Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

jueves, 29 de febrero de 2024

Culpables
Ariane Aviñó

 El 22 de octubre de 1945 el New York Times escribía: «Nueva palabra “genocidio” utilizada en la acusación de crímenes de guerra», en el contexto de los juicios de Nüremberg. No obstante, aunque la nueva palabra acuñada por Raphael Lemkin en 1944 fue utilizada durante el juicio, en la sentencia de estos juicios finalmente no apareció. Lemkin no se dio por vencido, demostrando que lo fundamental para este abogado polaco de familia judía era dotar al derecho internacional de un concepto que asegurara que «la puesta en práctica de acciones coordinadas que tienden a la destrucción de los elementos decisivos de vida de los grupos nacionales, con la finalidad de su aniquilación» no quedara impune como había ocurrido hasta entonces. Dos meses después del veredicto de Nüremberg, la ONU estableció en la resolución 96 que: «El genocidio es una negación del derecho de existencia de grupos humanos enteros, como el homicidio es la negación a los individuos del derecho a la vida; tal negación del derecho de existencia conmociona la conciencia de la humanidad, causa una gran pérdida en el aspecto cultural y otras contribuciones representadas por estos grupos humanos (...) Muchos ejemplos de tales crímenes de genocidio han ocurrido cuando grupos raciales, religiosos, políticos y de otro tipo han sido destruidos, por completo o en parte». Lo que podemos ver respecto a esta noción es que nació del consenso sobre el horror que supuso el Holocausto y pasó a formar parte del derecho internacional como crimen, independientemente de que fuese cometido en tiempo de guerra o en tiempo de paz.

La nueva palabra genocidio no nombraba algo nuevo, sino que ponía nombre a un tipo de horror que una y otra vez se había estado produciendo desde el principio de la Historia de la humanidad, de modo que la palabra podía ser utilizada para referirse a épocas históricas pasadas haciendo emerger del silencio las voces de grupos humanos aniquilados. Aparecía ante nosotros toda una cartografía hasta ahora invisible donde podíamos contemplar la Historia como una gran marcha genocida, y que nos obligaba a releer la historia y a darle un significado muy diferente a nuestro mundo. El consenso sobre el horror del Holocausto nos proporcionaba a todos una nueva palabra para nombrar lo innombrado y, con ello, hacía emerger del silencio una Historia Otra. No había nada que celebrar a partir de entonces, los Estados occidentales podían ser contemplados desde este nuevo crimen como el resultado histórico de genocidios sistemáticos, genocidios que habían quedado e iban a quedar impunes, salvo en lo concerniente a la recuperación de su memoria. El Holocausto nos proporcionó una nueva forma de comprender el pasado, haciendo imposible desvincular la acusación de genocidio de la mención al Holocausto, a su recuerdo, pues encender las luces de los campos de exterminio permitía iluminar también los lugares de otros genocidios sin nombre sobre los que se había edificado la gloria de Occidente.

Comparar cualquier genocidio con el Holocausto no debiera hacerse ni comprenderse como una traición a la memoria de los judíos, sino como el reconocimiento de que, sin el consenso sobre el horror del Holocausto, seguiríamos sin una palabra para nombrar y tipificar los crímenes que se fundan en la deshumanización de un grupo de seres humanos para proceder a su aniquilación, aunque la aplicación del derecho internacional en materia de genocidio haya estado y esté muy lejos de las aspiraciones de Lemkin.

Pero no solo en materia de derecho internacional el consenso sobre el horror del Holocausto proporcionó al mundo nuevas armas conceptuales. Preguntas filosóficas fundamentales emergieron en ese acto de pensar el Holocausto, como fueron la cuestión de la obediencia, del mal, de la responsabilidad moral, entre otras. La pregunta ¿Cómo fue humanamente posible el Holocausto? abría un interrogante nunca antes formulado sobre la responsabilidad en un acontecimiento histórico de quienes no acostumbraban a aparecer en el relato histórico: el conjunto de la sociedad. Como aparece enunciado en Yad Vashem, el Centro Mundial de Conmemoración de la Shoá: «El asesinato de judíos no podría haberse llevado a cabo sin el apoyo, tanto activo como pasivo, del conjunto de una sociedad dominada por los nazis. En casi todos los territorios que se encontraban bajo el control de los nazis, la población era consciente de los asesinatos de judíos que llevaban a acabo y se beneficiaban del reparto de sus propiedades. Muchas personas apoyaron sin reservas los asesinatos, otras se mostraron menos entusiastas. Apenas existía una oposición frontal organizada y solo una escasa minoría se arriesgó para ayudar a sus vecinos judíos (...) los judíos se encontraban excluidos del entorno normativo de la responsabilidad social, dicho de otro modo, la vida de un judío era, cuando menos, prescindible».

Por primera vez éramos conscientes de hasta qué punto la historia no es un encadenamiento de fenómenos casi naturales y de que la sociedad no es un elemento pasivo, una parte más del escenario donde ocurren las cosas, sino una fuerza real cuyo movimiento determina precisamente las cosas que ocurren y cómo ocurren. Así, poniendo el foco en el todo social, la pregunta sobre cómo fue humanamente posible el Holocausto revelaba los más oscuros y más claros lugares del alma humana, que ya no podía ocultarse detrás de ese todo, pues se introducía la cuestión ética en el corazón del análisis de la Historia. Desde esta nueva perspectiva, se clasificaba dentro de la unidad social una «diversidad de reacciones de la población local durante el Holocausto, presentando a los perpetradores y observadores pasivos y destacando a los Justos de las Naciones, la pequeña minoría que supo desplegar un extraordinario coraje para mantener los valores humanos en pie». Estos Justos de las Naciones, «veían a los judíos como seres humanos comunes y corrientes, incluidos en los confines de su universo de responsabilidades».

La relevancia de la indelegabilidad ética en la respuesta a cómo fue humanamente posible el Holocausto colocaba a las víctimas en el lugar central que les correspondía en la Historia. No es que se diluyera la responsabilidad de los nazis en el Holocausto, sino que se dotaba a los miembros de la sociedad de un yo ético susceptible de presentar cierta oposición para, al menos, haber dado batalla. Frente a la posibilidad de que un gobierno o un grupo social lo suficientemente poderoso militar y políticamente pudiese excluir de la categoría de humanos a otro grupo social y proceder a la planificación de su aniquilación, aparecía la obligación moral indelegable de resistirse a esa exclusión del otro (de cualquier otro señalado) del «universo de responsabilidades», «del entorno normativo de la responsabilidad social». Poner el foco en la inacción y el silencio frente al horror del Holocausto nos colocaba a todos frente a un espejo que nos recordaba que cualquiera puede ser responsable de un genocidio. Cuando las víctimas judías apelaban a la existencia de un pequeño número de personas que tuvieron «el coraje para mantener los valores humanos en pie» estaban precisamente colocando y colocándose ese espejo delante. Frente a la extirpación de la humanidad del otro, hay que tener el coraje para mantener los valores humanos en pie, este es el sentido del reconocimiento de los Justos de las Naciones.

Comparar otros crímenes con el crimen del Holocausto no constituye, en mi opinión, una injusticia para con las víctimas del Holocausto, siempre y cuando lo que comparemos no sea a los perpetradores sino a las víctimas, pues solo podemos defender que una serie de acciones son susceptibles de formar parte de un plan genocida si ponemos en el centro a las víctimas, no a perpetradores. Llamar nazis a todos los genocidas es un acto deliberado de tergiversación de la Historia, aunque esto no deba hacer que dejemos de ser precavidos con respecto a aquellos grupos que exhiben simbología nazi, como potenciales simpatizantes de otro genocidio. Lo que quiero decir es que no hay que ser nazi para ser genocida, y que referirse a algo como un genocidio no significa considerar a los responsables unos nazis. Si algo nos enseñan la reivindicación de la memoria del Holocausto, los juicios de algunos de los perpetradores, y gran parte de los análisis sociológicos y filosóficos que buscan la respuesta a la pregunta cómo fue posible el Holocausto, es que lo que convierte algo en un genocidio no es que sus perpetradores sean nazis, o antisemitas, o supremacistas blancos, sino que se dé «una negación del derecho de existencia de grupos humanos enteros» y que «tal negación del derecho de existencia conmocione la conciencia de la humanidad». Y es en este sentido en el que podemos decir que lo que está ocurriendo en Gaza es un genocidio, y lo sabemos porque nos lo ha enseñado la experiencia del Holocausto y todo el aparato crítico, interpretativo y conceptual que sucedió a aquella experiencia traumática.

Pero la experiencia del Holocausto nos dice algo más respecto a los genocidios. También nos habla de la impunidad de los responsables de cualquier genocidio, porque en cualquier genocidio siempre hay una asimetría absoluta entre la magnitud del crimen y el castigo a los responsables. Y esto ocurre porque lo que hace monstruoso este crimen es que contiene un factor de inconmensurabilidad solo en el polo de las víctimas. Al señalar o juzgar a los culpables, a estos siempre se les muestra completamente humanizados, como individuos particulares que no pueden dejar de concebirse a sí mismos como superiores a una masa de seres indistinguibles los unos de los otros: la masa frente al hombre. La tragedia del genocidio es que lo inconmensurable de las víctimas constituye precisamente la salvación de la gran mayoría de los verdugos, y la única forma de paliar esta tragedia es, como nos enseñó el Holocausto, sentirnos todos responsables de cada genocidio. Esto es, juzgarnos como responsables, multiplicar el dolor y la culpa hasta equiparar la inconmensurabilidad de los responsables a la de las víctimas, hasta que a la masa de aniquilados se oponga una masa de culpables. Por eso no podemos dejar de pedir en las calles y en todas las tribunas el fin de los crímenes contra la población de Gaza. La experiencia del Holocausto nos enseñó que debemos ocupar las filas de los culpables, porque solo desde la culpabilidad indelegable podemos parar un genocidio. Que no se nos exija que dejemos de sentirnos responsables de cualquier genocidio.

jueves, 1 de febrero de 2024

Mitología, contingencia y necesidad.
Óscar Sánchez Vega

El objetivo de esta entrada es acompañar a Markus Gabriel en la reflexión que propone en el libro, escrito junto con Slavoj Žižek, Mitología, locura y risa. Subjetividad en el idealismo alemán, publicado en alemán en 2009 y traducido al español en 2022.

Esta historia comienza en Alemania a mediados del siglo XIX. En 1841, Schelling es llamado por el rey Federico Guillermo IV de Prusia para que acuda a Berlín a ocupar la cátedra que había sido de Hegel, fallecido diez años antes. En este momento da sus lecciones sobre la Filosofía de la mitología y la Filosofía de la religión. Su enseñanza continua hasta 1845 en medio de una indiferencia y descrédito creciente. Se le había llamado para combatir a Hegel y su panteísmo, pero  el estilo de exposición confuso y engorroso, la incompletud de su sistema, que nunca encontró su formulación definitiva, así como la larga sombra de su predecesor, marcaron el fracaso de su proyecto filosófico. Y, sin embargo, a juicio de Gabriel, Schelling, en el fondo, tenía razón en su crítica a Hegel y el olvido de la filosofía contemporánea de su obra y su pensamiento es un hecho lamentable.

Pero para explicar bien todo este asunto debemos remontarnos más atrás en el tiempo. Debemos partir de Kant.

1. El problema del noúmeno.

Es un tópico en la Historia de la Filosofía plantear como punto de partida del idealismo alemán el problema del noúmeno. Recordemos brevemente que Kant llega a la conclusión de que el mundo en sí no puede ser conocido porque nuestro acceso a él está mediado por un complejo aparato conceptual. Noúmeno es el término kantiano que designa un mundo plenamente constituido que existe fuera de mi mente y que yo no puedo llegar a conocer, pues conocer implica someter el objeto de conocimiento a condiciones trascendentales que remiten al sujeto. Por tanto, el mundo en sí, la realidad objetiva, es algo que no puedo conocer porque está fuera de mi alcance.

Pero no solo la cosa en sí; el propio sujeto en tanto que yo lógico también es noúmeno. El mundo cognoscible es el resultado de la actividad sintetizadora del entendimiento, pero el yo que formula juicios, el ego trascendental, en los términos de Kant, no está él mismo determinado sino que es condición de posibilidad de todo aquello que puede ser conocido. Aquello que es condición de posibilidad no es objeto de conocimiento del mismo modo que en una película pueden aparecer todo tipo de objetos excepto uno: la cámara que graba la película. Incluso en el caso de que, por ejemplo, esta aparezca reflejada en un espejo, no es la cámara la que se muestra sino una imagen suya. Solo podemos grabar la cámara con otra cámara, que pasa a ser entonces el objeto imposible que no puede aparecer en la película. La condición para hacer una película es pues que debe haber un objeto que no puede salir en la película: la cámara que graba. Del mismo modo, el sujeto no es objeto de la experiencia sino condición de posibilidad. La experiencia es, según Kant, lo que hay entre la cosa en sí y el ego trascendental .

En los manuales de Historia de la filosofía se suele subrayar que los idealistas postkantianos llegaron a la conclusión que la noción de noúmeno era absurda y contradictoria, pues Kant había demostrado que lo único que puede ser conocido es el fenómeno; así pues: ¿cómo es posible afirmar la realidad del noúmeno si se admite de antemano que es incognoscible? Si no podemos trascender el mundo fenoménico, ¿entonces qué hace que creamos en un mundo nouménico, un mundo en sí? ¿qué nos garantiza que lo en sí no forma parte de las apariencias? ¿cómo podemos estar seguros que lo en sí no es más que un simulacro? Cualquier intento de trascender las apariencias, desde las coordenadas mismas del sistema kantiano, es engañoso e ilusorio. No podemos marcar los límites de nuestra finitud sin superarlos en el mismo momento que los señalamos. La conclusión de los idealistas postkantianos será que el postulado del noúmeno sobrepasa los límites del conocimiento humano que el mismo Kant ha establecido.

Fitche, Schelling y, Hegel van a prescindir del noúmeno, van a considerar que lo que puede alcanzar al razón es de lo único que cabe hablar con sentido; de este modo, proponen regresar a la máxima  de Parménides que identifica pensar y ser. Hegel, especialmente, es muy consciente de que el intento de trascendencia kantiano, al distinguir el fenómeno y la cosa en sí, es contradictorio porque no hay una esencia detrás de la apariencia, sino que la esencia se muestra precisamente en las apariencias. En otras palabras, solo podemos captar la cosa en sus disfraces conceptuales porque el ser no es una esencia oculta sino el ser-ahí contingente de la apariencia. Por ello, la dialéctica hegeliana consiste en la negación de la negación, es decir, la negación de la dicotomía entre apariencia y realidad. La primera negación, la platónica, es la negación de las apariencias en favor de la esencia: la idea como opuesta a los entes físicos, lo inmutable contra lo mutable, lo Uno como opuesto a la multiplicidad, etc. La segunda negación, la negación hegeliana, es en contra de esta dicotomía: la esencia es algo que acontece en este movimiento, en esta doble negación, el ser se identifica con este movimiento, con el “devenir de la esencia”, dirá Hegel. No hay, por tanto, una realidad subyacente que se manifiesta así misma, sino que lo real es la misma manifestación a través de los conceptos. De este modo Hegel radicaliza el proyecto kantiano de autonomía: la cosa en sí no existe al margen de nuestra conceptualización de ella, no hay un ser anterior al juicio, no hay un Real externo previo a las representaciones conceptuales ni la esencia es algo objetivo que está ahí fuera.

Este es el giro que critica Russell y con él toda la filosofía analítica. Denuncian que los idealistas alemanes cierran la brecha kantiana entre noúmeno y fenómeno y vuelven, de este modo, a la metafísica precrítica. Pero la postura de los filósofos analíticos es ciertamente ingenua. Foucault, un antihegeliano confeso, nos advierte de la dificultad de pensar contra Hegel: cuando creemos haberlo superado nos descubrimos pensando bajo unos supuestos que él ya había contemplado, de tal modo que “nuestro recurso contra él es quizá todavía una astucia que nos opone y al término de la cual nos espera, inmóvil y en otra parte."

Gabriel y Žižek valoran la aportación del idealismo alemán y, al contrario que los filósofos analíticos, piensan que el giro de la filosofía alemana es fructífero y puede ser aprovechado por el pensamiento contemporáneo. Para Žižek lo que hacen los idealistas es llevar la filosofía crítica hasta sus últimas consecuencias ampliando la brecha que descubre Kant a las cosas mismas. Desde la perspectiva de Hegel, Kant no llega lo suficientemente lejos al mantener la cosa en sí como una entidad externa pero inaccesible. En consecuencia, los idealistas postkantianos abandonan el anhelo de un dominio trascendental más allá de las antinomias y contradicciones de la razón. Kant no alcanza lo infinito porque no hay infinito esperando a ser descubierto. Si bien, al menos en la lectura de Žižek, lo Real retorna como la brecha o el obstáculo que impide el cierre, la totalización de las representaciones. Lo Real es la brecha inmanente en el entramado conceptual. En conclusión: no hay un Ser previo a la reflexión, el Ser es algo así como “una coagulación de la reflexión”, en términos de Gabriel.

2. La necesidad de la contingencia: Hegel, Lévi-Strauss y Meillassoux.

Nos preguntamos ahora: el Ser, entendido al modo del idealismo postkantiano, ... ¿es contingente o necesario?

Contingencia y necesidad son dos términos que designan relaciones contrapuestas. La contingencia es la posibilidad-de-ser otro de una relación de elementos y la necesidad la imposibilidad-de-ser-otro. La filosofía tradicional, de corte platónica, remite estos dos tipos de relaciones a dos reinos del Ser; pero pensar de esta forma, oponiendo el reino de la necesidad al reino de la contingencia, supone no haber entendido nada del paso que estamos comentando: el giro del idealismo postkantiano. Lo que hemos aprendido con Hegel es que debemos renunciar al infinito malo, es decir, al reino trascendente de la necesidad; debemos superar las falsas dicotomías y pensar dialécticamente, es decir, debemos conectar los conceptos de manera interna, de tal modo que o bien la contingencia se deriva de la necesidad o bien lo contrario o quizá, de alguna manera, ambas opciones son correctas.

En este apartado exploraremos lo que llamaremos "la necesidad de la contingencia". Para comenzar podemos distinguir dos maneras de entender este enunciado. Primero: la contingencia es apariencia, es decir, donde vemos contingencia si ajustamos la mirada, si pensamos profundamente, encontramos la necesidad. Esta es la vía de Hegel o Lévi-Strauss. Pero también puede entenderse el sintagma mencionado en el sentido de que la contingencia es necesaria, es decir, que solo cabe la contingencia y la necesidad es una ilusión. Este es el camino de Meillassoux.

2.1 Hegel.

Según Hegel, lo absoluto no es una totalidad preexistente; lo Real, insiste el alemán, no es sustancia sino también sujeto, un sujeto que se constituye a partir de sus manifestaciones fallidas, como se nos muestra en la Fenomenología del espíritu. En la obra de Hegel asistimos al alumbramiento de lo absoluto, que precisa precisa para existir de lo finito y contingente porque sin lo finito lo absoluto no es nada. Lo necesario es lo que va después de lo contingente. Por ello, el saber absoluto solo puede acontecer después de los extravíos de la razón. Es más: es la conciencia de las propias antinomias lo que constituye el saber absoluto. El pensamiento de Hegel radicaliza así el proyecto de la modernidad al incluir al ser en los límites de la representación. En otras palabras, no hay un ser oculto detrás de las representaciones subjetivas sino que el ser es un aspecto de la reflexión que finalmente se hace transparente en el entramado conceptual. El ser se revela en el pensamiento o, mejor dicho, es el resultado del fracaso de la conciencia de representarse a sí misma, pero la conciencia nunca encuentra nada que no sea ella misma. De este planteamiento hegeliano se desprende que no hay límite alguno para la reflexión; si alguien no es capaz de comprender esto es... ¡porque no ha reflexionado correctamente! Por ello, el objetivo de Hegel es ambicioso, ni más ni menos que formular “la verdad tal como es, sin velo alguno y en su propia naturaleza absoluta”1, teniendo en cuenta, eso sí, que “la verdad” no es una sustancia oculta que desentrañar, sino que no es otra cosa que el despliegue del logos, es decir, la actividad de ensamblar categorías y pensarlas hasta las últimas consecuencias. Por ello, afirma Hegel, de manera un tanto jactanciosa:
“El hombre que es espíritu y puede considerarse digno de lo más alto, jamás podrá pensar demasiado bien en cuanto a la grandeza y el poder de su espíritu; y si está dotado de esta fe, no habrá nada, por arisco y por duro que sea, que no se abra, ante él. La esencia del universo, al principio cerrada y oculta, no encierra fuerza capaz de resistir al valor de un espíritu dispuesto a conocerla: no tiene más remedio que ponerse de manifiesto ante él y desplegar ante sus ojos, para satisfacción y disfrute suyo, sus profundidades y sus riquezas.”2 
Para Hegel el logos, el espacio lógico, es universal, en el sentido que no hay nada fuera de él; pero el logos, repetimos, no es una sustancia, es más bien un movimiento constante de negación. No hay ser anterior a la reflexión. Lo que permanece, lo universal y necesario, es la misma actividad de la negación. En consecuencia, la Ciencia de la Lógica no es una metateoría sobre la actividad discursiva porque tal metateoría, de ser posible, solo podría ser formulada desde el punto de vista de Dios. La lógica, por el contrario, es inmanente al ser y se despliega en el interior mismo de la finitud discursiva. Por ello, concluye Hegel, el ser no es otra cosa que la universalidad del Concepto.

2.2 Lévi-Strauss.

Lévi-Strauss no pretende ser hegeliano; es más, no quiere serlo y, sin embargo, el enfoque y planteamiento de su trabajo llevan la marca del pensador de Jena. Podemos encontrar similitudes relevantes entre las Mitológicas del francés y la Filosofía de la religión de Hegel. Por ejemplo, según Hegel, la verdad de la religión estriba en que expresa un contenido absoluto pero en la forma finita de la representación. Accedemos a esta verdad mediante el método de la alegoría, así, por ejemplo, el dogma cristiano de la trinidad realmente habla de la mediación, la muerte de Cristo de la eliminación de la trascendencia, etc. Hegel nos muestra que los misterios de la religión en realidad no son misterios sino errores necesarios para el advenimiento de la verdad. De similar manera, según Lévi-Strauss la mitología consiste en mitemas, elementos que estructuran el pensamiento de los nativos, que se van sumando hasta constituir mitos en el propio sentido del término. El trabajo del antropólogo es explicar los mitemas, redescribir los modos en los que están dispuestos y alcanzar así una comprensión de las oposiciones binarias que articulan el campo del mito. En resumen, se trata de reducir el mito al logos porque todo mito responde a una sintaxis, a una “lógica natural”.

Lo que nos interesa destacar aquí es que tanto para Hegel como para Lévi-Strauss la religión y los mitos son relatos fantásticos pero no arbitrarios porque responden a una necesidad que se da en un nivel más profundo, es decir, que detrás de la contingencia del mito y la religión se encuentra la necesidad de la razón.

2.3 Meillassoux.

Quentin Meillassoux, de un modo diferente, también ha argumentado en favor de la necesidad de la contingencia. Según el francés, no puede ser de otra manera que todo puede ser de otra manera, o dicho de otro modo: es necesario que no haya un ser necesario (de la misma forma que Gustavo Bueno niega no ya a Dios, sino a la misma esencia de Dios, es decir, niega la idea de un ser necesario3). La trascendencia, afirma el francés, es una ilusión mendaz, pues no hay un ser necesario que dé sentido a la contingencia de la vida.
“no hay ninguna razón para que algo sea o permanezca de determinada manera más que de otra, y esto se aplica tanto a las leyes que gobiernan el mundo como a las cosas del mundo. En realidad todo podría colapsar: desde el cabello hasta las estrellas, desde las estrellas hasta las leyes, desde las leyes físicas hasta las leyes lógicas; y esto no en virtud de alguna ley superior a través de la cual toda está destinado a perecer, sino en virtud de la ausencia de cualquier ley superior capaz de preservar algo, no importe qué, de que perezca.”4 
La ontología que propone Meillassoux pretende ser una herramienta útil para defender una democracia radical y criticar al fundamentalismo religioso que, al erigir un espacio trascendente más allá de la contingencia propia de la existencia humana, pone en peligro a la democracia que descansa en la certeza de la contingencia. Meillassoux admite, con Badiou y Žižek, que la religión tiene un aspecto positivo: su potencial revolucionario como crítica al poder establecido. Pero, en el siglo XXI la función de la religión es más bien servir de parapeto frente a la contingencia y falta de sentido del mundo moderno. Los integristas musulmanes y los fundamentalistas cristianos pretenden formular una verdad política que se apoya directamente en la revelación y esta operación es muy peligrosa para una sociedad democrática que debería esforzarse por encontrar el sentido en el interior de la contingencia porque "la contingencia es la única modalidad honesta de democracia".


3. La contingencia de la necesidad: Schelling, Wittgenstein y Gabriel.

Schelling y Gabriel no niegan el paso el paso de la contingencia a la necesidad del que hablan los autores del apartado anterior; lo que plantean es que este asunto no termina de estar bien pensado hasta que no lo veamos también a la inversa, es decir, que si bien es verdad que lo absoluto se constituye a partir de lo finito, como dice Hegel, también hay que destacar que lo necesario, la lógica, nunca triunfa por completo, que el logos depende de ciertos presupuestos indemostrables y contingentes: mitologías, en términos de Schelling.

Lo que los alemanes no entendieron de las lecciones de Berlín es que la Filosofía positiva del viejo Schelling viene a completar la propuesta hegeliana. No entendieron que si bien es verdad que el saber absoluto se constituye a partir de sus manifestaciones fallidas, también es cierto que no es absoluto, no puede serlo porque no es posible el punto de vista de la totalidad. En la filosofía de la mitología, Schelling anticipa la noción existencialista de “estar arrojado” propia de nuestro ser-en-el mundo, porque la razón, en contra de lo que afirma Hegel, no puede determinarse a sí misma. La actividad de determinación del pensamiento no se sostiene a sí misma, descansa en lo que Schelling denomina en ocasiones “ser imprepensable”, o también “fondo sin fundamento”, “pura facticidad”, o “indiferencia absoluta”. Con estos términos el filósofo alemán apunta a aquello que no puede ser pensado como no existente porque siempre hay un ser antes del pensar. Lo que se repliega al fondo, lo que se escabulle a nuestra reflexión. Lo “existente imprepensable” es el punto de partida del pensamiento, el bruto acto de existencia, ese “algo” que es preciso que exista para algo pueda ser pensado. Schelling, anticipándose a un posible malentendido, insiste en que el ser imprepensable no es Dios porque no es capaz de nada. En la medida en que es pura actualidad es impotente, precede al establecimiento de la posibilidad (en términos de Schelling: precede a la primera potencia). Es meramente aquello “que por muy temprano que arribemos, ya está ahí”. Estamos tentados a afirmar que “lo que siempre está ahí” ha de ser un algo necesario; sin embargo Schelling, de manera  sorprendente, afirma que el ser imprepensable es contingente. Aclaremos esto. Es extraño y paradójico que la condición de posibilidad de todo cuanto pueda ser pensado sea contingente y, sin embargo, así es porque el carácter de necesariedad precisa de la existencia previa y la existencia siempre es contingente: todo lo que es pudiera no ser. La necesariedad del ser solo puede ser establecida por unas criaturas, los humanos, cuyo ser es contingente. El ser solo deviene necesario retroactivamente como resultado de la actividad de la razón. Por ello se pregunta Schelling:
“El mundo entero en cierto modo yace en las redes del entendimiento o de la razón, pero la pregunta es cómo es que llegó a parar a estas redes, debido a que en el mundo evidentemente hay algo diferente y algo más que mera razón, incluso algo que tiende a ir más allá de estas barreras.”5
Ahora bien, ¿qué es ese “algo diferente” del que habla Schelling? Aquí debemos hilar muy fino porque cualquier pensamiento que se refiera a lo que no podemos conocer corre el peligro de caer en la antinomía semántica en la que incurre Kant: si es expresado entonces no expresa el contenido de lo que dice haber aprehendido. Pero en el caso de Schelling no se trata del postular una realidad más allá de la razón sino de reconocer que cuando reflexionamos, cuando queremos dar cuenta racionalmente de lo que hay, algo siempre se nos escapa. Aquello que “no yace en las redes de la razón” es  "la experiencia de lo esquivo" en Gabriel, "el desasogiego" en Bataille, "lo Real" en Lacan, "lo virtual" en Deleuze, "la materia ontológico general" en  Gustavo Bueno, etc. Esta inquietud, esta sensación de incompletud y de falta, es reprimida por la ideología aunque nunca puede ser plenamente suspendida.

Entonces, volviendo a Schelling: si el ser imprepensable no es una sustancia, no es un noúmeno... ¿qué es? ¿cómo podemos hacernos una idea de esta extraña noción? Y aquí viene una segunda sorpresa: Schelling compara el ser imprepensable con los mitos. Lo primero fueron los mitos; antes de la razón y lógica fueron los mitos. Contrariamente a como lo plantean Hegel y Lévi-Strauss, es la reflexión la que es engendrada y limitada por el mito y no al revés, es decir, no hay una razón previa a la mitología que se manifiesta a través de esta, sino que es el mito quien genera los significados posibles. No hay un espacio lógico que pueda ser depurado de mitos, sino que son los mitos los que abren el espacio lógico y generan el logos. Y el cierre del logos sobre sí mismo que pretende Hegel es siempre un cierre fallido, no sustituye a la mitología sino que, todo lo más, crea una nueva mitología: la mitología de la razón. 

Gabriel sostiene que la tradición filosófica ha despreciado y hasta olvidado la crítica de Schelling a Hegel y la importancia de la mitología en este asunto. Con la noción de “mitología” tanto Schelling como Gabriel designan la mera existencia de un espacio lógico del cual no se puede dar cuenta en términos lógicos:
“mitología es el hecho bruto de nuestro ser arrojados hacia un entramado de creencias, hacia un sistema de creencias solo accesible desde el interior”6 
La conciencia lógica no puede sostenerse a sí misma como si fuera el Barón de Münchhausen levitando tirándose de la coleta: la reflexión (y la lógica) acontece en un marco mitológico del que la misma reflexión no es consciente. Por lo tanto, en última instancia, la necesidad de la idea es ella misma contingente, esta es la tesis de Schelling que recoge Gabriel: es precisa una mitología constitutiva de inteligibilidad que no puede ser plenamente trasparente a la reflexión.

Gabriel distingue mitología constitutiva y regulativa.

“La mitología constitutiva abre el espacio de la razón al definir un conjunto de certezas que nos permiten interactuar con un dominio limitado de objetos”7 . La  mitología regulativa son mitos en el sentido usual del término. La mitología constitutiva se basa en “metáforas absolutas”, como diría Blumenberg, que no pueden ser reducidas a conceptos porque toda reducción conceptual tiene un límite y así todo entramado lógico descansa en algunas nociones básicas en base a las cuales se definen otros conceptos pero que ellas mismas no pueden ser determinadas conceptualmente. Gabriel pone de ejemplo la dicotomía objeto-sujeto o la noción de experiencia en la Filosofía de la ciencia contemporánea. Las mitologías constitutivas abren el mundo, abren un dominio de significantes; como el Caos en la Teogonía de Hesiodo, que abre un campo: es el inicio de una génesis ontológica (la de los dioses griegos) y, al mismo tiempo, forma parte de la cadena de significantes de la narrativa mitológica.

También en el Wittgenstein de las Investigaciones encontramos un planteamiento similar al que propone Gabriel, puesto que el filósofo vienés afirma que cualquier intento de determinar el mundo a través del lenguaje genera un conjunto de “certezas de trasfondo”, de “presuposiciones inaccesibles” que gobiernan los discursos. Y cuando queremos dar cuenta de dichas presuposiciones ipso facto se generan otras, de manera que nunca podemos formular un metalenguaje plenamente transparente, siempre nos encontramos arrojados en una red sistemática de creencias desde las cuales pensamos y enjuiciamos el mundo. Y la consideración racional del sistema de creencias (o juego del lenguaje) solo puede hacerse... ¡desde otro sistema de creencias (o juego del lenguaje)!, otra mitología en suma. Cerrar este bucle es el objetivo de las mitologías, fijar un orden natural irrebasable que dé fundamento al lenguaje, pero no hay forma de dar cuenta de una mitología sin generar otra. En resumen, la mitología surge cuando presionamos la reflexión hasta sus límites. Nuestra capacidad de creación de marcos o mitos, nuestra “dimensión magmática” que diría Castoriadis, no es parte del entramado conceptual de la razón sino que lo precede y lo hace posible. 

Gabriel destaca que aceptar su propuesta de mitología constitutiva conlleva una posición filosófica beligerante en contra de las ideologías, especialmente de en contra de la ideología hegemónica en el siglo XXI: el cientificismo. Pues de la noción de mitología de Schelling y Gabriel se sigue que no hay un fundamento último, siempre acabamos en el fondo sin fundamento.
“(...) Por esta vía, el positivismo científico reduce a todos los eventos a una mera repetición de algunos principios combinatorios básicos que, en todo caso, carecen de significado existencial. No obstante, la misma aseveración crea una nueva mitología. Traiciona la voluntad de crear un mundo en el que lo humano no necesita tener lugar y es una manera de suprimir la necesidad humana de significado al crear un significado disfrazado bajo la forma de una adopción científicamente justificada de absoluta falta de sentido. La misma aseveración de que no hay ningún significado, de que el mundo en última instancia no sino una función de partículas (o de ondas o del candidato que uno prefiera) en el espacio y el tiempo, genera consuelo y significado. El filósofo alemán Wolfram Hogrebe, en su discurso en el XXI Congreso alemán de Filosofía, recientemente describió este fenómeno de intentar articular a nosotros y al significado fuera del mundo como la construcción involuntaria de una “patria gélida” (kalte heimat)”8
La mitología solo es dañina cuando hacemos un uso ideológico de ella y esto es lo que ocurre con el cientificismo que desprecia y denigra todo lo ajeno a la ciencia. El cientificismo piensa que no necesita justificar sus fundamentos últimos porque son tan objetivos y evidentes que cualquier persona sensata debe admitirlos, pero esta no es más que una burda maniobra ideológica. El cientificismo es la mitología contemporánea que pretende cerrar el campo de lo que puede decirse con sentido, que es únicamente lo que está avalado por la ciencia, pero la incompletud de cualquier dominio, también el científico, no puede superarse. Toda determinación remite a un dominio, pero los límites de ese dominio, que en otros lugares denomina Gabriel “campo de sentido”, no están sujetos a determinación. La necesidad, afirma Gabriel, solo puede establecerse en el interior de un determinado dominio de objetos, pero los discursos que versan sobre los dominios dependen de parámetros contingentes. Tan pronto como el domino se convierte en objeto de conocimiento se genera un dominio superior desde el cual evaluamos el primer dominio, pero el domino superior queda indeterminado, por lo tanto la determinación siempre es local, no universal. Por ello, hay que distinguir las afirmaciones en torno a objetos de otro tipo de enunciados muy diferentes: aquellos que versan sobre los dominios donde estos objetos se dan. Todo objeto está determinado de manera negativa en cuanto que se distingue de los otros objetos del dominio, pero la misma actividad de determinar remite a un dominio, un sistema de creencias, que no puede estar determinado porque no es posible acceder al dominio de todos los dominios, esta es una noción contradictoria. En algún momento nos quedamos sin fundamento; como dice Wittgenstein: llega un momento que la pala se dobla y ya no puedes cavar más hondo. Siempre engendramos paradojas cuando luchamos contra los límites del lenguaje. En resumen: el espacio lógico se genera desde un marco del que no puede dar cuenta, es por ello que podemos afirmar que el proyecto hegeliano de una Ciencia de la Lógica es estrictamente imposible.

Recapitulemos brevemente lo que llevamos dicho en este apartado. Por un lado, siguiendo a Schelling, pensamos que el espacio lógico remite a un ser anterior, algo que debe existir pero se nos escapa, algo que Schelling llamó "ser imprepensable"; pero, por otro lado, acabamos de reconocer que no podemos pensar una realidad última puesto que no tenemos acceso al dominio de todos los dominios, lo que equivaldría a lo que Putman llama el punto de vista de Dios. ¿Cómo avanzar a partir de aquí?

Gabriel distingue entre objetivar y reificar.

Objetivar, según Gabriel es apuntar o señalar lo incondicionado (en términos de Kant) o los límites de lenguaje (en términos de Wittgenstein). Objetivar es lo que hacen el arte o la filosofía (con conceptos como “incondicionado”, “inconsciente”, “absoluto”, “ser”, etc). Sin objetivación el dominio que intentamos comprender ni siquiera podría manifestarse. La reificación o hipostatización es diferente: convierte en cosa determinada lo incondicionado. Hipostasiamos cuando, por decirlo en términos de Kant, asignamos las categorías de unidad y sustancia a lo incondicionado. Hipostasiar es, por ejemplo, lo que hace el cientificismo cuando habla de “naturaleza”.

Creo que la distinción que propone Gabriel es atinada, aunque quizá el término “objetivar” no sea el idóneo, pues “objetivar” no puede significar otra cosa que convertir en objeto. Puestos a poner un verbo a una operación que pretende sobrepasar los límites de lo que puede ser dicho propondría: apuntar, señalar o mostrar. Pero la intención de Gabriel la entiendo y la comparto: se trata de apuntar a lo esquivo, a lo que se nos escapa y, sin embargo, de algún modo, intuimos presente. La filosofía no puede ser ajena a esta inquietud, pues pensar filosóficamente no es otra cosa que (en términos de Gabriel) objetivar. Sloterdijk también dice algo parecido:
"Una de las señas de identidad de la naturaleza humana es que sitúa a los hombres ante problemas que son demasiado difíciles para ellos, sin que les quede la opción de dejarlos sin abordar en razón de esa dificultad. Esta provocación del ser humano por parte de lo inaccesible, que es al mismo tiempo lo no-dominable, ha dejado desde los inicios de la filosofía europea una huella inolvidable; o mejor: quizá la propia filosofía sea; en el más amplio sentido, esa huella."9
Así pues, no podemos dar cuenta del marco desde el cual hablamos, pero no podemos evitar intentarlo y el resultado es la creación de imágenes del mundo, a través del arte, la religión la filosofía o la ciencia. Estas imágenes del mundo no son meras representaciones del mundo sino que son el mundo en sí, son parte del mismo mundo que tratamos de comprender. Por ello:
"El mundo no puede ser reducido a ser el reino natural de la necesidad, sino que tiene que ser compatible con la irrupción de varios campos de sentido en el interior de sí. El mundo crea imágenes de sí a través de la actividad de nuestra creación de imágenes del mundo. Nuestros retratos del mundo no son copias baratas de lo que hay en realidad, porque son un aspecto esencial de lo que realmente hay."10
La reificación es una operación intelectual muy distinta a la objetivación, consiste en dar por concluida la aventura del pensamiento; reificamos o hipostasiamos cuando sucumbimos a la tentación de creer que ya hemos encontrado el suelo firme, el fundamento último de todo cuanto existe y puede ser dicho. Pero, cualquier totalización, como diría Lacan, esconde un resto, un no-todo, que resiste ser totalizado.

Ante este problema la posición de Gabriel consiste en mantenerse equidistante del monismo y el escepticismo. El monismo es la posición teórica según la cual hay realmente una única mitología, un único marco verdadero desde el cual determinar qué tipos de objetos existen y cuáles son las relaciones entre ellos, por ejemplo el cientificismo. En el otro extremo, un escepticismo consecuente lleva al nihilismo: todos los dominios son igual de válidos y lo que es verdad en un dominio deja de serlo en otro, por tanto hablar de verdad es un despropósito. Pero el nihilismo es otra mitología que nos mantiene cautivos: también supone una imagen del mundo que no estamos dispuestos a cuestionar. Frente al nihilismo Gabriel sostiene que la contingencia no es igual a arbitrariedad, es decir, que reconocer que en última instancia todos los marcos son contingentes no implica que en una situación dada sea igual utilizar uno u otro. Por ejemplo, para tranquilizar a un niño asustado puede ser muy útil contarle un mito apropiado, pero para encontrar un remedio a una dolencia de ese mismo niño nos valemos del conocimiento científico. No hay nada extraño en ello, es lo que todos los padres sensatos hacen cotidianamente. Además, la mayor parte de la veces no decidimos nada, vivimos inmersos en entramados de instituciones que regulan nuestra conducta; lo cual no quiere decir que seamos meros autómatas replicadores, pero sí que toda institución solo pueden ser cambiada desde el interior, no podemos partir de cero. Como dice Heidegger nuestra condición es un “estar arrojados” al mundo y desde ese mundo (esos marcos, dominios, juegos del lenguaje, etc.) debemos vivir y pensar.

En conclusión, la contingencia es pues condición de posibilidad de la necesidad. La necesidad solo puede darse en el interior de un lenguaje no proposicional. En esto consiste la contingencia de la necesidad. 
“Por consiguiente, cualquier cosa a la que otorgamos necesidad es contingente en un orden superior, porque el marco al que debe su determinación no puede ser, él mismo, necesario. En otras palabras: en algún punto u otro nos topamos con una decisión bruta -la decisión que es constitutiva de racionalidad- que no es, ella misma, ni racional ni razonable.”11 
La propuesta de Gabriel, que hago mía, es que la reflexión filosófica ha de partir de la finitud y la contingencia, no hay otro camino. Pero la contingencia no es un hecho lamentable de nuestra existencia sino nuestro ser-en-el mundo; debemos aceptar que toda racionalidad se levanta sobre un fondo inestable que no puede dar cuenta de sí mismo.


Notas: 

1 Hegel, La ciencia de la Lógica, 1969, p 50

2 Hegel, Lecciones de Filosofía de la historia, México, FCE, 1955, p5.

3    «El ateísmo esencial (que no necesita mayores especificaciones, porque estas las reservamos para los casos del ateísmo esencial parcial, que sólo son ateísmos esenciales por relación a los teólogos que reconocen a esos atributos negados como integrantes del constitutivo formal de Dios) es la negación de la idea misma de Dios. El ateísmo esencial, en el sentido dicho de ateísmo esencial total, no niega propiamente a Dios, niega la idea misma de Dios, y con ello, por supuesto, niega el mismo argumento ontológico. Descartes o Leibniz, como es bien sabido, ya lo supusieron, al obligarse a anteponer a su argumento la «demostración» de que existía la idea de Dios, es decir, en la teoría de Leibniz, la demostración de que la idea de Dios era posible. Pero el ateísmo esencial impugna las pretendidas demostraciones de Descartes, Leibniz y otros muchos en la actualidad, de esta idea, y concluye que no tenemos idea de Dios clara y distinta, sino tan confusa que habría que considerarla como un mosaico de ideas incompatibles (si, por ejemplo, se considera incompatible la omnipotencia y la omnisciencia de Dios: si Dios es omnisciente, ¿cómo pudo tolerar, si fuera omnipotente, el Holocausto?), así como un mosaico de estas ideas con imágenes antropomórficas o zoomórficas («inteligente», «bondadoso», «arbitrario», «anciano»). La llamada «Idea de Dios», en su sentido ontológico, sería en realidad una pseudoidea, o una «paraidea» (a la manera como el llamado concepto de «decaedro regular» es en realidad un pseudoconcepto o un paraconcepto, es decir, para decirlo gramaticalmente, un término contrasentido).
 Desde la perspectiva del ateísmo esencial, en la que por supuesto nosotros nos situamos, las preguntas habituales: «¿Existe Dios o no existe?», o bien: «¿Cómo puede usted demostrar que Dios no existe?», quedan dinamitadas en su mismo planteamiento, y con ello su condición capciosa. En efecto, cuando la pregunta se formula atendiendo a la existencia («¿Existe Dios?») se está muchas veces presuponiendo su esencia –o si se quiere, el sujeto gramatical, y no el predicado– (si la existencia se toma como predicado gramatical en la proposición: «Dios es existente»). Y, esto supuesto, es obvio que no es posible la inexistencia de Dios, sobre todo teniendo en cuenta que su existencia es su misma esencia; y dicho esto sin detenernos en sus consecuencias, principalmente en ésta: que quien niega la esencia de Dios está negando también la existencia, precisamente en virtud del mismo argumento ontológico que los teístas utilizan.» (Gustavo Bueno, La fe del ateo, Temas de Hoy, Madrid 2007, pág. 20.)

4  Meillassoux, Después de la Finitud. Ensayo sobre la necesidad de la contingencia, 2015, p 53.

5  Schelling, On the History of Modern Philosophy, 1994, p 147

6 Gabriel y Žižek, Mitología, locura y risa. Subjetividad en el idealismo alemán, 2022, p 101

7 Gabriel y Žižek, Mitología, locura y risa. Subjetividad en el idealismo alemán, 2022, p 102

8 Gabriel y Žižek, Mitología, locura y risa. Subjetividad en el idealismo alemán, 2022, p 111

9 P. Sloterdijk, Normas para el parque humano, 1999, p 73.

10 Gabriel y Žižek, Mitología, locura y risa. Subjetividad en el idealismo alemán, 2022, p 57

11 Gabriel y Žižek, Mitología, locura y risa. Subjetividad en el idealismo alemán, 2022, p 69

domingo, 26 de noviembre de 2023

Fascismo y democracia.
Slavoj Žižek


 «Si la democracia apuesta a integrar la lucha antagónica dentro del espacio institucional diferenciado, convirtiéndola en un combate regulado, el fascismo procede en sentido opuesto. En su manera de actuar, el fascismo lleva al extremo la lógica del antagonismo (planteando una “lucha a muerte” con sus enemigos y alegando siempre —si no implementándola— una cuota de amenaza extrainstitucional de violencia, de presión popular directa que se salta los complejos canales institucionales y legales), mientras que, respecto de su objetivo político, postula justamente lo contrario, un cuerpo social jerárquico sumamente ordenado (por lo que no nos sorprende que el fascismo suela recurrir a metáforas orgánicas y corporativas). [...] La democracia asume la lucha antagónica como su objetivo, mientras que en su manera de proceder es regulada y sistemática; el fascismo, por el contrario, pretende imponer por meta una armonía jerárquicamente estructurada a la que se llega tras un enfrentamiento sin riendas».

Slavoj Žižek, Contra la tentación populista


domingo, 29 de octubre de 2023

Žižek y la idea comunista.
Eduardo Abril

Comunicación en el congreso de la Sociedad Académica de Filosofía.

Granada 25-10-2023.

No digo nada nuevo si subrayo el hecho de que Žižek es comunista y aboga por una sociedad comunista. Pero decir esto no es decir mucho. Žižek no ha aclarado ni ha dado demasiadas pistas acerca de a qué se refiere cuando se autodenomina «comunista» y sus críticos han resaltado su falta de concreción en este asunto.[1] Considero que determinar a qué se refiere Žižek por «comunismo» es algo que no puede hacerse sin tener en cuenta una perspectiva global de su obra, pero lo que es seguro, es que no se refiere a lo que, generalmente, entendemos por esta designación: un modo de organización social y económico que contiene una serie de características más o menos fijas, como la eliminación de la propiedad privada, el anti-individualismo, la defensa de un partido único, la propuesta de una sociedad sin clases, el control estatal de los medios de producción, etc.

Mi hipótesis es que la idea de comunismo en Žižek no designa un sistema político o económico determinado, sino una forma de considerar lo que Hegel llama «espíritu absoluto».[2] Si lo entendemos así, el comunismo sería la acción compartida en la que los sujetos reconocen su acción individual. De aquí que lo más apropiado sería pensar el comunismo zizekiano como una tarea o una causa colectiva, más que como un sistema económico y político de contornos definibles.

Como ha señalado Jameson, el espíritu en Hegel no corresponde ni con la cultura, ni con un supuesto supersujeto que secretamente mueve los hilos del desarrollo de la sociedad, sino que hay que pensarlo siempre como «lo colectivo»,[3] aquello que ocurre por medio de la acción libre de los individuos. No se trata de algo previo que se materializa en las múltiples acciones individuales, coordinándolas. El espíritu no es una suerte de esqueleto osificado de lo social que impone, desde afuera, un funcionamiento automático a los sujetos. En estos casos, los individuos no actúan desde sí mismos, sino que únicamente responden a un mandato inconsciente que opera en ellos a través de la cultura y el lenguaje. Se trata de causas exteriores a la propia acción colectiva, sostenidas sobre fetiches como la patria, los ancestros, la sangre, el pueblo, etc. Si el comunismo tiene la misma forma que el espíritu en Hegel, una acción colectiva libre, hay que rechazar su descripción idealista como una sociedad futura reconciliada consigo misma. Pensado así, se convierte en una posición totalitaria en el mismo sentido que lo son el nacionalismo o el capitalismo: un esquema de funcionamiento que totaliza la experiencia de los sujetos y orienta sus acciones.

Para Žižek, el comunismo es una verdadera acción colectiva libre que surge de la suma de voluntades. Es el «espacio virtual radicalmente desubstancializado del colectivo de creyentes»:[4] Una acción común que no remite a ningún exterior a la propia acción, que no persigue ningún ideal, ningún objeto de deseo, como la patria, la nación, la democracia por venir, la sociedad reconciliada, o cualquier otro horizonte, sino que se trata de una acción que sostiene y se agota en la acción misma. Esto es así porque el comunismo emerge a partir de la herida de la comunidad, que es también la de los sujetos, su inconsistencia, su desencaje, el malestar compartido en el que los individuos se reconocen unos a otros. Aquí reside la diferencia con otras causas colectivas, como la patria o el capitalismo, pues éstas adquieren la forma de una enloquecida persecución de un fetiche al que nunca se llega y que funciona condensando el malestar en un punto exterior. El comunismo, en cambio, no actúa desde una fantasía fetichista, sino que su propia acción emerge del malestar que constituye el colectivo como tal.

Podemos comprender esto a través de la reciente crítica que Žižek ha dirigido a la llamada «ontología orientada a objetos», defendida por Graham Harman en su obra Immaterialism, una versión de la teoría de los ensamblajes de Manuel DeLanda. Nuestra intención aquí sería tratar de comprender la idea comunista a través del concepto de «ensamblaje».

En general, como sabemos, la teoría de los ensamblajes se aleja de posiciones ontológicas densas que toman la realidad como una sustancia opaca, y concibe el mundo como «múltiple y performativo», en donde sólo tiene entidad ontológica lo relacional. Para la teoría de los ensamblajes «los fenómenos no tienen por qué ser de una única forma particular solamente»,[5] sino que se conciben como múltiples, plagados de tensiones y diferentes vectores y tendencias. El Estado, la Nación o el comunismo, podrían pensarse como ensamblajes, una reunión de fenómenos diversos y heterogéneos que constituyen una cierta realidad efectiva. Los ensamblajes de este tipo son dinámicos pues la multiplicidad de vectores y tendencias que los componen fuerzan que estén sometidos a una constante transformación. De ahí que un Estado, las distintas naciones o el comunismo como movimiento político, no hayan dejado de transformarse.

Para Žižek esta descripción presenta una dificultad gruesa, y es que si un ensamblaje se sostiene sobre esta variedad de fuerzas contrapuestas, no hay muchas razones para diferenciarla de una totalidad fluida siempre semejante a sí misma, eso a lo que Hegel se refirió como un «tranquilo devenir griego». Para que un ensamblaje realmente sirva para explicar un fenómeno múltiple y heterogéneo, así como su incesante transformación, hacen falta dos elementos que la teoría no contempla y que Žižek toma de Hegel. En primer lugar habría que concebirlos como totalidades desequilibradas, pues pensados como una interacción fluida de fuerzas, realmente no se da cuenta de su constante transformación. Y en segundo lugar debería poderse considerar un elemento que reúna todas sus partes poniéndolas a funcionar juntas ya que, de otro modo, no se entiende cómo podríamos hablar de una totalidad o un ensamblaje. El problema es que resulta difícil pensar algo así partiendo de una teoría que sólo concede valor ontológico a lo relacional. Hace falta un principio universalizador.

Una forma de solucionar este atolladero es la teoría de la hegemonía en Laclau: podríamos pensar que los distintos elementos heterogéneos se pueden armar como la cadena equivalencial que propone Laclau. Un ejemplo aquí es el populismo trumpista, el cual fue capaz de construir un ensamblaje a partir de elementos tan diversos como la rabia antisistema, la protección de los ricos con bajadas de impuestos, la moralidad cristiana, el racismo patriótico, etc. Pero también, del mismo modo, podríamos entender el comunismo, como un ensamblaje de elementos heterogéneos como los servicios de la salud, el suministro de agua, la seguridad, la educación, el gobierno, etc., de acuerdo con una lógica equivalencial.

Sin embargo, el concepto de ensamblaje no casa bien con la teoría de la hegemonía, puesto que se trataría de un dispositivo en el que todos esos elementos heterogéneos se reúnen en una cadena de equivalencias de acuerdo con un principio regulador externo: el nosotros contra ellos, algo que no contempla el concepto mismo de ensamblaje. En este caso le estamos concediendo una primacía ontológica a una posición que es difícilmente justificable: la guerra de posiciones. Desde esta perspectiva tenemos que aceptar alguna forma de hobbesianismo, como por ejemplo el de Carl Schmit, en el que los ensamblajes fueran siempre deudores de un enemigo externo, constituyendo, de hecho, una defensa contra un él, contra el intruso exterior. De este modo le estamos dando prioridad ontológica a algo que precede a lo relacional, y que resulta un principio que no tenemos por que reconocer. Lo central de los ensamblajes, como hemos dicho, es que prima lo relacional, no es un conjunto de elementos que se reúnen de acuerdo con un unificador externo, sino que, por el contrario, todos los elementos que componen el ensamblaje se articulan bajo la pretensión de «convertirse [plenamente] en sí mismos»,[6] no para perseguir algo distinto a ellos, subsumiéndose dentro de una lógica externa que los aliena.

Lo que propone Žižek, entonces, va en una dirección diferente al concepto de hegemonía, pero también a la teoría de los ensamblajes tal y como está planteada por Harman. Su referencia fundamental aquí es Hegel, para quien para que se produjera un auténtico cambio en el ensamblaje, éste debería ser contradictorio, inconsistente, insostenible. En caso contrario no se entendería cómo el ensamblaje podría ser algo más que una totalidad fluida semejante a sí misma, un tranquilo devenir, como hemos señalado. Žižek defiende que lo que ocurre es que todos los elementos particulares, de salida y sin necesidad de acudir a causas externas, están ya atravesados por una universalidad. Pero esta universalidad no es nada externo a los distintos elementos, pues consiste en el hecho de que cada uno de ellos está desencajado respecto de todos los demás, desencaje que es, precisamente, lo que les impulsa a unificarse y montar ensamblajes para alcanzarse a sí mismos. De este modo Žižek puede afirmar que no hay ningún «universal» previo a lo relacional, y a la vez proclamar lo que Hegel llama «universalidad concreta», la idea de que lo que es verdaderamente universal es el modo concreto y particular en el que cada elemento heterogéneo no encaja consigo mismo.

Pues bien, es desde esta posición que podemos comprender el comunismo como un ensamblaje. En primer lugar, atendiendo únicamente a lo relacional, el comunismo es una estructura política que existe únicamente en la medida en que hay comunistas que luchan por él. No existe algo así como un comunismo previo a lo que se genera a través de la lucha comunista, es una pura totalidad relacional. De este modo, tampoco los comunistas comprometidos con la causa, existen al margen de la lucha misma. Y en segundo lugar, lo que es universal en ellos no es una supuesta doctrina que aúna las voluntades en torno a un objetivo común, ni siquiera la posición hegemónica que reúne todas las voluntades contra el intruso enemigo, ni, como hemos dicho, una serie de recetas económicas y sociales por las cuales los comunistas trabajan para adecuar las sociedades a una imagen ideal. Sino que es la posición de desencaje respecto a sí mismos, el hecho mismo que un individuo no encaja consigo mismo al insertarse en una comunidad, que su identidad está siempre desplazada, lo que está en la base de la constitución de lo que Žižek entiende por «comunismo». En otras palabras, el comunismo es la acción común que emerge a partir de la situación en que los individuos que pertenecen a un colectivo no encajan en su propia realidad, ellos mismos no son otra cosa que su desencaje. Y es este mismo desencaje lo que constituye «lo común». Este desplazamiento de los sujetos respecto de sí mismos, al constituir una comunidad, no es otra cosa que lo que Marx describió al comienzo de su Crítica de la filosofía del derecho como «el lamento de la criatura oprimida».

Y aquí se produce una consecuencia inesperada: eso que emerge como «comunismo» y que no es otra cosa que «acción común», se presenta frente a nosotros dotado de una cierta apariencia de trascendencia.[7] Sin duda esta situación puede ser pensada a través del concepto marxista de alienación. Pero superar esta alienación no consiste en disolver la ilusión de estas estructuras autónomas, caer en la cuenta de que el comunismo, igual que la patria, el capital o la nación, no son entidades reales trascendentes. Se trata más bien de aceptar esa alienación como necesaria. No en el sentido de creer que debemos conservar nuestras ilusiones, pues el pueblo necesita un dios o un fetiche en el que creer: la nación, la patria o un futuro brillante comunista. Lo que Žižek nos dice es que el comunismo como causa política ocurre cuando caemos en la cuenta que nuestra propia acción está incluida en esta entidad autotrascendente que emerge, no cuando pensamos que tenemos que adecuarnos a unos parámetros exteriores predefinidos. Esto es lo que significa la afirmación de que el comunismo existe a través de las acciones comunes del colectivo de los desencajados, buscando una forma común de encajar. Es en este sentido que podemos decir que el comunismo es una causa colectiva y, al mismo tiempo, es una acción libre de los individuos, pues actúan libremente incluyendo sus acciones en el dispositivo del que son parte.

Pensar el comunismo de este modo, como acción colectiva, como tarea común, como una entidad virtual que trasciende a los propios sujetos o, usando el léxico hegeliano, como espíritu, no es otra cosa que pensar el comunismo como una hegeliana idea especulativa, una idea que «es eterna no en el sentido de un conjunto de características abstractas universales que se pueden aplicar en todas partes, sino en el sentido de que tiene que ser reinventado con cada nueva situación histórica».[8] Por eso, para entender lo que nos quiere decir Žižek, debemos abandonar la concepción del comunismo como un ideal abstracto de contornos definidos y pensarlo finalmente como un principio de distorsión. La idea comunista no nombra ninguna solución para la sociedad, sino que, más bien, es la designación de un problema: el del bien común, el problema de la tensión existente entre lo individual y lo colectivo, abriendo así el espacio para el desarrollo de las distintas formas fallidas de resolver esta tensión. Žižek lo dice:
[...] el comunismo no es el nombre de una solución, sino el nombre de un problema, el problema del bien común en todas sus dimensiones: el bien común de la naturaleza como la sustancia de nuestra vida, el problema del bien común de nuestra biogenética, el problema de nuestros bienes comunes culturales, y por último, pero no menos importante, el bien común como espacio universal de la humanidad del que nadie debería ser excluido.[9]
Hay que tener cuidado de no confundir este «universal concreto» hegeliano, con lo que podría ser un ideal regulativo kantiano. Lo central de una idea regulativa es funcionar como fetiche, dado que está ahí recordando que no es más que un modelo orientativo inalcanzable que, por tanto, nos libera de tomar decisiones verdaderamente radicales, puesto que al asumirse su imposibilidad, también se desactiva la urgencia y se pospone su realización en una sociedad futura que nunca llega. El comunismo no es ninguna situación venidera, la constitución de un estado político concreto, sino algo que ocurre en el presente. Como ha señalado Jameson, es «un proceso largo, complejo y contradictorio de transformación sistémica, amenazado en cada momento por el olvido, el agotamiento y la retirada hacia la ontología individual».[10] Para Žižek, este proceso ocurre a través de la acción misma de fallar a la hora de curar la herida de la comunidad. El comunismo en que está pensando, por tanto, emerge en los momentos de hundimiento en los que la urgencia emplaza a la acción colectiva, y se borra cuando esta acción queda oculta tras un proyecto que se impone desde fuera.

Por eso, el comunismo, más que la historia de sus aciertos es la historia de sus fracasos. Pero no entenderíamos nada si pensáramos que no es más que eso, un sistema social y económico que ya se mostró incapaz de solucionar el problema de lo común, como la Unión Soviética o la Comuna de París. El comunismo es, más allá de eso, el contorno de un agujero que se va delimitando a través de sus hundimientos y que no es otra cosa que la herida de la comunidad, constituida a partir de sus propias inconsistencias y fracasos. El comunismo no es un universal que reúne bajo una designación múltiples tendencias heterogéneas, sino que, en tanto que idea, es «una idea que divide»,[11] y no un principio de armonía, o una fantasía sobre la sociedad feliz. Divide porque traza una línea entre los que están por la defensa del sistema y los que están por su transformación, entre los que pueden conservar sus ilusiones y fetiches y los que están abocados a la acción porque no pueden hacer más que reificarse a sí mismos en su desencaje.

Ya es un mantra habitual de la política democrática actual usar el nombre de «comunista» como un designador de todo lo que genera ruido y distorsiona el «sano» debate democrático. A los comunistas se les reprueba siempre con el mismo reproche: se les recuerda su radicalidad, la incomodidad que generan, el modo en como rompen con los acuerdos tácitos del debate democrático, y se les lanza la misma pregunta acusadora: ¿es que queréis volver a repetir el desastre que ya causaron los comunistas de otras épocas? La respuesta de Žižek aquí es tajante: sí, queremos. Pero esto no significa que se pretenda volver a los desastres del siglo XX, sino más, bien que se está por la labor de reinventar, en cada momento, una solución para los problemas de lo común, en lugar de seguir empeñados en conservar una situación que genera un malestar cuyas consecuencias no se pueden ni prever ni contener. Por eso, el comunismo en el que piensa Žižek, en tanto que idea universal o principio de distorsión, es también un principio de acción. Emplaza a una constante reinvención de soluciones sin apelar a ninguna idea regulativa externa. No consiste en que debamos aplicar una receta económica o social, a una realidad que se resiste a encajar en esos moldes formales, sino, más bien, en que la idea surge en su propia realización, y no antes.

La posición de Žižek se asemeja a un decisionismo al estilo de Rosa Luxemburgo, quien defendía que la única forma de estar preparados para tomar el poder es tomar el poder. Actuar a sabiendas de que no hay paraguas sociopolítico que ampare nuestras acciones, asumiendo la responsabilidad del acto porque no hay un plan previo, lo único que podemos hacer es improvisar y fallar. Por eso el comunismo, más que el nombre de una solución, es el designador universal de un problema, un «espectro que regresa una y otra vez» y que se condensa en las palabras de Beckett: «Inténtalo otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor».[12]

Resulta claro ahora por qué Žižek no propone ningún modelo concreto de sociedad comunista, dado que la sociedad comunista no es una fantasía que pueda imaginarse a priori de ningún modo. El comunismo es siempre algo presente, en acto. En este sentido, tenía razón Will Self cuando señalaba sarcásticamente que Žižek actúa «como si realmente quisiera que abandonemos los últimos vestigios de nuestro desacreditado sistema de valores y marchemos con él (y Bernie Sanders) hacia unas barricadas aún por construir».[13] Deberíamos entender esto literalmente, pero invirtiendo la carga de la crítica: Žižek espera que las soluciones emerjan de la urgencia y la importancia de los problemas a los que nos enfrentamos. En este sentido, frente a una pregunta que le realizó Astra Taylor en el 2009, acerca de cómo sería un ecologismo sin naturaleza, Žižek contestó algo que también podría decirse del comunismo:
Es como en una guerra abierta en la que eres consciente de que tienes que luchar por cada posición firme que consigues. Eres consciente de que no confías en nada. Eres consciente de que estás en un proceso abierto donde las consecuencias de tus actos son, en última instancia, impredecibles. Sabes que al final vas a perder. Aceptar esta apertura radical de la situación significa aceptar que no hay una solución final, solo estamos ganando tiempo temporalmente.[14]

 Notas: 


[1] Todd McGowan ha criticado precisamente el hecho de que «no tiene una explicación concreta de cómo esta idea se vería en la práctica» (véase Capitalism and Desire: The Psychic Cost of Free Markets (Nueva York: Columbia University Press, 2016), 173. Citado por Bruce J. Krajewski, «Murder at the vicarage: Žižek’s Chesterton as a way out of Christianity», en Slavoj Žižek and Christianity, 188), y Ronald McKinney explica que la falta de compromiso de Žižek con una política concreta, es el resultado de entender la dialéctica de forma negativa, lo que hace de su filosofía una propuesta crítica que no ofrece soluciones (Véase Véase Ronald H. McKinney, «Zizek’s Atheistic Reading of Chesterton: A Paradoxical Hermeneutic», Philosophy Today 57, n. 4 (2013): 417. Citado por Krajewski en Slavoj Žižek and Christianity, 188).

[2] Véase Žižek, El dolor de Dios, 150.

[3] Jameson, Las variaciones de Hegel sobre la Fenomenología del espíritu, 26. Véase nota 110.

[4] Žižek, The Monstrosity of Christ, 294.

[5] Slavoj Žižek, Leer a Marx (Madrid: Akal, 2023), 23.

[6] Cf. Slavoj Žižek, Leer a Marx (Madrid: Akal, 2023), 26

[7] Véase Slavoj Žižek, Leer a Marx (Madrid: Akal, 2023), 30

[8] Žižek, Primero como tragedia después como farsa, 11.

[9] Žižek, Problemas en el paraíso (Barcelona: Anagrama, 2016), 250.

[10] Cf. Fredric Jameson, «Lenin y el revisionismo», en Lenin reactivado, ed. Slavoj Žižek et al., 69.

[11] Žižek, Problemas en el paraíso, 124.

[12] Véase Žižek, Primero como tragedia después como farsa, 145.

[13] Will Self, «The Courage of Hopelessness by Slavoj Žižek review: how the big hairy Marxist would change the world», The Guardian, 28/04/2017, disponible en

[14] Slavoj Žižek, «Ecology», en Examined Life: Excursions with Contemporary Thinkers, ed. Astra Taylor (Nueva York: The New Press, 2009), 235, Edición digital Scribd. Disponible en

domingo, 8 de octubre de 2023

El Maquiavelo de Leo Strauss.
Óscar Sánchez Vega

Tenemos traducidas al español las dos obras de Strauss sobre Maquiavelo. En primer lugar Pensamientos sobre Maquiavelo, de 1958 (2019, Edit Amorrortu). En este volumen Strauss amplía y reformula cuatro conferencias sobre Maquiavelo que había impartido en los años cincuenta. Cinco años más tarde, en 1963, se publica Historia de la Filosofía política, una compilación de ensayos de diferentes autores de la Escuela de Chicago, y el propio Strauss escribe el capítulo sobre Maquiavelo para la segunda edición de 1970. Me propongo en esta entrada, tomando en como referencia los textos citados, exponer y comentar la visión de Strauss sobre Maquiavelo.

a) El arte de escribir.

Leo Strauss aplica a Maquiavelo sus conclusiones sobre el arte de escribir. Según Strauss los grandes filósofos escriben en clave, manejan dos códigos: primero está el que podríamos llamar nivel superficial, para la mayoría, en el cual el texto dice exactamente lo que parece decir; pero además los filósofos escriben mensajes en sus libros en un nivel profundo para unos pocos iniciados capaces de una lectura cuidadosa e inteligente. Los libros en los que encontramos estos dos niveles son los libros esotéricos y deben su existencia a dos razones: la persecución y la censura. Hay verdades que no pueden ser proclamadas abiertamente porque pondrían en peligro la ciudad, pero el filósofo, si lo es, busca la verdad incondicionalmente, más allá de que pudiera ser o no políticamente conveniente. La escritura esotérica debe comprenderse desde dos puntos de vista opuestos y complementarios: por un lado es el escudo del filósofo para protegerse de la persecución política, pero, por otra parte, los más grandes filósofos, como Platón, comprendieron la necesidad de proteger a la ciudad del discurso filosófico, en tanto las afirmaciones del filósofo pueden horadar las opiniones que cohesionan su sentido común. La tensión entre la ciudad y la filosofía, según Strauss, es consustancial a la misma filosofía. Toda verdadera filosofía es consciente de esta tensión.

Así pues Strauss, para clarificar el verdadero sentido de la enseñanza maquiaveliana, se embarca en un estudio capítulo por capítulo de El Príncipe y los Discursos, que busca confrontar al lector con numerosas ambigüedades, errores, omisiones y contradicciones rastreables en ambos libros, tomando como criterio metodológico que nada de ello es casual. Pero todo es aun más complicado porque Leo Strauss no es un mero historiador de la filosofía, sino que es un Filósofo con mayúsculas al cual hay que leer con el mismo criterio metodológico que él aplica a los grandes pensadores. Así que por un lado nos preguntamos qué nos quiere decir en verdad Maquiavelo y también qué nos quiere decir Strauss cuando destaca esto o lo otro como el mensaje oculto del florentino. Un doble giro de tuerca, por una lado la enseñanza esotérica de Maquiavelo, por otro la del propio Strauss.

b) Maquiavelo fundador de la modernidad.

Teniendo todo lo anterior en cuenta podemos empezar a leer Pensamientos sobre Maquiavelo donde se afirma directamente en la Introducción que “Maquiavelo era un maestro del mal”1 y se termina el párrafo inicial con un “Maquiavelo era un hombre malvado”2. ¿Por qué, según Strauss, Maquiavelo es un hombre malo? Maquiavelo es malo porque él sabe perfectamente qué es lo bueno y elige conscientemente el mal. Por ello Maquiavelo es y no es un filósofo: es filósofo porque sabe, porque conoce la verdad y no lo es porque a pesar de ello reniega de la vida filosófica. Pero proclamar la maldad de Maquiavelo no le parece a Strauss suficiente. Muchos lo han hecho ya antes que él. Así que va más allá al afirmar que “su doctrina es diabólica y que él mismo es un demonio”3 Maquiavelo es un diablo porque es un Ángel Caído, es decir, conoce la Verdad pero se rebela contra ella.

La manera en la que inicia Strauss el análisis de Maquiavelo es ciertamente peculiar. A menudo los ensayos académicos sobre algún filósofo importante empiezan por distanciarse de una opinión común y sostienen que tal opinión es un mero prejuicio fruto de una lectura apresurada o de la manipulación interesada de la obra del autor. Strauss procede exactamente a la inversa: su objetivo es romper con la interpretación académica que pretende liberar a Maquiavelo del maquiavelismo y empieza su particular análisis con una opinión común. Comenzar por la superficie es el modo adecuado de comenzar el movimiento filosófico, señala Strauss, dado que las opiniones son fragmentos de verdad:
«Simpatizamos con la opinión simple acerca de Maquiavelo [esto es, la maldad de su enseñanza] no sólo porque es sana, sino también, sobre todo, porque no tomar en serio esa opinión nos impediría hacer justicia a lo que es verdaderamente admirable en él: la intrepidez de su pensamiento, la grandeza de su visión y la elegante sutileza de su discurso»4.
Precisamente, sostiene Strauss, el carácter maligno de Maquiavelo es lo que hace de él el primer filósofo de la Modernidad. Aclaremos esto: la filosofía clásica no concibe la política al margen de la virtud, por ello la pregunta acerca del mejor régimen está íntimamente ligada a la pregunta por la virtud. Platón y Aristóteles reflexionaron sobre la política a partir de la pregunta por la virtud y la tradición judeocristiana no supone un corte en en este planteamiento, aunque sí en el contenido del mismo. Por ejemplo, para los griegos la magnanimidad es una virtud pero para los cristianos la magnanimidad se identifica con el orgullo y es, por tanto, un vicio y, en cambio, la humildad es una virtud. En función de la respuesta a la pregunta por la virtud estaremos al lado de Atenas o de Jerusalén, este es el dilema de la filosofía política antigua. Las respuestas son diferentes, pero la pregunta persiste.

Para los filósofos clásicos la justicia se levanta sobre la virtud. En cambio en Maquiavelo se produce un corte radical con este planteamiento. Maquiavelo, por así decir, rebaja las expectativas en relación al progreso moral del hombre y mantiene sin embargo el objetivo del mejor régimen posible. Se trata ahora de saber -no de imaginar- cómo viven los hombres -no cómo deberían vivir- para pensar cómo deben ser gobernados. La teoría política se libera así de la ética y la religión y se pone al servicio del engrandecimiento de la patria. El iniciador de la Filosofía política moderna es, afirma Strauss, Maquiavelo porque parte de lo que el hombre es, no de una visión idealizada, no de lo que puede llegar a ser.

Por otra parte, es cierto que Maquiavelo sigue hablando de virtud en relación a las cualidades del buen gobernante en El Príncipe y de los buenos ciudadanos en los Discursos, pero la virtú de Maquiavelo no es la virtud de los antiguos porque no se identifica con la bondad. La virtú es más bien el hábil ejercicio de ciertas competencias encaminado al éxito de la empresa. La virtú maquiavelina remite a la areté de los sofistas y no a la de Sócrates. La técnica del buen gobierno depende entonces de la juiciosa alternación de virtud y vicio según las circunstancias. Por ejemplo, el modelo que se propone al joven príncipe que quiera fundar un nuevo Estado consiste en ser cruel en la guerra como Séptimo Severo, según cita Maquiavelo en El Príncipe. En definitiva, mientras los clásicos consideraban que el objeto principal del Estado era la educación de sus miembros en la virtud, después de Maquiavelo se entenderá que el arte de gobernar consiste en manipular a los ciudadanos para perseverar en el poder. La propaganda aparece como herramienta para adoctrinar, haciendo así coincidir filosofía y poder político.

Este nuevo enfoque lleva a Maquiavelo a preguntarse en El Príncipe la cuestión de si para un gobernante es mejor ser amado o temido. La respuesta, naturalmente, es que para un gobernante es mejor ser temido que amado. Entre otros factores porque el amor depende de los otros y ser temido de uno mismo. Maquiavelo funda la ciudad en la necesidad o en lo más bajo: en la bestialidad del hombre. Con esta clave lee Strauss a Maquiavelo cuando afirma en el primer capítulo del libro III de los Discursos: "Si se quiere que una secta o una república tenga larga vida, debemos remitirla frecuentemente a su comienzo." Ahora bien ¿qué encontramos en el comienzo? En palabras de Strauss: “los hombres eran buenos en el principio, no por causa de su inocencia sino porque estaban en garras del terror y del miedo: del terror y del miedo radicales e iniciales; al comienzo no había Amor sino Terror; la enseñanza de Maquiavelo, enteramente nueva, se basa en esta visión (que se anticipa a la doctrina de Hobbes acerca del estado de naturaleza)”5 . Por ello, el comienzo de una ciudad no puede ser una república: “puesto solo el gobierno, las leyes y otras instituciones hacen buenos a los hombres, los hombres son malos o corruptos con anterioridad a la fundación de la sociedad; en ese estado no pueden haber adquirido todavía hábitos de sociabilidad a través de la disciplina social.”6

Las dificultades de El Príncipe las retoma Maquiavelo en los Discursos, pero esta obra es más difícil y compleja. El Príncipe es una obra para el presente, una obra dedicada al gobernante audaz que se atreva a instaurar un nuevo orden. Los Discursos es una una obra proyectada hacia el futuro, dirigida a “aquellos que no son príncipes, pero merecerían serlo” que plantea un objetivo que no se menciona nunca en El Príncipe: instaurar un régimen que promueva “el bien común”. Según Strauss, el secreto del pensamiento maquiavélico se encuentra en un enfrentamiento de ambos textos, en los que cada capítulo sirve para aclarar el verdadero sentido del correspondiente en el otro.

c) Los nuevos “órdenes y modos”.

Maquiavelo, en el proemio del libro I de los Discursos, anuncia que ha descubierto nuevos “órdenes y modos” en el ámbito de la política. Sin embargo los nuevos órdenes y modos, nos anuncia, no son otros que los de la Antigüedad. Los contemporáneos de Maquiavelo tendían a pensar que las circunstancias del siglo XVI eran muy diferentes a las de la Antigüedad clásica y que las viejas recetas no están hechas para el nuevo mundo. Pero Maquiavelo afirma que la naturaleza humana es la misma siempre, igual que los problemas políticos fundamentales: “El núcleo de su ser era su pensamiento sobre el hombre, sobre la condición del hombre y sobre los asuntos humanos. Al formular las preguntas fundamentales trasciende, por necesidad, las limitaciones y los límites de Italia...”7

En este punto Strauss y Maquiavelo están de acuerdo. Si merece la pena mirar al pasado es porque en el fondo los problemas políticos a los que se enfrentaron los antiguos son los mismos que los nuestros, por lo que podemos aprender de sus aciertos y errores: “Maquiavelo no saca a la luz ni un solo fenómeno político que tenga alguna importancia fundamental y que no fuera plenamente conocido por los clásicos” 8

Desde esta perspectiva hay que leer la advertencia en el proemio del libro II de que lo antiguo no siempre es lo mejor. Maquiavelo piensa que la cantidad de bien y mal es siempre la misma. La posibilidad de un orden político virtuoso es la misma en la antigüedad, el siglo XVI o XXI. El material con el que se construye la ciudad, la naturaleza humana con sus virtudes y sus vicios es básicamente igual en todas las épocas. Si no es posible mejorar la fibra moral del hombre... ¿cómo conseguir el mejor régimen político? emulando los mejores sistemas que la historia ha conocido, responde Maquiavelo. Los problemas son los mismos. En filosofía política no hay progreso, de ahí la fidelidad tanto de Strauss como de Maquiavelo al legado clásico. Sin embargo, el clasicismo de Maquiavelo es compatible con un espíritu revolucionario. A juicio de Strauss: “...al describir a El Príncipe como la obra de un revolucionario hemos usado el término en su sentido preciso: un revolucionario es un hombre que quebranta la ley, la ley como un todo, con el objeto de reemplazarla por una ley nueva que es, según cree, mejor que la vieja. 9

Maquiavelo es un revolucionario no solo porque aspira a un vuelco en la situación política de la Italia del siglo XVI sino porque anuncia un tiempo de revolución: “El propósito principal de El Príncipe no es, pues, dar un consejo particular a un príncipe italiano contemporáneo, sino exponer una doctrina enteramente nueva referente a príncipes enteramente nuevos, en Estados enteramente nuevos, o sea una escandalosa doctrina sobre los más escandalosos fenómenos” 10

La intención de Maquiavelo sería, entonces, plantear una enseñanza completamente nueva. Pero sabiendo que no es posible, por la naturaleza envidiosa de los hombres, exponer esta enseñanza abiertamente, apuntará a conseguir seguidores en las generaciones subsiguientes, buscando ocultarla tras el disfraz de una empresa patriótica y respetable.

Es el momento de retomar lo que hemos planteado en el primer apartado. Según Strauss en Maquiavelo hay un mensaje oculto, una escritura esotérica. La buena nueva sería la posibilidad y hasta la necesidad de instaurar nuevos órdenes y modos a imitación de los antiguos, pero ¿por qué no decirlo abiertamente? ¿Qué teme Maquiavelo? Strauss nos invita a indagar en la intención del escritor, interpretando la trama de su escritura o su arte de escribir. Según Strauss, “lo que Maquiavelo se propone realizar en los Discursos no es sólo la presentación, sino la rehabilitación de la virtud antigua en contra de la crítica cristiana. “11

Pero Maquiavelo es muy consciente de lo peligroso que es su “descubrimiento”. La recomendación para imitar la virtud de los antiguos va en contra de la religión, pues la religión actual considera que las virtudes antiguas son en realidad vicios. “Nuestra religión ha asignado el más alto bien a la humildad, la abyección y el desdén de las cosas humanas, en tanto que la religión antigua había puesto sus más altas miras en la grandeza de espíritu, el vigor del cuerpo y todas las demás cosas que pueden hacer más fuertes a los hombres.” 12

Maquiavelo, concluye Strauss, pertenece a un linaje de pensadores que escriben y piensan contra la religión revelada. Bajo esta clave debemos leer a Maquiavelo. Por ejemplo, cuando Maquiavelo rememora en los Discursos que con el triunfo de César se acabó la libertad de expresión en Roma y, sin embargo, los escritores inteligentes se apañaron para censurar a César de manera indirecta, criticando a Catilina o elogiando a Bruto, en realidad el mensaje secreto que lanza es: puesto que las actuales circunstancias no puedo criticar abiertamente a la Iglesia católica, yo elogio el papel político que jugó en el pasado la religión antigua para que el lector inteligente saque las debidas consecuencias. Todo lo que en los Discursos se dice sobre “las sectas” deberíamos extrapolarlo a “nuestra religión”, es decir a la Iglesia católica. Por ejemplo, en el capítulo 5 del libro II se afirma que para surja una nueva secta primero debe ser destruida la anterior como hicieron los cristianos con los paganos y lo que no dice Maquiavelo pero sugiere: lo mismo habrán de hacer las próximas generaciones con la Iglesia católica.

En todo momento Maquiavelo habla de las sectas y religiones como instituciones de origen humano, no divino, de tal modo que “su elogio de la religión (antigua) es solo la otra cara de su completa indiferencia a la verdad de la religión” 13 Es relevante, a juicio de Strauss, el que la única cita del Nuevo Testamento tanto en los Discursos como en El Príncipe sea una en la que se compara a Jesus con el rey David y dice de él que "Ha colmado de buenas cosas a los hambrientos, y ha enviado a los ricos con las manos vacías." Lo que Maquiavelo sugiere aquí es que el nuevo príncipe debe subvertir todo el orden establecido para afianzar su poder. Maquiavelo tergiversa el sentido de la cita para mandar un mensaje contrario a las escrituras. Es casi una blasfemia. Él es el nuevo corruptor de la juventud. ¿Cual es la enseñanza político-moral de los Discursos? La Iglesia es un lastre político del que debemos desembarazarnos para dejar vía libre a la República. El mensaje oculto es que debemos rechazar el ascetismo mistificador del cristianismo y abrazar el republicanismo.

Antes de pasar al siguiente apartado me atrevería a señalar que el método de lectura de Strauss en este punto central de su interpretación de Maquiavelo es discutible. El problema es que, como señala Lefort, en muchos textos Maquiavelo critica abiertamente a la Iglesia y su postura es sobradamente conocida entre sus coetáneos por lo que “sus palabras serían ininteligibles si su designio debiese permanecer secreto y si su modo de enseñanza se hallase determinado por el cuidado de escapar de los peligros de la persecución”14 . Strauss pasa por alto muchos fragmentos en los cuales Maquiavelo se muestra abiertamente anticlerical sin miedo alguno.

Sea como fuera, podemos estar de acuerdo que, bien sea abiertamente o de forma velada, Maquiavelo critica a la Iglesia católica y abre nuevos horizontes para la política. Pero ¿qué hay de malo en ello? ¿dónde está el problema? El problema es que para Strauss en la querella contra el cristianismo Maquiavelo va demasiado lejos y acaba destruyendo las bases mismas de la filosofía. Maquiavelo, buscando destituir la distinción entre mundo terrenal y mundo supraterrenal en nombre de la verdad, terminará por destruir también la distinción entre lo justo y lo injusto o entre filosofía y política

d) Maquiavelo profeta

“Maquiavelo es un profeta” 15, afirma Strauss, aunque sabemos que también que, por otro lado, es un diablo. ¿Por qué Maquiavelo es un profeta? Maquiavelo es un profeta en el mismo sentido en que lo fue Moisés. No es un conquistador, no penetra en la tierra prometida ni construye en ella el nuevo Estado. Lo anuncia y queda a sus puertas. La tierra prometida es, en este caso, la modernidad y lo revolucionario de su mensaje consiste en mostrar abiertamente que la política no es más que una descarnada lucha por el poder de la que conviene hablar sin dobleces ni eufemismos.

La consideración de Maquiavelo como filósofo por parte de Strauss es ambigua. Por un lado reconoce “la intrepidez de su pensamiento, la grandeza de su visión y la elegante sutileza de su discurso” 16 y lo más importante, la clave que distingue a los grandes pensadores: la escritura esotérica. Pero, por otro lado, no es un filósofo porque lo propio del filósofo, como sostienen también Hadot y Foucault, es llevar una vida filosófica y los que llevan este tipo de vida saben muy bien que hay palabras que no deben ser pronunciadas en público y que el campo de la filosofía no debe confundirse con el espacio político. Pero Maquiavelo es un hombre de acción, pertenece a la estirpe de todos aquellos que han renunciado a su naturaleza de filósofos para entregarse a la ciudad y convertirse en su herramienta. Maquiavelo, como los sofistas, no aspira ya a salir de la caverna, sino a triunfar en ella. Y sólo puede hacerlo si se pone al servicio de los habitantes de la caverna ofreciendo su conocimiento como instrumento técnico de control y transformación social. Pero de este modo el profeta de la ilustración renuncia a la mejor de las vidas: la vida entregada a la filosofía. Pudiéramos pensar que esta es la peculiar forma de entender la filosofía que tiene Maquiavelo, pero según Strauss solo hay una forma correcta de hacer filosofía: la búsqueda incondicional de la verdad y esta tarea exige dar un paso atrás y retirarse de la vida política. Si lo que se pretende es triunfar en la ciudad, ser el intérprete de las sombras en la caverna, entonces eso ya no es verdadera filosofía.

e) Otra vuelta de tuerca: el retorno a Maquiavelo.

A pesar de todo lo que llevamos diciendo hasta aquí, Strauss y Maquiavelo están de acuerdo en algunos de los aspectos más significativos del pensamiento político como el enfoque antihistoricista de los problemas políticos, incluso en los detalles de un retorno a los viejos órdenes y modos, y la manipulación de las masas por una religión patriótica. La diferencia entre Strauss y Maquiavelo no está en los fines que persiguen: conocer la verdad e influir en su tiempo. Pero Maquiavelo aspira a que la conquista de la verdad llegue a todos, de ahí su republicanismo y su conexión con el iluminismo. Por el contrario, para Strauss, la filosofía es una actividad reservada sólo a unos pocos. La filosofía no es para la multitud y esta incompatibilidad no es una situación provisional que pueda solventarse mediante una educación apropiada sino que es algo así como una constante antropológica. Pero el objetivo final de ambos es salir del círculo íntimo e influir en la política.

Creo que para ilustrar esta diferencia puede ser pertinente una comparación: Maquiavelo como Sócrates y Strauss como Platón. Maquiavelo (que dedica los Discursos a “los jóvenes”) es, como Sócrates, un seductor de la juventud y se dirige a ellos para para tenderles una mano hacia una nueva comprensión de la filosofía política y abriles nuevos horizontes. Probablemente donde mejor se expresa la pasión maquiaveliana sea en la exhortación final de El Príncipe para “apoderarse de Italia y liberarla de las manos de los bárbaros”, lo cual solo puede hacerse a sangre y fuego: para construir un templo, se debe destruir el templo. En cambio Strauss, como él mismo reconoce, se inspira en Platón, el cual no interviene directamente en las controversias políticas de su ciudad sino que funda la Academia con el objetivo de influir en la ciudad por medio de una nueva generación de políticos forjada al amparo de su filosofía. Esta comparación además parece cuadrar bastante bien con la vida de Strauss y su trayectoria académica.

Un pensamiento político republicano, como el que aquí intento ejercer, es más cercano a la concepción de la filosofía de Sócrates-Maquiavelo que a la de Platón-Strauss. No obstante, aprecio la verdad que se halla en el planteamiento de Strauss sin dar por necesarios sus últimos corolarios. Existe una tensión entre filosofía y ciudad, este es para mí el principal acierto y la gran aportación de Strauss: los fines del filósofo no son los mismos que los del político, cierto. Pero de ello no se sigue la concepción elitista de la filosofía que defiende Strauss.

De igual modo que Strauss toma en serio a Maquiavelo para pensar contra Maquiavelo propongo pensar en serio a Strauss para pensar contra Strauss y, en cierto modo, retornar a Maquiavelo. Intentaré explicarme. Strauss reprocha a la modernidad romper con la ética de la virtud, es decir, abandonar el proyecto clásico al pensar la política para lo que el hombre es, no para lo que puede llegar a ser. Sin embargo, Strauss, el amigo de los clásicos, desconfía que tal progreso pueda darse. Por una parte reprocha a la modernidad olvidar los elevados ideales del mundo antiguo, pero por otro lado tiene una concepción pesimista, hobbesiana, de la naturaleza humana: la mayoría no está a la altura de la Verdad por lo que la virtud suprema, la del conocimiento, es para unos pocos iniciados. El resto ha de conformarse con lo que Platón en Las Leyes denomina “la noble mentira”.

Pero en este razonamiento hay, entiendo, una profunda contradicción: somos fieles al legado clásico si mantenemos el telos de educar al demos en la virtud, si confiamos en la perfectibilidad de la naturaleza humana. Es el pesimismo de Strauss el que rompe con la filosofía política clásica. Strauss lo repite muchas veces: el proyecto político de la filosofía clásica no puede concebirse al margen del problema de la virtud. Sin embargo él, a pesar de reivindicar el legado clásico, parece claudicar con la exigencia de educar al demos en la virtud. Pero este es el corazón mismo del legado clásico, no podemos renunciar a él. 

Ahora bien, el proyecto clásico, entiendo, no puede recuperarse en su pureza original, no cabe hacerlo sin una dosis importante de ironía. El problema, y aquí tiene razón Strauss, es que probablemente la verdad no sea para todos, pero al modo kantiano deberíamos hacer como si fuera posible porque sean cuales sean los resultados siempre serán mejores que si lo planteamos desde la posición elitista y pesimista de Strauss. Y este enfoque universalista es el del “profeta del iluminismo” en los Discursos: una llamada a "los jóvenes" a romper con los corruptos órdenes políticos del presente y volver la vista atrás buscando inspiración en aquellas escasas excepciones históricas en las cuales un pueblo pudo constituirse como república, es decir, como un sujeto político libre que se gobierna a sí mismo. Si pensamos la política desde esta perspectiva quizá lleguemos a verdades incómodas que no encajan con lo "políticamente correcto", pero no veo cómo pudiéramos llegar a "verdades escandalosas" que no deban ser dichas en voz alta y tengan necesidad de ser codificadas para que puedan llegar a unos pocos iniciados. Yo creo que lo que es justo para el pueblo puede y debe proclamarse abiertamente. Por otra parte, y para terminar, Strauss parece tener en muy alta consideración la influencia que puede ejercer el filósofo y por ello apela a la gran responsabilidad que conlleva. Por mi parte creo que todo esto es exagerado; la verdad es que casi nadie escucha al filósofo, especialmente si lo que dice no es afín a las opiniones mayoritarias. Strauss sostiene, y yo estoy de acuerdo con él, que el filósofo no es un político, que el filósofo se debe a la verdad no a la conveniencia política, pero de ello no se sigue que el filósofo deba retirarse a su torre de marfil a ejercitar la escritura esotérica. Yo creo que el filósofo no debe callar, debe buscar la Verdad y cuando la halla, o cree hallarla, debe proclamarla a los cuatro vientos y que arda Troya... como hizo Maquiavelo.


Notas:

1 Pensamientos sobre Maquiavelo, 2019, p 11
2 Pensamientos sobre Maquiavelo, 2019, p 11
3 Pensamientos sobre Maquiavelo, 2019, p 15
4 Pensamientos sobre Maquiavelo, 2019, p 15
5 Historia de la Filosofía política, 2009, p 298
6 Pensamientos sobre Maquiavelo, 2019, p 365
7 Pensamientos sobre Maquiavelo, 2019, p 107
8 Pensamientos sobre Maquiavelo, 2019, p 401
9 Pensamientos sobre Maquiavelo, 2019, p 82
10 Pensamientos sobre Maquiavelo, 2019, p 104
11 Historia de la Filosofía política, 2009, p 295
12 Historia de la Filosofía política, 2009, p 297
13 Pensamientos sobre Maquiavelo, 2019, p 14
14 Lefort, C, Maquiavelo. Lecturas de lo político. Editorial Trotta, Madrid, 2010, pp. 145-6.
15 Pensamientos sobre Maquiavelo, 2019, p 111
16 Pensamientos sobre Maquiavelo, 2019, p 15