Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

sábado, 12 de julio de 2025

Una breve teoría de la educación.
Óscar Sánchez Vega

“Solo me queda rogarle que pida a los maestros de esa II Convención que se anden con mucho tiento con eso de la experimentación pedagógica, que el niño no es rana, ni cuino, no se hizo para la Pedagogía, como el enfermo no es para la Patología, y que no importa tanto cómo se ha de enseñar como qué es lo que ha de enseñar, que del qué ya saldrá el cómo. Adviértales los peligros de ese experimentalismo pedagógico norteamericano, que quita toda el alma a la Enseñanza, que es ante todo arte, y arte poética”.

Párrafo de un mensaje enviado por Unamuno a la Segunda Convención del Magisterio American celebrada en Uruguay en febrero de 1930.


Recientemente he tenido el dudoso honor de formar parte de un Tribunal de oposiciones para profesores de secundaria, con lo cual me he visto obligado a enfrentarme a lo que, durante estos últimos años, he intentado esquivar en la medida de lo posible: la jerigonza pedagógica que envuelve y atraviesa todo el trabajo docente. Antes de esta experiencia compartía con muchos de mis compañeros de profesión cierta aversión instintiva a este extraño entramado conceptual que podría ser analizado como un mecanismo de defensa frente a lo desconocido que, en el fondo, no haría más que esconder un complejo de inferioridad, como aquel torpe alumno de filosofía que desprecia a Hegel porque no entiende nada de La Ciencia de la Lógica. Ahora lo veo de otra manera; interpreto tal aversión en términos nietzscheanos como síntoma de salud frente a la enfermedad del formalismo pedagógico.

Quisiera exponer en este texto una breve teoría materialista de la educación. Ahora bien, “teoría” no en el sentido estricto del término, sino en su modesto significado originario: la visión propia del espectador. En otras palabras, pretendo exponer humildemente la manera que tengo yo de ver o concebir la educación. Pero es necesario acotar más el asunto para poder ser abordado en unas pocas líneas. Lo que pretendo pensar es en qué medida las programaciones didácticas, elaboradas bajo las directrices de la actual ley educativa, la LOMLOE, inciden en el trabajo docente y el aprendizaje de niños y jóvenes.

A mi modo de ver el problema fundamental de la LOMLOE es el formalismo. Los pedagogos entienden que hacer programaciones consiste en aplicar un molde conceptual (el que ellos proponen) a un material amorfo, de igual manera que el molde la de figura de Apolo puede servir para realizar multitud de estatuas en distintos materiales: barro, mármol, bronce, etc (matemáticas, química, plástica, etc). Pero las competencias, criterios, indicadores, descriptores, etc, desconectados de los “saberes básicos” (los contenidos de toda la vida) son abstracciones formales carentes de realidad. Esta es la tesis que sostengo. El triunfo de los mandarines pedagógicos ha sido posible a costa de relegar los saberes básicos a una posición marginal en las Programaciones didácticas. Después de la reciente experiencia, puedo asegurar que un pedagogo que maneje la jerga propia del gremio tiene muchas más posibilidades de defender con éxito una programación de Filosofía, Matemáticas o Plástica que un especialista en estas materias ajeno a este léxico. Lo cual, a mi modo de ver, es manifiestamente absurdo.

Para que el no versado en estos asuntos se haga una ligera idea de lo que es una Programación didáctica hago un breve resumen de uno de sus apartados. Los docentes tenemos que explicitar cómo vamos a evaluar y calificar a nuestro alumnos y esta evaluación ha de seguir unas pautas: la evaluación de los estudiantes ha de tomar en consideración unos “indicadores de logro” que dan la medida en la que ciertos “criterios de evaluación” han sido alcanzados; estos criterios que nos permiten valorar si ciertas “competencias específicas” propias de cada asignatura han sido adquiridas por el alumnado; competencias que, a su vez, por medio de ciertos “descriptores operativos”, se vinculan con ciertas “competencias clave” comunes a todas las materias que todos los docentes deben trabajar y que apuntan a ciertos “objetivos generales” que se espera que el alumnado alcance al final de cada etapa educativa. Está claro… ¿verdad? Al menos tan claro como aquello de: “la parte contratante de la primera parte será considerada como la parte contratante de la primera parte”

El error de fondo, creo yo, consiste en considerar a los contenidos como amorfos y perfectamente intercambiables, como si fueran la materia primera de Aristóteles. De este modo, quien maneja los criterios puede aplicarlos a cualquier contenido. Pero todo este supuesto está equivocado de raíz. Los saberes tienen su propia morfología que conocen aquellos que han dedicado años de su vida a su estudio; cada saber, incluso cada unidad didáctica, tiene su propia idiosincrasia que permite organizarla y enseñarla de determinada forma, en base a ciertos criterios que conocen los especialistas en la materia (no es lo mismo, por ejemplo, enseñar un tema de lógica que otro de ética). No se trata entonces de ejecutar una misma competencia en ámbitos diferentes, sino que son esos mismos ámbitos o saberes los que piden ser abordados de manera muy diferente. En cualquier disciplina no se pueden fijar objetivos ni estrategias de aprendizaje al margen de los contenidos mismos que se pretenden enseñar. De este modo, lo razonable y sensato sería que una programación de Educación física, por ejemplo, poco o nada tuviera que ver con otra de matemáticas o filosofía. Pero lo que ocurre, sin embargo, es exactamente lo contrario: las programaciones de las distintas materias son básicamente idénticas.

En conclusión, la LOMLOE, a mi modo de ver, es una mala ley, la peor que yo he conocido en mis años de docente, pues es la más intervencionista, la que menos libertad deja a los profesionales para que puedan hacer su tarea del mejor modo que sepan. Pero las anteriores padecían el mismo mal, si bien más atenuado. Lo mejor sería, creo yo, acabar con el exceso de formalismo y burocracia y devolver la educación a los docentes. Una mínima estructura formal que dé coherencia a las distintas etapas educativas es sin duda necesaria, pero nada parecido al corsé ideológico al que nos vemos sometidos todos los docentes. Tal y como yo lo veo, la función de los pedagogos o expertos en educación debería limitarse a fijar los objetivos generales de cada etapa educativa y dar libertad a los docentes, los especialistas de cada materia, para diseñar y aplicar las mejores estrategias para alcanzarlos. 

Todo lo expuesto anteriormente sería un mero asunto gremial si no fuera porque afecta gravemente a la educación de nuestros niños y jóvenes. La solución tampoco es una vuelta atrás: sin duda la educación tradicional y memorística tiene graves dificultades y carencias de las que los profesionales somos plenamente conscientes. A menudo se ha querido caricaturizar a los críticos de la LOMLOE, presentándonos como viejas momias casposas añorantes de tiempos pasados, pero esta acusación es manifiestamente injusta: lo que reclamamos es, precisamente, una educación no autoritaria, es decir, no sometida a los mandamases pedagógicos.

martes, 8 de julio de 2025

""El ruido del tiempo" de Julian Barnes.
Por Diego Margallo



En 1930, tras la buena acogida de la primera, titulada “La nariz” y basada en el cuento homónimo de Nikolái Gógol, Dimitri Shostakóvich, que entonces tenía 24 años, comenzó a componer su segunda ópera, “Lady Macbeth de Mtsensk”, sobre el relato del escritor ruso Nokolái Leskov. Tras estrenarse en 1934, la obra tuvo un éxito inmediato, que la llevó a ser representada no sólo a lo largo de la Unión Soviética, sino también en múltiples teatros de todo el mundo: Buenos Aires, Nueva York, Estocolmo, Zúrich, Praga, Londres, Copenhague, Cleveland… 

Todo cambió, sin embargo, la noche del 26 de enero de 1936. Esa noche, en el Bolshói de Moscú, asistió a la representación de “Lady Macbeth” la cúpula del PCUS, el Partido Comunista de la Unión Soviética. Allí estaban Viacheslav Mólotov, presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo; Andrei Zhdánov, custodio de la pureza ideológica del arte soviético; y Anastás Mikoyán, miembro del Politburó. Todos ellos liderados por Iósif Stalin, secretario general del Comité Central del Partido Comunista de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, el cual, oculto tras una cortina del resto del público asistente, seguía el desarrollo de la ópera. 

Para quien dirigiera su mirada hacia ese palco oficial, resultaba evidente la disconformidad de sus integrantes con lo que escuchaban y veían: risas, aspavientos, gestos de incomodidad y de desagrado… Hasta que, antes del final de la obra, el palco quedó vacío, y el compositor, que también se encontraba presente, no recibió, como era habitual, la invitación de presentarse ante Stalin para recibir su felicitación. Este mal presagio se confirmó dos días después, cuando el diario “Pravda”, publicación oficial del PCUS, difundió un artículo sin firma que se refería explícitamente a “Lady Macbeth de Mtsensk”. Titulado “Caos en lugar de música”, calificaba la ópera de Shostakóvich como “discordante”, “cacofónica”, “epiléptica”, “vulgar”, “espasmódica” y “neurasténica”, ajena a los gustos saludables del público soviético y solo atenta a las enfermizas aspiraciones pequeñoburguesas, terminando con un amenazante “es un juego que puede terminar muy mal”. 

Dicha amenaza inoculó en Dimitri Shostakóvich un germen del que jamás pudo inocularse: el del miedo. Y eso es precisamente lo que nos muestra este libro, “El ruido del tiempo”, cómo el Poder, con mayúscula inicial, trata de someter al Arte, también con mayúscula inicial, hacia sus designios haciendo uso de ese miedo, pero también de otros mecanismos como el chantaje, la humillación, el halago, el privilegio… hasta finalmente destruir el alma de quien intenta contraponer a este Poder casi absoluto la integridad de su Arte.

miércoles, 14 de mayo de 2025

Sentido y Existencia (IV).
Óscar Sánchez Vega

a) Objeto y sentido: la diferencia ontológica.

Como había señalado en una entrada anterior, Frege no precisa claramente lo que entiende por “sentido”. Por un lado, un concepto no se define solamente por su extensión, es decir, por el conjunto de objetos que caen bajo él, sino que también tiene un sentido: el significado del propio concepto. Pero desplazar completamente el sentido al campo del significado podría llevarnos a un malentendido porque, para Frege, los sentidos no son construcciones mentales o meras herramientas psicológicas que utilizamos para ordenar el caos de las impresiones sensibles (al estilo de Kant). Por el contrario, los sentidos son propiedades de las cosas en sí, por lo cual estas pueden aprehenderse bajo descripciones tal como son objetivamente, o sea, bajo condiciones accesibles de manera pública: la mesa tiene este aspecto desde aquí o se puede juzgar acerca de 4 que es 2 + 2, etc.

Igual que Frege, Gabriel concibe los sentidos no en la parte de las representaciones sino como propiedades de las cosas mismas: el sentido es la manera en la que se nos aparecen los objetos “así y así”. Además, nuestros “sentidos” (vista, oído, gusto, etc.) son la manera en la que entramos en contacto con “el sentido”. Que el mismo término (“sentido”) designe nuestra capacidad para captar algún aspecto de la realidad y la estructura misma de aquello que captamos no es para nada un problema que ofusque el asunto que estamos planteando, sino todo lo contrario: una ambigüedad luminosa que contribuye a su cabal comprensión.

Los sentidos, en Gabriel, preceden ontológicamente a los conceptos. Por medio de los conceptos representamos y precisamos los sentidos que captamos en y entre los objetos. Asimismo, sin sentidos tampoco habría objetos: un objeto no es más que la suma de sus sentidos, es decir, no existe un “objeto puro” o noúmeno por debajo de las apariencias, sino que el objeto se constituye a partir de todo lo que podemos decir sobre él. En resumen, los objetos existen con un sentido, mantienen entre sí ciertas relaciones, que podemos aprehender y expresar mediante conceptos. Además, por lo regular, el sentido es encontrado y no constituido: el sentido de la pintura cubista es creado por los seres humanos, naturalmente; pero el sentido del sistema solar no: los planetas y el sol mantienen entre sí ciertas relaciones que podemos aprehender (o no), pero no son subjetivas ni creadas en modo alguno. Si encontramos un sentido que no nos era conocido todavía, se nos abren propiedades de objetos que antes nos eran desconocidas. Así avanza el conocimiento humano.

Gabriel denomina sentido o haz director al haz de descripciones que unifican un objeto, en otras palabras, a lo que la tradición filosófica llama “esencia”. Por ejemplo: Dinamarca es un objeto que existe en el campo de la Unión Europea y también en Hamlet de Shakespeare, pero… ¿qué es “Dinamarca” en sí? ¿cuál es su “esencia”? Gabriel respondería que su sentido director ha de encontrarse en la intersección de los sentidos que tiene Dinamarca en los distintos campos en que aparece. En este caso sería la historia de Europa: Dinamarca es un país que existe en este contexto, insertado en la historia de Europa; esa es su “esencia”, podríamos decir.

Para acabar este punto, volvemos a recordar algo que ya habíamos señalado en una entrada anterior: la diferencia entre objetos y campos de sentido es funcional, no sustancial (en contra de la distinción de Frege entre objetos y conceptos). Lo cual quiere decir que un campo de sentido existe en la medida en que aparece como objeto en el seno de otro campo de mayor rango; y, por su parte, un objeto pasa a ser un campo de sentido en la medida en que “penetramos” en él para aislar y conocer las partes que lo componen. A esto lo llama Gabriel, inspirándose claramente en Heidegger, diferencia ontológica funcional. Esta característica hace de la ontología de los campos de sentido una propuesta que ciertamente no es jerárquica, pero tampoco del todo plana. Que la ontología de Gabriel no es jerárquica significa que no hay un arriba y abajo ontológico, es decir, no hay una estructura de géneros y especies que nos acerquen o alejen del Ser propiamente dicho. Todas las existencias son igualmente valiosas o reales por lo que no hay unidad sino coexistencia. Pero la ontología de los campos de sentido tampoco es completamente plana porque lo que existe no es una mera suma de individuos singulares. Sin la diferencia ontológica funcional entre campos y objetos no existirían ni los unos, ni los otros.

b) Realidad, posibilidad, contingencia y necesidad.

Como no hay arriba y abajo ontológico, es decir, puesto que no hay una estructura jerárquica entre los campos de sentido, la ontología de Gabriel se despliega como una teoría de las modalidades articulada en torno a los cuatro tipos clásicos: realidad, posibilidad, contingencia y necesidad.

Afirma Gabriel: “Realidad es el hecho de que un objeto aparece en un campo de sentido. Posibilidad es el sentido directivo de un campo de sentido, que se logra por abstracción de aquello que aparece en él.” (p. 295) En otras palabras: “realidad” se identifica con “existencia”, consiste en aparecer en un campo de sentido; mientras que “posibilidad” designa el sentido directivo de un campo que determina lo que puede darse en él. De este modo, Gabriel trata de evitar la noción “mundo posible” porque la considera oscura: “la posibilidad no es una categoría metafísica, es decir, no es un concepto universal que esté definido más allá de los campos de sentido. Lo que es posible está determinado entre otras cosas por lo que es real.” (p 304)

Por tanto, la ontología de Gabriel es actualista:
“La posibilidad es un producto de la abstracción, que se apoya en la realidad, lo cual corresponde a la antigua tesis, discutida entre otros por Aristóteles, Kant, Schelling, Bergson y Heidegger, según la cual no puede haber ninguna posibilidad sin una realidad dada (...), lo real aparece siempre en un campo de sentido, cuyo sentido directivo define posibilidades, a las que tenemos acceso por abstracción.” (Gabriel, Sentido y existencia, p. 303)
Algo es posible solamente si es compatible con el sentido director de un campo dado. Lo posible es lo que queda cuando hacemos abstracción de ciertos rasgos de los objetos reales que aparecen en un campo de sentido. Por ejemplo: lo real es que yo soy profesor de secundaria; lo que es posible es que cambie de trabajo, pero es imposible que me crezcan alas y pueda volar.
“Realidad y posibilidad son relaciones que se dan entre un campo y sus objetos. La realidad es una relación entre un objeto dado y el campo de sentido en el que él aparece, mientras que la posibilidad es una relación entre el sentido director de un campo de sentido y un alcance de objetos que no queda agotado con necesidad por los objetos que aparecen precisamente en este campo de sentido. Las posibilidades están relacionadas con la forma de aparición de objetos, mientras que las realidades siempre añaden además propiedades adicionales, por las que queda individuado un objeto.” (Ibídem, p. 304)
Por otra parte, necesidad y contingencia son relaciones entre objetos inmanentes a un campo. Para Aristóteles, la necesidad se refiere a aquello que no puede ser de otra manera, es decir, lo que no puede no ser. Por otro lado, la contingencia es lo que no está determinado por la necesidad y puede ser o no. Por ejemplo (en términos de Gabriel): en el campo de sentido de mi habitación el flexo está a la izquierda del ordenador y tal relación es, como muchas otras, claramente contingente. El problema filosófico atañe a la necesidad.

Meillassoux ha propuesto fijar la diferencia entre metafísica clásica y pensamiento posmetafísico en la pregunta de si hay una entidad necesaria o no. Contra la idea de que existe tal entidad, ha formulado la tesis de que la única necesidad es que no hay ninguna entidad necesaria. Todo lo que hay es contingente, por tanto, habría podido también no existir, de modo que también podría dejar de existir. Lo único absolutamente cierto es que todo puede irse al infierno en cualquier momento.

La respuesta de Gabriel a la tesis de Meillassoux es que las entidades no pueden caracterizarse como necesarias o contingentes, sino que estos modos caracterizan las relaciones entre objetos en un mismo campo de sentido. Por tanto, no podemos negar la necesidad en general, como hace Meillassoux, sino siempre en referencia a un campo. Por ejemplo: es cierto que el campo de sentido de los relatos de ciencia ficción no hay ninguna relación necesaria puesto que cualquier cosa podría ocurrir; pero en el campo de sentido de la aritmética es estrictamente necesario que haya exactamente un número positivo natural entre 1 y 3. Es el sentido directivo de un campo quien fija si se dan o no relaciones necesarias entre los objetos que lo componen.

c) Pluralismo epistemológico y descripcionismo parcial. 

El libro de Sentido y Existencia es un trabajo de ontología, esto quiere decir que se centra en la indagación sobre la existencia, pero en sus últimos capítulos Gabriel comenta algunas cuestiones sobre la teoría del conocimiento. En este ámbito, la única tesis compatible con lo que venimos diciendo es, naturalmente, la del pluralismo epistemológico, es decir, la afirmación de que hay distintas formas de saber: hay diversos sentidos, diversas clases y maneras bajo las cuales pueden aparecer los objetos.

¿Qué tipos o clases de saber existen? Constatar qué campos de sentido y, por tanto, qué campos de saber hay, responde Gabriel, es tarea ajena a la reflexión filosófica. Además, tampoco se trata de un conjunto cerrado: los diferentes saberes (científicos, tecnológicos, artísticos, etc.) se van constituyendo conforme ciertos sentidos nos son revelados. Lo importante aquí es destacar es que para un realista como Gabriel el conocimiento no es fundamentalmente construcción sino más bien aprehensión de lo hay, de los distintos objetos que aparecen en diferentes campos de sentido. Es más: el pensamiento también pertenece a lo que existe, y no se ocupa «desde fuera» con lo que hay. Los pensamientos son objetos que aparecen en el campo de sentido de la conciencia o mente y se caracterizan por la propiedad de ser verdaderos o falsos y de ser distintos entre sí en virtud de su sentido.

Por último, Gabriel niega el representacionalismo, es decir, la posición filosófica de que el mundo que vemos en la experiencia consciente no es el mundo real en sí mismo, sino simplemente una réplica en miniatura, un mero reflejo o representación de la cosa en sí. Por el contrario...
“conocemos parcialmente cosas en sí, en cuanto las representamos como algo que se expone de una determinada manera, a saber, en cuanto lo describimos. El descriptivismo parcial es una modalidad de una teoría relacional de la experiencia, pues él asume que nosotros experimentamos cosas en sí por el hecho de que estamos en una relación con ellas, que envuelve las cosas mismas bajo determinadas descripciones.” (Ibídem, p. 375)
En otras palabras, la postura que defiende Gabriel en este punto, el descriptivismo parcial, afirma que los pensamientos son reales (sean verdaderos o falsos) y los pensamientos verdaderos enuncian lo que las cosas son, tendiendo en cuenta que todos los objetos nos aparecen solamente bajo condiciones de descripciones parciales. Por un lado, ninguna de estas descripciones es completa y definitiva, pero, por otra parte, el objeto solo puede dársenos bajo alguna de ellas.

Por ello, concluye Gabriel su ensayo con las siguientes palabras:
“Simplemente, no hay ningún mundo oscuro que conste tan solo de partes elementales, al que los conocimientos animales lleven un poco de luz, si bien siempre bajo condiciones muy desfiguradas. La luz resplandece ya. Las cosas son de hecho tal como las representan los pensamientos verdaderos. Esta universal reflexión realista puede defenderse en diversos campos y con diferentes métodos. Por tanto, hay que despedirse del dogma de que sentido y existencia deben distinguirse en el plano conceptual, como si nosotros nos encontráramos frente a un mundo de objetos individuados de manera puramente extensional, acerca del cual opinamos además que es una totalidad, que en caso de éxito podemos reproducir mediante el aparato teórico. El realismo ya no se hace ninguna imagen del mundo." (Ibídem p. 397)

jueves, 8 de mayo de 2025

La civilización de la memoria de pez.
Eduardo Abril


 Leo, en La civilización de la memoria de pez:

«Atlanta, 13 de octubre de 2018. La policía tardó un poco en tomarse en serio las llamadas que llevaba recibiendo desde hacía una hora más o menos. En la voz del vendedor se advertía una gran angustia: hacía muchos minutos que no salía nadie del Ikea donde trabajaba. Un sábado por la tarde, a poco más de un mes de Acción de Gracias, era preocupante. Debía de estar pasando algo, toma de rehenes, accidente, fenómeno inexplicable. Aparentemente, todo era normal, los cajeros consultaban sus móviles para pasar el tiempo, a la espera de los clientes que no llegaban. La explicación era sencilla: alguien se había entretenido en cubrir el suelo de la tienda de flechas que creaban un laberinto indescifrable. Los clientes, disciplinados y ocupados con sus compras, daban vueltas incapaces de encontrar la salida. Pasaban de los dormitorios a los salones, de los salones a las cocinas y a las oficinas y luego aparecían de nuevo en los dormitorios. Era una tienda gigantesca, así que necesitaban tiempo para darse cuenta de que ya habían pasado por allí. Estaban perdidos».

Por supuesto, lo que relata aquí Patino es una fantasía, nunca ocurrió esa escena. Sin embargo, Patino lo utiliza para hacer la habitual crítica de lo virtual: «Este itinerario formado por flechas es la materialización de los algoritmos que nos guían permanentemente en nuestra trayectoria y nuestras decisiones: seguirlas ciegamente creyendo en sus promesas de optimización nos convierte en sonámbulos».

Tal vez, si nos tomamos en serio esta fantasía, deberíamos poner en duda este «deambular sonámbulo». ¿Realmente toda esa gente que deambulaba por Ikea, siguiendo flechas, estaba «perdida»?, ¿no sería que, en realidad, no querían salir? Al fin y al cabo, la fantasía de quedarse encerrado en un gran almacén, es un sueño que todos hemos tenido de niños. Por eso, puede que el problema no sea que seguimos flechas o que los algoritmos guían nuestras elecciones, como habitualmente se dice, sino cuáles son las flechas e instrucciones que seguimos. ¿Y si los clientes del Ikea simplemente preferían seguir los caminos trazados de la tienda, que salir al mundo «real» y recorrer otros itinerarios? Tal vez los algoritmos no sean tan malos al fin y al cabo, y lo realmente terrible sea despegar la cabeza de las pantallas y tener que vivir en ese mundo «real». Igual deberíamos darle una oportunidad a la idea de que ese mundo de algoritmos, más que el problema, sea la solución. Aunque entonces las cuestiones que deberíamos plantear sean otras: ¿solución a qué? ¿no es una solución igual de problemática que lo que se quiere solucionar? Puede que, esta letanía contra el mundo virtual, que se ha convertido en un lugar común de los filósofos, no sea más que un fetiche. Nos permite seguir creyendo en un mundo verdadero y auténtico, el del «valor de uso» que dirían los marxistas, un mundo falseado por unos odiosos gurús de la tecnología mediante un sucedáneo de bits.

El otro día, después del gran apagón,  algunos destacaron que «ocurrió» uno de esos momentos de lucidez en el que, miles de personas, liberados de móviles y redes sociales, se echaron a las calles a disfrutar de sus vecinos y vecinas, hablar con ellos, hacer juegos, bailar, compartir, vivir en el mundo «real». O si no real, por lo menos, un mundo compartido, el de la bella comunidad de los iguales, una recuperada eticidad griega que Hegel sabía perdida para siempre. Enseguida se identificaba el culpable, el monstruo híbrido que impide, o por lo menos entorpece las relaciones «auténticas», la emergencia de esta potencia de la multitud: eran los «malditos móviles», esos instrumentos del capitalismo  que roban nuestra atención y nos impiden vernos y ver a los demás, que nos aíslan, frustrando eso que sabemos hacer bien los humanos: «construir comunidad». Pero lo que no se dijo tanto es que, además de no poder mandar mensajes y mirar nuestras redes, lo que tampoco se podía hacer es trabajar (salvo las tiendas de electrónica viejunas y los comercios chinos, que se hincharon a vender radios analógicas). Pero yo recuerdo que hace años, sin móviles, las cosas no eran tan diferentes. No dedicábamos los días a establecer redes sociales de carne y hueso, no bailábamos con desconocidos por las calles, ni teníamos una relación mejor con nuestros vecinos. Los míos, de hecho, debían estar bastante hartos de mí y de los horribles sonidos que era capaz de sacarle a mi Gibson SG de marca blanca.

Por eso, y es sólo un pensamiento a vuelapluma, se me ocurre que si una tormenta solar nos liberase de nuestros mundos virtuales, pero no del trabajo, ese mundo auténtico que defienden algunos, esa potencia colectiva que ansiamos con nostalgia, se volvería más infernal de lo que ya es. Los algoritmos nos marcan el camino, por supuesto, ¿Quién lo duda? Pero el mundo «real» está plagado de de flechas que, en realidad, no son mucho mejores.

domingo, 4 de mayo de 2025

Sentido y Existencia (III).
Óscar Sánchez Vega


“El mundo no existe” o, dicho de una manera más precisa: “ninguna imagen del mundo”. Es esta, sin duda, la tesis más chocante y hasta extravagante de la ontología de Gabriel. ¿Qué quiere decir con ella?

Primero aclaremos que entiende Gabriel por “mundo” y a continuación resumimos y sintetizamos lo que llevamos diciendo en las dos entradas anteriores sobre la existencia.

Gabriel distingue “mundo” y “universo”. Llama “mundo” a la noción que totaliza y unifica todo cuanto existe, mientras que “universo” designa la totalidad de cuerpos que existen en el espacio- tiempo. El naturalismo es la posición filosófica que identifica mundo y universo y afirma que todo cuanto existe (objetos físicos, energía, partículas elementales, funciones de onda, campos gravitatorios o magnéticos, etc.), existe en el universo. Pero, sin ir más lejos, las ciencias que estudian el universo (la física y la cosmología) existen de manera diferente a como existe su objeto de estudio. Naturalmente, la física no podría existir sin los soportes materiales (libros, papel, laboratorios, máquinas, pantallas, etc.) que la sustentan, pero es evidente que cuando hablamos de “la física” no nos referimos a estos objetos sino, principalmente, a las leyes y teorías de esta ciencia. ¿Los conceptos (no solo de la física, sino del resto de disciplinas científicas, artísticas, tecnológicas, etc.) existen realmente o son meras ficciones? Por supuesto que existen, afirma Gabriel, pero no existen en el universo, (puesto que el universo consta solo de cuerpos en el espacio-tiempo). Existen de otro modo. Podríamos decir que existen en el mundo… si esa afirmación tuviera algún sentido.

Lo que podemos admitir, siguiendo a Gabriel, es que el universo no agota todo cuanto existe y que la noción de mundo es más abarcadora y general que la de universo.  Se trata ahora de elucidar ¿qué es el mundo?, de determinar -en términos de Frege- si la totalidad de lo que existe cae bajo el concepto “mundo” y si, por lo tanto, podemos utilizar este concepto como cualquier otro cuya extensión no sea nula. 

En primer lugar, debemos considerar que “mundo” designa siempre una totalidad, un Todo, pero... ¿de qué tipo? Gabriel distingue mundo como totalidad aditiva (lo que Gustavo Bueno llama totalidad distributiva) o como cosmos, es decir, como totalidad cualitativa (lo que Gustavo Bueno llama totalidad atributiva).

Si el mundo fuera una totalidad aditiva, es decir, una mera suma de elementos disímiles, la noción de mundo coexistiría con el resto de conceptos o, en términos de Gabriel, campos de sentido. Pero la cuestión es que una totalidad aditiva no es una verdadera totalidad: el mundo no puede existir sin más entre otros conceptos, como mera adicción, sino que -por ser “mundo”- ha de englobar el resto de conceptos y objetos; en otras palabras: ha de ser el campo de sentido donde existen el resto de campos de sentido. Por ello siempre se ha concebido el mundo como cosmos, es decir, como una totalidad cualitativa o atributiva. El mundo se distingue del resto de cosas y conceptos porque todo lo demás está integrado en él. El mundo es el Todo desde el cual las partes tienen sentido como “partes”; en otras palabras: el mundo ha de ser el campo de sentido de todos los campos de sentido.

Ahora bien, este es el punto clave, si existir es caer bajo un concepto o aparecer en un campo de sentido… ¿en qué campo de sentido aparece el mundo mismo? Parece que aquí solo se dan dos posibilidades: o bien el mundo aparece en otro campo de sentido, o bien aparece en sí mismo. Pero el mundo no puede aparecer en otro campo de sentido porque si así fuera este segundo campo de sentido sería el verdadero “mundo” y no el primero (y para afirmar la existencia de este segundo mundo tendríamos que repetir el procedimiento y así ad infinitum).  Por otro lado, una totalidad cualitativa no puede aparecer dentro de sí misma junto con otros campos de sentido, pues entonces no sería una totalidad, o sea, el mundo no puede incluirse a sí mismo. En esto precisamente consiste la famosa paradoja de Russell.

Así pues, no hay forma de pensar la noción de “mundo”, se trata de un pseudoconcepto. Dice Gabriel:

“El concepto de mundo tiene un origen mitológico y se basa en la representación de que hay un todo donde están inmersas personas y cosas sin excepción; esa representación estuvo referida en primer lugar al escenario entre el cielo y la tierra. Según Blumenberg, el espacio ocupado por el escenario y todo lo que acontece en él está presentado en Hesíodo mediante la metáfora absoluta de un bostezo que se abre, de un caos (χάος). El puesto que asume el mundo en conjunto es un bostezo absoluto, que, por supuesto, no puede ser un bostezo de nadie, pues si fuera de alguien se platearía la pregunta de dónde está la divinidad cuyo bostezo da el marco de todo lo que acontece en ese mundo.” M. Gabriel, Sentido y Existencia, p 219.

Entonces la noción de “mundo” es lo que Blumenberg llama una metáfora absoluta, es decir, un mito que sirve de marco al resto de las representaciones. Pero cuando queremos conceptualizar este marco último incurrimos en contradicciones inevitables. Este es el problema de la ontoteología que nos conduce a un callejón sin salida. De ahí el lema de que el mundo no existe. Pero esta tampoco una afirmación exacta: sobre el mundo no se puede decir nada, ni siquiera que no existe. El nihilismo metafísico no es la postura que defiende Gabriel. Los nihilistas dicen que la Nada es el Todo y niegan los ámbitos. De este modo la posición nihilista sigue siendo monista. En cambio, la propuesta de Gabriel consiste en abandonar toda esperanza de responder a la naturaleza última de la realidad pues sea cual sea la respuesta, de un modo u otro, se sigue en el monismo. En la línea de Wittgenstein, Gabriel sostiene que cualquier enunciado sobre el mundo es un sinsentido mejor o peor escondido. Por eso el lema que defiende Gabriel es “ninguna imagen (intuición) del mundo”. Esta es una posición similar a la de Badiou que comparte un mismo objetivo: una ontología más allá de la metafísica, una pluralidad sin Uno. El error de Badiou, a juicio de Gabriel, es el formalismo, la pretensión de reducir la ontología a teoría de conjuntos, pero hay realidades que no se dejan formalizar... como el amor. 

En la segunda parte de su libro Gabriel elabora una ontología positiva, una teoría de las modalidades (necesidad, contingencia, realidad y posibilidad) que gira en torno a una tesis central: existen indefinidos campos de sentido que no comparten una misma estructura o forma lógica. Para Gabriel lo que existe siempre es un objeto que aparece en un campo de sentido. Esta es la definición de existir: aparecer en un campo de sentido. Y un campo de sentido solo existe en la medida en que es un objeto, es decir, en la medida en que aparece individuado en otro campo de sentido. Por ello la diferencia entre objetos y campos de sentido es funcional, no sustancial (en contra de la distinción de Frege entre objetos y conceptos). Pero no podemos operar un cierre ontológico en este sistema postulando un campo de sentido último -un mundo- que englobe y unifique todos los demás. La relación entre los campos de sentido responde a lo que Gustavo Bueno llamaba el principio de symploké, es decir, algunos campos de sentido están relacionados con otros, pero no ocurre que todos estén relacionados entre sí, pues ello nos conduciría directamente a la idea de mundo con todas las contradicciones que acarrea, ni que no haya relaciones entre ellos (el conocimiento entonces sería imposible, pues conocer significa relacionar conceptos).  (Sigue)

miércoles, 23 de abril de 2025

Sentido y Existencia (II).
Óscar Sánchez Vega


Recordemos en primer lugar que el objetivo de estas entradas es seguir a Gabriel en su objetivo de reflexionar sobre la existencia y, en segundo lugar, que Kant acierta al considerar que la existencia no es una propiedad auténtica.

La siguiente referencia que vamos a tomar en consideración es Frege. La ontología de los campos de sentido de Gabriel debe mucho a Gottlob Frege, como él mismo reconoce, aunque el filósofo contemporáneo se esfuerce en marcar distancias con su ilustre predecesor.

Existir, afirma Frege, es caer bajo un concepto. De este modo las afirmaciones de existencia pueden entenderse como «negaciones de la clase nula», es decir, existen aquellos conceptos que tienen una extensión no vacía. Así existen caballos porque encontramos objetos que caen bajo este concepto, pero no existen unicornios (o mejor dicho: no existen unicornios como especie animal, pero sí existen como dibujo, por ejemplo). Pero la existencia, al contrario de lo que planteaba Kant, no está limitada por nuestra experiencia, ni es subjetiva en ningún sentido relevante del término. Así, por ejemplo, existe un número primo entre 4 y 6, o no hay ningún número natural que sea el máximo. Como matemático, estos son los ejemplos de existencia en los que estaba interesado Frege; se trata de hechos que podemos aprehender, pero son independientes de nuestra experiencia o voluntad.

Las consecuencias ontológicas que se derivan de este planteamiento, y que Gabriel asume, son principalmente dos:

Primera. Descriptivismo ontológico: todo lo que existe, existe bajo una determinada descripción, nada existe en general sino así y así. En otras palabras: todo cuanto existe tiene un sentido. Frege no da una definición rigurosa de “sentido”, habla del sentido como la intensión de un concepto o el “modo de presentación” de un objeto. No es lo mismo referirse a Aristóteles como el hijo de Nicómaco o como el discípulo de Platón. En este caso, los sentidos son diferentes, aunque la referencia es la misma. Lo importante aquí es destacar que el sentido y la existencia están en una conexión conceptualmente indisoluble. Según esto, no hay un “objeto puro”: si algo existe, hay un sentido en el que existe, por ejemplo, como caballo, como número primo, o como rey de Francia.

Segunda. Pluralismo ontológico. Hay muchos conceptos y, por tanto, muchas formas de existencia. Lo que deduce Gabriel de aquí, entre otras cosas, es que la distinción entre realidad y ficción es funcional, no esencial. Por ello obras como Alicia en el País de la Maravillas o Don Quijote no son, sin más, obras de ficción pues en su interior hay ficciones: lo que es una ficción desde una perspectiva exterior al libro, pasa a ser la realidad desde la que se generan ficciones en el interior de la obra. Todo depende del marco de partida. Y del mismo modo que la existencia está sometida a condiciones, pues lo que existe solo puede existir en un ámbito (concepto) y con un sentido, también la no-existencia está sometida a idénticas condiciones. ¿Qué quiere decir que algo no existe? Pues que no existe en un ámbito... pero sí en otro. Los unicornios, por ejemplo, no existen en la naturaleza, pero sí existen en los cuentos infantiles. En términos de Frege, todo lo que cae bajo un concepto existe (excepto el Mundo que, como veremos más adelante, no existe en absoluto).

Como decía al principio de esta entrada Gabriel se esfuerza por marcar diferencias con Frege señalando dos divergencias de poco calado (según mi parecer).

Primera. Frege intenta, en la medida de lo posible, formalizar su teoría y expresarla en términos matemáticos. Así, por ejemplo, el lógico alemán equipara la existencia y el cuantificador universal (lo que está en la base de la teoría de conjuntos y la ontología de Badiou). Gabriel entiende que la formalización aporta poco. El lenguaje formal solo tiene un significado si previamente hemos interpretado los signos en clave ontológica. Pero por sí solo un lenguaje formal, como la teoría de conjuntos, no resuelve los problemas de la ontología.

Segunda. Gabriel sustituye la noción de “concepto” de Frege por “campo de sentido”. Ambos están de acuerdo en que es necesario un trasfondo para que algo se dé, pero la noción de “concepto” es, a juicio de Gabriel, demasiado rígida pues son posibles otras formas de existencia al margen de la conceptual, como el amor, por ejemplo. Además, la distinción entre concepto y objeto en Frege es esencial; en cambio, la distinción entre existencia y campo de sentido en Gabriel es funcional, pues un campo de sentido es objetivo, y con ello “existe”, solamente en la medida en que aparece individuado en el seno de otro campo de sentido de rango mayor.

Pero más allá de estas diferencias lo fundamental es que tanto Frege como Gabriel conciben la existencia como una propiedad de ámbitos, es decir, para que algo exista, ese “algo” debe darse en un trasfondo: un concepto (en el caso de Frege) o un campo de sentido (en el caso de Gabriel).

Por otra parte, Frege y Gabriel no son los únicos que conciben la ontología de este modo. Kitarō Nishida también dice algo parecido: las cosas solo pueden existir en un basho, que es una palabra japonesa que viene a significar “lugar”. Pero el basho en sí mismo no es nada, es la condición previa para que las cosas sean inteligibles. Un basho solo existe en la medida en que se convierte en elemento de otro basho de mayor rango. De este modo, Nisihida elabora una ontología compuesta por nueve bashos concéntricos que descansan sobre la nada absoluta (zettai mu). (Sigue)

lunes, 14 de abril de 2025

Apuntes dispersos a propósito de la Ciencia de la lógica de Hegel.
Borja Lucena

1. En el lenguaje se muestra la inconsistencia interna de la identidad, su necesidad de reflexión en lo otro de sí, su diferencia. En este sentido, tal y como afirma Hegel, el lenguaje más cotidiano ya comporta en sí mismo un "presentimiento de la esencia", porque, en él, la afirmación de una identidad -de una identidad efectiva- incluye necesariamente el doloroso paso a través de lo desigual. La identidad real, en efecto, se asienta sobre la actividad de diferir. Decir "Dios es Dios" es no decir nada. Constituye una simple identidad tautológica, abstracta, deudora del simple intelecto. La identidad real se establece únicamente al abrir en el lenguaje la brecha de la diferencia: "Dios es el ser supremo".

2. La aproximación de Hegel a todo aquello que considera está gobernada por un deliberado dejar-ser que, en algún aspecto, podría evocar a la Gelassenheit heideggeriana. Al afrontar las fuerzas y categorías diversas que asolan a las cosas (del mundo), Hegel aboga por no hacer nada en ni con ellas, no fijarlas clasificatoriamente, no endurecer las distinciones y límites con el solo fin de catalogar la consistencia de lo considerado. Hegel propone, más bien, abandonarlas a su propia negatividad, dejar correr su movimiento intrínseco, permitir que choquen contra sí, se agoten, se consuman y enfrenten los designios inscritos en su propia finitud. Sólo en este abandono es posible situarse en el dinamismo que levanta la existencia de la cosa y marca sus radicales necesidad y contingencia.

3. Si pretendemos comprender la auténtica naturaleza de la contraposición que todo lo anima, Hegel nos ofrece una bella imagen que evoca poderosamente la necesaria co-pertenencia de los opuestos y puede ayudar a erradicar la nefanda idea de una realidad auto-transparente, bondadosamente estática o carente de negaciones y dolorosas contradicciones. Los imanes, al ser partidos por la mitad, no resultan en dos polos magnéticos separados, sino que sus dos mitades generan sendos imanes completos y dotados de ambos polos. Los términos opuestos, de acuerdo con esto, sólo encuentran existencia sobre la tensión, la negación, la resistencia de lo otro; lo positivo, por propia necesidad, no es nunca sin la referencia al íntimo no-ser que lo acecha.

4. No es de extrañar que Hegel recogiera, como primera de sus doce tesis en latín redactadas en Jena, la siguiente y perturbadora declaración: "La contradicción es regla de lo verdadero, la no contradicción de lo falso".
En su examen de los resultados rendidos por la filosofía crítica de Kant, Hegel se muestra, a la vez, como portador del testigo dejado por el filósofo de Königsberg y como crítico inmisericorde. Su juicio se ve entreverado por la admiración hacia un nuevo principio filosófico y la decepción de comprobar cómo las innumerables contenciones del idealismo trascendental no habían sabido conducirlo a una realización vigorosa.
Uno de los principales caballos de batalla de Hegel se identifica con el intento de desmontar la subsistencia kantiana de una cosa-en-sí resguardada de los avatares fenoménicos. Tal y como subraya Hegel, se trata de una hipótesis inconsistente, pues la propia mismidad de una cosa-en-sí, que parece resultar garantizada, se ve inmediatamente destruida: sin la "variedad multiforme" que agita la existencia fenoménica, toda cosa-en-sí habría de ser indistinguible con respecto al resto de cosas-en-sí.
De acuerdo con la doctrina de la esencia, el principio mismo de la existencia consiste en dejar atrás, para siempre, el abrigo de un fundamento inconcuso y tranquilizador al que poder volver. Frente a la imagen (metafísica) de un fundamento de las cosas positivo, sólido, aquietado, modelo que el mismo Kant, pese a sus protestas, no había realmente desechado, el fundamento tematizado por la Ciencia de la lógica es asunción del torrente de contradicciones que vivifican todo lo real y lo desajustan con respecto a sí. Las cosas, bajo este horizonte, obedecen a multitud de tensiones irreductibles, de las que son resultado; no poseen firmeza comparable a la de núcleos de tierra firme, sino más bien a la de instantáneos equilibrios siempre asomados a un fondo de inestabilidad inevitable:
"Todo es precisamente en la misma medida un ser contradictorio y, por consiguiente, imposible"
La diferencia, la pérdida, la enajenación en lo otro no suponen carencia, sino momento imprescindible en una real consistencia ontológica. Este es el elemento crucial que Kant no supo advertir o se negó a admitir. La suya, en consecuencia, es una filosofía que libera lo infinito, sí, pero lo neutraliza a través de la sujeción a categorías finitas.

jueves, 10 de abril de 2025

Sentido y Existencia (I).
Óscar Sánchez Vega



Sentido y Existencia, 
(2017), es la obra fundamental de Markus Gabriel. Se trata de un importante trabajo de más de 500 páginas que contrasta con otros libros del autor que tienen un carácter más divulgativo (Por qué el mundo no existe, Yo no soy mi cerebro, etc.). Gabriel, en buena medida, ha alcanzado cierto éxito y reconocimiento gracias a sus obras más populares, pero es en Sentido y Existencia donde en verdad profundiza en su propuesta filosófica.

Todo sistema filosófico que se precie descansa en una ontología, una teoría sobre la realidad que sirve de base y de fundamento a otras teorías. En Sentido y Existencia Gabriel hace una exposición rigurosa y sistemática de su proyecto: una ontología de campos de sentido que intentaré ir exponiendo y comentando en una serie de entradas.

En primer lugar, cabe preguntarse si una ontología, o al menos la ontología de los campos de sentido, es o no metafísica. Pues depende, contesta Gabriel, de lo que entendamos por “metafísica”. Si, como sostienen algunos, metafísica es todo discurso que postula la existencia de objetos no físicos, entonces la ontología de los campos de sentido es metafísica. Pero Gabriel no lo ve de este modo: afirma que la metafísica es un discurso sobre el Todo, sobre la totalidad. Entonces, paradójicamente, los cientificistas, materialistas, positivistas, etc, que se consideran a sí mismos como fustigadores de toda metafísica, ellos mismos son los metafísicos, pues afirman que Todo cuanto existe son los objetos físicos englobados en las clases naturales que estudian las ciencias empíricas; mientras que el resto de los objetos son ficciones, construcciones sociales que, hablando estrictamente, no existen en sí.

El objetivo de Gabriel es hacer una ontología no metafísica, es decir, un discurso que no englobe todo lo que existe bajo una sola categoría, cualquiera que sea, o, dicho con otras palabras: la ontología que propone el filósofo alemán no versa sobre el Ser sino sobre la existencia. Gabriel pretende reflexionar sobre el significado y alcance de la idea de existencia. ¿Qué significa “existir”?

Encontramos en Kant un inmejorable punto de partida para empezar esta reflexión.

Kant, a juicio de Gabriel, acierta plenamente cuando sostiene que la existencia no es una propiedad auténtica porque no permite distinguir un objeto de otro. Esta es la clave de la crítica kantiana al argumento ontológico: afirmar que Dios no existe no implica contradicción alguna porque la existencia no es un predicado real. Si Dios no existe, entonces no es posible formular un juicio contradictorio sobre Él, pues solo cabe la contradicción cuando afirmamos de un sujeto propiedades incompatibles entre sí (“un triángulo tiene cuatro lados”, por ejemplo), pero si se elimina el sujeto se elimina la contradicción. La existencia, sostienen Kant y Gabriel, no es un predicado real: decir que algo, un objeto, “existe”, no es añadirle propiedad alguna. Por ello, dice Kant, “cien táleros reales no poseen más contenido que cien táleros posibles”.

Ahora bien, si la existencia no es un predicado real, no es una propiedad de las cosas, entonces… ¿qué es? La respuesta kantiana es que la existencia es una categoría del entendimiento (junto con posibilidad, substancia, necesidad, etc) y, como el resto de categorías, solo puede usarse legítimamente cuando se aplica al fenómeno, es decir, a lo que es objeto de la sensibilidad. Lo que existe o puede existir, según Kant, es siempre un individuo en un espacio y tiempo, es decir, algo que, al menos en principio, puede ser percibido, lo que pertenece al ámbito de la experiencia posible.

Gabriel no está de acuerdo con esta tesis de Kant porque de ella se derivan corolarios inasumibles para un realista como él. Se trata de lo que Gabriel llama el problema del Condicional Trascendental (CT): si no hubiera existido la razón no hubiera existido nada, pues los fenómenos lo son para alguien a quien se le presentan. Si no hay una conciencia que perciba algo no es posible hacer juicios de existencia. Este es el centro de las críticas de Meillassoux al idealismo: si el idealismo fuera cierto nuestras afirmaciones acerca del pasado remoto o el futuro lejano nos llevarían a paradojas irresolubles. ¿Qué sentido tiene, desde la perspectiva del idealismo, afirmar algo sobre el paisaje cámbrico o sobre la muerte del Sol si no hubo ni habrá humanos que perciban tales cosas? Lo que no puede ser percibido no es un fenómeno y sobre lo que no es un fenómeno (lo que Kant llama noúmeno) no es lícito aplicar las categorías, entre ellas la categoría de existencia.

El problema del CT se deriva de una desafortunada distinción: la que separa al fenómeno del noúmeno. Lo que existe, según Kant, son los fenómenos que se dan dentro del campo de la experiencia posible, pero sobre lo que son las “cosas en sí” no podemos afirmar nada, ni siquiera que existan en sentido estricto. Esto para Gabriel no es razonable: las cosas parecen existir puesto que afectan a nuestros sentidos. Es absurdo negar que las cosas en sí, el espacio y el tiempo existan al margen del ser humano. Si lo hacemos nos vemos enredados en las paradojas sobre el pasado que apunta Meillassoux.

La distinción kantiana entre fenómeno y noúmeno genera más problemas que los que pretende solventar. Sin duda el conocimiento humano es parcial; es cierto que solo conocemos bajo ciertas condiciones que no podemos eludir, pero de ello no se sigue que no podamos acceder a las cosas en sí; ocurre, simplemente, que las cosas en sí se les aparecen a los hombres de una manera y a otras especies de otra. Pero no hay dos mundos (fenómeno y noúmeno), sino solo uno al que accedemos de forma parcial. (Sigue)

miércoles, 2 de abril de 2025

El neoliberalismo de Hayek y la erradicación de la política (V).
Borja Lucena


1-
La libertad, de acuerdo con el ideario de Hayek, no es un fenómeno debido al artificio político, sino un producto espontáneo que la naturaleza reserva a la iniciativa humana siempre que el hombre sea capaz de reincorporarse al imperio de sus leyes; sólo en esta restitución “no estamos sujetos a la voluntad de otro hombre [como en el caso de las normas de origen político] y, por lo tanto, somos libres” (Camino de servidumbre, p. 204). En efecto, el modelo de ley propugnado por Hayek procura replicar al de la ley natural, una norma que carece de voluntad consciente y se resuelve en el automatismo, de manera tal que cada cosa llega a satisfacer su propio orden sin una asignación deliberada de sus elementos de acuerdo con propósitos o intenciones explícitas. Una sociedad humana, de acuerdo con Hayek, no ha de concebirse desde categorías políticas, dado que éstas la dirigen indefectiblemente a la ruina; más bien, al contrario, cualquier agrupación debe ser concebida de modo semejante al de los cuerpos que encuentran una ordenación natural óptima sin la intervención de decisiones o acciones deliberadas de agente alguno: “No podríamos producir jamás un cristal o un complejo orgánico compuesto si tuviéramos que colocar cada molécula individual o átomo en su lugar apropiado (…). Se ordenan ellos mismo en una estructura que poseerá ciertas características” (Ibídem, p. 213). El ideal neoliberal de una sociedad reintegrada al curso natural de las cosas apuesta, en suma, por erradicar todo aquello que interfiera en el libre despliegue de las potencias naturales- únicamente las naturales- que integran la sociedad y, específicamente, anular aquello que obstaculiza y distorsiona el inconsciente y espontáneo flujo de las mercancías, que no es otra cosa que la acción humana.

2- La naturalización de la sociedad es piedra angular del proyecto neoliberal de Hayek. Por esta razón, a pesar de lo que pueda indicar una primera impresión, no existe una correspondencia estricta entre esta figura del neoliberalismo y la distinción tradicional de derecha e izquierda, pues proyecto común a las más diversas tendencias políticas modernas es el de encontrar el modo de restituir lo político y sus instituciones al reino de lo natural. Dando cuenta de su específica potencia, el dominio del neoliberalismo es transversal y opera como sustrato elemental incluso de opciones y tendencias políticas que poseen la certeza subjetiva de estar luchando en su contra. Esto se advierte muy bien en el recorte de la política propugnado por Hayek, que, con diferentes intensidades, comparten hoy en día tanto la derecha como la izquierda hegemónicas.

La burguesía decimonónica ya había descubierto, en ejercicio, que el imperativo de naturalización de las sociedades humanas había de resolverse en la transformación radical de su consistencia, o, por decirlo utilizando el lenguaje de Hannah Arendt: en el violento desplazamiento que conduce de lo político a lo social; Hayek, por su parte, completa el itinerario al descubrir cómo la instauración de lo natural en centro y sentido de las sociedades humanas ha de venir a parar en una estructura de funcionamiento y sentido netamente mercantil, esto es, organizada en torno a las leyes del movimiento incesante de las mercancías. La naturalización de la vida en común sólo puede significar, de acuerdo con esto, la re-ordenación y re-incardinación de toda potencia individual y colectiva en torno a exigencias que emanan del mercado y de su funcionamiento espontáneo. En menoscabo de las utopías bienintencionadas de la izquierda, es preciso confesar que, en este respecto, es Hayek quien lleva la razón: la naturalización plena de la vida humana en común sólo es perfectamente realizable, en condiciones modernas, bajo la forma del mercado, verdadera potencia natural cuya instalación en el seno del mundo compartido disgrega, rompe, disuelve el artificio residente en instituciones y prácticas realmente políticas. Todo lo sólido se desvanece en el aire.

lunes, 17 de marzo de 2025

El materialismo de Wittgenstein.
Eduardo Abril

Es un lugar común señalar que Wittgenstein en el Tractatus, más que completar los desarrollos del positivismo lógico de Russell, lo que hace es mostrar sus limitaciones. Desconozco si esa fue, desde el principio, su intención, pero sí que fue el resultado. Debía ser difícil, para un hijo de Karl Wittgenstein,  acostumbrado a vivir en una familia en la que el lenguaje no era el medio para expresar lo que allí ocurría, pensar que reducir las prácticas lingüísticas a un conjunto de procedimientos lógicos, iba a esclarecer mucho algo de su vida. Por eso, cuando Wittgenstein trató de ver qué es lo que estaba ocurriendo en el interior de la tradición a la que pertenecía, se dio cuenta de que las propias vivencias no eran fácilmente objetivables en un saber lógico y formal, un conjunto de reglas que pueden explicitarse, como pretendían los positivistas lógicos de Cambridge, sino que, más bien, usamos siempre los lenguajes formando parte de una tradición —de una familia— y este uso también forma parte de esta misma tradición. Esto era igualmente valido para el gusto musical, las prácticas matemáticas, o los códigos de educación de la rígida alta sociedad vienesa. Lo que estaba apuntando, era que uno no podía salirse de la realidad material en la que estaba, para construir algo así como un punto de vista válido para todos los casos. Pero lo interesante aquí es señalar en qué punto se toca la materialidad de ese lenguaje y es precisamente en sus límites, en sus imposibilidades, algo que no dejó de constatar Wittgenstein desde el comienzo. Ramón del Castillo escribe:

«[...] al igual que un estilo musical no está separado de otras expresiones simbólicas, otras prácticas sociales, Wittgenstein pensó que un estilo matemático o lingüístico (o incluso uno científico) no es sólo un conjunto de métodos o de reglas, una estructura de directrices para la interpretación. Un estilo es una tradición, y una tradición permite guiar la fijación de significados y la clasificación de fenómenos de una forma intuitiva y tácita, no siempre objetivable, de igual modo que un estilo musical no es algo transmisible o comprensible a través de enseñanzas explícitas, sino de la vivencia de la música como parte de un conjunto de instituciones sociales más amplias  [...] La idea final de Wittgenstein es, como hemos dicho ya, que los juegos de lenguaje son prototipos de interpretación a través del lenguaje, pero ellos mismos no son interpretaciones, porque son la base que permite la introducción de significados nuevos».[1]

Wittgenstein y los pragmatistas se parecen porque ambos beben de la misma tradición,[2] las tradiciones post-románticas, idealistas y voluntaristas europeas, que los constructivistas lógicos habían rechazado. Es verdad que los pragmatistas trataron de reformar la racionalidad misma, mientras que Wittgenstein fue más modesto y solo pretendía dar cabida en el análisis a procedimientos como la analogía y a la descripción mediante ejemplos, que se parecían más al tipo de cosas que hacemos con el lenguaje en nuestra «vida real». Por eso, como ha señalado Ramón del Castillo, no habría que ver aquí un «anhelo romanticista trasnochado por la superioridad de la experiencia estética»,[3] ni «un pasaporte para el irracionalismo y el nihilismo»[4] como insinuaba Putnam, pues la propuesta de Wittgenstein «ni nos impide ni nos empuja a tomar una dirección definida»[5] hacia el positivismo lógico o hacia métodos más basados en las prácticas reales. Es aquí precisamente donde reside el valor de la propuesta wittgensteniana y la razón por la que no sería muy descabellado —en mi opinión— ver aquí una cierta teoría materialista del lenguaje. Wittgenstein al establecer unos límites sensatos a las aspiraciones de los formalistas de Cambridge, que eran los nuevos racionalistas,

«Sostuvo que las interpretaciones formales son siempre insuficientes y en ocasiones incluso innecesarias para guiar la acción y las decisiones de significado, pero no dijo que eso privara de uniformidad al uso, o no creara tipificaciones resistentes en un sistema conceptual. El punto clave de sus argumentos no es que las interpretaciones y las representaciones sean insuficientes, sino que son innecesarias».[6]

La idea es que «no hay forma de saber qué significamos con los conceptos o en qué consiste su uso correcto»,[7] como pretenden los planteamientos formalistas. Y esto no significa que debamos caer en el escepticismo y reconocer que vamos a ciegas. Es más bien que muchas veces «hemos dado pasos importantes, valiosos y razonables de forma intuitiva, ciega para las interpretaciones conceptuales de que disponíamos», y eso no quiere decir que actuemos irracionalmente o a ciegas. Significa más bien que «lo que creemos estar significando no constituye ni especifica por sí solo lo que significamos».[8] La idea es que «no hay un punto de vista desde el que podamos justificar racionalmente todas las decisiones, pero tampoco punto de vista desde el que podamos ver como erróneas todas las decisiones a un tiempo».[9] Pero que no podamos hacer esto, no hace que nuestras prácticas lingüísticas sean insuficientes, se queden cortas, nos dejen a medias, sino que más bien expresa que tampoco es necesaria esta completud; podemos  seguir viviendo sin necesidad de que lo que hacemos y cómo lo hacemos, tenga que ser totalmente transparente para nosotros. Por eso, puede que lo interesante aquí sea preguntarnos en qué medida, por lo menos algunas cosas de las que hacemos, se nos hacen parcialmente comprensibles. Por eso, tal como señala Del Castillo, el interés de Wittgenstein no está en traducir completamente la vida en conceptos, sino comprender «la dialéctica que genera la necesidad de llevar lo no-conceptual a conceptos sin que llegue a producirse una equivalencia entre ambos».[10] Se entiende así por qué Wittgenstein consideraba que un buen método de análisis era «imaginar un desarrollo histórico de ideas diferente del que ha tenido lugar»,[11] adoptando un cierto punto de vista exterior imaginario. Desde luego que no se trataba de esclarecer completamente nuestras prácticas lingüísticas, haciéndolas transparentes, sino más bien generar nuevos usos desde dentro de ellas. Lo que le interesaba a Wittgenstein era «mostrar la continuidad entre los usos del lenguaje creados a través de prácticas intuitivas e informales y los creados a través de definiciones y creencias explícitas».[12] No se trataba de eliminar los usos metafóricos o mitológicos de nuestro lenguaje, sustituyéndolos por un uso formal-lógico, reduciéndolo a un conjunto de reglas explícitas, sino que su intención era combatir, tal como también hacen los pragmatistas, las ilusiones [¿delirios?] que surgen cuando «no se reconoce el peso que tienen para el desarrollo natural de la razón los factores informales, prácticos e intuitivos en la fijación de creencias y significado, y se concentra toda la atención en las interpretaciones explícitas en vez de hacerlo en las posibilidades que crea el uso del lenguaje más allá de su literalidad».[13] Por eso, no es descabellado ver aquí, sin duda, una teoría materialista del lenguaje.



[1] Ramón del Castillo, Conocimiento y acción, El giro pragmático de la filosofía (Madrid: UNED, 1995), 233

[2] Ibidem, 248

[3] Ibidem, 250

[4] Ibidem, 251

[5] Ibidem, 251

[6] Ibidem, 252

[7] Ibidem, 253

[8] Ibidem, 254

[9] Ibidem, 255

[10] Ibidem, 255

[11] Ibidem, 245

[12] Ibidem, 246

[13]Ibidem, 247