Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

viernes, 12 de septiembre de 2014

Un amor menos tonto, una sociedad más sabia.
Eduardo Abril Acero


Pensemos a partir de una pregunta: ¿dónde reside hoy en día el vínculo social? ¿qué es lo que hace que unos hombres vivan junto a otros y produzcan juntos el conjunto de la vida material y espiritual? Esta pregunta tiene respuestas casi desde cualquier ámbito de la cultura: se puede apelar a los instintos gregarios como hacen los biólogos y etólogos, se puede hablar de libertad y contrato social, como hacen los liberales, se puede hablar de esa esencia vaporosa e inexplicable que es la “esencia social”, el “animal político”... etc. Sea como sea, en el pasado, todas estas respuestas encontraban su ejemplo en casos como la familia, la religión o el trabajo colectivo, el hecho militar. Todos son semblantes de lo colectivo y significan de una un otra forma el vínculo social. Por eso, una explicación adecuada de esto que hace que individuos formen colectivos, debería ser una explicación que pueda usar el mismo léxico para hablar del vínculo materno-filial, del amor romántico, del trabajo social de la fábrica, de la entrega del soldado en la batalla o de la comunión de fieles en la iglesia.

Freud nos permite pensar el vínculo social de esta forma, apelando al concepto de amor. Es el amor lo que, tanto en la fábrica, como en la iglesia, el ejército o la familia, vincula a unos hombres con otros. Freud lo estudia de forma pormenorizada en su escrito de 1920 Psicología de las masas y análisis del yo. En este texto utiliza el mismo concepto de amor para explicar tanto la vida colectiva del grupo, como el vínculo entre dos personas. Lo interesante aquí es que permite comprender de la misma forma lo que nos vincula con cualquier Otro.

El concepto clave para comprender el fenómeno del amor, nos dice, es el de la identificación, esto es, la adquisición de la propia identidad a partir de un Otro, de algo ajeno a nosotros. Lo que nos está diciendo Freud es que la identidad no es un punto de partida, sino que es el resultado de un proceso. El hombre no posee una identidad, una esencia, en el comienzo, de forma que podamos hablar de animal social, instinto gregario, o alma libre. El individuo no se reconoce primeramente a sí mismo como un sujeto, y a partir de sí mismo, encuentra el mundo y los otros hombres frente a sí, como trató de convencernos Descartes. Ocurre más bien al contrario, como nos explicaba Heidegger en Ser y tiempo, el individuo está ya dado como ser-en-el-mundo y sólo a partir de este ser-ahí puede surgir algo como un Yo, que no es más que una abstracción, una fantasía identitaria.

Heidegger no profundiza en la formación de este ser-en-el-mundo y simplemente parte de él como lo dado fenomenológicamente, pero el psicoanálisis sí que lo hace, y tanto Freud como Lacan se preguntan de qué modo puede surgir algo así como un yo a partir de esta inmediatez mundana en la que el individuo está arrojado ya desde siempre. Freud estudió este proceso en el llamado narcisismo primario y Lacan posteriormente lo reinterpretó a través de su famosa fase del espejo, pero en rigor ambas interpretaciones conservan la misma estructura: inicialmente el individuo es pura indistinción mundana, está disgregado en el mundo, sin reconocer un límite entre él y las cosas. Sólo posteriormente se identifica con un Otro, un algo en lo que reconoce unidad, y a través del cual es capaz de construir una identidad para sí mismo. Este Otro resulta que generalmente es la madre y el entorno familiar y por eso el psicoanálisis toma como referencia en el diván las figuras de esos Otros, pero esta situación es meramente circunstancial. Bien puede imaginarse una sociedad donde ese Otro en el que el naciente sujeto se identifica sea completamente diferente. Lo que sí está presente de forma constante (salvo en el caso de los niños salvajes) es el lenguaje, como el ámbito en el que es posible la identificación: adquirir una identidad es semejante a recibir un nombre propio, ciertas designaciones y un lugar en el universo de las palabras. Por eso, por encima de la madre, el estado, la moral... está el Otro sociosimbólico en el que se produce la identificación y que constituye el lenguaje. Y por eso el medio del análisis es siempre el lenguaje (en tanto que talking cure). Pues bien, es este Otro desde el que se produce la identificación, es lo que va a constituir su primer objeto amoroso y sólo a partir de él, de su reconocimiento como algo, por identificación se reconoce el sujeto a sí mismo también como un algo.

En Psicología de las masas y análisis del Yo, Freud lleva esta consideración de lo individual (en que el individuo se identifica con la madre, por ejemplo, para poder configurar su propia identidad) a lo socio-cultural, pudiendo comprender la vida colectiva a partir de este proceso de disgregación e identificación. Pues bien, en el texto en cuestión, Freud pone el ejemplo de la religión y del ejército como paradigmas de colectivos mostrándonos cómo funciona ahí el proceso de identificación que está en la base de la comunidad. En el caso de la religión cristiana, por ejemplo, la fuente de identificación, el Otro, es la divinidad, en este caso Cristo: el fiel experimenta un amor libidinoso hacia Dios pues supone la fuente de su propio reconocimiento y sólo se piensa a sí mismo a través de dicha identificación.

Pero ocurre algo decisivo en este proceso y es que esta identificación resulta tan exigente que casi se revela imposible. En el nivel cotidiano-individual esto corresponde con el conflicto edípico: el infante desea a la madre puesto que él no es nada a su margen, pero pronto descubre que está prohibida, que no es para él. La religión realiza esta imposibilidad edípica alejándonos a Dios en su perfección: la identificación con la divinidad queda fuera de nuestras posibilidades, pues nadie puede transformarse en Cristo y, por tanto, ser digno por completo de su amor. El resultado es que que el reconocimiento de sí mismo, la propia identidad, que depende del reconocimiento como un objeto digno de amor por parte de Dios, resulta siempre insatisfecho. Dicho de otro modo: el fiel de la religión es siempre un ser en falta, un ser que anhela incesantemente ser colmado, y una y otra vez fracasa en su pretensión de hacerse digno del amor de Dios. Es, por así decirlo, un amor neurótico, puesto que el objeto de amor, en este caso Dios, siempre nos exige pruebas de amor que no son suficientes, como esa amante neurótica que nos pregunta cada poco “¿me amas?” y sabemos de antemano que ninguna respuesta aplacará la pregunta. Esta situación de amor edípico no es patrimonio exclusivo de la religión, sino que lo que nos pretende decir Freud es que es la base del vínculo social y tiene su propia forma de expresión también en el ejército, la fábrica, el estado y en general todas las formas de vida colectiva.

Y hay que añadir un elemento fundamental de este amor, que Freud pone de manifiesto y luego Lacan va a saber leer cuidadosamente: es la imposibilidad del amor que prescriben religiones como la cristiana lo que está en la base de que formas espirituales que, en principio predican el amor y la caridad, terminen convirtiéndose en religiones del odio y la violencia. Ocurre porque, si bien el amor de Dios es inalcanzable y un fiel nunca está a la altura de la exigencia que se espera de él, sí puede demostrar su compromiso y confirmar su identidad descargando violencia contra lo que queda fuera del “amor de dios”. Toda identidad que tiene la pretensión de ser el fundamento de una vida colectiva, por muy universal que sea, está obligada a establecer un límite y describir un resto, un residuo que queda fuera de la identificación, esto es, un contrario. Y si bien el integrante del colectivo no es capaz de alcanzar por completo a su objeto de amor, no logra identificarse totalmente con su objeto libidinoso, sí puede demostrar su compromiso por vía negativa, a saber, destruyendo y descargando violencia e ira contra ese resto. “Por este motivo- escribe Freud- toda religión, aunque se denomine religión de amor, ha de ser dura y sin amor para con todos aquellos que no pertenezcan a ella. En el fondo, toda religión es una tal religión de amor para sus fieles y en cambio, cruel e intolerante para aquellos que no la reconocen”. Es por eso que el amor que se supone está en la base de los procesos de cohesión social a través de la cual el hombre habita el mundo, deviene fácilmente en procesos de odio y destrucción. Toda religión que aspira a ser universal, toda religión que prescribe un modo de ser como base de la habitación humana del mundo, necesariamente deja un resto, un ámbito que queda fuera del amor de dios, ya sean los infieles, el pecado, la herejía, la impureza… etc. Y puesto que pronto ese amor metafísico se revela como imposible, la única salida que le queda al creyente es la identificación por vía negativa. Por eso la verdadera experiencia religiosa, o lo que es lo mismo, amorosa, no es la experiencia de la comunidad de dios, sino la experiencia del odio y la destrucción de la comunidad de lo que no-es Dios. Lo que funciona a modo de vínculo social dentro de la religión (el ejército, el estado, el partido político) no es el amor fraternal, la coincidencia en la comunidad como hijos de dios, sino la coincidencia en la comunidad de los que odian y destruyen, preservando el amor imposible de Dios.

Para comprender mejor esto podemos acudir a las explicaciones de Jacques Allain Miller, que ha señalado, interpretando a Lacan, que el psicoanálisis descubre dos cosas del amor: su carácter automático y su carácter disimétrico. El automatismo del amor apunta al hecho de que siempre hay una ley que rige de qué modo se dirige a su objeto amoroso. Este es su componente socio-simbólico: formar parte de una comunidad, aprender una comunidad de significados, es también hacer nuestra una forma de amar, o lo que es lo mismo, la instauración de un objeto de amor. Aquello que amamos, ya seamos el fiel en la religión, el trabajador asalariado en una fábrica británica en el siglo XIX o el hombre libre de las modernas democracias liberales, es algo que siempre ocupa el lugar de un objeto fundamental, ya sea la posición superior del padre-madre, la idea de Dios o, una exigencia moral, la libertad moderna o la sociedad reconciliada del socialismo. El amor repite, en todos los casos, la posición de un objeto fundamental al tratar de asimilarlo.

El segundo descubrimiento de Lacan, apunta Miller, muy en conexión con lo ya dicho, es la idea de que todo amor implica una relación de disimetría. Está, por una parte la posición del que ama y, por la otra, la posición del que es amado. Esto puede formularse en términos de tener y no tener: al que ama le falta algo, y al amado no le falta nada. Por ejemplo, siguiendo con los casos que venimos apuntando, se ve claramente la relación disimétrica en la religión puesto que el Dios de la religión judeo-cristiana es por definición todopoderoso, un absoluto sin límites ni fisuras, frente al fiel, el que ama que ocupa la posición del faltante que anhela alcanzar la plenitud que promete la religión. Y eso mismo vemos también en el caso de la moralidad kantiana, puesto que ese sujeto de libertad funciona también como el que no le falta nada, pura plenitud, capaz de darse en cada caso la ley desde su propia determinación, frente al sujeto concreto, atravesado por el deseo, la ignorancia y la insatisfacción. Lacan, además, le pone nombre a estas dos distintas localizaciones dentro del amor, y nos habla de una posición femenina y una posición masculina (que no tienen por qué corresponder con el hombre o la mujer en sentido biológico). De esta forma la posición masculina es la que le corresponde el lugar de ser amado, del que no está en falta, mientras que la mujer ocupa el lugar del amante, del estar en falta. De este modo entendemos un poco más esta cercanía entre el amor y el odio puesto que “querer ser amado es querer que el otro experimente su propia falta, hacer surgir la falta en el otro. Querer ser amado es castrar, herir” mientras que “Amar es odiar algo en el otro, odiar en el otro aquello que lo hace suficiente, su autosuficiencia”. Por esta razón Lacan se refería al amor como odioenamoramiento, un amor que casi por su propia dialéctica desemboca necesariamente en el odio, un amor que es a la vez odio. Todo esto nos permite comprender lo que venimos diciendo ya respecto al amor.

Empezamos ya a entrever a donde se pretende llegar con el planteamiento de la cuestión del amor, pues empezamos a ver lo que Freud insinúa en su escrito de 1920, a saber, que en todo vínculo social, en toda formación cultural lo que está por debajo es una determinada forma de amar, pero una forma de amar a la que nos referimos como odioenamoramiento, una forma de amar cuya verdad está no en el establecimiento del vínculo social, sino en su destrucción. Dicho de otro modo, en toda formación social, su verdad no está en la paz y los procesos de cohesión social, sino en la guerra y la destrucción. Toda sociedad se erige sobre un modo de amar que conduce inevitablemente al sometimiento del hombre a una estructura existencial invivible, violenta, exploradora y cruel.

En el seminario 20 es el propio Lacan el que relaciona la historia de la filosofía, en tanto que historia de las distintas formaciones culturales, con el amor. Nos dice allí que precisamente sobre lo que trata la filosofía es sobre el intento de establecer un ser apto para correlacionarse con el mundo y con los otros hombres, esto es, un objeto de amor que funcione como ese Otro que sirva para hacer surgir la identidad en el individuo determinando tanto el ser-en-el-mundo como el ser-con-los-otros. La filosofía establece siempre un “partenaire”, una figura de amor con la que identificarse y determina, por tanto, un modo de amar, o lo que es lo mismo, una voluntad y una forma de existencia colectiva. Dicho de otro modo, en todas las épocas hay un Amo, y un discurso, el discurso del amo que establece cuál es el modo de ser apto para relacionarse con el mundo, dotando al individuo de una identidad y una cierta voluntad, determinando el mundo en el que habitar y las relaciones con las cosas y los hombres. Cada periodo histórico, a través de su pensamiento, establece un ser al que amar (el dios no engañador, el espíritu absoluto, el superhombre, el proletario, el estado liberal, la patria.. etc.) y a la vez señala cuál es el modo en el que cabe esta relación abriendo lo que Heidegger llamaría un destino epocal.

Pues bien, Lacan, al leer, como hace también Heidegger, las distintas épocas, como formaciones del inconsciente, permite comprender cómo este partenaire, este objeto de amor del que debemos hacernos dignos, y del que depende nuestra identificación como sujetos, es, en cada caso, una construcción fantasmática, o como diría Freud, un objeto de amor edípico. Comprendemos así, finalmente, por qué el amor resulta imposible, puesto que debido a su condición de totalidad edípica, de fantasma, el sujeto nunca se hace suficiente para alcanzarlo, nunca se hace digno de amor y cada una de sus acciones de compromiso se resuelve como insuficiente. Es emplazado, de este modo, cada vez, a resolver su situación mediante la generación de violencia destructiva sobre el resto, como hemos visto.

Lacan añade otra idea a esta situación, puesto que además de un partenaire fantasmático-edípico, hay también un partenaire real: el goce. Puede que ese amor al Otro nunca sea colmado y puede que siempre el sujeto esté obligado a renunciar más, a exigirse más, pero lo que es indudable, es que en ese proceso en el que el sujeto está lanzado a colmar unas expectativas imposibles, hay un goce. Ya sea el goce del sadismo que dice la verdad del amor moral, el goce del fundamentalismo que dice la verdad del amor religioso, o el goce del consumo (consumir mercancías y ser consumido como mercancía) que dice la verdad del capitalismo. Es ese goce, como deseo perverso, como voluntad negativa, lo que funciona en la metafísica, en la religión o en el capitalismo como vínculo social. Este es el elemento que, según Jorge Alemán, le faltaba al análisis marxista del capitalismo y al concepto de fetichismo de la mercancía, el elemento del deseo: el trabajador asalariado no se rebela contra la opresión capitalista porque goza de ella, desea ser tratado como un objeto de consumo, una mercancía lista para su gasto, del mismo modo que el suicida yihadista desea ser inmolado o empuña un AKA-47 con placer, o el alienado hombre del capitalismo liberal goza de la sumisión consumista. La misión de este goce, la misión del deseo, es la de ocultar la imposibilidad del amor exigido por la estructura metafísica. Mientras el sujeto goza es incapaz de ver que se ve constantemente exigido y constantemente insatisfecho y constantemente interpelado a demostrar su amor a través de la violencia y la destrucción. El amor se erige finalmente, como hemos visto en el caso de la religión, la moral kantiana, o el capitalismo, como una exigencia imposible que sólo se resuelve en la destrucción del otro y de sí mismo.

Lo que, a lo largo de la historia, en las distintas manifestaciones sociales ha prescrito el discurso del amo, a través de la filosofía y las demás manifestaciones sociales, es una forma de amar edípicamente y odiar efectivamente. El amor edípico oculta el odioefectivo. En el capitalismo esto es evidente dado que propone un objeto de amor inalcanzable, ese sujeto autosatisfecho en el que ya no cabe el deseo porque todas sus necesidades serán cubiertas mediante la tecnología y la industria del ocio. Pero el sujeto está siempre lanzado hacia adelante ya que, cuanto más consume más crece su deseo de consumir y más aumentan sus necesidades: Su deseo aumenta y se satisface con mercancías que no hacen sino ampliarlo. Además, para que este paraíso advenga finalmente se requiere de él una mayor renuncia y compromiso (mayores pruebas de amor), primero debe renunciar a su tiempo para trabajar más, después debe renunciar a su salario para que la producción sea competitiva, más tarde va renunciando a servicios que habían formado parte de su cotidianidad, un médico para su padre, un maestro para su hijo, una casa en la que vivir... etc, y cuanto más renuncia, más exigente se vuelve el Amo en su exigencia. Finalmente resulta que lo que deja entrever este paraíso de todos los deseos cumplidos es la más vil miseria: el sujeto ha sido condenado a la miseria y a la precariedad en pro de la abundancia y el bienestar. Y, ni siquiera en la miseria la máquina capitalista permite que el deseo se aplaque, permite surgir una escasez humilde y ascética. Se ve cómo en los barrios más pobres es donde florecen los mercados más terribles: la droga, las armas, la prostitución, la pederastia, el tráfico de órganos... etc. El amor del amo, el amor edípico, cumple finalmente lo que promete en su resto, esto es, el odio, el sadismo, la miseria y la crueldad. Todo ideal que exige una identificación, que exige un compromiso amoroso, desemboca finalmente un odio que se compone de la distancia que no puede recorrerse hasta llegar a este Otro fantasmático, aquello que se designa como lo que no es partenaire, algo que ha sido segregado. Por eso, siguiendo la lógica freudiana, que cuanto más alta es la promesa, más bello es el objeto de amor, más oculta y terrible es su verdad.

La pregunta es: ¿es posible un amor diferente? ¿un amor que no deje un resto de odio y violencia? ¿es posible un amor no edípico? ¿es posible un amor menos tonto? Lacan en el seminario II expresa su simpatía por Spinoza. Sólo Spinoza, nos dice Lacan, nos habla de un amor que no exige un sacrificio. Al reducir al otro (al partenaire, a Dios) a un significante verdaderamente universal, éste queda como algo patentemente inalcanzable, y por tanto desaparece la exigencia pues ya sabemos de antemano que Dios nos es ajeno e inalcanzable. El dios de Spinoza no quiere nada de nosotros, no nos exige nada, no pide pruebas de amor pues es un dios que se basta a sí mismo, un dios sin deseo. Lo que pretende el psicoanálisis es ver si es posible realmente un amor como el que nos propone Spinoza, un amor que no exige nuestra entrega, ya sea como víctimas o como verdugos, un amor existencialista, en el sentido de que es un amor que ha captado que no hay partenaire más allá de uno mismo, que el goce es el goce solitario de uno mismo, y que el deseo no alcanzará nunca y de ningún modo al partenaire. Es este amor el que el psicoanálisis espera hacer surgir en sus pacientes cuando ya se hubiéran deshecho del fantasma metafísico, el Edipo. Jorge Alemán describe bellamente este amor:
“es un amor que ya no hace de la soledad una tristeza, es un amor que ya no es impotente para captar la verdad de la soledad, a saber, que no hay relación sexual […] es un amor que asume la lógica del no-todo. Es aceptar que, desde el punto de vista del goce, no hay relación del uno con el otro. Desde la perspectiva del goce, cada sexo le es infiel al otro. […] Un amor que en lugar de buscar razones para una relación, razones que darían cuenta de lo que hace la relación, propiciaría en el encuentro con el otro, el único acontecimiento verdadero en una conversación: mostrar con un decir, lo que retiene al goce en su misterio, y no fascinarse.”
Se trata de un amor que no establezca el vínculo social mutilando al otro debido a su falta, que no ansía la realización edípica y, por tanto, no tiene la necesidad violenta de autodestrucción ni destrucción de aquello que cae fuera del Edipo. Se trataría de un amor que no necesita una identificación plena, un reconocimiento pleno, que ya no requiere de Dios, de un Ente supremo como ese gran Otro de donde mana el ser de las cosas y reconoce que las cosas pueden ser en su precariedad ontológica, es más, es esta precariedad lo que fundamenta como abismo el ser de las cosas. Se trataría al fin y al cabo de adoptar existencialmente la posición femenina, la del ser en falta, pero sin vincularla a ningún hombre.

Esta es la localización que según Lacan se intenta hacer surgir en la situación del análisis. Detrás del diván, la posición del analista es masculina, puesto que es el que tiene, el que se dispone en la situación del amado. El paciente, en cambio, es el ser en falta, el que ama. Sin embargo hay algo femenino en la posición del analista, puesto que éste es causa de deseo partiendo no de un tiene sino de una falta. El analista es el que por no tener nada logra hacer surgir el deseo: ¿qué es necesario para ser amado? Se pregunta Lacan. Sólo es necesario ocupar la posición del analista. El analista es el que es amado por no tener nada, no ofrecer nada, no querer nada. Es, en cierta forma, como el Dios de Spinoza. Y esta es precisamente la posición femenina: con un no tener, ser causa de deseo.

En el final del análisis debe operarse un cambio profundo en el amor: aprender la posición del que ama un ser en falta. Dice Miller al respecto “Al final del análisis podría decirse: “no mas odio sino lucha”, y “no mas amor que sea repetición o pasión, sino amor que sea voluntad”. Se trata de hacer surgir una nueva voluntad. Una voluntad que se sustente en un deseo que no quiere plenitud sino que se basta a sí mismo con el propio goce insatisfecho, sin exigencia, sin compromiso, un amor que no quiera realizarse, que se conforme con su precariedad, con no ser correspondido por el partenaire y goce la falta. Una sociedad en la que el vínculo social se sustentase sobre un amor semejante, sería una sociedad que no necesitaría realizar la falta como violencia y crueldad, donde la voluntad aceptaría siempre su limitación y su incapacidad para hacer que las cosas dejen de ser lo que son, sin convertirse en una mera aceptación de lo dado.

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