés no pretende criminalizar el cristianismo para descriminalizar el Islam, y tampoco pretende justificar las terribles actitudes de muchos millones de musulmanes comparándolas con las fechorías de pasados cristianos, esto está ya muy visto.

Pero los hechos son los hechos, y hay que constatar que, mientras que la religión cristiana era, hasta hace nada una religión intolerante y, pese a eso, los países cristianos han desarrollado cierto gusto por la tolerancia, la religión musulmana era, desde su comienzo, una religión que aceptaba la convivencia con otras creencias y que, sin embargo, y eso hay que subrayarlo, hoy en día es la religión por la que mucha gente está dispuesta a matar, a torturar y a morir. No sería justo pensar que, mientras que el cristianismo llevaba en su seno la esencia de la democracia, también en los momentos en que se mostraba como su contrario, el Islam lleve en el suyo, desde el comienzo, la del integrismo, incluso en aquellos momentos en los que aceptaba la presencia, en las tierras que conquistaba, de los fieles de las otras religiones monoteístas. “Si mis antepasados –escribe Maalouf- hubieran sido musulmanes en un país conquistado por las armas cristianas, en vez de cristianos en un país conquistado por las armas musulmanas, creo que no habrían podido vivir catorce siglos seguidos en sus pueblos y ciudades, conservando su fe.

Pero el escritor no pone paños calientes, y afirma sin tapujos que “ese mundo musulmán que ha estado durante siglos en la vanguardia de la tolerancia se halla hoy rezagado”. Y la explicación de esta situación no pasa por buscar la justificación en la lógica interna de la propia religión, tanto en un lado del Mediterráneo, como en el otro. “Con demasiada frecuencia -nos dice- se exagera la influencia de las religiones sobre los pueblos, mientras que por el contrario se subestima la influencia de los pueblos sobre las religiones”. Es un error creer que la historia de los pueblos no es más que el despliegue de sus ideas, como pensaba Hegel, sin tener en cuenta que esas ideas, una vez puestas en marcha, tienen tanta influencia en la historia de los pueblos, como las propias vicisitudes de éstos, junto a sus trasiegos, tienen en las ideas. Por eso mismo es difícil pensar qué habría sido del cristianismo si no hubiera germinado en la Europa del derecho romano, de la filosofía griega y de Galileo, del mismo modo que podríamos imaginar también un Islam que no sea la religión de una cultura vencida. 

La religión cristiana no configuró, sin más, el carácter de los europeos, como algunos piensan, sino que más bien los occidentales conformaron, en cada momento, la religión y la iglesia que necesitaron, del mismo modo que también los musulmanes han ido adaptando su Islam al momento histórico que les ha tocado vivir.  Y aquí llega una de las ideas fuertes de Maalouf: en los tiempos en los que los árabes triunfaban, cuando tenían la sensación de que el mundo les pertenecía, interpretaban su fe con un espíritu de tolerancia y de apertura. Pero después, cuando empezaron a verse en un mundo que dejaba de pertenecerles, y en el que a penas tenían cabida, su religión adoptó, en muchos casos, una actitud defensiva al modo del gato que saca las uñas.  “Las sociedades seguras de sí mismas se reflejan en una religión confiada, serena, abierta; las sociedades inseguras se reflejan en una religión pusilánime, beata, altanera [...].  

Y es que hay un hecho incontestable desde ya hace algunos siglos: el surgimiento de Occidente como una cultura que ocupa el lugar de todas las demás y con vocación global. A lo largo de los últimos siglos, la cultura occidental se ha convertido, tanto en el plano material como en el intelectual, en la civilización de referencia para el mundo entero, de modo que todas las demás se han visto frente a la tesitura de occidentalizarse o verse marginadas, reduciéndose a la condición de culturas periféricas, amenazadas de desaparición.  Occidente hoy en día, y desde hace ya un par de siglos, ya no es una opción, es la única alternativa. Y es que, cuando la civilización de la Europa cristiana comenzó a tomar ventaja, las demás, inevitablemente iniciaron su declive. Esta situación es absolutamente nueva dentro de la historia de la humanidad; ha habido grandes civilizaciones que se han extendido por amplias zonas del mundo, pero ninguna ha tenido ni la vocación ni la capacidad de erigirse como una cultura planetaria, como sí lo ha hecho la europea. “¿A partir de cuándo ese predominio de la civilización occidental se hizo prácticamente irreversible? ¿A partir del siglo XV? poco importa. Lo que es seguro, y capital, es que un día una civilización decidida tomó en sus manos las riendas del carro del planeta. Su ciencia se convirtió en la ciencia, su medicina en la medicina, su filosofía en la filosofía, y desde entonces ese movimiento de concentración y "estandarización" no se ha detenido.

Y la consecuencia de este hecho sin parangón, nos dice Maalouf es que, para los habitantes de cualquier zona del planeta, toda mejora de sus condiciones de vida, hoy en día, significa occidentalización. Y ocurre, inevitablemente, que este hecho no es vivido del mismo modo por  quienes han nacido en el seno de la civilización triunfante y los que pertenecen a las culturas derrotadas. Para los primeros, cualquier transformación supone una incidencia en sí mismos, mientras que los segundos no pueden dejar de percibir que toda mejora es, en cierto modo, una renuncia, el abandono de una parte de sí mismos.  “Cuando la modernidad lleva la marca del "Otro", no es de extrañar que algunas personas enarbolen los símbolos del arcaísmo para afirmar su diferencia [...].¿Cómo no van a tener la personalidad magullada? ¿Cómo no van a sentir que su identidad está amenazada? ¿Cómo no van a tener la sensación de que viven en un mundo que les pertenece a los otros, que obedece a unas normas dictadas por los otros, un mundo en el que ellos tienen algo de huérfanos, de extranjeros, de intrusos, de parias? ¿Cómo evitar que algunos tengan la impresión de que lo han perdido todo, de que ya no tienen nada que perder, y lleguen a desear, al modo de Sansón, que el edificio se derrumbe?”.

Pero la cosa no es tan simple, afirma Maalouf, porque si echamos un vistazo a la reciente historia de los países musulmanes, nos damos cuenta de que no siempre tuvo vigor este rechazo de Occidente. En muchas ocasiones ocurrió justo al revés. Maalouf nos cuenta la historia de uno  de los Gobernadores de Egipto, Mehmet Alí, quién ya a comienzos del siglo XIX tuvo la idea de modernizar el país, occidentalizándolo, para ponerlo a la altura de las grandes potencias europeas. Hizo grandes reformas y estuvo a punto de hacer salir a Egipto del club de los países que importaban una mierda, pero ocurrió que a las potencias europeas, Francia e Inglaterra, les venía mal un país fuerte y orgulloso justo a medio camino de la ruta hacia la India, y preferían un devaluado y moribundo Imperio Otomano. Esta fue la última vez, señala Maalouf, que el mundo musulmán tuvo la oportunidad que estar entre los países de cabeza y no en el pelotón de cola.

Y, sin embargo, ni aún así, el Islam se convirtió en una religión de odio y rechazo. Con la desintegración del Imperio Otomano, las distintas regiones que se fueron configurando como países en lo que antiguamente había sido el mundo islámico, ni siquiera se aglutinaron en torno a ideas religiosas. Fue, como estaba ya siendo en Europa, el nacionalismo lo que forjó estos nuevos países. El radicalismo religioso tenía un papel meramente anecdótico en estas nuevas sociedades, constituía “durante mucho tiempo, durante muchísimo tiempo, una actitud sumamente minoritaria, grupuscular, marginal, por no decir insignificante”. El ejemplo paradigmático es el de Nasser, el padre de la patria egipcia. Éste era un enemigo acérrimo de los integristas a los que se enfrentó en todo momento. Y Nasser no era, ni mucho menos, un líder minoritario en el mundo musulmán, sino todo lo contrario: contaba no sólo con una aceptación altísima en su propio país, cuyos ciudadanos tenían verdadera devoción por él, sino que inspiraba simpatías similares en el resto de países árabes. “Me acuerdo –escribe Maalouf-  que, en aquella época, el hombre de la calle consideraba a los militantes de los movimientos islamistas como enemigos de la nación árabe, y muchas veces como "agentes occidentales” (a modo de comentario: la conexión entre el islamismo y los países occidentales, se ha mentado muchas veces; tal vez fueran las potencias europeas y americana quienes, en su afán por debilitar una cultura naciente, creasen un monstruo que ahora padecen).

Y al final, fue necesario que los distintos experimentos occidentales, nacionalismo y socialismo, que se llevaron a cabo en el mundo árabe, fracasasen una y otra vez en sus intenciones de construir sociedades dinámicas y avanzadas que compitiesen en condiciones de igualdad con Occidente, para que una parte significativa de la población empezara a prestar oídos a los discursos del radicalismo religioso y encontrasen un poco de sutura para una identidad fracturada y vapuleada. Pero el radicalismo religioso no fue la opción elegida de manera espontánea y natural por los árabes o los musulmanes, sino, a lo sumo, el lugar donde esta cultura milenaria quiere ir a morir. Antes de que se sintieran tentados por esa vía, fue necesario que todas las demás se cerraran, y conviene pensar por qué todos los otros caminos quedaron impracticables. El mundo musulmán, cuando quiso aceptar a Occidente, descubrió con amargura que occidente no quería iguales, sino dominados. Y hay pocas viviendas que habitar en un mundo que siempre es de los otros.

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