No resulta difícil imaginar cómo el físico y teólogo Larsen descubrió este fenómeno mientras investigaba las propiedades de las ondas sonoras, experimentaba con micrófonos y amplificadores. Le bastó acercar un micrófono con una sensibilidad adecuada a un amplificador para comprobar que, aparentemente de la nada, emergía de la membrana un aullido tan molesto como obsceno.
Al investigar qué ocurría, descubrió que se producía una retroalimentación del sonido captado por el micrófono que, a través de un circuito cerrado, el amplificador volvía a alimentar de forma constante. El micrófono recogía un sonido y lo enviaba al amplificador; este lo intensificaba y hacía que el micrófono captara de nuevo el mismo sonido, ya amplificado. Así, el proceso se repetía una y otra vez, generando un bucle que aumentaba en intensidad con cada retorno. El resultado era ese pitido penetrante que se nos mete en el cerebro y nos rompe los tímpanos cuando escuchamos música en directo. Es la némesis de los técnicos de sonido que intentan que las ondas sonoras no discurran anárquicas por las esquinas imprevistas de las salas de conciertos, retornando insospechadamente al micrófono que les dio origen. Llevan décadas luchando contra él.
Sin embargo, no para todos los músicos era un invitado indeseado. Jimi Hendrix lo convirtió en un arte cuando, en 1969, tocó el Star Spangled Banner desfigurando sus notas con acoples tan irritantes que convertían el himno americano en un aullido lleno de lamentos y explosiones de ruido. No era baladí que quien tocaba fuera negro, que estuviera en Woodstock y que fuera el peor momento de la guerra de Vietnam. Con todo, fue más obscena la forma en que Robert Merrill, un reputado cantante de ópera, había cantado el himno en el estadio de los Yankees un año antes, que los alaridos que el zurdo de Seattle le sacó a su Stratocaster en aquella granja lechera del condado de Sullivan.
Sin embargo, Hendrix no había sido el primero, aunque sí lo había convertido en su sello personal. Pete Townshend, de los Who, lo usó de forma controlada para grabar Anyway, Anyhow, Anywhere, la clásica canción rock que, como otras, hablaba de romper reglas y vivir de acuerdo con uno mismo. De hecho, Townshend, en los conciertos solía acercar la guitarra a los amplificadores para generar acoples, algo que imitaba Roger Daltrey con su micro, creando una atmósfera de dramatismo y rebeldía. También en Woodstok, de madrugada, un día antes que Hendrix, el cuarteto londinense había tocado My Generation de forma que los feedback de Townshend se intercalaban miméticamente e incesantemente con los gritos de Daltrey.
Pero parece que los que iniciaron esta tradición, como casi todas cuando hablamos de música tocada con amplificadores y guitarras, fueron, una vez más, los Beatles. En 1964, grabando su primer disco, Lennon había apoyado su guitarra casualmente en el amplificador, generando un ligero acople que después incluyeron en la grabación como inicio del tema I Feel Fine. No fue un error, la inclusión había sido intencional. Son apenas seis segundos de acople, pero representan a la perfección la esencia de un concierto de rock: la inmediatez, la distancia inexistente entre el show y los espectadores, la retroalimentación de la energía creciendo sin control…
El efecto Larsen fue una marca de personalidad de la música rock: Hendrix, Jimmy Page, Van Hallen, Randy Rhoads, con sus acoples, parecían decir «escuchad esto, estamos dentro, no nos podemos salir de este río que nos arrastra, ya no hay un paso atrás». Era fácil ese mensaje cuando uno llevaba en la sangre más alcohol, marihuana, Lsd o cocaína, que glóbulos rojos, pero la experiencia estaba ahí, y era como ser arrastrado por un río de dulce néctar.
La clave del feedback, como sabe cualquier guitarrista de rock, es la distancia. Sin distancia, el sonido se retroalimenta y genera su propia dinámica hasta un punto que resulta incontrolable. Para evitar la escalada, uno debe dar un paso atrás, alejarse de la escena en la que se está incluido, salirse del plano. Pero el rock parecía querer lo contrario: zambullirse en la experiencia; acortar la distancia entre el escenario y el espectador; iniciar un ritmo que aumentase en cada vuelta hasta el éxtasis místico.
Sin embargo —y aquí viene la caída— todo era un simulacro en el mejor sentido al que alude Baudrillard. Tal vez un simulacro del verdadero simulacro, pues el este feedback llegaba al delirio en la sociedad del espectáculo que estaba generándose. Para Baudrillard, el efecto Larsen representa a la perfección el fenómeno de la hiperrealidad en el mundo de los medios de comunicación masiva. Los medios —y más aún las redes sociales— impiden la distancia entre la escena y quien contempla la escena, incluyendo a todos en un río de información que se retroalimenta en cada vuelta —cada reel, cada tweet, cada post— creando un circuito cerrado de «acople» que anula la realidad misma del acontecimiento originario. La amplificación en bucle, constantemente retroalimentada mediante ciclos exponenciales, hace que un evento original —si es que eso puede ya significar algo— y su representación mediática, se vuelvan indistinguibles. Ya no es posible que un acontecimiento contenga cualquier tipo de dimensión histórica, pues todo queda subsumido bajo el peso de la inmediatez. La memoria, de hecho, no es otra cosa que cierta inmediatez que insiste una y otra vez, dominando la escena. Se trata de un gigantesco feedback en el que, al acercar las pastillas de la guitarra al amplificador, el bucle de retroalimentación es tan rápido y efectivo que ya no es posible hablar de un sonido «original» o siquiera «inicial». La sobreexposición y la circulación instantánea de la información sobre un suceso lo saturan, lo distorsionan y lo disuelven, reemplazándolo por un simulacro mediático que carece de profundidad y constituye algo más real que la propia realidad, una hiperrealidad. En otras palabras, en la visión de Baudrillard, la difusión instantánea de un evento (el sonido del altavoz) es captada de inmediato por la propia esfera mediática (el micrófono), creando un bucle en el que la representación del evento se sobrepone y finalmente aniquila al evento original. Habría que decir, incluso, para ser verdaderamente posmodernos, que el evento original nunca fue realmente original, sino que el feedback lo generó. Algo que Žižek le da el nombre de «presuposición retroactiva».
Por eso, lo que se impondría ahora es retirarse un poco de tanta intensidad e interrumpir ese bucle delirante. No participar psicóticamente en la amplificación de la paranoia. No se trata de tirar del freno de mano, como pedía Benjamin, puesto que no es una máquina lo que genera el mundo hiperreal de los medios de comunicación «posmo». Es un delirio, un grito molesto y estridente —pero lleno de sentido— que, igual que Hendrix con el Star Spangled Banner, convierte algo insoportable, inasumible, intolerable, en una experiencia gozosa, concreta, brillante y liberadora. Da igual que Hendrix tocase el himno de las barras y las estrellas llenándolo de alaridos psicóticos, eso no hizo que dejase de ser el mismo himno de los que vertían napalm en aldeas del norte de Vietnam. Da igual que Daltrey cantase «I hope I die before I get old» delante de medio millón de jóvenes en la granja de Max Yasgur. Había demasiados «yoes» en una única frase para que la experiencia de liberación significase algo verdaderamente liberador.
Tal vez, si uno se toma en serio la descripción de Baudrillard, lo único que podríamos hacer es, siguiendo a Slavoj Žižek, simplemente nada. Invertir la Tesis once de Marx: no se trata de cambiar el mundo, sino dar un paso atrás, separar la guitarra de los amplificadores, rebajar un poco el ruido y volver a leer (en el Reading Room del British Museum si queremos seguir siendo marxistas, o donde sea), volver a pensar, volver a conversar con nuestros enemigos y olvidarnos un poco de nuestros amigos. Hablar con un amigo siempre tiene algo de impostura: él amplifica lo que tu dices, y tu amplificas lo que él dice que tu dices, y así en bucle hasta el delirio. Conviene recordar lo que Nietzsche tomaba del Evangelio de Mateo: «en el propio amigo debemos honrar incluso al enemigo» (Así habló Zaratustra).
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