Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

viernes, 11 de octubre de 2024

Del darwinismo a la erradicación de la política (II)
Borja Lucena

4- El político solicitado en la obra de Hayek es ya legión. Se define por el desarrollo de prácticas dirigidas, no a abrir la novedad de la acción concertada o la deliberación en el seno de la vida social, sino, más bien, a erradicar todo conato de propuesta política ante las tareas que aquélla constantemente plantea. Adquiere, de este modo, la paradójica figura del que, desde el poder político, se esfuerza por anular lo político mismo, reducirlo a su expresión mínima, subordinarlo a las exigencias de la gestión, la eficacia, el bienestar, la creación de riqueza y los requerimientos que ésta prescribe. Lo que de la iniciativa de un político se pide es que despeje el espacio en el que el mercado está en condiciones de organizar el campo totalizado de la vida en común, supliendo, de este modo, a los problemáticos procedimientos políticos. “Lo que hace el mercado es reducir en gran medida la gama de problemas que deben decidirse mediante medios políticos” (Friedman, M., Capitalismo y libertad, p. 53). El político -lo político mismo- ha de abandonar la totalidad, lo común, en tanto que destino de su acción, pero eso no quiere decir que su iniciativa desaparezca; se reduce en su campo de aplicación, pero gana en fuerza e intensidad. La política, de este modo, se redefine, desplazándose desde el ámbito de la acción humana y sus posibilidades al de la instauración de las condiciones de posibilidad de un mercado de funcionamiento auto-regulado.

5- Frente al mito del anarquismo neoliberal, lo cierto es que el Estado propugnado por Hayek se contrae sólo para reunir una potencia mayor sobre el punto crucial desde el que ha de estructurarse la integridad de la vida en común: el marco jurídico, institucional y práctico que dispone a la competencia como ley universal del comportamiento humano: “(…) la economía de mercado presupone la adopción de ciertas medidas por el poder público” (Hayek, F.A., los fundamentos de la libertad, p. 307). Hayek rompe el dualismo fetichista de los liberales clásicos, que sólo concebían un dilema esencial: o economía dirigida o total eliminación de la intervención del Estado. El gran poder de su reflexión radica en la ingeniosa habilidad con la que rompe esa antítesis engañosa. El Estado no debe abandonar los instrumentos de la intervención, sino dirigirlos – agresivamente, sin contemplaciones para con lo existente- hacia la racionalización del espacio social. Para que no existan obstáculos al movimiento de individuos, bienes, servicios o prestaciones mutuas el espacio de la vida en común ha de ser alisado, despojado de las rugosidades sedimentadas por obra de la costumbre y los modos arcaicos de vida, despejado de impedimentos, fluidificado hasta la disolución de todo grumo que trabe la libre e indeterminada circulación. En palabras de Hayek, “hay una diferencia completa entre crear deliberadamente un sistema dentro del cual la competencia opere de la manera más beneficiosa posible y aceptar pasivamente las instituciones tal como son. Probablemente, nada ha hecho tanto daño a la causa liberal como la rígida insistencia de algunos liberales en ciertas toscas reglas rutinarias, sobre todo en el principio del laissez-faire” (Hayek, F. A., Camino de servidumbre, p. 47). Como efecto de la contundencia ejecutiva en el aseguramiento y fijación del marco de posibilidad de la sola actuación de las fuerzas de la competencia, la intervención decidida del Estado levanta una esfera donde no pueda existir ya posibilidad de intervención (política), pero que exige una constante intervención del poder administrativo, regulativo, policial y burocrático que mantenga esa esfera libre de intervención (política). La refutación de la planificación “socialista” de la economía no implica la renuncia al poder e intervención del Estado, sólo señala y acota la dirección de esta intervención con la intención de suministrarle completa eficacia. “(…) no hay Estado que no tenga que actuar” (ibídem, p. 113), dado que “estas funciones coactivas del gobierno (...) son las que están encaminadas a la preservación de un orden de mercado que funcione (…) asegurar el nivel de competencia que exige un eficaz funcionamiento del mercado” (Hayek, F.A., Principios de un orden social liberal, 53, p. 50).

6- Es sorprendente, no obstante, cómo Hayek deja en suspenso su propio principio evolucionista al exigir del poder del Estado la erradicación de los obstáculos y barreras que, tradicionalmente, todas las sociedades humanas, y, específicamente las europeas, habían levantado contra la expansión ilimitada de los mercados. Si bien asegura que las instituciones humanas obedecen a la lógica de la selección natural, no se pregunta por qué las sociedades históricas habían introducido esos impedimentos al libre desenvolvimiento de las fuerzas propiamente mercantiles, ni tampoco por qué esos frenos obtuvieron un refrendo exitoso durante milenios. De esta tarea se hará cargo Karl Polanyi, quien, en "La gran transformación" ya advirtió cómo fue precisamente el desarrollo espontáneo de la vida comunitaria lo que condujo secularmente a regular y encerrar en límites la natural potencia expansiva de la riqueza y las fuerzas productivas.

viernes, 4 de octubre de 2024

Del darwinismo a la erradicación de la política (I).
Borja Lucena

1- Uno de los soportes teórico decisivos del neoliberalismo de Hayek es el darwinismo y, concretamente, la idea de una selección natural que, al igual que el desenvolvimiento del reino zoológico, regula de manera inmanente los asuntos humanos. De esta manera, la consistencia de las acciones humanas es velada por una trama opaca nunca cognoscibles para los hombres, que sólo pueden advertir el éxito o fracaso finales de las acciones que llevan a cabo. Las instituciones, las costumbres, las prácticas y leyes pugnan por persistir en un medio determinado, y sólo las más aptas son seleccionadas, sin intervención de los designios conscientes humanos. No hay distinción, a estos efectos, entre los organismos naturales y las realidades debidas a la acción humana.

2- El escepticismo hacia los designios o metas que guían la acción sostiene la inclinación hayekiana hacia un darwinismo que afirma la inanidad de la política apelando a la ignorancia sobre los procesos sociales y a la necesidad de depositar en los individuos –en los individuos exclusivamente- la búsqueda de respuestas y soluciones ante las circunstancias cambiantes. Al contrario de, por ejemplo, Hannah Arendt, la ignorancia sobre los resultados no es asumida como elemento insustituible y constituyente de la acción política sino señalada, más bien, como refutación de cualquier tentación de apelar a ésta. Tanto las acciones individuales como las realizadas junto a otros se ejercitan desde la ceguera hacia las consecuencias; no obstante, existe una diferencia decisiva en el marco de esta ceguera: antes que acordar un curso de acción común, Hayek piensa que la única posibilidad de hallar respuestas apropiadas a las situaciones siempre cambiantes de la vida compartida es multiplicar las acciones individuales a modo de constantes ensayos que, aunque abocados en la mayor parte al error, puedan, en algún caso, hallar una acción correcta, es decir, exitosa. Lo fundamental, por lo tanto, es reducir al máximo el ámbito de decisiones comunes, pues sólo la proliferación de líneas de conducta individuales acerca probabilísticamente a una acción que no esté abocada al fracaso. "La combinación de conocimientos y aptitud que lleva al éxito no es fruto de una deliberación común de gentes que buscan una solución a su problema mediante un esfuerzo conjunto (...) confiamos en los esfuerzos independientes y competitivos de muchos para la prevención de las necesidades que nos salen al paso" (Hayek, F.A., Los fundamentos de la libertad, p. 56). En esta coyuntura, lo común es pensado sólo como acallamiento totalitario de lo individual y de sus ínsitas e ilimitadas posibilidades de invención de soluciones.

3- La ontología política de Hayek se organiza sobre la disolución de todo horizonte referido a lo común, pues aquello que rebasa el ámbito de lo individual sólo puede ser percibido como obstáculo del libre decurso de trayectorias puntuales. En otras palabras: la política, en tanto que acción compartida que trasciende las decisiones puramente individuales, es esencialmente y en sí misma totalitaria y, en consecuencia, ha de ser eliminada de la trama de los asuntos humanos. Milton Friedman lo advierte con claridad cuando subraya que las decisiones políticas siempre implican el avasallamiento de alguna de las posiciones en pugna, mientras que sólo el mercado está en condiciones de satisfacer a la integridad de los participantes y sus elecciones: “La función del mercado es permitir la unanimidad sin conformidad, [lo] que es un sistema de representación efectivamente proporcional” (Friedman, M., Capitalismo y libertad, p. 63). Frente a la proporcionalidad “efectiva” del mercado, la proporcionalidad de un sistema político es siempre fallida, dado que el resultado final termina por hacerla estallar, extendiendo universalmente decisiones particulares que no tienen por qué ser compartidas por todos los implicados. El mercado, en consecuencia, es el único sistema que contempla, respeta y fomenta las diferencias, como gustan de decir los posmodernos; es “el orden espontáneo (...) [que], al ser independiente de cualquier objetivo particular, permite y favorece la consecución de muchos objetivos individuales, diferentes, divergentes e incluso contrapuestos. Por eso el orden de mercado, en particular, no se basa en objetivos comunes, sino sobre la composición de objetivos diversos en beneficio recíproco de sus miembros” (Hayek, F. A., Principios de un orden social liberal, 11, p. 30). En esta coyuntura, el mercado se levanta, no sólo como instancia de utilidad, sino como poder salvífico capaz de conjurar los riesgos que sobre la existencia humana proyecta la tentación de organizar políticamente la vida en común.

martes, 3 de septiembre de 2024

Metafísica inevitable.
Borja Lucena

La ciencia, a diferencia de la filosofía u otros saberes inútiles, establece un conocimiento que deja aparte consideraciones metafísicas. En este bello cuento, la metafísica es como el lobo de los de antaño, una figura oscura y aterradora, un poder maligno que enturbia el tranquilo devenir de las cosas y echa a perder las expectativas de una vida disfrutada en paz y progreso. Escojamos saberes útiles, porque están anclados en la solidez de objetos incontestables; rechacemos todo aquello que no nos ofrece un rédito calculable, porque no son más que fantasías o mitos; reduzcamos el saber al "saber hacer" porque éste nos ofrece resultados tangibles en vez de las quimeras proporcionadas por la religión o por esa forma bastarda de religión que es el filosofar. ¿Para qué comprender si podemos sencillamente ser felices? ¿Para qué leer y estudiar si las tecnologías inteligentes pueden hacerlo por nosotros?

Hace ya mucho tiempo que el discurso dominante suena de tal guisa. Desde que los pensadores positivistas e ilustrados se propusieron acabar con el monstruo de la metafísica, no se nos ha dejado de repetir que necesitamos un conocimiento que permanezca en los límites de lo demostrable y medible, porque más allá se abre el territorio de la superstición y la servidumbre. El producto más perfecto de la moderna empresa de fabricar conocimientos ha sido la exclusión de todo lo que no puede insertarse en la malla de cálculos y algoritmos que cartografían al milímetro lo real y producen dispositivos capaces de dominar todos sus pliegues. Las escuelas e institutos, pese a la resistencia de algunos profesores, abanderan esta cruzada, proponiendo un saber manipulativo, un saber centrado en el alumno y en las expectativas de felicidad que podrían ser malogradas en el caso de procurar comprender las cosas más allá de la voluntad de "ser uno mismo".

Todo esto viene al caso porque el principio de sustituir un conocimiento metafísico por otro exento de implicaciones de tal naturaleza es él mismo un mito que ya Hegel (al igual que muchos otros) señaló como el mayor de los embustes. Todo conocimiento, hasta el más elemental, está anegado de implicaciones metafísicas. Comprender cualquier cosa es ser capaz de reconocer el marco de presupuestos de sentido en el que se integra, y estos presupuestos poseen una naturaleza metafísica. Cuando los positivistas científicos nos proponen un saber exento de metafísica nos están sugiriendo que no vale la pena comprender nada. No existe una batalla en la que se enfrentan las fuerzas de la luz y la razón contra el demonio metafísico, sino la contraposición de distintas posiciones ancladas en metafísicas opuestas. No se pretende, en definitiva, eliminar la metafísica, sino, al contrario, imponer la metafísica inconsciente que soporta aquellos conocimientos "positivos" y útiles.

Un pasaje de las "Lecciones sobre la filosofía de la historia" lo expresa con gran claridad:

"Todo su saber [el perteneciente a las ciencias ´positivas´], todas sus nociones se hallan informadas y gobernadas por esta metafísica, que es como la red en la que aparece envuelta toda la materia concreta en que se ocupan los actos y la vida de los hombres (...) aquellos hilos generales no se destacan ni se convierten por sí mismos en objetos de nuestra reflexión".
"Lecciones sobre la historia de la filosofía", I, 58.

lunes, 19 de agosto de 2024

El filósofo como buen carnicero.
Óscar Sánchez Vega

"Hay que poder dividir las ideas siguiendo sus naturales articulaciones, y no ponerse a quebrantar ninguno de sus miembros, a manera de un mal carnicero (...) Y de esto es de lo que soy yo amante, Fedro, de las divisiones y uniones, que me hacen capaz de hablar y de pensar. Y si creo que hay algún otro que tenga como un poder natural de ver lo uno y lo múltiple, lo persigo «yendo tras sus huellas como tras las de un dios». Por cierto que aquellos que son capaces de hacer esto -sabe dios si acierto con el nombre- les llamo, por lo pronto, dialécticos" Platón, Fedro, (265e-266c)

Empiezo estas líneas con la cita de Platón que compara al filósofo dialéctico con un buen carnicero, aquel que “corta” la realidad por sus “articulaciones naturales.” ¿Es esta una buena imagen del trabajo en filosofía? Considero que esta es una cuestión crucial que todos los que de un modo u otro nos movemos en este campo debemos afrontar y responder de alguna manera. Antes de contestar apresuradamente esta pregunta es preciso considerar lo que está en juego, a dónde nos llevan las dos posibles repuestas. Si respondemos afirmativamente, es decir, que el filósofo (o el científico) es como el buen carnicero asumimos una serie presupuestos que no son en absoluto evidentes: suponemos entonces que el mundo está estructurado de cierto modo y que el conocimiento humano lo único que hace es describir y reflejar un orden externo, las leyes del universo que se nos revelan, acaso porque nuestra razón es la misma que la del gran demiurgo que ha creado el universo. Por muchas razones, en las que ahora no voy a entrar, esta posición filosófica, al menos desde Kant es manifiestamente ingenua y poco rigurosa, lo que no es óbice para que esta sea la filosofía espontánea de muchos reputados científicos. Si, por el contrario, respondemos negativamente, negando la analogía propuesta por Platón es porque encontramos diferencias esenciales entre el trabajo del filósofo (o científico) y el del carnicero. En otras palabras, es porque entendemos que el conocimiento humano es básicamente construcción, pues las ideas y categorías científicas son productos del intelecto humano, no “cosas” que están ya dadas y que reconocemos en la naturaleza. Esta posición filosófica es ciertamente más sutil y refinada que la primera pero tiene el grave inconveniente que desde ella es muy difícil garantizar la objetividad del conocimiento y nos lleva al relativismo. La disputa entre teorías rivales sería una cuestión más bien de coherencia de una construcción frente a otra pero, en última instancia, como ninguna de las teorías o categorías que manejamos refleja lo que en verdad son las cosas, toda la controversia queda irremediablemente teñida de un subjetivismo que nos impide avanzar.

Todo lo anterior es un resumen ridículamente simple de un problema bastante más complejo de lo que hasta aquí he expuesto. Por centrar un tanto este problema paso a comentar esta cuestión en un contexto más restringido: las polémicas en el seno del materialismo filosófico.

En el reciente curso del verano de Santo Domingo de la Calzada, con ocasión del centenario del nacimiento de Gustavo Bueno, Carlos Madrid Casado impartió dos lecciones sobre la teoría del cierre categorial y en la segunda de ellas abordó algunas cuestiones controvertidas entre los buenistas. Una de ellas es la doctrina del hiperrealismo. Intentaré explicarme de manera sencilla y centrándome en el asunto que nos interesa. Bueno sostiene que los términos, categorías y teoremas científicos no se limitan a describir el mundo sino que son parte del mundo. El mundo no es algo prístino y exterior ajeno al quehacer humano sino que es algo que va trasformándose conforme avanza el conocimiento: verum ipsum factum, como decía Vico. Carlos Madrid defendía en su ponencia la que me atrevería a llamar la versión ortodoxa de la teoría del cierre, según la cual los términos científicos, (electrón, estrella, hipotenusa, especie, oxígeno, etc) son el resultado de las operaciones de los sujetos humanos, es decir, construcciones que, obviamente, requieren la presencia y la acción de los seres humanos y que carecen de sentido al margen de ellos. En los Ensayos materialistas Bueno había utilizado la fórmula E= Mi. Es decir el Ego trascendental es igual al Mundo, en el sentido que las morfologías del mundo antrópico (los objetos, elementos, leyes, etc) están constituidas a la escala del cuerpo humano y este por su parte, como diría Heidegger, solo puede entenderse como un ser en el mundo. Carlos Madrid recordó en su lección cuando hace algunos años, en un congreso en Oviedo, un participante, Iván Vélez, planteó una pregunta, aparentemente estrambótica, pero que, desde entonces ha hecho correr ríos de tinta en el ámbito de las publicaciones del materialismo filosófico: ¿el hombre de Atapuerca respiraba oxígeno? Vaya tontería, pudiéramos pensar... ¿y qué otra cosa va a respirar?, claro que sí, el hombre de Atapuerca respiraba oxígeno. Pues no está tan claro, al menos no desde la perspectiva de la teoría del cierre categorial. Según Carlos Madrid el término “oxígeno” es un término de la química, o sea, una construcción categorial que nace de ciertas operaciones que realizó Lavoisier a finales del siglo XIX y que no existe al margen (antes) de tales operaciones. Ahora bien, esto no quiere decir que el oxígeno sea una mera representación mental subjetiva de Lavoisier porque las operaciones del científico que dieron como resultado el “descubrimiento” del oxígeno pueden ser realizadas por cualquier otro sujeto quedando así el sujeto operatorio segregado y constituyéndose, de este modo, lo que Bueno llama una identidad sintética, es decir, una verdad científica. El oxígeno es real y objetivo, pero no es natural si por natural entendemos al margen de las operaciones humanas. Así pues, el mundo no permanece estático sino que sus componentes nacen y mueren; en concreto el oxígeno forma parte del mundo desde finales del siglo XIX. En conclusión... ¿el hombre de Atapuerca respiraba oxígeno? Carlos Madrid responde: solo podemos contestar "sí" de manera retroactiva, proyectando nuestros conocimientos actuales hacia una época pasada, pero, puesto que el oxígeno no es una realidad natural (tampoco cultural, es terciogenérica, desborda la metafísica oposición entre naturaleza y cultura), no podemos hablar en sentido estricto de oxígeno antes del siglo XIX. Además, en defensa de la ortodoxia de su interpretación, el ponente afirma que su postura no se aleja un ápice de la de su maestro, pues el mismo Bueno había hecho consideraciones idénticas en relación al paisaje cámbrico. Entonces, retomando la pregunta inicial, Carlos Madrid sostiene que, contrariamente a lo que afirma Platón en la cita que abre esta entrada, no existen unas “junturas naturales” que estructuran la realidad que el científico se limita a descubrir. Para ilustrar su postura antiplatónica propone el siguiente ejemplo: ¿cuáles son las “junturas naturales” de un cordero? Y responde: para un lobo vendrán dadas en función de sus colmillos (de la mordedura), para un carnicero vienen determinadas por el cuchillo y acaso para una bacteria carnívora sean del todo diferentes. No cabe hablar de “junturas naturales” porque las categorías son siempre antrópicas, establecidas por los sujetos operatorios. Hablar de “junturas naturales” supone ponerse en lo que Putnam llamaba punto de vista de Dios, observar la realidad desde ningún sitio, bajo ninguna perspectiva, pero esto es absurdo, es pura metafísica, solo podemos hablar del mundo desde la perspectiva humana.

Por otra parte, a principios de este año (2024), otro materialista y discípulo de Bueno, David Alvargonzález había publicado un libro con un elocuente título, La filosofía de Gustavo Bueno. Comentarios críticos, en el que, entre otras cosas, había criticado este punto; había hecho otra interpretación, digamos heterodoxa, de la teoría del cierre. Según Alvargonzález un filósofo no puede llamarse materialista si renuncia a la posibilidad de conocer lo que son las cosas. El materialismo es precisamente esto: el reconocimiento que no todo gira en torno al ser humano sino que la terca realidad se nos impone y no se somete a la nuestra voluntad. En la misma línea que Alvargonzález, el nieto de Bueno, Lino Camprubí, en los encuentros de Santo Domingo del 2023, comentó una anécdota sobre su abuelo: cuando le preguntaban a Bueno cuánto faltaba para la finalización de un libro o la presentación de un trabajo, Bueno solía responder con un dicho: lo que pida el hierro. El trabajo del herrero o del científico está determinado por el material con el que trabaja que tiene su propia configuración que nos ofrece más o menos resistencia. Las cosas no son amorfas ni están sometidas a nuestros deseos; por ello Bueno siempre se presentó como un estoico, por su voluntad de partir de lo que las cosas son, de un mundo que se nos impone. Alvargonzález interpreta la doctrina del hiperrealismo en el sentido literal: más realismo. Hay muchas cosas reales, entre ellas los teoremas científicos, pero el hiperrrealismo no es ni puede ser negar la posibilidad del realismo, es decir, de conocer lo que son las cosas en sí mismas. Por ejemplo: el agua es H2O... ¿Y antes de que hubiera humanos o después de que nos hayamos extinguido? La molécula del agua está formada por dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno. Esta verdad, naturalmente, ha sido descubierta por los humanos pero no es una construcción humana en ningún sentido. Decir lo contrario es puro idealismo. De este modo cobra importancia una distinción de Bueno que Alvargonzález destaca y que Carlos Madrid omite: una cosa son las categorías del ser y otra las categorías del hacer. El arte y las técnicas también “roturan” el mundo, tienen sus propias categorías, pero estás son categorías del hacer; en cambio las categorías científicas son las categorías del ser, nos muestran cómo está estructurado el mundo, al margen de la voluntad humana. Por ello Alvargonzález llama a las primeras categorías antrópicas y a las segundas anantrópicas. Y, por supuesto, afirma Alvargonzález, el hombre de Atapuerca respiraba oxígeno.

Quizá alguien pueda pensar que esta es una estéril controversia en el seno de una minoritaria secta filosófica, como si debatiéramos sobre el sexo de los ángeles. No es así en absoluto. Intentaré abordar el mismo problema desde otras perspectivas.

El naturalismo y el cientificismo también platean esta cuestión. Para muchos científicos y filósofos analíticos el asunto está bastante claro. Toda la confusión, dicen, reside en no haber distinguido claramente entre ciencia y filosofía. La ciencia es realista, nos muestra lo que son las cosas y la filosofía, por el contrario, es una construcción teórica subjetiva. No me cabe duda que esta es la respuesta más habitual a este problema. Pero no es una respuesta satisfactoria. Por varias razones. Primera; porque, contrariamente a los que afirman los naturalistas, no existe una imagen científica del mundo sino que cada ciencia, incluso cada teoría (mecánica cuántica, teoría de la relatividad, química orgánica, etc) opera con un modelo diferente e irreductible. Segunda; porque aun suponiendo que hubiera un modelo único, es decir, suponiendo que el mundo fuera un conglomerado coherente de partículas subatómicas, funciones de onda, campos gravitatorios, antimateria, etc, tal imagen del mundo es internamente contradictoria, pura metafísica. Veamos a dónde nos conduce este camino: los cientificistas afirman que lo que percibimos no son las cosas mismas sino representaciones mentales, imágenes generadas en nuestro cerebro a partir de impulsos eléctricos. En general, dicen, los objetos macroscópicos son meras apariencias generadas a partir de la confluencia de millones por partículas subatómicas que no tienen volumen, ni masa y ni siquiera se pueden contar. Si percibo una manzana roja encima de la mesa, tal imagen es una construcción del cerebro; en realidad no hay ninguna manzana ni mesa, solo electrones, fotones, impulsos eléctricos, etc. Pero el problema es que el mismo cerebro es un objeto macroscópico y, por lo tanto, el cerebro tampoco existe, es un mero epifenómeno. De este modo todo desaparece en un absurdo bucle: no hay objetos macroscópicos, no hay cerebros, por lo tanto tampoco fenómenos y mucho menos electrones, fotones, etc. Existen más argumentos en contra de una imagen científica del mundo pero no voy a profundizar más en este asunto porque, a mi modo de ver, el naturalismo, la filosofía de las personas sin filosofía, es tan manifiestamente absurdo y contradictorio que no merece la pena perder demasiado el tiempo con él.

Por otro lado, buena parte de la filosofía moderna y contemporánea ha reaccionado frente a este mundo sin espectadores que propone el naturalismo. Kant, Hegel, Schopenhauer, Nietzsche, Husserl y Heidegger, entre otros, insisten en que un mundo sin sujetos no es un mundo, en que la pretensión de borrar al sujeto es contradictoria y descabellada. Por ejemplo, para Heidegger el mundo es el mundo del Dasein, revelado a través del Dasein y el Dasein es un ser en el mundo. Para Heidegger la idea de un mundo sin espectadores es impensable. Por ello al final de su vida decía:

«En sentido estricto no podemos decir qué había cuando todavía no existía ningún hombre. No podemos decir ni que los Alpes existían, ni que no había Alpes. ¿Podemos prescindir en absoluto del hombre?»

Martin Heidegger, Zollikoner Seminaren, en Gesamtausgabe, Fráncfort del Meno: Vittorio Klostermann, 1975-, vol. 84, p. 71

Por último, el nuevo realismo de Markus Gabriel también se plantea esta cuestión. Gabriel en este punto está del lado de Platón y de la versión heterodoxa de la teoría del cierre. Su ontología de los campos de sentido afirma que los objetos se nos aparecen siempre en relación otros objetos en ciertos ámbitos. Estos ámbitos o campos no son amorfos, tienen un sentido que podemos conocer. Por ejemplo, los hombres primitivos no distinguían entre planetas y estrellas; en un momento dado algunos hombres se percataron que algunas estrellas eran “errantes”, más tarde supimos que las estrellas errantes eran planetas que giraban alrededor del sol y no emitían luz propia. Pues bien en este breve relato aparecen unos objetos (planetas y estrellas) en un campo de sentido (el sistema solar). Hace 20.000 años, igual que ahora, los planetas giraban alrededor del sol, es decir, en el campo de sentido del universo existen, entre otros objetos, planetas y estrellas que se relacionan de cierto modo, a saber: los planetas son iluminados por las estrellas y giran en torno a ellas. Los humanos pueden conocer o no esta relación, pero este es un hecho verdadero independiente de los seres humanos; del mismo modo que es independiente de los hombres la relación entre los catetos y la hipotenusa de un triángulo rectángulo o la causa de la extinción de los dinosaurios.

¿En qué se diferencia entonces el realismo de Gabriel del naturalismo? Pues en negar un estatus especial a las ciencias. Por ejemplo, en el campo de sentido de la astronomía es verdad lo que hemos dicho sobre las estrellas y los planetas; en el ámbito del arte es verdad que Miguel Ángel fue un gran artista y en el ámbito de los cuentos infantiles es verdad que las brujas son malvadas. Toda verdad remite a un ámbito o campo de sentido; no existen, por tanto, verdades absolutas; lo cual no quiere decir que toda verdad sea subjetiva puesto que algunos de esos campos dependen de la voluntad humana (los cuentos infantiles), pero otros no (la astronomía, química, etc). 

Pero siempre entender, comprender algo, implica atender a las cosas mismas, aprehender las relaciones que se establecen entre los objetos estudiados en ciertos ámbitos, captar como las partes se ensamblan unas con otras y, por medio del lenguaje, expresar estas relaciones de la mejor manera posible. Este último paso, expresar por medio del lenguaje las regularidades aprehendidas, es quizá el reto más difícil para un realista. Por ello Horkhemimer decía:

«La filosofía es el esfuerzo consciente para entretejer todo nuestro conocimiento y comprensión en una estructura lingüística en la que todas las cosas se llamen por su nombre correcto»

M. Horkheimer, Eclipse of Reason, pag 179

lunes, 12 de agosto de 2024

Totalitarismo sin Estado.
Borja Lucena

Es sabido que el neoliberalismo de Hayek esgrimió, desde su primeras formulaciones, una autojustificación que no carece de plausibilidad: se trataría de describir, comprender y defender los modos en que la sociedad contemporánea, desde sus dinámicas intrínsecas de auto-organización, puede habilitar defensas efectivas contra el abuso de poder ejercido por los Estados y, en última instancia, contra el perfeccionamiento definitivo de este dominio tal y como cristalizó en los totalitarismos estalinista o nacionalsocialista.

De acuerdo con la propuesta hayekiana, sólo el mecanismo de la competencia, tal y como se plasma en la mecánica del libre mercado, es capaz de poner coto a la expansión totalitaria del poder y, por esta razón, la vida íntegra de una sociedad libre debería adoptar la forma de un mercado, sin importar de qué subsistema social se trate en cada caso: ya se trate del ámbito estricto de las decisiones económicas, ya de los sistemas de previsión social (como los seguros sociales, el subsidio de desempleo o la asistencia sanitaria), ya de aquellos asuntos comunes que exigen la toma de decisiones políticas, sólo la existencia de un marco de competencia libre como el existente en el mercado puede garantizar que el poder estatal no se expanda hasta colmar sus ambiciones inevitables de ocuparlo y controlarlo todo.

Lo llamativo del desarrollo de esta propuesta es que, procurando escapar a la dialéctica de la expansión estatal totalitaria, Hayek se ve empujado a aceptar, si no los medios, si los objetivos últimos que agitaron con frecuencia a los movimientos totalitarios. Por decirlo con otras palabras: si bien Hayek aborrece de la ampliación ilimitada del poder estatal, parece bendecir los fines a los que esta ampliación servía. Detesta, por ejemplo, que el Estado pueda decidir acerca de la vida y la muerte, pero sólo para asumir que sean los mecanismos "ciegos" del mercado los que lo hagan. En este sentido, la firme oposición hayekiana al totalitarismo nazi no le exime de defender, en última instancia, una concepción de la sociedad gobernada por valores irresistiblemente similares. ¿No se resuelven en lo mismo los ideales de eficacia y provecho económico que los de pureza biológica y selección de la raza? ¿No suponen ambas propuestas la misma obsesión por devolver las comunidades humanas al gobierno exclusivo de las fuerzas y "leyes", incontestables, de la naturaleza? Cuando Hayek dice "mercado", efectivamente, debemos entender que está diciendo "naturaleza", y aquí radica la clave de un posible hermanamiento con aquello que pretende aborrecer.

Estas líneas viene a cuento por la lectura de la propuesta que realiza Hayek en torno a la asistencia sanitaria "gratuita" en la utopía neoliberal que él propugna, y que, en muchos rasgos identificables, viene a ser algo así como un totalitarismo sin Estado, un totalitarismo sin política, un totalitarismo de la naturaleza-mercado al que sólo le falta apelar a la "muerte compasiva" a la que apelaron los nazis:
"Es posible que la medida parezca incluso cruel, pero beneficiaría al conjunto del género humano si, dentro del sistema de gratuidad [sanitaria], los seres de mayor capacidad productiva fueran atendidos con preferencia, dejándose de lado a los ancianos incurables. Bajo el aludido sistema (de sanidad) estatificado suele suceder que quienes pronto podrían reintegrarse a sus actividades se vean a ello imposibilitados por tener que esperar largo tiempo a causa de hallarse abarrotadas las instalaciones médicas por gentes que ya nunca podrán trabajar" Hayek, F., Los fundamentos de la libertad, p. 404

miércoles, 24 de julio de 2024

Las redes sociales y la muerte pospuesta.
Eduardo Abril

Dice Baudrillard que «el trabajo es una muerte lenta». Esta muerte lenta no hay que entenderla, sin embargo como que el trabajo, con sus horarios y la extenuación de nuestros cuerpos, se opone a la realización de una vida plena. Todos imaginamos que nos toca la lotería, nos liberamos de la esclavitud del trabajo y elegimos una auténtica forma de vivir, acorde a nuestra forma de ser. Pero, paradójicamente, lo que suele ocurrir es lo contrario, los agraciados con la suerte de los décimos, al cabo de los años, sino meses, están aún más sujetos y extenuados que antes del premio. Baudrillard apunta algo diferente: lo contrario de la muerte lenta del trabajo, no es la vida plena, sino la «muerte violenta»: «El trabajo se opone, como muerte diferida, a la muerte inmediata del sacrificio». Por eso, la alternativa al trabajo no es el ocio o la plenitud de la vida, sino el sacrificio. Baudrillard, incluso, nos ofrece una cierta genealogía del trabajo que justifica esta tesis: en la guerra, al enemigo se le daba muerte de inmediato. Sólo después, era «perdonado» y convertido en esclavo para ser empleado en las tareas más duras. En un paso más, ese esclavo será liberado de su estatus pero con el requisito de que conserve su condición de trabajador, de muerte lenta, cuya alternativa es el sacrificio. Por eso, añade Baudrillard, el poder  no es nunca «el de dar muerte sino, todo lo contrario, el de dejar la vida»

La revolución digital ha añadido un interesante elemento a este relato. Por supuesto que nadie pensaría que las redes sociales forman parte del «ocio», el tiempo de descanso que permite continuar con esa muerte diferida. Al contrario, de nuestra interacción en redes podría decirse lo mismo que Clausewitz decía de la política, que es la continuación de la guerra por otros medios, la continuación del trabajo por otros medios. Ya es un aspecto cotidiano de nuestras vidas el usar las redes en el trabajo, con nuestros amigos, con nuestras familias, y en cualquier ámbito que se nos ofrezca. Como si, como pluriempleados, tuviéramos un segundo trabajo después del trabajo, al que le dedicásemos nuestras vacaciones y le robásemos tiempo a nuestras obligaciones. Hay adolescentes que, en el instituto, en lugar de prestar atención a las actividades del aula, dedican toda su atención a sus redes. Y el problema es que sus resultados, al final, no difieren gran cosa de los que no lo hacen. Por eso, podemos decir con Baudrillard, que el mundo digital es también una muerte diferida. Y su contrario, evidentemente, tampoco es un paraíso sin móviles, mirándonos a los ojos para relacionarnos, apreciando todos los matices «reales» del mundo que nos rodea, prestando atención a los «pequeños detalles», etc. Seamos francos, esas son las vacaciones de unos cuantos pijos que pueden irse a paraísos de desconexión, en hoteles idílicos, al borde de un fiordo, o en un atolón de polinesia, para follar con pijas con rastas y presumir de la redescubierta «conexión» con la naturaleza. Si al menos hubieran leído a Žižek, sabrían que la naturaleza es una mierda pinchada en un palo y ese encuentro  les habría arrasado.

Lo otro de la muerte lenta en las redes, igual que en el trabajo, es el sacrificio, la muerte del sujeto. Dicho de otro modo: la locura. Si mañana hubiera una tormenta solar que arrasase la posibilidad de mantener las tecnologías de la información, el resultado no sería que saldríamos todos a la calle, con cierto temor y emoción, a recuperar el olor de las margaritas y mirarnos, por fin a los ojos maravillosos de las personas que estalqueamos en internet. Intuyo que el efecto primero y más inmediato, es que se acabarían todos los stoks mundiales de ansiolíticos, antipsicóticos y antidepresivos. Y, en lugar de multitudes de personas recuperando la experiencia única de vivir, lo que obtendríamos son millones de personas teniendo la experiencia sacrificial de morir en vida. Así que  no se pueden abandonar las redes de cualquier modo, debes disponer de un trabajo extenuante que te permita ir muriendo lentamente para poder hacerlo. Por eso, algunas personas, a veces tienen ganas de que llegue septiembre.

domingo, 21 de julio de 2024

"Lecciones sobre historia de la filosofía."
Borja Lucena

En sus "Lecciones sobre la historia de la filosofía", Hegel se refiere a la desolación que siente quien, tratando de alcanzar el conocimiento de la filosofía, sólo encuentra multitud de propuestas que se refutan unas a otras y se niegan entre sí, de manera que, anulándose mutuamente, parecen mostrar que no hay ninguna verdad en todo ese batiburrillo. He tenido muchos alumnos que han expresado esta desolación y, la verdad, nunca he pensado que fueran los peores, sino, casi siempre, lo contrario. Y es que la inteligencia quizás va unida a una vanidad que no tiene porqué resultar antipática y posee su lado necesario, porque es su ley no querer contentarse más que con la verdad entera. Sea como sea, y al igual que toda vanidad, tiene que ser finalmente vencida, porque, en caso contrario, la misma inteligencia termina ahogándose en ella. Pues bien, Hegel expone esta creencia de una manera notablemente plástica: "Según esto, la historia de la filosofía no sería otra cosa que un campo de batalla cubierto de cadáveres, un reino no ya solamente de individuos muertos, físicamente caducos, sino también de sistemas refutados, espiritualmente liquidados, cada uno de los cuales mata y entierra al que le precede". A partir de aquí, sin embargo, el filósofo nos entrega una clave decisiva y nos advierte de que "la filosofía" como totalidad sólo puede darse en una forma particular y, en cierta manera, contingente. La prevención hacia la multitud de propuestas filosóficas, basada en que, entre sí, se oponen y divergen, y el consiguiente rechazo de toda filosofía, son, de esta manera, radicalmente erróneos y suponen un engreimiento que sería deseable evitar. La "filosofía" como totalidad sólo se entrega en la forma de propuestas históricas y condicionadas, como es el caso del acontecimiento de la desocultación descrito por Heidegger. La "totalidad", cualquier totalidad, sólo puede ofrecerse a través de la renuncia a la completud y a la pureza de lo siempre entero. Para ser completo, el Todo tiene que fragmentarse y aceptar hacerse jirones. La comparación con la que Hegel ilustra esto es fantástica:
"(...) al enfermo a quien el médico recomendase comer fruta y que, al serle servidas cerezas, ciruelas o uvas, no se atreviese, por una pedantería intelectual, a ingerir ninguno de esos frutos, con el pretexto de que el médico le había prescrito fruta, y no precisamente ciruelas, uvas o cerezas". Hegel, "Lecciones sobre la historia de la filosofía"

jueves, 9 de mayo de 2024

El mal y la melancolía.
Eduardo Abril

9/4/2024. Quinta sesión de Jornadas "Un mar de Filosofía" en Benidorm. Eduardo Abril Acero, profesor y doctor en Filosofía, nos traerá una interesante charla: "El mal y la melancolía". Para la tradición filosófica la melancolía ha sido pensada en ocasiones como una fuerza creadora propia de los espíritus elevados, pero en el mundo actual, su heredera, la depresión, es una enfermedad que destruye la vida de millones de hombres y mujeres. En esta charla se pretende abordar esta diferencia de una forma distinta y pensar la melancolía, no como un mal, sino como una respuesta al mal, propia del mundo contemporáneo que, aunque ya no pueda ser vista como la musa que inspira a las grandes mentes, sí resulta ser una posición que elige un sufrimiento solitario y callado en lugar de un mal radical. Para ello, habrá que esclarecer, primero, a qué mal responde este exceso de bilis negra.

jueves, 2 de mayo de 2024

El efecto Spinoza.
Ariane Aviñó


13/1/2024. La profesora y doctora en Filosofía Ariane Aviñó se propone en esta conferencia sacar a Spinoza de su contexto histórico y traerlo al presente, es decir, pretende descontextualizar a Spinoza y aprovechar sus enseñanzas para pensar el capitalismo y, especialmente, para pensar las condiciones de posibilidad de un porvenir distinto al que nos aboca el neoliberalismo. Se trata entonces de atender a Spinoza, de aprovechar la potencia de su discurso para entender el régimen de servidumbre que sigue vigente. La gran pregunta de la filosofía política, que aspiramos a responder con la ayuda de Spinoza, sigue siendo la misma que nos planteaba Étienne de la Boétie en el Discurso sobre la servidumbre voluntaria: ¿Por qué los hombres luchan por su servidumbre como si fuera su liberación?

lunes, 22 de abril de 2024

Žižek: sexo y fracaso absoluto.
Eduardo Abril


14/4/2024. En esta conferencia el profesor y doctor en Filosofía Eduardo Abril partiendo de la de la la interpretación de lacaniana de la teoría de la sexualidad de Freud y de la noción de sujeto de Hegel (según la cual el sujeto moderno, que nace con Descartes, es un sujeto fracasado, desencajado, que no se reconoce como tal porque no llega jamás a ser el sujeto soberano y autónomo cree ser) aborda la tesis central del materialismo de Žižek que pretende ser la respuesta a la que, según el filósofo esloveno, es la pregunta ontológica fundamental: ¿cómo ha de ser el mundo para que este sujeto fallido pueda darse?