Hay filósofos que impregnan de tal
modo el entorno cultural en el que habitan que nada de lo que
acontece en su época puede ser concebido al margen de ellos (Marx
puede ser el caso más paradigmático). En cambio otros, por muy
importante que sea su contribución filosófica, solo repercuten en
el ámbito académico, pero su influencia no se deja notar más allá
de los muros de la Academia. Immanuel Kant parece ser de este último
tipo. Pero está es solo una impresión superficial. A poco que
indaguemos en su obra encontraremos ideas, líneas de reflexión, que
se prolongan mucho más allá de la vida de su autor. No es el
objetivo de este texto seguir todas estás líneas. Voy a destacar
nada más una idea que tiene su origen en Kant y que retumba de
tal modo en el siglo XIX que los efectos se dejan sentir en el siglo
XXI. Lo curioso de este acontecimiento es que la planta que germina poco tiene
que ver con la semilla kantiana, al menos en cuanto a la intención.
Kant es, naturalmente, un filósofo
ilustrado: su pensamiento es un modelo de serenidad y racionalidad
que está en las antípodas de los planteamientos románticos. Sin
embargo, esta es la tesis que voy a defender, hay un vínculo
necesario entre uno y otros. Si esto es así, lo que me parece más
interesante es que las ideas kantianas fundamentan y hacen posible un
movimiento político y cultural que hubiera sido aborrecido por el
filósofo de Königsberg: el romanticismo. Caracterizar este
movimiento es una compleja tarea que rebasa el objetivo de estás
líneas, aunque más adelante me veré obligado a decir algo más.
Empiezo destacando algunos de los
inequívocos planteamientos y objetivos ilustrados que Kant defiende:
la universalidad de la razón humana, los derechos del Hombre, la confianza en el
progreso de la humanidad, la defensa de la libertad política y, por
tanto, de los logros de la Revolución francesa, etc. Además elabora
un famoso proyecto para una liga de las naciones en defensa de la paz
perpetua. Así pues, no; Kant no es un filósofo romántico. Y sin
embargo hay, como veremos, una clara línea de influencia entre
algunos planteamientos kantianos y los románticos (Es como HAL en
2001, una vez elaborado el sistema conceptual kantiano este sigue por
unos derroteros inesperados y alejados de las intenciones de su
autor).
Al principio he señalado que la
influencia de Kant es evidente en el ámbito académico y no tan
manifiesta en lo que podríamos denominar cultura popular. Pero esto
es así solamente si atendemos a la Crítica de la Razón pura
o la teoría del conocimiento. Por el contrario, la filosofía moral
o práctica kantiana va a tener, como vamos a destacar, una enorme
influencia posterior.
Recordemos algunos puntos básicos del
enfoque kantiano. El hombre es un ser libre porque de lo contrario
no sería moralmente responsable y un mundo sin moralidad es, para el
prusiano, inconcebible. En el mundo humano es posible y necesario
diferenciar entre el bien y el mal y tal distinción solo toma
sentido si presuponemos una voluntad libre en cada uno de nosotros.
Se trata de una libertad en cierto modo absoluta; no es suficiente
con estar liberado de coacciones externas, también es necesario
liberarse condicionantes internos: psicológicos, fisiológicos,
genéticos, etc. Si, por ejemplo, una persona no puede actuar de un
modo distinto a como lo hace porque es vencido por una pasión,
entonces no actúa de manera libre y soberana. Las normas morales son
dictados de la razón, surgen de una voz interior. La ley moral exige
la posibilidad de sobreponerse a todas las determinaciones y hacer lo
correcto porque es lo correcto, como un acto de autoafirmación
y soberanía: lo hago porque sí, porque así lo decido yo,
no porque me presionen y sin esperar nada a cambio. Según Kant, solo
tales actos son morales en sentido estricto.
La libertad, como dice Kant, en ¿Qué
es la Ilustración? supone la ruptura con todos los tutelajes,
alcanzar la mayoría de edad y la autonomía. Es la razón, o lo que
los románticos denominarán el espíritu, quien marca la
ruta, quien decide lo que debe ser realizado pese a quien pese y al
margen de los convencionalismos sociales, las consecuencias que se
deriven de los actos, la Naturaleza o, incluso, la divinidad. Esta
es la cuestión clave. Durante siglos la humanidad se ha concebido
dentro de un orden superior, como parte de una Totalidad. O bien
sometida a los designios de la divinidad o bien parte de la
Naturaleza, en todo caso, siempre dentro de una estructura u Orden
dentro del cual el Hombre tiene un lugar definido. Las variantes de
este marco general pueden ser muchas. Para los filósofos cristianos
el mundo es una gran estructura piramidal en cuya cúspide está
Dios, otros defienden que es una estructura organicista donde cada
elemento está en armonía con el resto o afirman, con Descartes, que
es una máquina maravillosa donde todos sus engranajes encajan
perfectamente como en un reloj. La idea compartida por toda la
tradición es que todo tiene su lugar establecido y el hombre no es
una excepción. El problema moral acontece cuando una persona se
desvía de su lugar natural, cuando actúa la margen de los designios
divinos o en contraposición a la Naturaleza. La labor moral consiste
en reintegrar al díscolo y volver a la armonía.
Pero en Kant acontece una dramática
ruptura. Con su énfasis en la autonomía, la autodeterminación e
independencia, Kant abre una nueva vía: una vuelta hacia el mundo
interior semejante a la que en su día promovieron las escuelas
helenísticas pero mucho más radical. Los mandatos morales no son
una parte de la realidad, surgen del interior, son dictados por una
razón que nada tiene que ver con el mundo, ni siquiera con el propio
cuerpo. Lo que resuena en Kant es la potencia de la voz interior que
se intenta preservar de la influencia de un mundo mecánico e
impersonal. Recordemos el epitafio de la tumba de Kant: “Dos
cosas me llenan la mente con un siempre renovado y acrecentado
asombro y admiración por mucho que continuamente reflexione sobre
ellas: el firmamento estrellado sobre mí y la ley moral dentro de
mí”. Así pues, "el firmamento" y "la ley moral" constituyen mundos separados y para saber qué
debo hacer no miro hacia el firmamento, sino que escucho mi voz interior, sigo los dictados de la ciudadela interna. Los
románticos cumplirán fielmente este imperativo kantiano que
consiste en defender obstinadamente el reino interior frente a toda
intromisión externa.
Isaiah Berlin sostiene que el
romanticismo es el más significativo punto de inflexión en la
historia del pensamiento occidental, la última gran revolución de
los valores y los criterios. Antes de la revolución romántica los
fines de la vida humana, individual o colectiva, ya estaban dados por
Dios, la Naturaleza, la razón, la tradición, etc. La nueva consiga
es no someterse a ningún Amo ajeno al propio espíritu, no
rendirse jamás, defender a toda costa los propios principios por el
mero hecho de ser propios, más allá de las consecuencias
prácticas que de ellos pudieran desprenderse. Kant había insistido
en que solo es incondicionalmente buena la buena voluntad, en que no
somos responsables de las consecuencias de nuestros actos porque solo
somos señores del mundo interior. Lo que debe prevalecer a toda
costa, por tanto, es la integridad moral y la fidelidad a las propias
convicciones. En este contexto se explica que a principios del siglo
XIX surja una profunda admiración por los mártires y las causas
perdidas que hubiera sido incomprensible unas décadas antes. Solo
hay un acto imperdonable para el héroe romántico: traicionar
aquello en lo que uno cree. La felicidad, el éxito, la sabiduría,
el bienestar o la verdad objetiva son instancias ajenas al espíritu
que no deben perturbarlo. El romántico crea sus propios valores y
con ello se crea a sí mismo. Se produce a principios del siglo XIX
una radical transmutación de los valores: pureza frente a eficacia,
libertad frente a felicidad, motivo frente a consecuencia, guerra
frente a paz, integridad frente a tolerancia, compromiso frente a
prudencia, etc.
Antes de la revolución romántica
todas las preguntas, incluso las cuestiones de valor, eran en el
fondo cuestiones de hecho; también las morales o políticas. ¿Qué
meta debemos perseguir? ¿cómo hemos de vivir? ¿cómo organizar la
sociedad? Las respuestas se buscaban de forma muy diferente: por la
vía mística, mediante especulación metafísica, atendiendo a los
libros sagrados o a los dictados de la asamblea pública. Lo que
tenían en común todos los planteamientos tradicionales era la
convicción de que los problemas éticos y políticos tenían una
solución, era posible alcanzar una verdad y proclamarla a los cuatro
vientos con la esperanza de que todo aquel que considerara la
cuestión debidamente no tuviera más remedio que asentir ante la
solución propuesta. “La virtud es conocimiento” decía Sócrates
y la tradición del pensamiento occidental fue fiel a este legado.
Incluso los relativistas admitían la existencia de respuestas
objetivas, si bien circunscritas a un pueblo o época. Por el
contrario, los románticos alemanes (Fitche, Schelling, Jacobi, etc)
sostuvieron que en el fondo no había respuesta alguna a los
interrogantes morales o políticos y que los valores entraban en
contradicción unos con otros, de tal modo que si somos fieles a los
valores románticos (integridad, rectitud, lealtad a los
propios principios, arrojo para defenderlos, determinación, pureza de espíritu, etc) colisionaremos necesariamente con personas o
instituciones vinculadas a la moral tradicional. Los conflictos
morales no son una novedad en la historia intelectual de occidente.
Lo novedoso aquí es que se niega toda posibilidad de conciliación,
todo acuerdo es denunciado como debilidad y claudicación. Entre el
hombre de principios y el pragmático no hay tregua posible porque no
hay un territorio compartido donde erigir una verdad común. Con la
revolución romántica se destruye la noción de verdad en el ámbito
de la ética y la política y se toma el modelo del arte: los valores
no se descubren, sino que se crean, no son ni verdaderos ni falsos:
son míos y basta. Otro tanto ocurre en el ámbito político: los
fines de la vida social son creados por hombres geniales (como
Napoleón) que no proceden mediante razonamientos sino por intuición,
por destellos de revelación.
Kant, como hemos dicho, habría
desaprobado esta concepción de la vida humana, hubiera renegado de
la ética y la política romántica. Él era un ilustrado que creía
en el poder de la razón, defendía los derechos universales, odiaba
la desigualdad y recelaba de los nacionalismos, el paternalismo y los
excesos sentimentales. Sin embargo, esta es la tesis de estas
líneas, el romanticismo alemán no se entiende al margen del
imperativo categórico y la razón práctica, tal y como es expuesta
por Kant. Sólo es preciso dar dos pasos teóricos para ir de la
propuesta kantiana a los postulados románticos y nacionalistas:
- Primero: desplazar a la razón como fundamento de los valores. Los valores no son verdad porque sean universales sino porque son míos.
- Segundo: ampliar la noción de sujeto. Ya no es solo es sujeto individual, también la comunidad o el pueblo el legislador del reino interior. Así cada pueblo o nación tendrá sus propios valores e ideales que, por el mero hecho de ser idiosincrásicos, son absolutos e inconmensurables.
La moral subjetiva que promueve el
romanticismo penetra en la conciencia europea de un modo inexorable:
¿o no pensamos que los juicios de valor son distintos a los de
hecho? ¿que los valores colisionan unos con otros? ¿que el político
íntegro es más admirable que el eficiente? Sin embargo, dos mil
años de tradición no pueden borrarse de un plumazo y la vieja
moral aguanta el tipo y no sucumbe del todo. Vivimos tiempos de
confusión, entre otras cosas, porque los valores tradicionales
conviven con valores románticos y ambos son incompatibles. Buena
parte de los conflictos y dilemas morales del mundo contemporáneo
pueden interpretarse a la luz de este choque de tradiciones.
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