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jueves, 26 de junio de 2014

Podemos; bases teóricas y filosóficas.
Óscar Sánchez Vega

Los brillantes resultados obtenidos por Podemos en las últimas elecciones al Parlamento Europeo son, pienso, el acontecimiento político más relevante acontecido en España después del 15M. El nuevo partido, como todos, debe valorarse, fundamentalmente, por su programa político. Podemos ha formulado una serie de propuestas que, como es natural, no ha tenido oportunidad de llevar a cabo. Como todos, tengo mi opinión sobre ellas: algunas me parecen muy atinadas y soy más escéptico sobre la posibilidad y efectividad de otras. Pero no es este el tema de estas líneas. Me propongo comentar, de manera un tanto desordenada y superficial me temo, algunas referencias filosóficas que en unos casos intuyo y, otras veces, son abiertamente reconocidas como trasfondo teórico de las propuestas y el programa político de Podemos.

La nueva formación, entre otras cosas, tiene el mérito de cambiar la base teórica del discurso de la izquierda política. Hace tiempo que las categorías de “comunista” e incluso “socialista” han dejado de movilizar las conciencias y, especialmente, las pasiones de los electores. Sin embargo es preciso una bandera, un icono bajo el cual presentarse al conjunto de los ciudadanos. Además si, como sostiene Pablo Iglesias, la política es lucha y confrontación, lo menos que podemos saber es cómo se denominan los bandos combatientes. Durante muchos años la noción de “izquierda” fue la clave de esta lucha: nosotros somos “la izquierda” y ellos, aunque no lo digan, aunque no lo reconozcan, son la “derecha” o, mejor aún, la “derechona”. Ahora llega Pablo Iglesias y tiene la osadía de decir que, aunque él se considera de izquierda, ser de izquierda o no es irrelevante porque la confrontación política significativa no es la izquierda contra la derecha. La clave es la defensa de la democracia ante el acoso de la oligarquía antidemócrata. Para el votante tradicional de izquierda la nueva dicotomía es confusa y precisa de una explicación, pues durante años todos eran demócratas: los populares se dicen demócratas y hasta muchos partidos neonazis llevan la “D” de “demócrata” en sus siglas. Así pues: ¿qué significa “ser demócrata”? Iglesias sostiene que ser demócrata no es, como dicen muchos,  respetar las pautas de la democracia procedimental o ejercer la virtud cívica de la tolerancia, tampoco es defender la vigencia y la aplicación de la Constitución o la Declaración Universal de los Derechos Humanos u oponerse a toda forma de totalitarismo. No. Ser demócrata es otra cosa. Ser demócrata es ser defensor del demos, estar al lado de los oprimidos en la lucha que desde tiempos inmemoriales se libra entre “los de abajo” y “los de arriba”. Iglesias cambia los términos pero permanece fiel al clásico esquema marxista: la lucha de clases como motor de la historia. Por eso la Guerra Civil o la Revolución del 34 son mostradas como  acontecimientos democráticos, en la medida en que las clases populares se hacen con el poder: “los avances del siglo XX están directamente vinculados con el cambio del bando del miedo” i afirma Iglesias, en la misma línea que Lenin  -en El Estado y la Revolución- cuando caracteriza la dictadura del proletariado como "la organización de la vanguardia de los oprimidos en clase dominante para aplastar a los opresores", o cuando dice: "la democracia es una forma de Estado, una de las variedades del Estado. Y, consiguientemente representa, como todo Estado, la aplicación sistemática y organizada de la violencia entre los hombres". No hay lugar en este discurso para el consenso socialdemócrata.

En la línea de Maquiavelo, Lenin o Carl Schmitt, Iglesias defiende un decisionismo contrario al formalismo democrático, es decir, afirma que por encima de las estructuras jurídicas está el poder del soberano (el Príncipe, el Fühler o el Partido Comunista). El derecho -y la Constitución- no es más que la racionalización de la voluntad de los vencedores, la ficción que precisan los poderosos para hacer legítima su autoridad sobre el pueblo. Cambiar el Estado, por tanto, no es posible mediante una mera reforma legislativa; el cambio real exige un cambio de la élite hegemónica, exige, en definitiva, vencer al enemigo. Según Carl Schmitt la esencia de lo político consiste precisamente en la posibilidad de distinguir entre amigo y enemigo. La hostilidad entre ambos no se manifiesta en la esfera privada sino en la pública: es posible mantener relaciones educadas y hasta afectuosas con el enemigo y, sin embargo, desarrollar en antagonismo político más intenso hasta el extremo de la guerra. La posibilidad de la guerra no debe no puede ser cancelada, según el jurista nacionalsocialista alemán, pues en ella reside la esencia de lo político que, como hemos dicho, consiste en la diferenciación entre amigo y enemigo. La guerra no es como sostenía Clausewitz la extensión de la política por otros medios sino mas bien el presupuesto presente siempre en toda acción política. El fenómeno político, por tanto, solo se dará en la medida en que se agrupen amigos frente a enemigos. Los dirigentes de Podemos asumen este análisis y se proclaman amigos del demos y enemigos de la casta.

Un demos que no es concebido como pueblo, masa o muchedumbre; es concebido más bien, siguiendo a Negri, como multitud. Spinoza es quien por primera vez da al concepto de multitud un uso filosófico para distinguirlo de la noción de pueblo o muchedumbre promovida por Hobbes. La diferencia fundamental es que el pueblo, tanto en Hobbes como en Rousseau, hace referencia al conjunto de súbditos o ciudadanos unificados por una voluntad común. La multitud, en cambio, -en palabras de Hardt y Negri, en el Prefacio de Multitud. Guerra y democracia en la era del Imperio (2005)- está compuesta por innumerables diferencias internas que nunca podrán ser reducidas a una unidad o una única identidad. La multitud es una multiplicidad: diferentes culturas, razas, etnias, géneros y orientaciones sexuales; diferentes formas de trabajo; diferentes modos de vivir; diferentes visiones del mundo; y diferentes deseos.” El demos, pues, es multitud, no es identidad (como el pueblo) o uniforme (como las masas de las que hablaba Ortega). "De modo que el desafío que impone el concepto de multitud es el de una multiplicidad social que tiende a comunicarse y actuar en común, conservando las diferencias internas".

Entre esa multitud que es el demos destaca la penosa situación de los marginados, especialmente la de los inmigrantes “ilegales”, en la sociedades capitalistas avanzadas. Para ilustrar la crueldad y el abandono del que son objeto, por ejemplo, los inmigrantes subsaharianos en los confines de la civilizada Europa, el filósofo italiano Giorgio Agamben -en Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida (1998)- recupera una noción clásica: el homo sacer. El homo sacer es una figura del derecho romano que designa a los seres humanos que no tienen relevancia jurídica alguna, aquellos que,  a pesar de no poder ser sacrificados en una ceremonia religiosa, pueden, sin embargo, ser asesinados con impunidad ya que su vida no tiene valor alguno. Esta figura la rescata Agamben -e Iglesias- para hablar de los parias del siglo XXI: individuos que no son considerados como sujetos políticos sino como mera vida -nuda vida- física. Están vivos, pero para el Estado no existen, es como si ya estuvieran muertos.

La situación de los parados, estudiantes, trabajadores eventuales, pensionistas etc, no es tan desesperada como la de los inmigrantes “ilegales", pero se deteriora día a día. No es esta una mera sensación subjetiva. Recientemente el economista francés Thomas Piketti ha demostrado -en El capital en el siglo XXI, (2014)- que la desigualdad es una tendencia a largo plazo y no ha hecho más que crecer en los últimos 200 años, con el único paréntesis de la revolución keynesiana de las políticas del New Deal contra la Gran Depresión durante los años 30 y el nacimiento del Estado del Bienestar, en la década de los 50 y los 60. La desigualdad es hoy tan enorme que para combatirla, según el economista francés, habría que establecer impuestos confiscatorios (de hasta un 80%) a los más ricos y hacer las pertinentes políticas redistributivas. La alternativa es permitir concentraciones extremas de la riqueza que amenazan la estabilidad de los sistemas democráticos. La sintonía entre el enfoque de Piketti y la propuesta de reforma del sistema fiscal redistributiva del programa de Podemos es palmaria.

La nueva formación no pretende ser un partido político convencional sino una herramienta en manos del demos, de los expulsados por el sistema, ser la voz de los que no la tienen y, por ello, concurre a las elecciones europeas. Pero conviene no confundir el fin con los medios: el fin es irrenunciable, los medios dependen de las circunstancias. El objetivo del demócrata es la emancipación del demos; los medios para alcanzar el fin propuesto pasan, hoy por hoy, por la defensa de las “instituciones democráticas”. Pero la defensa de la democracia procedimental no es una cuestión de principios sino un asunto táctico: dadas las actuales circunstancias que otorgan a la clase dirigente una descomunal superioridad militar y económica, la única arma que les queda a “los de abajo” es utilizar las leyes de Estado en contra del Estado. No cabe otra opción. En relación a este asunto, es interesante destacar que Iglesias no comulga con el antiamericanismo característico de la izquierda española y europea. Reconoce que la tradición norteamericana es más democrática que la europea porque la libre disposición de las armas, tal y como Jefferson la justifica, hace que el poder esté más disperso. Igual ocurre con la elección del scheriff por parte de la gente y no del ejecutivo. La armas han sido en el pasado la garantía material del derecho a la resistencia, pero hoy, en las sociedades capitalistas avanzadas, la lucha armada no es una buena estrategia para “los de abajo”, para los desposeídos de la tierra. La desobediencia civil es una estrategia mejor para combatir en “marcos jurídicos flexibles”.

Lo que llama la atención, como reconoce Iglesias, es que los conceptos clave del nuevo léxico político que la nueva formación promueve: “los de abajo”, “pueblo”, “gente” “democracia” ... son meras herramientas retóricas, son significantes vacíos, no sirven como categorías para analizar nada. La noción de “los de abajo”, por ejemplo, no es una categoría sociológica objetiva, sino una herramienta de comunicación con una fuerte carga emocional que, con la crisis y los casos de corrupción, es bien aceptada porque permite generar identidad: los políticos y banqueros son los de arriba y la gente corriente los de abajo. También es recurrente entre los portavoces de Podemos la constante apelación a “la gente”: hay que consultar con la gente, preguntar a la gente … etc.  (cómo si la clase dirigente no fuera “gente”, cómo si “la gente” fuera un conjunto de personas homogéneo, con intereses comunes y fácilmente identificable). El objetivo de la utilización de estas nociones tan vagas e imprecisas es claramente aglutinar mayorías sociales en torno a demandas conjuntas y proyectos políticos de futuro. Los dirigentes de Podemos se han percatado que las categorías de marxismo ortodoxo (proletariado, lucha de clases, alienación...) han perdido el contenido emocional que permite construir mayorías. Hay en Podemos una voluntad de superar la base sociológica de los tradicionales partidos de izquierda integrando, por ejemplo, a los autónomos, a los jóvenes estudiantes, a los parados (que no se sienten representados por los sindicatos), a los ecologistas, pacifistas, feministas etc. Pero este proyecto ambicioso e integrador genera necesariamente tensiones que la nueva formación deberá afrontar y solventar de alguna manera. Quiero destacar tres.

Podemos defiende el derecho de autodeterminación de los pueblos, entendiendo por tal el (presunto) derecho de Cataluña, el País Vasco o cualquier otra comunidad a separarse de España y constituirse en Estado independiente. Pero, por otro lado, Iglesias reivindica la vieja noción de patriotismo entendida, eso sí, de forma peculiar. El patriotismo de Podemos no tiene nada que ver con el patriotismo constitucional de Habermas y menos aún con un patriotismo etnicista del tipo que promueven los partidos nacionalistas. El patriotismo de Podemos es un arma de defensa frente a la globalización económica, frente al poder de los mercados: el patriotismo consiste en defender a la Nación, que pertenece al demos, de los intereses de los mercados y de la oligarquía financiera internacional. Es el patriotismo del líder del sindicalismo agrícola francés José Bové, por ejemplo. Pero esta concepción del término “patriotismo”, entre los líderes de Podemos, está modulada principalmente por la experiencia revolucionaria en Hispanoamérica. Es la izquierda latinoamericana quien hace bandera de “la Patria” frente al imperialismo yanqui y es esta tradición la que pretenden recuperar para la izquierda española. Aún así, dada la peculiar historia de este país, parece difícil articular políticamente un patriotismo español de izquierdas y más aún hacer compatible este discurso con el apoyo a los movimientos secesionistas.

La segunda tensión consiste en, por un lado, promover el asamblearismo característico de la tradición libertaria y cristalizado en España en el movimiento 15M y, por otra parte, apostar por una política leninista que prime la eficacia y la conquista del poder frente a las estériles disputas dialécticas. A mayor democracia y deliberación, menor eficacia y poder transformador. Iglesias lo dice expresamente: un ejército no puede organizarse democráticamente; sería del todo inoperante. La toma de decisiones políticas, audaces y oportunas, está reñida con el asamblearismo democrático que se deriva de una concepción del demos como multitud. Los líderes de Podemos parecen manejar una calculada ambigüedad ante este dilema: por un lado defienden lo que Gustavo Bueno denomina fundamentalismo democrático, que, básicamente, consiste en la convicción de que los problemas de la democracia se solucionan con más democracia y, consecuentemente, se proclaman herederos del 15M; pero, por otro lado, aplauden y respaldan las políticas de los Estados democráticos hispanoamericanos (Cuba, Venezuela, Bolivia...) cuando toman decisiones autoritarias y contundentes contra sus enemigos ideológicos. Como decía Engels, en 1873, en contra de los anarquistas: “nada hay más autoritario que una revolución (…) el partido triunfante se ve obligado a mantener su dominación por medio del temor que las armas infunden a los reaccionarios”. Así Podemos se debate entre el antiautoritarismo asambleario y el autoritarismo revolucionario.

La tercera tensión deriva de la anterior y es la que se establece entre la vocación revolucionaria y la voluntad de participar en las “instituciones democráticas”. Iglesias, aquí también, parece nadar entre dos aguas y seguir a Lenin en su crítica al anarquismo por un lado y a la socialdemocracia por el otro. Lenin acusa a los anarquistas por su incapacidad para aprovecharse del “establo” del parlamentarismo burgués en situaciones no revolucionarias y a los socialdemócratas por no hacer una crítica revolucionaria al parlamentarismo, el cual no es más que la posibilidad de elegir cada cierto tiempo qué miembros de la clase dominante han de tener el privilegio de oprimir y aplastar al pueblo. Lenin reprocha a los socialdemócratas que hayan renunciado a la revolución y se hayan dejado seducir por el parlamentarismo y propone sustituir el Parlamento burgués por “corporaciones de trabajo” (semejantes a los Círculos de Podemos). Los comunistas, al contrario que los anarquistas, admiten la necesidad de “instituciones representativas” que sustituyan al Parlamento y a los partidos políticos, instituciones parecidas, dice Lenin, a las de la Comuna de Paris de 1871.

Cabría considerar una cuarta tensión pero, a mi modo de ver, esta es una contradicción solo aparente. El nombre del partido -Podemos- hace referencia a la utopía, a la posibilidad de forjar un mundo nuevo, más allá de los límites marcados por los representantes de la realpolitik. Pero el utopismo de Podemos es más una estrategia comercial que una convicción política. Iglesias lo reconoce: de poco sirven las especulaciones cuando se trata de diseñar una sociedad democrática. Lo que cuenta es la experiencia histórica y esta siempre es terrible: “para construir Estados hacen falta dictaduras (...) Es muy difícil que hagas una serie de cambios duraderos si estás sometido a elecciones cada cuatro años. El debate sobre lo que habría que hacer, cómo gobernar todo el rato siguiendo un horizonte emancipatorio, con todos los respetos: no estoy dispuesto a tenerlo porque estos debates solo podemos tenerlos a la luz de la experiencia histórica.” Las criticas de Marx y Lenin al pensamiento utópico son plenamente asumidas por los politólogos de la nueva formación: la mejor política, la política posible, está determinada por las condiciones materiales de la existencia. En el fondo, pienso, los dirigentes de Podemos siempre han sido ortodoxos marxista-leninistas. El éxito del nuevo partido se explica, en parte, por el acierto de cambiar el léxico político y adecuarlo a las nuevas demandas y necesidades del siglo XXI.

i  Todas las citas y opiniones atribuidas a Pablo iglesias están extraídas de esta entrevista: http://castracastro.blogspot.com.es/2013/11/el-hombre-murcielago-tiene-coleta-y.html

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