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jueves, 13 de noviembre de 2025

Sex After Fascism
Eduardo Abril Acero

 En 1963 se publicaba en Alemania una obra colectiva, Sexualität und Verbrechen, que reunía a intelectuales, juristas y psicólogos para criticar la moralidad represiva que se había impuesto en Alemania durante las décadas anteriores. Uno de ellos, Theodor Adorno, argumentaba en su texto que los tabúes sexuales de la posguerra no habían sido un simple conservadurismo, sino la expresión de una cierta ideología que había operado también durante la época nazi, creando el clima moral que había causado el Holocausto. Adorno y otros restauraban la tesis que treinta años antes había defendido Wilhelm Reich en Psicología de masas del fascismo, tesis que se haría muy influyente en los años sesenta y que aún está presente en nuestra forma de comprender el fascismo. Defendía básicamente que el fascismo era el resultado de la represión sexual, represión que se habría traducido en la brutalidad que todos conocemos.

En esta línea, la influyente revista Der Spiegel sacó en portada, en uno de sus números de 1964, a Adolf Hitler con el título «Adolf Hitler, anatomie eines diktators», explicando en las páginas interiores que el dictador nazi había sido un reprimido sexual que había vertido toda esa carga libidinal en odio y destrucción. La asociación que se había hecho permitió a la nueva izquierda sesentaiochista defender la liberación sexual al tiempo que se aseguraba que esta era una buena forma de evitar que el fascismo retornase a las calles de Alemania. La liberación sexual se vendía como una forma de antifascismo. Ser un pervertido o un reprimido, constreñido por la rígida moral cristiana, debía ser un síntoma evidente del fascista que uno lleva dentro.

En el cine y los medios, la liberación se manifestó en el enorme éxito comercial de los filmes de Oswalt Kolle o la serie Schulmädchen-Report, que desdibujaron la línea entre pedagogía y pornografía blanda y ayudaron a reeducar sexualmente a toda una generación. El negocio de la sexualidad floreció con la expansión de los sex shops de Beate Uhse, inicialmente tiendas especializadas en «higiene marital», que llevaron preservativos, lencería erótica, literatura sexual y estimulantes eróticos por toda Alemania Occidental. Al mismo tiempo, surgió imparable un mercado masivo de revistas pornográficas. La llegada de la píldora anticonceptiva facilitó una drástica caída en la edad de la primera relación sexual, y el sexo premarital pasó de ser una práctica tolerada a una norma socialmente aceptada e incluso celebrada.

La Nueva Izquierda no solo participó en esta liberalización, sino que la teorizó como un proyecto político antifascista. El Tercer Reich había sido el producto directo de la represión sexual y, por tanto, la liberación de las costumbres sexuales era la herramienta para impedir su retorno. Es llamativo, por ejemplo, el movimiento de guarderías antiautoritarias (Kinderläden) promovido por teóricos de la izquierda. El fin último era educar para la desobediencia. Se buscaba criar una nueva generación de ciudadanos críticos, insumisos y no autoritarios que pudieran actuar como un baluarte contra un posible resurgimiento del fascismo. Como antídoto contra la personalidad autoritaria, los Kinderläden pusieron un énfasis radical en defender, afirmar y publicitar la sexualidad de los niños. Se promovía abiertamente la masturbación infantil y los juegos sexuales entre pares. Tal como cuenta Herzog, «los radicales de Alemania Occidental veían sus esfuerzos de crianza en términos nacionales. Creían que la cultura alemana era especialmente kinderfeindlich (hostil a los niños), y no hay duda de que estaban tratando de rehacer la naturaleza alemana/humana. Cuando se les preguntaba por qué alentaban la desobediencia de sus hijos, los padres respondían simplemente: "Por Auschwitz"» (Herzog 2005, p. 165).

Sin duda, hay algo que celebrar cuando hablamos de la liberación sexual. Pero tal vez es sospechoso que esta liberación tenga que hacerse en clave política y como una forma de superar la herida del fascismo y el nacionalsocialismo. Si lo que querían los sesentayochistas era follar, no era necesario invocar el Holocausto para hacerlo. No porque esté mal follar o porque no debamos rechazar a los nazis —que debemos—, sino porque, tal como nos cuenta Igmar Herzog en su libro Sex after Fascism, lo que se hizo al respecto fue inventar una historia que no había ocurrido, y eso, desde luego, no nos ayuda a luchar contra ningún terrible fantasma.

Herzog deconstruye una de las memorias populares más arraigadas sobre el nazismo: la de un régimen puritano, reprimido y sexualmente conservador. En realidad, «el sexo no era un asunto marginal para los nacionalsocialistas. Más bien, la sexualidad en todos sus aspectos fue una preocupación principal para el régimen y sus partidarios durante toda la duración del Tercer Reich» (Herzog 2005, 10). La actitud frente a la sexualidad que tuvieron los nazis fue ambivalente. Por un lado, el régimen constituyó una «inmensa empresa de ingeniería reproductiva» que buscaba impedir por todos los medios —esterilización, aborto forzado, asesinato— la reproducción de los «indeseables». Pero por otro lado, las autoridades nazis promovieron activamente una liberalización de las costumbres sexuales para la población heterosexual «aria». Esta promoción no fue un subproducto accidental, sino una política deliberada para asegurar la lealtad y elevar la moral. Publicaciones como Das Schwarze Korps, el periódico de las SS, promocionaban abiertamente el sexo premarital y extramarital, atacando la «mojigatería» cristiana y defendiendo una vida sexual «natural». No es casualidad que en 1936 el médico Walter Gmelin observase en un estudio una alta incidencia de relaciones sexuales prematrimoniales, sin considerarlo alarmante. Lo describió como una «reacción saludable contra las inhibiciones sociales y los predicadores de la moral» (Herzog 2005, 29). El popular manual de consejos sexuales de Johannes H. Schultz, Sexo-Amor-Matrimonio (1940), aprobado por el régimen nazi, enfatizaba la importancia del placer femenino y el orgasmo, y defendía explícitamente la masturbación infantil y adolescente como una fase necesaria del desarrollo.

Fue esta promoción de una sexualidad abierta, natural, promiscua, premarital y extramarital lo que enfrentó al régimen nazi con las distintas iglesias cristianas. Inicialmente, muchas iglesias, tanto católicas como protestantes, apoyaron a Hitler, confiando en que el nacionalsocialismo restauraría la moralidad sexual conservadora que, a su juicio, había sido destruida por la disolución de la República de Weimar. Figuras como el eugenista católico Hermann Muckermann vieron en el nazismo un aliado para «rechazar la influencia racialmente extraña, particularmente la judía» (Herzog 2005, 44). Pero muy pronto, las iglesias se vieron defraudadas y elevaron sus quejas a las más altas autoridades. El pastor Stephan Vollert, por ejemplo, se quejó de las «imágenes obscenas» publicadas en los periódicos nazis, que consideraba inapropiadas para «la gente sencilla y los niños» (Herzog 2005, p. 45).

Esta libertad sexual —para los arios heterosexuales— se extendió a la posguerra. Herzog retrata el clima sexual de la Alemania de los últimos años cuarenta como una mezcla de trauma, anomia y una sorprendente apertura sexual. La caída del Estado Nazi supuso una profunda crisis y el establecimiento de una catástrofe generalizada, asediada por el hambre, el desempleo y una enorme crisis de vivienda. Pero a la vez, se desató una «actividad sexual frenética». El desequilibrio demográfico causado por la guerra, que había vaciado de varones alemanes las calles de las ciudades junto a la presencia de tropas de ocupación, dieron lugar a una amplia «fraternización» entre mujeres alemanas y soldados aliados, especialmente estadounidenses. Un artículo de Reader's Digest de 1946 atribuía la evidente disponibilidad sexual de las mujeres alemanas al «colapso de la moralidad resultante de las prédicas nazis» (Herzog 2005, 68-69). Lo cierto es que, pese a las escaseces de la posguerra, había un reconocimiento generalizado de la importancia del orgasmo femenino y una amplia aceptación del sexo premarital. Una encuesta del semanario Wochenend en 1949 reveló que el 71% de los encuestados aprobaba el sexo antes del matrimonio, y más de una cuarta parte consideraba que para una mujer sería perjudicial llegar virgen al altar (Herzog 2005, 70).

Fue en este contexto de aparente desenfreno cuando las iglesias cristianas comenzaron a impulsar un retorno al conservadurismo, utilizando para ello —sorpresa— el mismo argumento que una década más tarde usarían los sesentayochistas para recorrer el camino contrario: la depravación sexual del régimen nazi explicaba el Holocausto. Había una clara percepción de que existía una «conexión entre los incentivos nazis a la criminalidad y al placer sexual» (Herzog 2005, 75). El médico Anton Hofmann, por ejemplo, argumentó que la sobrevaloración del cuerpo y el placer erótico estaba íntimamente asociada con la brutalidad y el asesinato en masa. Los católicos —aprovechando el vuelto de cola— instrumentalizaron el nazismo para movilizar a la opinión pública contra el aborto, llegando a hacer comparaciones tan terribles —que aún se pueden escuchar por boca de dudosos tertulianos televisivos sobre el aborto o la eutanasia— como la del médico Hermann Frühauf, quien declaró que la defensa del aborto «se encuentra en esa pendiente peligrosa que, en sus últimas consecuencias, conduce a las cámaras de gas de algún Auschwitz» (Herzog 2005, 76). El objetivo era reconducir la moral hacia el puritanismo sexual, algo que sin duda se consiguió en los «tranquilos» cincuenta. Autores como Theodor Bovet y Hans Wirtz promovieron la idea de que la verdadera plenitud sexual solo podía alcanzarse en el marco del matrimonio cristiano.

Al mismo tiempo, se continuó con la censura de la homosexualidad —en este caso, la asociación con la represión nazi de la homosexualidad no produjo el efecto contrario—. El artículo 175 del código penal, que penalizaba las relaciones homosexuales y había sido endurecido por los nazis en 1935, se mantuvo intacto y se aplicó con renovado vigor en la posguerra. El argumento que sostenía el rechazo de la homosexualidad por parte de las autoridades democráticas alemanas era el mismo que ya habían sostenido los nazis: la heterosexualidad masculina era inherentemente frágil y vulnerable a la «seducción», por lo que había que proteger a los hombres de la posible corrupción por parte de los homosexuales.

Que se usara la apelación a los nazis para unas cuestiones y no para otras da cuenta de cuál era el verdadero uso de la memoria democrática de Alemania. Una década después, la nueva izquierda haría exactamente lo mismo con esa memoria.

 

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