La nueva formación, entre otras cosas,
tiene el mérito de cambiar la base teórica del discurso de la
izquierda política. Hace tiempo que las categorías de “comunista”
e incluso “socialista” han dejado de movilizar las conciencias y,
especialmente, las pasiones de los electores. Sin embargo es preciso
una bandera, un icono bajo el cual presentarse al conjunto de los
ciudadanos. Además si, como sostiene Pablo Iglesias, la política es
lucha y confrontación, lo menos que podemos saber es cómo se
denominan los bandos combatientes. Durante muchos años la noción de
“izquierda” fue la clave de esta lucha: nosotros somos “la
izquierda” y ellos, aunque no lo digan, aunque no lo reconozcan,
son la “derecha” o, mejor aún, la “derechona”. Ahora llega
Pablo Iglesias y tiene la osadía de decir que, aunque él se
considera de izquierda, ser de izquierda o no es irrelevante porque la
confrontación política significativa no es la izquierda contra la
derecha. La clave es la defensa de la democracia ante el acoso de la
oligarquía antidemócrata. Para el votante tradicional de izquierda
la nueva dicotomía es confusa y precisa de una explicación, pues
durante años todos eran demócratas: los populares se dicen
demócratas y hasta muchos partidos neonazis llevan la “D” de
“demócrata” en sus siglas. Así pues: ¿qué significa “ser
demócrata”? Iglesias sostiene que ser demócrata no es, como dicen muchos, respetar
las pautas de la democracia procedimental o ejercer la virtud cívica de la tolerancia, tampoco es defender la
vigencia y la aplicación de la Constitución o la Declaración
Universal de los Derechos Humanos u oponerse a toda forma de
totalitarismo. No. Ser demócrata es otra cosa. Ser demócrata es ser
defensor del demos, estar al lado de los oprimidos en la lucha
que desde tiempos inmemoriales se libra entre “los de abajo” y
“los de arriba”. Iglesias cambia los términos pero permanece
fiel al clásico esquema marxista: la lucha de clases como motor de
la historia. Por eso la Guerra Civil o la Revolución del 34 son
mostradas como acontecimientos democráticos, en la medida en
que las clases populares se hacen con el poder: “los avances del
siglo XX están directamente vinculados con el cambio del bando del miedo” i afirma Iglesias, en la misma línea que Lenin -en El Estado y la Revolución- cuando caracteriza la dictadura del proletariado como "la organización de la vanguardia de los oprimidos en clase dominante para aplastar a los opresores", o cuando dice: "la democracia es una forma de Estado, una de las variedades del Estado. Y, consiguientemente representa, como todo Estado, la aplicación sistemática y organizada de la violencia entre los hombres". No hay lugar en este discurso para el
consenso socialdemócrata.
En la línea de Maquiavelo, Lenin o Carl Schmitt, Iglesias defiende un decisionismo contrario al
formalismo democrático, es decir, afirma que por encima de las
estructuras jurídicas está el poder del soberano (el Príncipe, el Fühler o el Partido Comunista). El derecho -y la Constitución- no es más que la
racionalización de la voluntad de los vencedores, la ficción que precisan los poderosos para hacer legítima su autoridad sobre el pueblo. Cambiar el Estado, por tanto, no es posible mediante una mera reforma legislativa; el cambio real exige un cambio de la élite hegemónica, exige, en definitiva, vencer al enemigo. Según Carl Schmitt la esencia
de lo político consiste precisamente en la posibilidad de distinguir entre amigo
y enemigo. La hostilidad entre ambos no se manifiesta en la esfera
privada sino en la pública: es posible mantener relaciones educadas
y hasta afectuosas con el enemigo y, sin embargo, desarrollar en
antagonismo político más intenso hasta el extremo de la guerra. La
posibilidad de la guerra no debe no puede ser cancelada, según el
jurista nacionalsocialista alemán, pues en ella reside la esencia de
lo político que, como hemos dicho, consiste en la diferenciación
entre amigo y enemigo. La guerra no es como sostenía Clausewitz la
extensión de la política por otros medios sino mas bien el
presupuesto presente siempre en toda acción política. El fenómeno
político, por tanto, solo se dará en la medida en que se agrupen
amigos frente a enemigos. Los dirigentes de Podemos asumen este
análisis y se proclaman amigos del demos y enemigos de la casta.
Un demos que no es concebido
como pueblo, masa o muchedumbre; es concebido más bien, siguiendo a Negri,
como multitud. Spinoza es quien por primera vez da al concepto
de multitud un uso filosófico para distinguirlo de la noción de
pueblo o muchedumbre promovida por Hobbes. La diferencia fundamental
es que el pueblo, tanto en Hobbes como en Rousseau, hace referencia
al conjunto de súbditos o ciudadanos unificados por una voluntad
común. La multitud, en cambio, -en palabras de
Hardt y Negri, en el Prefacio de Multitud. Guerra y democracia en la era del Imperio (2005)- “está
compuesta por innumerables diferencias internas que nunca podrán ser
reducidas a una unidad o una única identidad. La multitud es una
multiplicidad: diferentes culturas, razas, etnias, géneros y
orientaciones sexuales; diferentes formas de trabajo; diferentes
modos de vivir; diferentes visiones del mundo; y diferentes deseos.”
El demos,
pues, es multitud,
no es identidad (como el pueblo) o uniforme (como las masas de las
que hablaba Ortega). "De modo que el desafío que impone el concepto
de multitud
es el de una multiplicidad social que tiende a comunicarse y actuar
en común, conservando las diferencias internas".
Entre esa
multitud
que es el demos
destaca la penosa situación de los marginados, especialmente
la de los inmigrantes “ilegales”, en la sociedades capitalistas
avanzadas. Para ilustrar la crueldad y el abandono del que son
objeto, por ejemplo, los inmigrantes subsaharianos en los confines de
la civilizada Europa, el filósofo italiano Giorgio Agamben -en Homo
sacer. El poder soberano y la nuda vida (1998)- recupera una
noción clásica: el homo sacer. El homo sacer es una
figura del derecho romano que designa a los seres humanos que no
tienen relevancia jurídica alguna, aquellos que, a pesar de no poder ser sacrificados en una ceremonia religiosa, pueden, sin embargo, ser
asesinados con impunidad ya que su vida no tiene valor alguno. Esta
figura la rescata Agamben -e Iglesias- para hablar de los parias del
siglo XXI: individuos que no son considerados como sujetos políticos
sino como mera vida -nuda vida- física. Están vivos, pero para el Estado no existen, es como si ya estuvieran muertos.
La situación de los parados, estudiantes, trabajadores eventuales, pensionistas etc, no es tan desesperada
como la de los inmigrantes “ilegales", pero se deteriora día a día. No es esta una mera sensación subjetiva.
Recientemente el economista francés Thomas Piketti ha demostrado -en
El capital en el siglo XXI, (2014)- que la desigualdad es una
tendencia a largo plazo y no ha hecho más que crecer en los últimos
200 años, con el único paréntesis de la revolución keynesiana de
las políticas del New Deal contra la Gran Depresión durante los
años 30 y el nacimiento del Estado del Bienestar, en la década de
los 50 y los 60. La desigualdad es hoy tan enorme que para
combatirla, según el economista francés, habría que establecer
impuestos confiscatorios (de hasta un 80%) a los más ricos y hacer
las pertinentes políticas redistributivas. La alternativa es
permitir concentraciones extremas de la riqueza que amenazan la
estabilidad de los sistemas democráticos. La sintonía entre el
enfoque de Piketti y la propuesta de reforma del sistema fiscal
redistributiva del programa de Podemos es palmaria.
La nueva formación no pretende ser un
partido político convencional sino una herramienta en manos del
demos, de los expulsados por el sistema, ser la voz de los que
no la tienen y, por ello, concurre a las elecciones europeas. Pero
conviene no confundir el fin con los medios: el fin es irrenunciable,
los medios dependen de las circunstancias. El objetivo del demócrata
es la emancipación del demos; los medios para alcanzar el fin
propuesto pasan, hoy por hoy, por la defensa de las “instituciones
democráticas”. Pero la defensa de la democracia procedimental no
es una cuestión de principios sino un asunto táctico: dadas las
actuales circunstancias que otorgan a la clase dirigente una
descomunal superioridad militar y económica, la única arma que les
queda a “los de abajo” es utilizar las leyes de Estado en contra
del Estado. No cabe otra opción. En relación a este asunto, es interesante destacar que
Iglesias no comulga con el antiamericanismo característico de la
izquierda española y europea. Reconoce que la tradición
norteamericana es más democrática que la europea porque la libre
disposición de las armas, tal y como Jefferson la justifica, hace
que el poder esté más disperso. Igual ocurre con la elección del
scheriff por parte de la gente y no del ejecutivo. La armas han sido
en el pasado la garantía material del derecho a la resistencia, pero
hoy, en las sociedades capitalistas avanzadas, la lucha armada no es
una buena estrategia para “los de abajo”, para los desposeídos de
la tierra. La desobediencia civil es una estrategia mejor para
combatir en “marcos jurídicos flexibles”.
Lo que llama la atención, como
reconoce Iglesias, es que los conceptos clave del nuevo léxico
político que la nueva formación promueve: “los de abajo”,
“pueblo”, “gente” “democracia” ... son meras
herramientas retóricas, son significantes vacíos, no sirven como
categorías para analizar nada. La noción de “los de abajo”, por
ejemplo, no es una categoría sociológica objetiva, sino una
herramienta de comunicación con una fuerte carga emocional que, con
la crisis y los casos de corrupción, es bien aceptada porque permite
generar identidad: los políticos y banqueros son los de arriba y la
gente corriente los de abajo. También es recurrente entre los
portavoces de Podemos la constante apelación a “la gente”: hay que consultar con la gente, preguntar a la gente … etc. (cómo si la clase dirigente no fuera “gente”, cómo si “la gente”
fuera un conjunto de personas homogéneo, con intereses comunes y fácilmente identificable). El objetivo de la utilización de estas nociones tan vagas e
imprecisas es claramente aglutinar mayorías sociales en torno a
demandas conjuntas y proyectos políticos de futuro. Los dirigentes
de Podemos se han percatado que las categorías de marxismo ortodoxo
(proletariado, lucha de clases, alienación...) han perdido el
contenido emocional que permite construir mayorías. Hay en Podemos
una voluntad de superar la base sociológica de los tradicionales
partidos de izquierda integrando, por ejemplo, a los autónomos, a
los jóvenes estudiantes, a los parados (que no se sienten
representados por los sindicatos), a los ecologistas, pacifistas,
feministas etc. Pero este proyecto ambicioso e integrador genera
necesariamente tensiones que la nueva formación deberá afrontar y
solventar de alguna manera. Quiero destacar tres.
Podemos defiende el derecho de
autodeterminación de los pueblos, entendiendo por tal el (presunto)
derecho de Cataluña, el País Vasco o cualquier otra comunidad a
separarse de España y constituirse en Estado independiente. Pero,
por otro lado, Iglesias reivindica la vieja noción de patriotismo
entendida, eso sí, de forma peculiar. El patriotismo de Podemos no
tiene nada que ver con el patriotismo constitucional de Habermas y
menos aún con un patriotismo etnicista del tipo que promueven los
partidos nacionalistas. El patriotismo de Podemos es un arma de
defensa frente a la globalización económica, frente al poder de los
mercados: el patriotismo consiste en defender a la Nación, que pertenece al demos, de los intereses de los mercados y de la oligarquía
financiera internacional. Es el patriotismo del líder del
sindicalismo agrícola francés José Bové, por ejemplo. Pero esta
concepción del término “patriotismo”, entre los líderes de
Podemos, está modulada principalmente por la experiencia
revolucionaria en Hispanoamérica. Es la izquierda latinoamericana
quien hace bandera de “la Patria” frente al imperialismo yanqui y
es esta tradición la que pretenden recuperar para la izquierda
española. Aún así, dada la peculiar historia de este país, parece
difícil articular políticamente un patriotismo español de
izquierdas y más aún hacer compatible este discurso con el apoyo a
los movimientos secesionistas.
La segunda tensión consiste en, por un
lado, promover el asamblearismo característico de la tradición
libertaria y cristalizado en España en el movimiento 15M y, por
otra parte, apostar por una política leninista que prime la eficacia
y la conquista del poder frente a las estériles disputas
dialécticas. A mayor democracia y deliberación, menor eficacia y
poder transformador. Iglesias lo dice expresamente: un ejército no
puede organizarse democráticamente; sería del todo inoperante. La
toma de decisiones políticas, audaces y oportunas, está reñida con
el asamblearismo democrático que se deriva de una concepción del
demos como multitud. Los líderes de Podemos parecen
manejar una calculada ambigüedad ante este dilema: por un lado
defienden lo que Gustavo Bueno denomina fundamentalismo
democrático, que, básicamente, consiste en la convicción de que
los problemas de la democracia se solucionan con más democracia y,
consecuentemente, se proclaman herederos del 15M; pero, por otro
lado, aplauden y respaldan las políticas de los Estados democráticos
hispanoamericanos (Cuba, Venezuela, Bolivia...) cuando toman
decisiones autoritarias y contundentes contra sus enemigos
ideológicos. Como decía Engels, en 1873, en contra de los anarquistas:
“nada hay más autoritario que una revolución (…) el partido
triunfante se ve obligado a mantener su dominación por medio del
temor que las armas infunden a los reaccionarios”. Así Podemos
se debate entre el antiautoritarismo asambleario y el autoritarismo
revolucionario.
La tercera tensión deriva de la
anterior y es la que se establece entre la vocación revolucionaria y
la voluntad de participar en las “instituciones democráticas”.
Iglesias, aquí también, parece nadar entre dos aguas y seguir a
Lenin en su crítica al anarquismo por un lado y a la
socialdemocracia por el otro. Lenin acusa a los anarquistas por su
incapacidad para aprovecharse del “establo” del parlamentarismo
burgués en situaciones no revolucionarias y a los socialdemócratas
por no hacer una crítica revolucionaria al parlamentarismo, el cual
no es más que la posibilidad de elegir cada cierto tiempo qué
miembros de la clase dominante han de tener el privilegio de oprimir
y aplastar al pueblo. Lenin reprocha a los socialdemócratas que
hayan renunciado a la revolución y se hayan dejado seducir por el
parlamentarismo y propone sustituir el Parlamento burgués por
“corporaciones de trabajo” (semejantes a los Círculos de
Podemos). Los comunistas, al contrario que los anarquistas, admiten la necesidad de
“instituciones representativas” que sustituyan al Parlamento y a
los partidos políticos, instituciones parecidas, dice Lenin, a
las de la Comuna de Paris de 1871.
Cabría considerar una cuarta tensión
pero, a mi modo de ver, esta es una contradicción solo aparente. El
nombre del partido -Podemos- hace referencia a la utopía, a la
posibilidad de forjar un mundo nuevo, más allá de los límites
marcados por los representantes de la realpolitik. Pero el
utopismo de Podemos es más una estrategia comercial que una
convicción política. Iglesias lo reconoce: de poco sirven
las especulaciones cuando se trata de diseñar una sociedad
democrática. Lo que cuenta es la experiencia histórica y esta
siempre es terrible: “para construir Estados hacen falta dictaduras
(...) Es muy difícil que hagas una serie de cambios duraderos si
estás sometido a elecciones cada cuatro años. El debate sobre lo
que habría que hacer, cómo gobernar todo el rato siguiendo un
horizonte emancipatorio, con todos los respetos: no estoy dispuesto a
tenerlo porque estos debates solo podemos tenerlos a la luz de la
experiencia histórica.” Las criticas de Marx y Lenin al
pensamiento utópico son plenamente asumidas por los politólogos
de la nueva formación: la mejor política, la política posible, está determinada por las condiciones materiales de la existencia. En el fondo, pienso, los dirigentes de Podemos siempre han sido ortodoxos marxista-leninistas. El éxito del nuevo partido se explica, en parte, por el acierto de cambiar el léxico
político y adecuarlo a las nuevas demandas y necesidades del siglo
XXI.
i Todas las citas y opiniones atribuidas a Pablo iglesias están extraídas de esta entrevista: http://castracastro.blogspot.com.es/2013/11/el-hombre-murcielago-tiene-coleta-y.html
i Todas las citas y opiniones atribuidas a Pablo iglesias están extraídas de esta entrevista: http://castracastro.blogspot.com.es/2013/11/el-hombre-murcielago-tiene-coleta-y.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario