En esta línea, la influyente revista Der Spiegel sacó en
portada, en uno de sus números de 1964, a Adolf Hitler con el título «Adolf
Hitler, anatomie eines diktators», explicando en las páginas interiores que
el dictador nazi había sido un reprimido sexual que había vertido toda esa
carga libidinal en odio y destrucción. La asociación que se había hecho
permitió a la nueva izquierda sesentaiochista defender la liberación sexual al
tiempo que se aseguraba que esta era una buena forma de evitar que el fascismo
retornase a las calles de Alemania. La liberación sexual se vendía como una
forma de antifascismo. Ser un pervertido o un reprimido, constreñido por la
rígida moral cristiana, debía ser un síntoma evidente del fascista que uno
lleva dentro.
En el cine y los medios, la liberación se manifestó en el enorme éxito
comercial de los filmes de Oswalt Kolle o la serie Schulmädchen-Report,
que desdibujaron la línea entre pedagogía y pornografía blanda y ayudaron a
reeducar sexualmente a toda una generación. El negocio de la sexualidad
floreció con la expansión de los sex shops de Beate Uhse, inicialmente tiendas
especializadas en «higiene marital», que llevaron preservativos, lencería
erótica, literatura sexual y estimulantes eróticos por toda Alemania
Occidental. Al mismo tiempo, surgió imparable un mercado masivo de revistas
pornográficas. La llegada de la píldora anticonceptiva facilitó una drástica
caída en la edad de la primera relación sexual, y el sexo premarital pasó de
ser una práctica tolerada a una norma socialmente aceptada e incluso celebrada.
La Nueva Izquierda no solo participó en esta liberalización, sino que la
teorizó como un proyecto político antifascista. El Tercer Reich había sido el
producto directo de la represión sexual y, por tanto, la liberación de las
costumbres sexuales era la herramienta para impedir su retorno. Es llamativo,
por ejemplo, el movimiento de guarderías antiautoritarias (Kinderläden)
promovido por teóricos de la izquierda. El fin último era educar para la
desobediencia. Se buscaba criar una nueva generación de ciudadanos críticos,
insumisos y no autoritarios que pudieran actuar como un baluarte contra un
posible resurgimiento del fascismo. Como antídoto contra la personalidad
autoritaria, los Kinderläden pusieron un énfasis radical en
defender, afirmar y publicitar la sexualidad de los niños. Se promovía
abiertamente la masturbación infantil y los juegos sexuales entre pares. Tal
como cuenta Herzog, «los radicales de Alemania Occidental veían sus esfuerzos
de crianza en términos nacionales. Creían que la cultura alemana era
especialmente kinderfeindlich (hostil a los niños), y no hay
duda de que estaban tratando de rehacer la naturaleza alemana/humana. Cuando se
les preguntaba por qué alentaban la desobediencia de sus hijos, los padres
respondían simplemente: "Por Auschwitz"» (Herzog 2005, p. 165).
Sin duda, hay algo que celebrar cuando hablamos de la liberación sexual.
Pero tal vez es sospechoso que esta liberación tenga que hacerse en clave
política y como una forma de superar la herida del fascismo y el
nacionalsocialismo. Si lo que querían los sesentayochistas era follar, no era
necesario invocar el Holocausto para hacerlo. No porque esté mal follar o
porque no debamos rechazar a los nazis —que debemos—, sino porque, tal como nos
cuenta Igmar Herzog en su libro Sex after Fascism, lo que se hizo
al respecto fue inventar una historia que no había ocurrido, y eso, desde
luego, no nos ayuda a luchar contra ningún terrible fantasma.
Herzog deconstruye una de las memorias populares más arraigadas sobre el
nazismo: la de un régimen puritano, reprimido y sexualmente conservador. En
realidad, «el sexo no era un asunto marginal para los nacionalsocialistas. Más
bien, la sexualidad en todos sus aspectos fue una preocupación principal para
el régimen y sus partidarios durante toda la duración del Tercer Reich» (Herzog
2005, 10). La actitud frente a la sexualidad que tuvieron los nazis fue
ambivalente. Por un lado, el régimen constituyó una «inmensa empresa de
ingeniería reproductiva» que buscaba impedir por todos los medios
—esterilización, aborto forzado, asesinato— la reproducción de los
«indeseables». Pero por otro lado, las autoridades nazis promovieron
activamente una liberalización de las costumbres sexuales para la población
heterosexual «aria». Esta promoción no fue un subproducto accidental, sino una
política deliberada para asegurar la lealtad y elevar la moral. Publicaciones
como Das Schwarze Korps, el periódico de las SS, promocionaban
abiertamente el sexo premarital y extramarital, atacando la «mojigatería»
cristiana y defendiendo una vida sexual «natural». No es casualidad que en 1936
el médico Walter Gmelin observase en un estudio una alta incidencia de relaciones
sexuales prematrimoniales, sin considerarlo alarmante. Lo describió como una
«reacción saludable contra las inhibiciones sociales y los predicadores de la
moral» (Herzog 2005, 29). El popular manual de consejos sexuales de Johannes H.
Schultz, Sexo-Amor-Matrimonio (1940), aprobado por el régimen
nazi, enfatizaba la importancia del placer femenino y el orgasmo, y defendía
explícitamente la masturbación infantil y adolescente como una fase necesaria
del desarrollo.
Fue esta promoción de una sexualidad abierta, natural, promiscua,
premarital y extramarital lo que enfrentó al régimen nazi con las distintas
iglesias cristianas. Inicialmente, muchas iglesias, tanto católicas como
protestantes, apoyaron a Hitler, confiando en que el nacionalsocialismo
restauraría la moralidad sexual conservadora que, a su juicio, había sido
destruida por la disolución de la República de Weimar. Figuras como el
eugenista católico Hermann Muckermann vieron en el nazismo un aliado para
«rechazar la influencia racialmente extraña, particularmente la judía» (Herzog
2005, 44). Pero muy pronto, las iglesias se vieron defraudadas y elevaron sus
quejas a las más altas autoridades. El pastor Stephan Vollert, por ejemplo, se
quejó de las «imágenes obscenas» publicadas en los periódicos nazis, que
consideraba inapropiadas para «la gente sencilla y los niños» (Herzog 2005, p.
45).
Esta libertad sexual —para los arios heterosexuales— se extendió a la
posguerra. Herzog retrata el clima sexual de la Alemania de los últimos años
cuarenta como una mezcla de trauma, anomia y una sorprendente apertura sexual.
La caída del Estado Nazi supuso una profunda crisis y el establecimiento de una
catástrofe generalizada, asediada por el hambre, el desempleo y una enorme
crisis de vivienda. Pero a la vez, se desató una «actividad sexual frenética».
El desequilibrio demográfico causado por la guerra, que había vaciado de
varones alemanes las calles de las ciudades junto a la presencia de tropas de
ocupación, dieron lugar a una amplia «fraternización» entre mujeres alemanas y
soldados aliados, especialmente estadounidenses. Un artículo de Reader's
Digest de 1946 atribuía la evidente disponibilidad sexual de las
mujeres alemanas al «colapso de la moralidad resultante de las prédicas nazis»
(Herzog 2005, 68-69). Lo cierto es que, pese a las escaseces de la posguerra,
había un reconocimiento generalizado de la importancia del orgasmo femenino y
una amplia aceptación del sexo premarital. Una encuesta del semanario Wochenend en
1949 reveló que el 71% de los encuestados aprobaba el sexo antes del
matrimonio, y más de una cuarta parte consideraba que para una mujer sería
perjudicial llegar virgen al altar (Herzog 2005, 70).
Fue en este contexto de aparente desenfreno cuando las iglesias
cristianas comenzaron a impulsar un retorno al conservadurismo, utilizando para
ello —sorpresa— el mismo argumento que una década más tarde usarían los
sesentayochistas para recorrer el camino contrario: la depravación sexual del
régimen nazi explicaba el Holocausto. Había una clara percepción de que existía
una «conexión entre los incentivos nazis a la criminalidad y al placer sexual»
(Herzog 2005, 75). El médico Anton Hofmann, por ejemplo, argumentó que la
sobrevaloración del cuerpo y el placer erótico estaba íntimamente asociada con
la brutalidad y el asesinato en masa. Los católicos —aprovechando el vuelto de
cola— instrumentalizaron el nazismo para movilizar a la opinión pública contra
el aborto, llegando a hacer comparaciones tan terribles —que aún se pueden
escuchar por boca de dudosos tertulianos televisivos sobre el aborto o la
eutanasia— como la del médico Hermann Frühauf, quien declaró que la defensa del
aborto «se encuentra en esa pendiente peligrosa que, en sus últimas
consecuencias, conduce a las cámaras de gas de algún Auschwitz» (Herzog 2005,
76). El objetivo era reconducir la moral hacia el puritanismo sexual, algo que
sin duda se consiguió en los «tranquilos» cincuenta. Autores como Theodor Bovet
y Hans Wirtz promovieron la idea de que la verdadera plenitud sexual solo podía
alcanzarse en el marco del matrimonio cristiano.
Al mismo tiempo, se continuó con la censura de la homosexualidad —en este
caso, la asociación con la represión nazi de la homosexualidad no produjo el
efecto contrario—. El artículo 175 del código penal, que penalizaba las
relaciones homosexuales y había sido endurecido por los nazis en 1935, se
mantuvo intacto y se aplicó con renovado vigor en la posguerra. El argumento
que sostenía el rechazo de la homosexualidad por parte de las autoridades
democráticas alemanas era el mismo que ya habían sostenido los nazis: la
heterosexualidad masculina era inherentemente frágil y vulnerable a la
«seducción», por lo que había que proteger a los hombres de la posible
corrupción por parte de los homosexuales.
Que se usara la apelación a los nazis para unas cuestiones y no para
otras da cuenta de cuál era el verdadero uso de la memoria democrática de
Alemania. Una década después, la nueva izquierda haría exactamente lo mismo con
esa memoria.

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