Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

domingo, 26 de noviembre de 2023

Fascismo y democracia.
Slavoj Žižek


 «Si la democracia apuesta a integrar la lucha antagónica dentro del espacio institucional diferenciado, convirtiéndola en un combate regulado, el fascismo procede en sentido opuesto. En su manera de actuar, el fascismo lleva al extremo la lógica del antagonismo (planteando una “lucha a muerte” con sus enemigos y alegando siempre —si no implementándola— una cuota de amenaza extrainstitucional de violencia, de presión popular directa que se salta los complejos canales institucionales y legales), mientras que, respecto de su objetivo político, postula justamente lo contrario, un cuerpo social jerárquico sumamente ordenado (por lo que no nos sorprende que el fascismo suela recurrir a metáforas orgánicas y corporativas). [...] La democracia asume la lucha antagónica como su objetivo, mientras que en su manera de proceder es regulada y sistemática; el fascismo, por el contrario, pretende imponer por meta una armonía jerárquicamente estructurada a la que se llega tras un enfrentamiento sin riendas».

Slavoj Žižek, Contra la tentación populista


domingo, 29 de octubre de 2023

Žižek y la idea comunista.
Eduardo Abril

Comunicación en el congreso de la Sociedad Académica de Filosofía.

Granada 25-10-2023.

No digo nada nuevo si subrayo el hecho de que Žižek es comunista y aboga por una sociedad comunista. Pero decir esto no es decir mucho. Žižek no ha aclarado ni ha dado demasiadas pistas acerca de a qué se refiere cuando se autodenomina «comunista» y sus críticos han resaltado su falta de concreción en este asunto.[1] Considero que determinar a qué se refiere Žižek por «comunismo» es algo que no puede hacerse sin tener en cuenta una perspectiva global de su obra, pero lo que es seguro, es que no se refiere a lo que, generalmente, entendemos por esta designación: un modo de organización social y económico que contiene una serie de características más o menos fijas, como la eliminación de la propiedad privada, el anti-individualismo, la defensa de un partido único, la propuesta de una sociedad sin clases, el control estatal de los medios de producción, etc.

Mi hipótesis es que la idea de comunismo en Žižek no designa un sistema político o económico determinado, sino una forma de considerar lo que Hegel llama «espíritu absoluto».[2] Si lo entendemos así, el comunismo sería la acción compartida en la que los sujetos reconocen su acción individual. De aquí que lo más apropiado sería pensar el comunismo zizekiano como una tarea o una causa colectiva, más que como un sistema económico y político de contornos definibles.

Como ha señalado Jameson, el espíritu en Hegel no corresponde ni con la cultura, ni con un supuesto supersujeto que secretamente mueve los hilos del desarrollo de la sociedad, sino que hay que pensarlo siempre como «lo colectivo»,[3] aquello que ocurre por medio de la acción libre de los individuos. No se trata de algo previo que se materializa en las múltiples acciones individuales, coordinándolas. El espíritu no es una suerte de esqueleto osificado de lo social que impone, desde afuera, un funcionamiento automático a los sujetos. En estos casos, los individuos no actúan desde sí mismos, sino que únicamente responden a un mandato inconsciente que opera en ellos a través de la cultura y el lenguaje. Se trata de causas exteriores a la propia acción colectiva, sostenidas sobre fetiches como la patria, los ancestros, la sangre, el pueblo, etc. Si el comunismo tiene la misma forma que el espíritu en Hegel, una acción colectiva libre, hay que rechazar su descripción idealista como una sociedad futura reconciliada consigo misma. Pensado así, se convierte en una posición totalitaria en el mismo sentido que lo son el nacionalismo o el capitalismo: un esquema de funcionamiento que totaliza la experiencia de los sujetos y orienta sus acciones.

Para Žižek, el comunismo es una verdadera acción colectiva libre que surge de la suma de voluntades. Es el «espacio virtual radicalmente desubstancializado del colectivo de creyentes»:[4] Una acción común que no remite a ningún exterior a la propia acción, que no persigue ningún ideal, ningún objeto de deseo, como la patria, la nación, la democracia por venir, la sociedad reconciliada, o cualquier otro horizonte, sino que se trata de una acción que sostiene y se agota en la acción misma. Esto es así porque el comunismo emerge a partir de la herida de la comunidad, que es también la de los sujetos, su inconsistencia, su desencaje, el malestar compartido en el que los individuos se reconocen unos a otros. Aquí reside la diferencia con otras causas colectivas, como la patria o el capitalismo, pues éstas adquieren la forma de una enloquecida persecución de un fetiche al que nunca se llega y que funciona condensando el malestar en un punto exterior. El comunismo, en cambio, no actúa desde una fantasía fetichista, sino que su propia acción emerge del malestar que constituye el colectivo como tal.

Podemos comprender esto a través de la reciente crítica que Žižek ha dirigido a la llamada «ontología orientada a objetos», defendida por Graham Harman en su obra Immaterialism, una versión de la teoría de los ensamblajes de Manuel DeLanda. Nuestra intención aquí sería tratar de comprender la idea comunista a través del concepto de «ensamblaje».

En general, como sabemos, la teoría de los ensamblajes se aleja de posiciones ontológicas densas que toman la realidad como una sustancia opaca, y concibe el mundo como «múltiple y performativo», en donde sólo tiene entidad ontológica lo relacional. Para la teoría de los ensamblajes «los fenómenos no tienen por qué ser de una única forma particular solamente»,[5] sino que se conciben como múltiples, plagados de tensiones y diferentes vectores y tendencias. El Estado, la Nación o el comunismo, podrían pensarse como ensamblajes, una reunión de fenómenos diversos y heterogéneos que constituyen una cierta realidad efectiva. Los ensamblajes de este tipo son dinámicos pues la multiplicidad de vectores y tendencias que los componen fuerzan que estén sometidos a una constante transformación. De ahí que un Estado, las distintas naciones o el comunismo como movimiento político, no hayan dejado de transformarse.

Para Žižek esta descripción presenta una dificultad gruesa, y es que si un ensamblaje se sostiene sobre esta variedad de fuerzas contrapuestas, no hay muchas razones para diferenciarla de una totalidad fluida siempre semejante a sí misma, eso a lo que Hegel se refirió como un «tranquilo devenir griego». Para que un ensamblaje realmente sirva para explicar un fenómeno múltiple y heterogéneo, así como su incesante transformación, hacen falta dos elementos que la teoría no contempla y que Žižek toma de Hegel. En primer lugar habría que concebirlos como totalidades desequilibradas, pues pensados como una interacción fluida de fuerzas, realmente no se da cuenta de su constante transformación. Y en segundo lugar debería poderse considerar un elemento que reúna todas sus partes poniéndolas a funcionar juntas ya que, de otro modo, no se entiende cómo podríamos hablar de una totalidad o un ensamblaje. El problema es que resulta difícil pensar algo así partiendo de una teoría que sólo concede valor ontológico a lo relacional. Hace falta un principio universalizador.

Una forma de solucionar este atolladero es la teoría de la hegemonía en Laclau: podríamos pensar que los distintos elementos heterogéneos se pueden armar como la cadena equivalencial que propone Laclau. Un ejemplo aquí es el populismo Trumpista, el cual fue capaz de construir un ensamblaje a partir de elementos tan diversos como la rabia antisistema, la protección de los ricos con bajadas de impuestos, la moralidad cristiana, el racismo patriótico, etc. Pero también, del mismo modo, podríamos entender el comunismo, como un ensamblaje de elementos heterogéneos como los servicios de la salud, el suministro de agua, la seguridad, la educación, el gobierno, etc., de acuerdo con una lógica equivalencial.

Sin embargo, el concepto de ensamblaje no casa bien con la teoría de la hegemonía, puesto que se trataría de un dispositivo en el que todos esos elementos heterogéneos se reúnen en una cadena de equivalencias de acuerdo con un principio regulador externo: el nosotros contra ellos, algo que no contempla el concepto mismo de ensamblaje. En este caso le estamos concediendo una primacía ontológica a una posición que es difícilmente justificable: la guerra de posiciones. Desde esta perspectiva tenemos que aceptar alguna forma de hobbesianismo, como por ejemplo el de Carl Schmit, en el que los ensamblajes fueran siempre deudores de un enemigo externo, constituyendo, de hecho, una defensa contra un él, contra el intruso exterior. De este modo le estamos dando prioridad ontológica a algo que precede a lo relacional, y que resulta un principio que no tenemos por que reconocer. Lo central de los ensamblajes, como hemos dicho, es que prima lo relacional, no es un conjunto de elementos que se reúnen de acuerdo con un unificador externo, sino que, por el contrario, todos los elementos que componen el ensamblaje se articulan bajo la pretensión de «convertirse [plenamente] en sí mismos»,[6] no para perseguir algo distinto a ellos, subsumiéndose dentro de una lógica externa que los aliena.

Lo que propone Žižek, entonces, va en una dirección diferente al concepto de hegemonía, pero también a la teoría de los ensamblajes tal y como está planteada por Harman. Su referencia fundamental aquí es Hegel, para quien para que se produjera un auténtico cambio en el ensamblaje, éste debería ser contradictorio, inconsistente, insostenible. En caso contrario no se entendería cómo el ensamblaje podría ser algo más que una totalidad fluida semejante a sí misma, un tranquilo devenir, como hemos señalado. Žižek defiende que lo que ocurre es que todos los elementos particulares, de salida y sin necesidad de acudir a causas externas, están ya atravesados por una universalidad. Pero esta universalidad no es nada externo a los distintos elementos, pues consiste en el hecho de que cada uno de ellos está desencajado respecto de todos los demás, desencaje que es, precisamente, lo que les impulsa a unificarse y montar ensamblajes para alcanzarse a sí mismos. De este modo Žižek puede afirmar que no hay ningún «universal» previo a lo relacional, y a la vez proclamar lo que Hegel llama «universalidad concreta», la idea de que lo que es verdaderamente universal es el modo concreto y particular en el que cada elemento heterogéneo no encaja consigo mismo.

Pues bien, es desde esta posición que podemos comprender el comunismo como un ensamblaje. En primer lugar, atendiendo únicamente a lo relacional, el comunismo es una estructura política que existe únicamente en la medida en que hay comunistas que luchan por él. No existe algo así como un comunismo previo a lo que se genera a través de la lucha comunista, es una pura totalidad relacional. De este modo, tampoco los comunistas comprometidos con la causa, existen al margen de la lucha misma. Y en segundo lugar, lo que es universal en ellos no es una supuesta doctrina que aúna las voluntades en torno a un objetivo común, ni siquiera la posición hegemónica que reúne todas las voluntades contra el intruso enemigo, ni, como hemos dicho, una serie de recetas económicas y sociales por las cuales los comunistas trabajan para adecuar las sociedades a una imagen ideal. Sino que es la posición de desencaje respecto a sí mismos, el hecho mismo que un individuo no encaja consigo mismo al insertarse en una comunidad, que su identidad está siempre desplazada, lo que está en la base de la constitución de lo que Žižek entiende por «comunismo». En otras palabras, el comunismo es la acción común que emerge a partir de la situación en que los individuos que pertenecen a un colectivo no encajan en su propia realidad, ellos mismos no son otra cosa que su desencaje. Y es este mismo desencaje lo que constituye «lo común». Este desplazamiento de los sujetos respecto de sí mismos, al constituir una comunidad, no es otra cosa que lo que Marx describió al comienzo de su Crítica de la filosofía del derecho como «el lamento de la criatura oprimida».

Y aquí se produce una consecuencia inesperada: eso que emerge como «comunismo» y que no es otra cosa que «acción común», se presenta frente a nosotros dotado de una cierta apariencia de trascendencia.[7] Sin duda esta situación puede ser pensada a través del concepto marxista de alienación. Pero superar esta alienación no consiste en disolver la ilusión de estas estructuras autónomas, caer en la cuenta de que el comunismo, igual que la patria, el capital o la nación, no son entidades reales trascendentes. Se trata más bien de aceptar esa alienación como necesaria. No en el sentido de creer que debemos conservar nuestras ilusiones, pues el pueblo necesita un dios o un fetiche en el que creer: la nación, la patria o un futuro brillante comunista. Lo que Žižek nos dice es que el comunismo como causa política ocurre cuando caemos en la cuenta que nuestra propia acción está incluida en esta entidad autotrascendente que emerge, no cuando pensamos que tenemos que adecuarnos a unos parámetros exteriores predefinidos. Esto es lo que significa la afirmación de que el comunismo existe a través de las acciones comunes del colectivo de los desencajados, buscando una forma común de encajar. Es en este sentido que podemos decir que el comunismo es una causa colectiva y, al mismo tiempo, es una acción libre de los individuos, pues actúan libremente incluyendo sus acciones en el dispositivo del que son parte.

Pensar el comunismo de este modo, como acción colectiva, como tarea común, como una entidad virtual que trasciende a los propios sujetos o, usando el léxico hegeliano, como espíritu, no es otra cosa que pensar el comunismo como una hegeliana idea especulativa, una idea que «es eterna no en el sentido de un conjunto de características abstractas universales que se pueden aplicar en todas partes, sino en el sentido de que tiene que ser reinventado con cada nueva situación histórica».[8] Por eso, para entender lo que nos quiere decir Žižek, debemos abandonar la concepción del comunismo como un ideal abstracto de contornos definidos y pensarlo finalmente como un principio de distorsión. La idea comunista no nombra ninguna solución para la sociedad, sino que, más bien, es la designación de un problema: el del bien común, el problema de la tensión existente entre lo individual y lo colectivo, abriendo así el espacio para el desarrollo de las distintas formas fallidas de resolver esta tensión. Žižek lo dice:
[...] el comunismo no es el nombre de una solución, sino el nombre de un problema, el problema del bien común en todas sus dimensiones: el bien común de la naturaleza como la sustancia de nuestra vida, el problema del bien común de nuestra biogenética, el problema de nuestros bienes comunes culturales, y por último, pero no menos importante, el bien común como espacio universal de la humanidad del que nadie debería ser excluido.[9]
Hay que tener cuidado de no confundir este «universal concreto» hegeliano, con lo que podría ser un ideal regulativo kantiano. Lo central de una idea regulativa es funcionar como fetiche, dado que está ahí recordando que no es más que un modelo orientativo inalcanzable que, por tanto, nos libera de tomar decisiones verdaderamente radicales, puesto que al asumirse su imposibilidad, también se desactiva la urgencia y se pospone su realización en una sociedad futura que nunca llega. El comunismo no es ninguna situación venidera, la constitución de un estado político concreto, sino algo que ocurre en el presente. Como ha señalado Jameson, es «un proceso largo, complejo y contradictorio de transformación sistémica, amenazado en cada momento por el olvido, el agotamiento y la retirada hacia la ontología individual».[10] Para Žižek, este proceso ocurre a través de la acción misma de fallar a la hora de curar la herida de la comunidad. El comunismo en que está pensando, por tanto, emerge en los momentos de hundimiento en los que la urgencia emplaza a la acción colectiva, y se borra cuando esta acción queda oculta tras un proyecto que se impone desde fuera.

Por eso, el comunismo, más que la historia de sus aciertos es la historia de sus fracasos. Pero no entenderíamos nada si pensáramos que no es más que eso, un sistema social y económico que ya se mostró incapaz de solucionar el problema de lo común, como la Unión Soviética o la Comuna de París. El comunismo es, más allá de eso, el contorno de un agujero que se va delimitando a través de sus hundimientos y que no es otra cosa que la herida de la comunidad, constituida a partir de sus propias inconsistencias y fracasos. El comunismo no es un universal que reúne bajo una designación múltiples tendencias heterogéneas, sino que, en tanto que idea, es «una idea que divide»,[11] y no un principio de armonía, o una fantasía sobre la sociedad feliz. Divide porque traza una línea entre los que están por la defensa del sistema y los que están por su transformación, entre los que pueden conservar sus ilusiones y fetiches y los que están abocados a la acción porque no pueden hacer más que reificarse a sí mismos en su desencaje.

Ya es un mantra habitual de la política democrática actual usar el nombre de «comunista» como un designador de todo lo que genera ruido y distorsiona el «sano» debate democrático. A los comunistas se les reprueba siempre con el mismo reproche: se les recuerda su radicalidad, la incomodidad que generan, el modo en como rompen con los acuerdos tácitos del debate democrático, y se les lanza la misma pregunta acusadora: ¿es que queréis volver a repetir el desastre que ya causaron los comunistas de otras épocas? La respuesta de Žižek aquí es tajante: sí, queremos. Pero esto no significa que se pretenda volver a los desastres del siglo XX, sino más, bien que se está por la labor de reinventar, en cada momento, una solución para los problemas de lo común, en lugar de seguir empeñados en conservar una situación que genera un malestar cuyas consecuencias no se pueden ni prever ni contener. Por eso, el comunismo en el que piensa Žižek, en tanto que idea universal o principio de distorsión, es también un principio de acción. Emplaza a una constante reinvención de soluciones sin apelar a ninguna idea regulativa externa. No consiste en que debamos aplicar una receta económica o social, a una realidad que se resiste a encajar en esos moldes formales, sino, más bien, en que la idea surge en su propia realización, y no antes.

La posición de Žižek se asemeja a un decisionismo al estilo de Rosa Luxemburgo, quien defendía que la única forma de estar preparados para tomar el poder es tomar el poder. Actuar a sabiendas de que no hay paraguas sociopolítico que ampare nuestras acciones, asumiendo la responsabilidad del acto porque no hay un plan previo, lo único que podemos hacer es improvisar y fallar. Por eso el comunismo, más que el nombre de una solución, es el designador universal de un problema, un «espectro que regresa una y otra vez» y que se condensa en las palabras de Beckett: «Inténtalo otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor».[12]

Resulta claro ahora por qué Žižek no propone ningún modelo concreto de sociedad comunista, dado que la sociedad comunista no es una fantasía que pueda imaginarse a priori de ningún modo. El comunismo es siempre algo presente, en acto. En este sentido, tenía razón Will Self cuando señalaba sarcásticamente que Žižek actúa «como si realmente quisiera que abandonemos los últimos vestigios de nuestro desacreditado sistema de valores y marchemos con él (y Bernie Sanders) hacia unas barricadas aún por construir».[13] Deberíamos entender esto literalmente, pero invirtiendo la carga de la crítica: Žižek espera que las soluciones emerjan de la urgencia y la importancia de los problemas a los que nos enfrentamos. En este sentido, frente a una pregunta que le realizó Astra Taylor en el 2009, acerca de cómo sería un ecologismo sin naturaleza, Žižek contestó algo que también podría decirse del comunismo:
Es como en una guerra abierta en la que eres consciente de que tienes que luchar por cada posición firme que consigues. Eres consciente de que no confías en nada. Eres consciente de que estás en un proceso abierto donde las consecuencias de tus actos son, en última instancia, impredecibles. Sabes que al final vas a perder. Aceptar esta apertura radical de la situación significa aceptar que no hay una solución final, solo estamos ganando tiempo temporalmente.[14]

 Notas: 


[1] Todd McGowan ha criticado precisamente el hecho de que «no tiene una explicación concreta de cómo esta idea se vería en la práctica» (véase Capitalism and Desire: The Psychic Cost of Free Markets (Nueva York: Columbia University Press, 2016), 173. Citado por Bruce J. Krajewski, «Murder at the vicarage: Žižek’s Chesterton as a way out of Christianity», en Slavoj Žižek and Christianity, 188), y Ronald McKinney explica que la falta de compromiso de Žižek con una política concreta, es el resultado de entender la dialéctica de forma negativa, lo que hace de su filosofía una propuesta crítica que no ofrece soluciones (Véase Véase Ronald H. McKinney, «Zizek’s Atheistic Reading of Chesterton: A Paradoxical Hermeneutic», Philosophy Today 57, n. 4 (2013): 417. Citado por Krajewski en Slavoj Žižek and Christianity, 188).

[2] Véase Žižek, El dolor de Dios, 150.

[3] Jameson, Las variaciones de Hegel sobre la Fenomenología del espíritu, 26. Véase nota 110.

[4] Žižek, The Monstrosity of Christ, 294.

[5] Slavoj Žižek, Leer a Marx (Madrid: Akal, 2023), 23.

[6] Cf. Slavoj Žižek, Leer a Marx (Madrid: Akal, 2023), 26

[7] Véase Slavoj Žižek, Leer a Marx (Madrid: Akal, 2023), 30

[8] Žižek, Primero como tragedia después como farsa, 11.

[9] Žižek, Problemas en el paraíso (Barcelona: Anagrama, 2016), 250.

[10] Cf. Fredric Jameson, «Lenin y el revisionismo», en Lenin reactivado, ed. Slavoj Žižek et al., 69.

[11] Žižek, Problemas en el paraíso, 124.

[12] Véase Žižek, Primero como tragedia después como farsa, 145.

[13] Will Self, «The Courage of Hopelessness by Slavoj Žižek review: how the big hairy Marxist would change the world», The Guardian, 28/04/2017, disponible en

[14] Slavoj Žižek, «Ecology», en Examined Life: Excursions with Contemporary Thinkers, ed. Astra Taylor (Nueva York: The New Press, 2009), 235, Edición digital Scribd. Disponible en

domingo, 8 de octubre de 2023

El Maquiavelo de Leo Strauss.
Óscar Sánchez Vega

Tenemos traducidas al español las dos obras de Strauss sobre Maquiavelo. En primer lugar Pensamientos sobre Maquiavelo, de 1958 (2019, Edit Amorrortu). En este volumen Strauss amplía y reformula cuatro conferencias sobre Maquiavelo que había impartido en los años cincuenta. Cinco años más tarde, en 1963, se publica Historia de la Filosofía política, una compilación de ensayos de diferentes autores de la Escuela de Chicago, y el propio Strauss escribe el capítulo sobre Maquiavelo para la segunda edición de 1970. Me propongo en esta entrada, tomando en como referencia los textos citados, exponer y comentar la visión de Strauss sobre Maquiavelo.

a) El arte de escribir.

Leo Strauss aplica a Maquiavelo sus conclusiones sobre el arte de escribir. Según Strauss los grandes filósofos escriben en clave, manejan dos códigos: primero está el que podríamos llamar nivel superficial, para la mayoría, en el cual el texto dice exactamente lo que parece decir; pero además los filósofos escriben mensajes en sus libros en un nivel profundo para unos pocos iniciados capaces de una lectura cuidadosa e inteligente. Los libros en los que encontramos estos dos niveles son los libros esotéricos y deben su existencia a dos razones: la persecución y la censura. Hay verdades que no pueden ser proclamadas abiertamente porque pondrían en peligro la ciudad, pero el filósofo, si lo es, busca la verdad incondicionalmente, más allá de que pudiera ser o no políticamente conveniente. La escritura esotérica debe comprenderse desde dos puntos de vista opuestos y complementarios: por un lado es el escudo del filósofo para protegerse de la persecución política, pero, por otra parte, los más grandes filósofos, como Platón, comprendieron la necesidad de proteger a la ciudad del discurso filosófico, en tanto las afirmaciones del filósofo pueden horadar las opiniones que cohesionan su sentido común. La tensión entre la ciudad y la filosofía, según Strauss, es consustancial a la misma filosofía. Toda verdadera filosofía es consciente de esta tensión.

Así pues Strauss, para clarificar el verdadero sentido de la enseñanza maquiaveliana, se embarca en un estudio capítulo por capítulo de El Príncipe y los Discursos, que busca confrontar al lector con numerosas ambigüedades, errores, omisiones y contradicciones rastreables en ambos libros, tomando como criterio metodológico que nada de ello es casual. Pero todo es aun más complicado porque Leo Strauss no es un mero historiador de la filosofía, sino que es un Filósofo con mayúsculas al cual hay que leer con el mismo criterio metodológico que él aplica a los grandes pensadores. Así que por un lado nos preguntamos qué nos quiere decir en verdad Maquiavelo y también qué nos quiere decir Strauss cuando destaca esto o lo otro como el mensaje oculto del florentino. Un doble giro de tuerca, por una lado la enseñanza esotérica de Maquiavelo, por otro la del propio Strauss.

b) Maquiavelo fundador de la modernidad.

Teniendo todo lo anterior en cuenta podemos empezar a leer Pensamientos sobre Maquiavelo donde se afirma directamente en la Introducción que “Maquiavelo era un maestro del mal”1 y se termina el párrafo inicial con un “Maquiavelo era un hombre malvado”2. ¿Por qué, según Strauss, Maquiavelo es un hombre malo? Maquiavelo es malo porque él sabe perfectamente qué es lo bueno y elige conscientemente el mal. Por ello Maquiavelo es y no es un filósofo: es filósofo porque sabe, porque conoce la verdad y no lo es porque a pesar de ello reniega de la vida filosófica. Pero proclamar la maldad de Maquiavelo no le parece a Strauss suficiente. Muchos lo han hecho ya antes que él. Así que va más allá al afirmar que “su doctrina es diabólica y que él mismo es un demonio”3 Maquiavelo es un diablo porque es un Ángel Caído, es decir, conoce la Verdad pero se rebela contra ella.

La manera en la que inicia Strauss el análisis de Maquiavelo es ciertamente peculiar. A menudo los ensayos académicos sobre algún filósofo importante empiezan por distanciarse de una opinión común y sostienen que tal opinión es un mero prejuicio fruto de una lectura apresurada o de la manipulación interesada de la obra del autor. Strauss procede exactamente a la inversa: su objetivo es romper con la interpretación académica que pretende liberar a Maquiavelo del maquiavelismo y empieza su particular análisis con una opinión común. Comenzar por la superficie es el modo adecuado de comenzar el movimiento filosófico, señala Strauss, dado que las opiniones son fragmentos de verdad:
«Simpatizamos con la opinión simple acerca de Maquiavelo [esto es, la maldad de su enseñanza] no sólo porque es sana, sino también, sobre todo, porque no tomar en serio esa opinión nos impediría hacer justicia a lo que es verdaderamente admirable en él: la intrepidez de su pensamiento, la grandeza de su visión y la elegante sutileza de su discurso»4.
Precisamente, sostiene Strauss, el carácter maligno de Maquiavelo es lo que hace de él el primer filósofo de la Modernidad. Aclaremos esto: la filosofía clásica no concibe la política al margen de la virtud, por ello la pregunta acerca del mejor régimen está íntimamente ligada a la pregunta por la virtud. Platón y Aristóteles reflexionaron sobre la política a partir de la pregunta por la virtud y la tradición judeocristiana no supone un corte en en este planteamiento, aunque sí en el contenido del mismo. Por ejemplo, para los griegos la magnanimidad es una virtud pero para los cristianos la magnanimidad se identifica con el orgullo y es, por tanto, un vicio y, en cambio, la humildad es una virtud. En función de la respuesta a la pregunta por la virtud estaremos al lado de Atenas o de Jerusalén, este es el dilema de la filosofía política antigua. Las respuestas son diferentes, pero la pregunta persiste.

Para los filósofos clásicos la justicia se levanta sobre la virtud. En cambio en Maquiavelo se produce un corte radical con este planteamiento. Maquiavelo, por así decir, rebaja las expectativas en relación al progreso moral del hombre y mantiene sin embargo el objetivo del mejor régimen posible. Se trata ahora de saber -no de imaginar- cómo viven los hombres -no cómo deberían vivir- para pensar cómo deben ser gobernados. La teoría política se libera así de la ética y la religión y se pone al servicio del engrandecimiento de la patria. El iniciador de la Filosofía política moderna es, afirma Strauss, Maquiavelo porque parte de lo que el hombre es, no de una visión idealizada, no de lo que puede llegar a ser.

Por otra parte, es cierto que Maquiavelo sigue hablando de virtud en relación a las cualidades del buen gobernante en El Príncipe y de los buenos ciudadanos en los Discursos, pero la virtú de Maquiavelo no es la virtud de los antiguos porque no se identifica con la bondad. La virtú es más bien el hábil ejercicio de ciertas competencias encaminado al éxito de la empresa. La virtú maquiavelina remite a la areté de los sofistas y no a la de Sócrates. La técnica del buen gobierno depende entonces de la juiciosa alternación de virtud y vicio según las circunstancias. Por ejemplo, el modelo que se propone al joven príncipe que quiera fundar un nuevo Estado consiste en ser cruel en la guerra como Séptimo Severo, según cita Maquiavelo en El Príncipe. En definitiva, mientras los clásicos consideraban que el objeto principal del Estado era la educación de sus miembros en la virtud, después de Maquiavelo se entenderá que el arte de gobernar consiste en manipular a los ciudadanos para perseverar en el poder. La propaganda aparece como herramienta para adoctrinar, haciendo así coincidir filosofía y poder político.

Este nuevo enfoque lleva a Maquiavelo a preguntarse en El Príncipe la cuestión de si para un gobernante es mejor ser amado o temido. La respuesta, naturalmente, es que para un gobernante es mejor ser temido que amado. Entre otros factores porque el amor depende de los otros y ser temido de uno mismo. Maquiavelo funda la ciudad en la necesidad o en lo más bajo: en la bestialidad del hombre. Con esta clave lee Strauss a Maquiavelo cuando afirma en el primer capítulo del libro III de los Discursos: "Si se quiere que una secta o una república tenga larga vida, debemos remitirla frecuentemente a su comienzo." Ahora bien ¿qué encontramos en el comienzo? En palabras de Strauss: “los hombres eran buenos en el principio, no por causa de su inocencia sino porque estaban en garras del terror y del miedo: del terror y del miedo radicales e iniciales; al comienzo no había Amor sino Terror; la enseñanza de Maquiavelo, enteramente nueva, se basa en esta visión (que se anticipa a la doctrina de Hobbes acerca del estado de naturaleza)”5 . Por ello, el comienzo de una ciudad no puede ser una república: “puesto solo el gobierno, las leyes y otras instituciones hacen buenos a los hombres, los hombres son malos o corruptos con anterioridad a la fundación de la sociedad; en ese estado no pueden haber adquirido todavía hábitos de sociabilidad a través de la disciplina social.”6

Las dificultades de El Príncipe las retoma Maquiavelo en los Discursos, pero esta obra es más difícil y compleja. El Príncipe es una obra para el presente, una obra dedicada al gobernante audaz que se atreva a instaurar un nuevo orden. Los Discursos es una una obra proyectada hacia el futuro, dirigida a “aquellos que no son príncipes, pero merecerían serlo” que plantea un objetivo que no se menciona nunca en El Príncipe: instaurar un régimen que promueva “el bien común”. Según Strauss, el secreto del pensamiento maquiavélico se encuentra en un enfrentamiento de ambos textos, en los que cada capítulo sirve para aclarar el verdadero sentido del correspondiente en el otro.

c) Los nuevos “órdenes y modos”.

Maquiavelo, en el proemio del libro I de los Discursos, anuncia que ha descubierto nuevos “órdenes y modos” en el ámbito de la política. Sin embargo los nuevos órdenes y modos, nos anuncia, no son otros que los de la Antigüedad. Los contemporáneos de Maquiavelo tendían a pensar que las circunstancias del siglo XVI eran muy diferentes a las de la Antigüedad clásica y que las viejas recetas no están hechas para el nuevo mundo. Pero Maquiavelo afirma que la naturaleza humana es la misma siempre, igual que los problemas políticos fundamentales: “El núcleo de su ser era su pensamiento sobre el hombre, sobre la condición del hombre y sobre los asuntos humanos. Al formular las preguntas fundamentales trasciende, por necesidad, las limitaciones y los límites de Italia...”7

En este punto Strauss y Maquiavelo están de acuerdo. Si merece la pena mirar al pasado es porque en el fondo los problemas políticos a los que se enfrentaron los antiguos son los mismos que los nuestros, por lo que podemos aprender de sus aciertos y errores: “Maquiavelo no saca a la luz ni un solo fenómeno político que tenga alguna importancia fundamental y que no fuera plenamente conocido por los clásicos” 8

Desde esta perspectiva hay que leer la advertencia en el proemio del libro II de que lo antiguo no siempre es lo mejor. Maquiavelo piensa que la cantidad de bien y mal es siempre la misma. La posibilidad de un orden político virtuoso es la misma en la antigüedad, el siglo XVI o XXI. El material con el que se construye la ciudad, la naturaleza humana con sus virtudes y sus vicios es básicamente igual en todas las épocas. Si no es posible mejorar la fibra moral del hombre... ¿cómo conseguir el mejor régimen político? emulando los mejores sistemas que la historia ha conocido, responde Maquiavelo. Los problemas son los mismos. En filosofía política no hay progreso, de ahí la fidelidad tanto de Strauss como de Maquiavelo al legado clásico. Sin embargo, el clasicismo de Maquiavelo es compatible con un espíritu revolucionario. A juicio de Strauss: “...al describir a El Príncipe como la obra de un revolucionario hemos usado el término en su sentido preciso: un revolucionario es un hombre que quebranta la ley, la ley como un todo, con el objeto de reemplazarla por una ley nueva que es, según cree, mejor que la vieja. 9

Maquiavelo es un revolucionario no solo porque aspira a un vuelco en la situación política de la Italia del siglo XVI sino porque anuncia un tiempo de revolución: “El propósito principal de El Príncipe no es, pues, dar un consejo particular a un príncipe italiano contemporáneo, sino exponer una doctrina enteramente nueva referente a príncipes enteramente nuevos, en Estados enteramente nuevos, o sea una escandalosa doctrina sobre los más escandalosos fenómenos” 10

La intención de Maquiavelo sería, entonces, plantear una enseñanza completamente nueva. Pero sabiendo que no es posible, por la naturaleza envidiosa de los hombres, exponer esta enseñanza abiertamente, apuntará a conseguir seguidores en las generaciones subsiguientes, buscando ocultarla tras el disfraz de una empresa patriótica y respetable.

Es el momento de retomar lo que hemos planteado en el primer apartado. Según Strauss en Maquiavelo hay un mensaje oculto, una escritura esotérica. La buena nueva sería la posibilidad y hasta la necesidad de instaurar nuevos órdenes y modos a imitación de los antiguos, pero ¿por qué no decirlo abiertamente? ¿Qué teme Maquiavelo? Strauss nos invita a indagar en la intención del escritor, interpretando la trama de su escritura o su arte de escribir. Según Strauss, “lo que Maquiavelo se propone realizar en los Discursos no es sólo la presentación, sino la rehabilitación de la virtud antigua en contra de la crítica cristiana. “11

Pero Maquiavelo es muy consciente de lo peligroso que es su “descubrimiento”. La recomendación para imitar la virtud de los antiguos va en contra de la religión, pues la religión actual considera que las virtudes antiguas son en realidad vicios. “Nuestra religión ha asignado el más alto bien a la humildad, la abyección y el desdén de las cosas humanas, en tanto que la religión antigua había puesto sus más altas miras en la grandeza de espíritu, el vigor del cuerpo y todas las demás cosas que pueden hacer más fuertes a los hombres.” 12

Maquiavelo, concluye Strauss, pertenece a un linaje de pensadores que escriben y piensan contra la religión revelada. Bajo esta clave debemos leer a Maquiavelo. Por ejemplo, cuando Maquiavelo rememora en los Discursos que con el triunfo de César se acabó la libertad de expresión en Roma y, sin embargo, los escritores inteligentes se apañaron para censurar a César de manera indirecta, criticando a Catilina o elogiando a Bruto, en realidad el mensaje secreto que lanza es: puesto que las actuales circunstancias no puedo criticar abiertamente a la Iglesia católica, yo elogio el papel político que jugó en el pasado la religión antigua para que el lector inteligente saque las debidas consecuencias. Todo lo que en los Discursos se dice sobre “las sectas” deberíamos extrapolarlo a “nuestra religión”, es decir a la Iglesia católica. Por ejemplo, en el capítulo 5 del libro II se afirma que para surja una nueva secta primero debe ser destruida la anterior como hicieron los cristianos con los paganos y lo que no dice Maquiavelo pero sugiere: lo mismo habrán de hacer las próximas generaciones con la Iglesia católica.

En todo momento Maquiavelo habla de las sectas y religiones como instituciones de origen humano, no divino, de tal modo que “su elogio de la religión (antigua) es solo la otra cara de su completa indiferencia a la verdad de la religión” 13 Es relevante, a juicio de Strauss, el que la única cita del Nuevo Testamento tanto en los Discursos como en El Príncipe sea una en la que se compara a Jesus con el rey David y dice de él que "Ha colmado de buenas cosas a los hambrientos, y ha enviado a los ricos con las manos vacías." Lo que Maquiavelo sugiere aquí es que el nuevo príncipe debe subvertir todo el orden establecido para afianzar su poder. Maquiavelo tergiversa el sentido de la cita para mandar un mensaje contrario a las escrituras. Es casi una blasfemia. Él es el nuevo corruptor de la juventud. ¿Cual es la enseñanza político-moral de los Discursos? La Iglesia es un lastre político del que debemos desembarazarnos para dejar vía libre a la República. El mensaje oculto es que debemos rechazar el ascetismo mistificador del cristianismo y abrazar el republicanismo.

Antes de pasar al siguiente apartado me atrevería a señalar que el método de lectura de Strauss en este punto central de su interpretación de Maquiavelo es discutible. El problema es que, como señala Lefort, en muchos textos Maquiavelo critica abiertamente a la Iglesia y su postura es sobradamente conocida entre sus coetáneos por lo que “sus palabras serían ininteligibles si su designio debiese permanecer secreto y si su modo de enseñanza se hallase determinado por el cuidado de escapar de los peligros de la persecución”14 . Strauss pasa por alto muchos fragmentos en los cuales Maquiavelo se muestra abiertamente anticlerical sin miedo alguno.

Sea como fuera, podemos estar de acuerdo que, bien sea abiertamente o de forma velada, Maquiavelo critica a la Iglesia católica y abre nuevos horizontes para la política. Pero ¿qué hay de malo en ello? ¿dónde está el problema? El problema es que para Strauss en la querella contra el cristianismo Maquiavelo va demasiado lejos y acaba destruyendo las bases mismas de la filosofía. Maquiavelo, buscando destituir la distinción entre mundo terrenal y mundo supraterrenal en nombre de la verdad, terminará por destruir también la distinción entre lo justo y lo injusto o entre filosofía y política

d) Maquiavelo profeta

“Maquiavelo es un profeta” 15, afirma Strauss, aunque sabemos que también que, por otro lado, es un diablo. ¿Por qué Maquiavelo es un profeta? Maquiavelo es un profeta en el mismo sentido en que lo fue Moisés. No es un conquistador, no penetra en la tierra prometida ni construye en ella el nuevo Estado. Lo anuncia y queda a sus puertas. La tierra prometida es, en este caso, la modernidad y lo revolucionario de su mensaje consiste en mostrar abiertamente que la política no es más que una descarnada lucha por el poder de la que conviene hablar sin dobleces ni eufemismos.

La consideración de Maquiavelo como filósofo por parte de Strauss es ambigua. Por un lado reconoce “la intrepidez de su pensamiento, la grandeza de su visión y la elegante sutileza de su discurso” 16 y lo más importante, la clave que distingue a los grandes pensadores: la escritura esotérica. Pero, por otro lado, no es un filósofo porque lo propio del filósofo, como sostienen también Hadot y Foucault, es llevar una vida filosófica y los que llevan este tipo de vida saben muy bien que hay palabras que no deben ser pronunciadas en público y que el campo de la filosofía no debe confundirse con el espacio político. Pero Maquiavelo es un hombre de acción, pertenece a la estirpe de todos aquellos que han renunciado a su naturaleza de filósofos para entregarse a la ciudad y convertirse en su herramienta. Maquiavelo, como los sofistas, no aspira ya a salir de la caverna, sino a triunfar en ella. Y sólo puede hacerlo si se pone al servicio de los habitantes de la caverna ofreciendo su conocimiento como instrumento técnico de control y transformación social. Pero de este modo el profeta de la ilustración renuncia a la mejor de las vidas: la vida entregada a la filosofía. Pudiéramos pensar que esta es la peculiar forma de entender la filosofía que tiene Maquiavelo, pero según Strauss solo hay una forma correcta de hacer filosofía: la búsqueda incondicional de la verdad y esta tarea exige dar un paso atrás y retirarse de la vida política. Si lo que se pretende es triunfar en la ciudad, ser el intérprete de las sombras en la caverna, entonces eso ya no es verdadera filosofía.

e) Otra vuelta de tuerca: el retorno a Maquiavelo.

A pesar de todo lo que llevamos diciendo hasta aquí, Strauss y Maquiavelo están de acuerdo en algunos de los aspectos más significativos del pensamiento político como el enfoque antihistoricista de los problemas políticos, incluso en los detalles de un retorno a los viejos órdenes y modos, y la manipulación de las masas por una religión patriótica. La diferencia entre Strauss y Maquiavelo no está en los fines que persiguen: conocer la verdad e influir en su tiempo. Pero Maquiavelo aspira a que la conquista de la verdad llegue a todos, de ahí su republicanismo y su conexión con el iluminismo. Por el contrario, para Strauss, la filosofía es una actividad reservada sólo a unos pocos. La filosofía no es para la multitud y esta incompatibilidad no es una situación provisional que pueda solventarse mediante una educación apropiada sino que es algo así como una constante antropológica. Pero el objetivo final de ambos es salir del círculo íntimo e influir en la política.

Creo que para ilustrar esta diferencia puede ser pertinente una comparación: Maquiavelo como Sócrates y Strauss como Platón. Maquiavelo (que dedica los Discursos a “los jóvenes”) es, como Sócrates, un seductor de la juventud y se dirige a ellos para para tenderles una mano hacia una nueva comprensión de la filosofía política y abriles nuevos horizontes. Probablemente donde mejor se expresa la pasión maquiaveliana sea en la exhortación final de El Príncipe para “apoderarse de Italia y liberarla de las manos de los bárbaros”, lo cual solo puede hacerse a sangre y fuego: para construir un templo, se debe destruir el templo. En cambio Strauss, como él mismo reconoce, se inspira en Platón, el cual no interviene directamente en las controversias políticas de su ciudad sino que funda la Academia con el objetivo de influir en la ciudad por medio de una nueva generación de políticos forjada al amparo de su filosofía. Esta comparación además parece cuadrar bastante bien con la vida de Strauss y su trayectoria académica.

Un pensamiento político republicano, como el que aquí intento ejercer, es más cercano a la concepción de la filosofía de Sócrates-Maquiavelo que a la de Platón-Strauss. No obstante, aprecio la verdad que se halla en el planteamiento de Strauss sin dar por necesarios sus últimos corolarios. Existe una tensión entre filosofía y ciudad, este es para mí el principal acierto y la gran aportación de Strauss: los fines del filósofo no son los mismos que los del político, cierto. Pero de ello no se sigue la concepción elitista de la filosofía que defiende Strauss.

De igual modo que Strauss toma en serio a Maquiavelo para pensar contra Maquiavelo propongo pensar en serio a Strauss para pensar contra Strauss y, en cierto modo, retornar a Maquiavelo. Intentaré explicarme. Strauss reprocha a la modernidad romper con la ética de la virtud, es decir, abandonar el proyecto clásico al pensar la política para lo que el hombre es, no para lo que puede llegar a ser. Sin embargo, Strauss, el amigo de los clásicos, desconfía que tal progreso pueda darse. Por una parte reprocha a la modernidad olvidar los elevados ideales del mundo antiguo, pero por otro lado tiene una concepción pesimista, hobbesiana, de la naturaleza humana: la mayoría no está a la altura de la Verdad por lo que la virtud suprema, la del conocimiento, es para unos pocos iniciados. El resto ha de conformarse con lo que Platón en Las Leyes denomina “la noble mentira”.

Pero en este razonamiento hay, entiendo, una profunda contradicción: somos fieles al legado clásico si mantenemos el telos de educar al demos en la virtud, si confiamos en la perfectibilidad de la naturaleza humana. Es el pesimismo de Strauss el que rompe con la filosofía política clásica. Strauss lo repite muchas veces: el proyecto político de la filosofía clásica no puede concebirse al margen del problema de la virtud. Sin embargo él, a pesar de reivindicar el legado clásico, parece claudicar con la exigencia de educar al demos en la virtud. Pero este es el corazón mismo del legado clásico, no podemos renunciar a él. 

Ahora bien, el proyecto clásico, entiendo, no puede recuperarse en su pureza original, no cabe hacerlo sin una dosis importante de ironía. El problema, y aquí tiene razón Strauss, es que probablemente la verdad no sea para todos, pero al modo kantiano deberíamos hacer como si fuera posible porque sean cuales sean los resultados siempre serán mejores que si lo planteamos desde la posición elitista y pesimista de Strauss. Y este enfoque universalista es el del “profeta del iluminismo” en los Discursos: una llamada a "los jóvenes" a romper con los corruptos órdenes políticos del presente y volver la vista atrás buscando inspiración en aquellas escasas excepciones históricas en las cuales un pueblo pudo constituirse como república, es decir, como un sujeto político libre que se gobierna a sí mismo. Si pensamos la política desde esta perspectiva quizá lleguemos a verdades incómodas que no encajan con lo "políticamente correcto", pero no veo cómo pudiéramos llegar a "verdades escandalosas" que no deban ser dichas en voz alta y tengan necesidad de ser codificadas para que puedan llegar a unos pocos iniciados. Yo creo que lo que es justo para el pueblo puede y debe proclamarse abiertamente. Por otra parte, y para terminar, Strauss parece tener en muy alta consideración la influencia que puede ejercer el filósofo y por ello apela a la gran responsabilidad que conlleva. Por mi parte creo que todo esto es exagerado; la verdad es que casi nadie escucha al filósofo, especialmente si lo que dice no es afín a las opiniones mayoritarias. Strauss sostiene, y yo estoy de acuerdo con él, que el filósofo no es un político, que el filósofo se debe a la verdad no a la conveniencia política, pero de ello no se sigue que el filósofo deba retirarse a su torre de marfil a ejercitar la escritura esotérica. Yo creo que el filósofo no debe callar, debe buscar la Verdad y cuando la halla, o cree hallarla, debe proclamarla a los cuatro vientos y que arda Troya... como hizo Maquiavelo.


Notas:

1 Pensamientos sobre Maquiavelo, 2019, p 11
2 Pensamientos sobre Maquiavelo, 2019, p 11
3 Pensamientos sobre Maquiavelo, 2019, p 15
4 Pensamientos sobre Maquiavelo, 2019, p 15
5 Historia de la Filosofía política, 2009, p 298
6 Pensamientos sobre Maquiavelo, 2019, p 365
7 Pensamientos sobre Maquiavelo, 2019, p 107
8 Pensamientos sobre Maquiavelo, 2019, p 401
9 Pensamientos sobre Maquiavelo, 2019, p 82
10 Pensamientos sobre Maquiavelo, 2019, p 104
11 Historia de la Filosofía política, 2009, p 295
12 Historia de la Filosofía política, 2009, p 297
13 Pensamientos sobre Maquiavelo, 2019, p 14
14 Lefort, C, Maquiavelo. Lecturas de lo político. Editorial Trotta, Madrid, 2010, pp. 145-6.
15 Pensamientos sobre Maquiavelo, 2019, p 111
16 Pensamientos sobre Maquiavelo, 2019, p 15

sábado, 3 de junio de 2023

Cuatro anotaciones en torno a Arendt y Marx a propósito de un debate.
Borja Lucena

-1-
Arendt mantuvo toda su vida un intenso interés en desentrañar la relación compleja que vincula al socialismo contemporáneo y al capitalismo. Frente a la inmediatez de una contraposición beligerante, ella advirtió cierta solidaridad crucial en torno a cuestiones elementales, lo que le permitió redistribuir la localización respectiva de ambos polos y poner en entredicho la antítesis misma. Su filosofía constituye una valiosa tentativa de escapar de una monótona repetición que anega al pensamiento y la acción, inmovilizándolos en un ir y venir que ciega cualquier salida. Arendt sugiere que este ir y venir entre capitalismo y socialismo allana un espacio en el que no hay alteridad genuina, sino sólo modulación de intensidades. Frente al intuitivo reparto de papeles que separa terminantemente al capitalismo del socialismo, Arendt creyó advertir, no sólo parecidos de familia, sino una lógica común que hermana a ambos extremos. Hermanos enemigos, pero, al fin y al cabo, hermanos; polos enfrentados, pero polos de "lo mismo". Si "Todo el proceso de producción moderno es realmente un proceso gradual de expropiación", el socialismo "lleva la expropiación a su conclusión lógica". Para entender el sentido de esta afirmación, sin duda, es preciso pensar en el socialismo "real" vigente en la época en la que se dio esta discusión (principio de los años 70). Pero no basta. También conviene aceptar que el llamado "socialismo real" fue realmente una realización posible y efectiva de la idea del socialismo científico, y no una sencilla traición o una adulteración que no toca al ideal.

No obstante, en el mismo debate, Mary McCarthy, la gran amiga de Arendt, objeta que el socialismo representa la única fuerza de conservación en el seno del mundo moderno o, lo que es lo mismo, una fuerza conservadora cuya lógica se aparta del impulso de progreso capitalista y levanta ante éste la única resistencia efectiva.

Ambas tienen razón, porque la contradicción anida en lo real mismo. El socialismo moderno está atravesado de potencias dobles, de brazos enfrentados y tendencias sorprendentemente opuestas. Es, o puede ser, una cosa y la otra. En la obra del mismo Marx se descubre esta tensión de lo divergente. También en la de Arendt y en su defensa de un cierto socialismo republicano.

-2-
Hannah Arendt localizó en Marx una inagotable fascinación por la burguesía. La clave de su comprensión de Marx seguramente se encuentra en aquella línea del "Manifiesto comunista" en la que Marx y Engels tildan a esta clase social como "revolucionaria". La comprensión de todo el pensamiento de Marx desde esta posición hizo que Arendt organizara y significara de una manera definida toda la obra del pensador alemán. Donde generalmente se ve una guerra a muerte del comunismo contra el capitalismo, ella localizó el deseo mimético de culminar la expectativa que el capitalismo, históricamente, inaugura, pero que, de acuerdo con Marx, es incapaz de realizar.

En consecuencia, Arendt, en su comprensión del pensamiento marxiano, privilegió todo aquello que nos habla de un culto secreto a los dioses capitalistas del progreso y la producción, silenciando aquello que, en el mismo Marx, apunta a la emancipación con respecto a esas deidades. El tono general de su lectura está marcado por la crítica y por el sesgo que incluye en su comprensión aquella línea del "Manifiesto comunista". Esto puede ser considerado injusto. Sin embargo, este tipo de injusticias también puede ser muy productiva a la hora de enfrentarse a los dilemas y encrucijadas presentes en pensamientos de tanta potencia como el marxiano. Toda interpretación productiva incluye un gesto de violencia que se arriesga a la pérdida del texto interpretado; pero sólo en el centro de este riesgo se puede alimentar una lectura realmente fértil.

En su crítica "interesada", Arendt no está descartando a Marx; nos está señalando aquello de lo que es preciso libertarlo. Así ocurre con la insistencia en la poquedad del concepto marxiano de lo político: es preciso des-apresar a Marx de sus propios prejuicios para poder pensar realmente la revolución como acontecimiento político. Señalar las dependencias liberales de Marx sirve a Arendt, no para desacreditar definitivamente la idea socialista, sino para reconocer el socialismo de Rosa de Luxemburgo o de Walter Benjamin.

-3-
¿De qué es preciso desentenderse cuando hablamos de Marx? De acuerdo con algunas observaciones de Arendt en torno al concepto de "revolución", la noción marxiana de cambio político no puede ser asumida como posición original, sino, más bien, como categoría derivada de la lógica del cambio económico específicamente capitalista. De acuerdo con ella, la revolución pensada por Marx se excluye del campo de las revoluciones políticas y se entrega al gobierno ciego de fuerzas análogas a las del mercado: «Lo que Marx quería decir con "poder" es, en realidad, el poder de una tendencia o desarrollo»; Marx, añade, "no entendió lo que realmente es el poder. No entendió esta cosa estrictamente política". En este sentido, la revolución, tal y como la plantea la tradición marxista, no puede abocar sino a la extensión de la lógica de la "destrucción creativa" schumpeteriana a todos los intersticios de la vida en común. Arendt diagnostica en el pensamiento marxiano, o, al menos, en algunas de sus más poderosas intuiciones, una dependencia fatal con respecto a la ontología implícita en el orden de cosas de la economía liberal. De acuerdo con la filósofa, «Marx es el único que se atrevió a pensar punto por punto este nuevo proceso de producción [capitalista]». Arendt, en suma, rechaza la idea revolucionaria propia de la tradición marxista en razón de un argumento paradójico: la fidelidad excesiva a la anulación liberal de lo político.

-4-
La constelación móvil que dibuja el espacio del pensamiento liberal pivota en torno a un axioma fundamental: cuanto menos política, más libertad. La libertad postulada en el liberalismo se realiza, no en la esfera política, sino en esferas ajenas a ésta, como son el mercado o la vida privada. La política debe consistir en un dispositivo de auto-limitación que impida toda obstaculización de la espontaneidad en las elecciones económicas, laborales, morales, religiosas, identitarias, etc. La incardinación de Marx en este tachado de lo político no toma la forma precisa que toma en el liberalismo, pero sí permanece fiel a la idea de que la política trastorna los ámbitos vitales en los que puede darse la realización del ser humano. Sólo liberándose de la política, de sus formas y artificiosidades, podrá la humanidad aspirar a un orden social libre de la dominación. Por esta razón, Arendt diagnóstica en la revolución preconizada por Marx una sedicente carestía de acontecer político. Esto, no obstante, no autoriza a desechar el pensamiento del filósofo alemán, sino que llama a una tarea más laboriosa, problemática e interesante: politizar a Marx.

miércoles, 10 de mayo de 2023

¿Dónde están los fascistas?
Borja Lucena

Una tarea que urge afrontar es la de apear de su sólida preminencia al fetichismo que ha inmovilizado la potencia semántica de términos como "fascismo" y "facha". Hannah Arendt advirtió de cómo un uso indiscriminado de las palabras corre el riesgo de reducirlas al vacío y transformarlas en puros significantes que no comprenden ni resguardan realidad alguna. De esta manera, terminan por ser funciones del interés o la voluntad de poder de quien las pronuncia, sin realmente tocar lo real o llegar a expresar nada. En última instancia, la profusión ilimitada de aquellas caracterizaciones, antes que perfeccionar la percepción de las formas que pueden adquirir hoy en día los programas y grupos análogos al fascismo de hace cien años, inhabilita para detectar y ofrecer resistencia a las múltiples tendencias que pueden significar una reactualización de proyectos verdaderamente semejantes. Este es el caso de la actual movilización total en favor de una completa digitalización y automatización de toda dimensión vital. No he oído todavía tildar de "nazi" a Bill Gates , cuando es así que a nadie ajusta mejor ese guante que a tipos como los de su calaña.

¿Por qué razón se utilizan los calificativos de "fascista" o "facha" con tal facilidad, pero sólo rara vez para señalar a los auténticos "fascistas" de la actualidad? Nos sentimos tentados de denominar así a quien no comulga con la koiné ideológica que prescribe, con detalle inconsciente, hasta dónde se puede decir o dónde, al contrario, es preciso mantener silencio. Se convierte, por lo general, en una sencilla incapacidad para admitir la libertad de cultos, pero no va a la sustancia misma de lo que se dice o se hace. En consecuencia, ya no sabemos qué es ser fascista, porque cualquiera lo puede ser con sólo quebrantar ese pacto implícito que regula las buenas costumbres del discurso: un poco de ecologismo, ideas progresistas, capitalismo sentimental aderezado con la retórica de la radicalidad, etc. Cualquiera que exhiba una posición sospechosa de consevadurismo o se muestre suspicaz ante los "logros" de la civilización técnica; cualquiera que se resista a la fatalidad del progreso imparable; cualquiera que no se encuentre cómodo en la repetición de los eslóganes político-publicitarios que celebran lo diverso, lo reciclable, lo colorido, lo nómada y emancipado de toda atadura... Cualquiera, en suma, que transite la duda con respecto al pensamiento progresista hegemónico corre el riesgo de ser inmediatamente acusado de fascista.

La facilidad en el uso, sin embargo, tal vez nos esté indicando la urgencia con la que algunas formas de progresismo quieren quitarse de encima el fantasma al que, quieran o no, están irremisiblemente unidas. Llamar "fascista" al otro termina por ser, en consecuencia, un modo de exorcizar, de despegar de la propia espalda la sombra misma de la Modernidad.

¿No es llamativo que, a menudo, quien acusa al otro de "fascista" recurra con tanta facilidad a los mismos recursos de cancelación utilizados en su momento por los fascistas? Leyendo el revelador ensayo "Modernism and Fascism", de Roger Griffin, podemos hacernos con alguna clave para desembrollar este poderoso enigma. Griffin señala que el fascismo o el nacionalsocialismo no son, propiamente, proyectos anti-modernos, sino que representan una Modernidad alternativa, a la que incluye en lo que denomina "modernismo" ("Modernism"). El fascismo o el nacionalsocialismo constituyen, por ende, una posibilidad perteneciente a la propia estructura del mundo gestado y desarrollado desde el final de la Edad Media. El Tercer Reich, de esta manera, no se asentó sobre bases radicalmente distintas de las que levantan el programa moderno de organización total y movilización técnica de los pueblos y los recursos, sino que, únicamente, fue más allá en la convicción acerca de la necesidad de eliminar los obstáculos de naturaleza tradicional, obstáculos que el mundo liberal, afectado de perplejidad y ambivalencia ante ciertos contenidos morales tradicionales, se había resistido a aplastar del todo. Lo peculiar del nacionalsocialismo, así como de otras formas de "modernismo", radica en la audacia y la extrema coherencia de atreverse a desmontar radicalmente todos los supuestos sobre los que se habían basado tradicionalmente las ideas de ser humano y de sociedad política, no admitiendo ningún límite a la pretensión de fabricar un nuevo comienzo. Exactamente lo mismo, podríamos añadir, que, hoy en día, impulsa el capitalismo tecnificado de la Inteligencia Artificial y la globalización, así como la sección izquierdista de ese mismo capitalismo en su prédica del laissez faire moral y el "todo es posible".

La política llevada adelante por fascistas y nacionalsocialistas no fue, de ninguna manera, una muestra de conservadurismo o de "reacción"- al menos en sus líneas decisivas-, sino todo lo contrario. Esto es importante aclararlo. La acción de ambos regímenes -sobre todo el alemán- se caracteriza por una poderosa impronta anti-tradicional y un constante gesto de instauración de lo nuevo. Incluso los mitos habilitados en el seno de la "re-estetización" de las masas tienen más que ver con la técnica que con las antiguas narraciones mitológicas. La idea misma de "raza" se conjuga mucho mejor con las manipulaciones experimentales genéticas que con los antiguos mitos sobre la fragmentación de la humanidad. Tal y como lo expresa Griffin, el nacionalsocialismo está tan hechizado por la posibilidad de construir un nuevo comienzo para el mundo como lo puede estar cualquier utopía progresista de la Modernidad, como lo podía estar el bolchevismo, y contempla también como vehículo para su edificación el despliegue de las enormes capacidades organizativas, planificadoras y calculadoras pertenecientes a la técnica y a la tecnología más radicalmente innovadoras. El Tercer Reich, de acuerdo con Griffin, 
es un nuevo tipo de sociedad creado por una elite cultural de naturaleza profesional y tecnocrática, e inspirado en la visión esencialmente modernista de "diseñar un mundo nuevo".
En esta coyuntura, la tesis de Griffin estaría sustancialmente en consonancia con la de Arendt, quien vinculó concienzudamente totalitarismo y Modernidad y mostró una mutua co-pertenencia, sin lugar a dudas, inquietante. Cuando cierto tipo de progresista acusa indiscriminadamente a los demás de ser fascistas, se está procurando quitar de encima una herencia a la que, sin embargo, no está dispuesto a renunciar, puesto que no está dispuesto a renunciar a los goces y "avances" de un progreso del que también forma parte la determinación y la carencia de escrúpulos del movimiento nacionalsocialista. El progresista, sin duda, no se siente "fascista", pero, sin embargo, reclama del mundo un constante salto adelante, una renovación absoluta, un control crecientemente perfeccionado en la labor de diseñar una realidad emancipada de todas las servidumbres del pasado. Precisamente aquello en lo que los movimientos "modernistas" son un referente principal.

Para terminar, podemos recordar las últimas líneas de las dos versiones de "Los orígenes del totalitarismo" publicadas por Hannah Arendt. En ellas, nos habla de la presencia del totalitarismo en un mundo nominalmente no totalitario, pero igualmente abandonado al vendaval del progreso. Conviene recordar estas líneas, porque el totalitarismo ha demostrado ser algo no sólo perteneciente al pasado, pero tampoco a los "nostálgicos del pasado", sino, sobre todo, a los adoradores del futuro:
"Los nazis y los bolcheviques pueden estar seguros de que sus fábricas de aniquilamiento, que muestran la solución más rápida para el problema de la superpoblación, para el problema de las masas humanas económicamente superfluas y socialmente desarraigadas, constituyen tanto una atracción como una advertencia. Las soluciones totalitarias pueden muy bien sobrevivir a la caída de los regímenes totalitarios bajo la forma de fuertes tentaciones, que surgirán allí donde parezca imposible aliviar la miseria política, social o económica en una forma digna del hombre.

(…) queda el hecho de que la crisis de nuestro tiempo y su experiencia central han producido una forma enteramente nueva de gobierno que, como potencialidad y como peligro siempre presente, es muy probable que permanezca con nosotros a partir de ahora, de la misma manera que otras formas de gobierno (…) que surgieron en diferentes momentos históricos y se basan en experiencias fundamentalmente diferentes han permanecido con la humanidad al margen de sus derrotas temporales."

martes, 25 de abril de 2023

Dos visiones de "Almas en pena de Inisherin".
Diego Margallo y Óscar Sánchez


¡Mo cuishle!, por Diego Margallo.

En una secuencia de “Million dollar baby”, tras una victoria de Maggie, la protagonista - Hilary Swank -, el público, enfervorecido, grita al unísono en gaélico “¡Mo cuishle! ¡Mo cuishle! ¡Mo cuishle!”, y la voz del narrador - el personaje que encarna Morgan Freeman -, superponiéndose a las imágenes, nos dice: “Por lo visto, hay irlandeses en todas partes. O gente que quisiera serlo”.

No dudo de que tal afirmación sea verdad, pero, viendo esta película, la que nos ocupa, quizás habría que matizar que si bien casi todos quisiéramos serlo, hay algunos - los propios irlandeses - que hubieran preferido declinar tal dignidad, al menos en ciertas ocasiones y durante cierto tiempo.

Y es que la historia de “Almas en pena de Inisherin” - una película que en último término, a mi parecer, nos está hablando de Irlanda - se puede traducir a través de términos como los de soledad, desolación, tedio, rencor, violencia, cainismo, muerte, condenación… Términos que inducen a pensar en ella como un drama que en realidad no es. Más bien una tragicomedia.

Porque trágico es indudablemente el contexto en el que se nos sitúa, con el telón de fondo de la guerra civil irlandesa que confronta a los defensores del tratado con el Reino Unido con los opositores al mismo. Pero es una guerra que se percibe como lejana, casi intrascendente.

Trágico es también el resultado de la enemistad entre los dos protagonistas, pues adivinamos - a causa de la imposibilidad de convivencia entre ellos - la futura e inevitable muerte de uno, o incluso de ambos. Pero banal es el motivo de tal enemistad.

Trágicas resultan asimismo sus vidas y las de todos los personajes centrales, truncadas e imposibilitadas de verdadera comprensión y sentenciadas en todos los casos - excepto uno, en el que se ha de pagar como precio para la salvación un exilio asumido como inevitable - a la violencia y a la destrucción. Pero no dejan de ser vidas que nos invitan a una risa callada, melancólica, como si se nos pidiera no tomarlas demasiado en serio. Y no solo esas vidas, sino la vida en general, nuestra vida.

Trágico entiendo que es el mensaje de la película - al menos el que yo vislumbro -, un mensaje que, de forma simbólica, nos conduce, como decía antes, al destino de la propia Irlanda. condenada al extrañamiento de sí misma y de los suyos, los mismos, sin embargo, que no pueden dejar de amarla y añorarla.

Vuelvo ahora a “Million dollar baby”. Cuando Maggie, al término casi de la película, se encuentra postrada en una cama, ya agonizante, y Frankie, su entrenador - Clint Eastwood -, ha accedido a la petición que ella le hace, este le desvela finalmente el significado de “Mo cuishle”. En un susurro le dice: “Mo cuishle significa mi amor, mi sangre”.

Quizás eso sea Irlanda para los irlandeses: su amor, su sangre. A pesar de todo. Y quizás por eso todos queremos ser irlandeses, salvo los propios irlandeses, aunque tan solo por el breve tiempo que tardan, tras su lanzar su imprecación contra ella, en necesitarla nuevamente.


Una parábola sobre la amistad, por Óscar Sánchez.

Martin McDonagh nos cuenta en Almas en pena de Inisherin una peculiar historia: en una pequeña y remota isla irlandesa dos amigos dejan de serlo. Colm -un, como siempre, soberbio Brendam Gleeson- decide romper la relación con su viejo amigo Pádraic -un sorprendentemente correcto Colin Farrel- porque... es muy aburrido. La película, que se mueve en el inicio en un tono de comedia, va progresivamente transformándose en un drama, dejando al espectador una extraña sensación porque es tal la desproporción entre el motivo del conflicto inicial y los devastadores efectos producidos que acabas con una sensación de irrealidad y absurdo. Al final, al menos esta es mi experiencia, quedas perplejo y te preguntas: ¿de qué va esto? ¿qué me han contado?

Después de meditarlo, esta es mi particular conclusión, creo que el el director ha querido hacer con esta película una parábola sobre la amistad. La amistad es un asunto muy importante, esto es reconocido por todo el mundo, incluidos filósofos y moralistas, pero en el fondo es un tema poco pensado. Martin McDonagh ha hecho en este trabajo algo parecido a David Hume en el Tratado de la naturaleza humana: igual que el filósofo escocés recurre a una imagen muy simple, una mesa de billar y dos bolas que chocan, para abordar una cuestión compleja, la relación causal; del mismo modo, el director anglo-irlandés pretende reflexionar sobre la amistad a partir de las relaciones que establecen en un territorio acotado unos pocos personajes.

Empecemos por Colm. Al inicio de la película toma una decisión: va a romper su relación de amistad con Pádraic porque es tedioso y aburrido y se va a volcar en la música y la poesía con la esperanza de dejar algo tras de sí que merezca la pena. Elige una vida centrada en el arte antes que otra que gira en torno al pub y conversaciones triviales sobre la mierda de la burra de Pádraic... ¿quién podría reprochárselo? Colm ha llegado a la conclusión que Pádriac le disminuye y entristece. Decía Spinoza que cada cosa se caracteriza por cierta proporción de movimiento y reposo y este principio físico aplicado al hombre se traduce en el plano ético en que cada persona tiene un cierto grado de potencia, cierto horizonte de posibilidades y el deseo, que es la esencia del hombre, consiste en ampliar dicho horizonte, en aumentar la potencia todo lo que sea posible. Para ello debemos estar atentos a los objetos exteriores que nos afectan y producen pasiones en nuestra alma: nos alegra aquello que aumenta nuestra potencia y nos entristece lo que la disminuye. Pues bien Colm ha llegado a la conclusión que Pádraic es un lastre y, consiguientemente, procede a cortar la relación con su viejo amigo. Colm actúa como un hombre libre que elige su destino. Pero la libertad de Colm, como diría Hegel, es una libertad abstracta y formal, no descansa en la realidad concreta ni en lo que Colm realmente es y traerá consigo fatales consecuencias. Lo que Colm no sabe es que los amigos no se eligen ni se abandonan de esta manera, sino que los encuentras en este extraño viaje que es la vida. El error de Colm es, como diría Nietzsche, no ser fiel a la tierra, cambiar la vida real por los sueños de la razón. A pesar del alto concepto que tiene Colm de sí mismo y de su misión en la vida acaba enajenado de manera similar a los adolescentes que sacrifican las relaciones personales por el mundo virtual.

En el otro polo de esta relación está Pádraic. Él sí sabe lo que es la amistad y la valora a su modo. Su incapacidad para la abstracción hace que sea más consciente que Colm de lo que está en juego. Precisamente por ello inicia una batalla para recuperar la amistad perdida. Pero en el intento de recuperar al amigo se pierde a sí mismo: Pádriac era un hombre amable y cuando pierde la bondad deja de ser él mismo, deja de ser el viejo amigo de Colm. Lo que Pádriac no sabe es que la amistad descansa en la buena voluntad: a un amigo pueden perdonársele muchas cosas pero no la mala voluntad. Cuando Colm descubre que Pádriac ha actuado de mala fe la posibilidad de una reconciliación se rompe definitivamente.

También los personajes secundarios juegan un papel en esta parábola. Cada uno a su manera muestra que la vida humana requiere de la amistad. Dominic es un marginado, no tiene amigos pero vive con la esperanza de tenerlos algún día y cuando descubre que Pádriac ya no es la persona amable que suponía que era y Siobhán, la hermana de Pádriac, le rechaza, entonces se quita la vida porque una vida sin amigos no merece ser vivida. Por su parte Siobhán es el término medio aristotélico entre los dos personajes principales: ni una vida dedicada a las musas como Colm, ni una vida dedicada a la burra y los animales como su hermano. Pero su humanidad no la redime porque no tiene amigas en Inisherin, por ello debe abandonar la isla en busca de una vida digna ser vivida.

Todas las parábolas transmiten una moraleja, una enseñanza: ¿qué hemos aprendido en Almas en pena de Inisherin? Quizá que la amistad parece estar forjada con un delicado material, de tal manera que una vez rota no es posible restaurarla. Las redes de amigos son algo extraño y delicado, requieren de atención y cuidados constantes, los cuales nos quitan tiempo y libertad... pareciera que no merece la pena tanto esfuerzo... Pero sin ellos quedamos (como Colm) literalmente mutilados, fuera de su cobijo solo hay el desierto, como de manera magistral muestra Orson Welles en Ciudadano Kane.

El director, Martin McDonagh, ha tenido el acierto de localizar el conflicto entre los dos amigos en un terreno acotado, en una pequeña y remota isla. Decía Borges que la amistad, al contrario que el amor, no precisa de cercanía. Creo que Borges solo tiene razón en parte. La amistad a distancia es tan pura como el amor cortés, perdura a costa de no ser satisfecha: los amigos, si lo son, quisieran estar juntos y compartir la vida, pero las circunstancias lo impiden. Sin embargo, es justo esa imposibilidad la que sostiene la amistad a distancia. Pero Colm y Pádraic son vecinos, viven próximos lo quieran o no, pues en la isla no tienen posibilidad de evitarse, y en esta situación la fricción de la cotidianidad desgasta la idealidad del vínculo. El auténtico valor de una amistad debe ser calibrado en esas circunstancias: en la cercanía de los cuerpos y no, por ejemplo, en los espacios virtuales.

La moraleja de Almas en pena de Inisherin es que las relaciones de amistad no son unos lazos externos que cada individuo instaura o rompe a voluntad sino que las redes de amigos nos constituyen anímica y físicamente y conforman nuestra identidad. Así cuando Colm rompe con su amigo deja de ser quien era y de manera aparentemente paradójica el objetivo que buscaba, la música, se torna imposible: Colm ya no puede tocar, queda incapacitado para la música porque ya no es él mismo. Y cuando Pádraic, que era una persona amable, por recuperar la amistad de Colm se vuelve ruin y mezquino deja de de ser Pádraic. Por eso cuando perdemos a un amigo perdemos una parte de nosotros mismos, nos hacemos más pequeños, mutilados. Pero vivir -y especialmente envejecer- consiste en asumir las pérdidas y aceptar el achique de nuestro horizonte de posibilidades o "grado de potencia" -que diría Spinoza-, como les ocurre a los protagonistas de la película... o tener el coraje de hacer como Siobhán: abandonar la isla e iniciar una nueva vida. Decía Pessoa:

"Llega un momento en que es necesario abandonar las ropas usadas que ya tienen la forma de nuestro cuerpo y olvidar los caminos que nos llevan siempre a los mismos lugares. Es el momento de la travesía. Y, si no osamos emprenderla, nos habremos quedado para siempre al margen de nosotros mismos".