Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

lunes, 11 de junio de 2012

Arte en Soria.
Borja Lucena Góngora

Aparte de campo y de pinos, la pequeña ciudad vieja, y algún que otro pueblo minúsculo, en Soria también hay arte, y arte de verdad. Mi amigo Javier Arribas es una buena muestra de ello. Cualquiera diría que, cada vez que pinta algo, se la juega: tal es el arrojo que pone en los trazos con que apresa fragmentos de eso indecible que el arte quiere decir y, a veces, llega al menos a mostrar. Como la seriedad con la que el niño de Nietzsche se entrega al juego. Os traigo aquí alguna de sus imagenes del proyecto integrado en el colectivo "Latidos del olvido", cuya última expresión ha sido restituir a las sombras como propietarias de una industria cárnica abandonada. O mejor llamémoslo por su nombre: un matadero.

Un domingo cualquiera de primavera, de esa primavera soriana que te hiela los huesos, fuí con Javi y otros amigos a visitar la fábrica y las pinturas que había repartido por las paredes. Lo que encontré fue tremendamente asombroso y concreto. En medio de la solemnidad del abandono, al silencio de los tabiques y los azulejos opacos se adherían las pinturas, las figuras lanzadas con violencia sobre las paredes y recogidas en sus límites precisos. Una inmensa sombra negra, ocupando un ángulo inevitable de una especie de sala de despiece, se me antojó el coloso de Goya emergiendo de su batalla. La experiencia, verdaderamente, sacudiría a cualquiera, y Javi me propuso escribir algo para un libro que pensaban editar con todo lo que él y sus compañeros habían reunido en ese espacio enigmático. Esto que aquí os dejo es lo que escribí, y también los enlaces para poder acceder al libro en cuestión y a todo lo que han reunido en su página web:

http://www.javierarribas.com/

http://www.latidosdelolvido.com/

Publicación "CARNE: MATERIA PRIMA"

Arte y fábrica.

El arte puede servir a propósitos variados. Puede aspirar a construir refugios y defensas contra una realidad a menudo amenazante, a ensamblar un cielo protector en el que sea posible olvidarse de lo oscuro. Tenemos así un arte tranquilizador, como un medio amable y suave en el que abandonarnos a la ensoñación o la ternura. Sí, la realidad es siempre excesiva. Pero, tarde o temprano, el arte tiene que empeñarse en lo indecible, es decir, en la tentativa de mirar realmente cómo aparecen las cosas ante nosotros, cómo se reúnen en constelaciones que comúnmente evitamos atender, y cómo cada una de ellas  desafía realmente nuestra capacidad de soportar. En este sentido, el arte no construye paraísos artificiales, sino que más bien es capaz de arruinarlos para arrojarnos la oportunidad de mantener la mirada ante lo que siempre esta ahí, ante el mundo en su materialidad escandalosa, ante nuestra vida siempre frágil en él, nuestra vida siempre inferior a la que las teorías filosóficas, las promesas políticas o las películas de Hollywood a menudo quieren darnos. La vida del más mundano de todos los seres –porque eso somos al fin y al cabo- ambiciona en el arte más mundo. La aportación del proyecto coral “latidos del olvido” ha de entenderse de esta manera, como una plasmación de la ambición por sumergirse en lo real, aunque sea a veces insoportable; una intervención que, lejos de debilitar la presencia del mundo, nos ofrece  la experiencia del arte como una intensificación de la realidad, tal y como gustaba de decir  Nietzsche.




El paisaje de abandono en el que nos introducimos es el escenario de una batalla hace tiempo entablada y perdida. Es la fábrica, el lugar por antonomasia de lo moderno. El marco en el que el trabajo se transformó en una guerra, en una llamada desesperada a la movilización total de todas las fuerzas y todas las vidas, en la epifanía de una economía que en el siglo XX tomó el casi exclusivo avatar de economía de guerra y se apoderó de todos los recursos con el único imperativo de la producción. Todo es procesado en la automática actividad fabril. En este espacio casi solemne, el de una industria cárnica  abandonada, los azulejos blancuzcos despiden un breve fulgor entre la inmundicia; por todas partes, restos indistintos de instrumentos, de herramientas, de albaranes y anotaciones escrupulosas,  de cosas que se usaron en una lucha en ocasiones atroz, en ocasiones monótona y tediosa. En el desamparo se esparce desordenado todo lo que un ejército empleó, todo lo que gastó, todo lo que dejó precipitadamente atrás en su retirada inesperada y caótica. Queda el paisaje de una batalla, el marco en el que ya sólo es posible adivinar sombras terroríficas, o dolientes, o gestos desesperados de espectros que siguen trabajando, que siguen siendo reclutados por las mañanas en un llamamiento que no termina ni siquiera con la muerte y se repite como la muerte. Las figuras arrancadas al silencio de los azulejos están trazadas con sobriedad, con contención, con la disciplina de no deslizarse hacia el sentimentalismo, sólo apuntando lo que no puede callarse ni ocultarse; sobre el pálido soporte de lo que fue un matadero se esbozan cuerpos en tensión detenida, contorsiones y movimientos cristalizados, acciones corporales atrapadas en su sola ejecución y sin la esperanza de llegar ya nunca a fin alguno. Esas imágenes convocadas en negro tienen el poder y la memoria de una belleza, pero de una belleza desolada, sin azúcares, como la evocada por Rilke al comenzar sus “Elegías de Duino”: una belleza que es anuncio de lo terrible. 

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