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jueves, 29 de febrero de 2024

Culpables.
Ariane Aviñó

 El 22 de octubre de 1945 el New York Times escribía: «Nueva palabra “genocidio” utilizada en la acusación de crímenes de guerra», en el contexto de los juicios de Nüremberg. No obstante, aunque la nueva palabra acuñada por Raphael Lemkin en 1944 fue utilizada durante el juicio, en la sentencia de estos juicios finalmente no apareció. Lemkin no se dio por vencido, demostrando que lo fundamental para este abogado polaco de familia judía era dotar al derecho internacional de un concepto que asegurara que «la puesta en práctica de acciones coordinadas que tienden a la destrucción de los elementos decisivos de vida de los grupos nacionales, con la finalidad de su aniquilación» no quedara impune como había ocurrido hasta entonces. Dos meses después del veredicto de Nüremberg, la ONU estableció en la resolución 96 que: «El genocidio es una negación del derecho de existencia de grupos humanos enteros, como el homicidio es la negación a los individuos del derecho a la vida; tal negación del derecho de existencia conmociona la conciencia de la humanidad, causa una gran pérdida en el aspecto cultural y otras contribuciones representadas por estos grupos humanos (...) Muchos ejemplos de tales crímenes de genocidio han ocurrido cuando grupos raciales, religiosos, políticos y de otro tipo han sido destruidos, por completo o en parte». Lo que podemos ver respecto a esta noción es que nació del consenso sobre el horror que supuso el Holocausto y pasó a formar parte del derecho internacional como crimen, independientemente de que fuese cometido en tiempo de guerra o en tiempo de paz.

La nueva palabra genocidio no nombraba algo nuevo, sino que ponía nombre a un tipo de horror que una y otra vez se había estado produciendo desde el principio de la Historia de la humanidad, de modo que la palabra podía ser utilizada para referirse a épocas históricas pasadas haciendo emerger del silencio las voces de grupos humanos aniquilados. Aparecía ante nosotros toda una cartografía hasta ahora invisible donde podíamos contemplar la Historia como una gran marcha genocida, y que nos obligaba a releer la historia y a darle un significado muy diferente a nuestro mundo. El consenso sobre el horror del Holocausto nos proporcionaba a todos una nueva palabra para nombrar lo innombrado y, con ello, hacía emerger del silencio una Historia Otra. No había nada que celebrar a partir de entonces, los Estados occidentales podían ser contemplados desde este nuevo crimen como el resultado histórico de genocidios sistemáticos, genocidios que habían quedado e iban a quedar impunes, salvo en lo concerniente a la recuperación de su memoria. El Holocausto nos proporcionó una nueva forma de comprender el pasado, haciendo imposible desvincular la acusación de genocidio de la mención al Holocausto, a su recuerdo, pues encender las luces de los campos de exterminio permitía iluminar también los lugares de otros genocidios sin nombre sobre los que se había edificado la gloria de Occidente.

Comparar cualquier genocidio con el Holocausto no debiera hacerse ni comprenderse como una traición a la memoria de los judíos, sino como el reconocimiento de que, sin el consenso sobre el horror del Holocausto, seguiríamos sin una palabra para nombrar y tipificar los crímenes que se fundan en la deshumanización de un grupo de seres humanos para proceder a su aniquilación, aunque la aplicación del derecho internacional en materia de genocidio haya estado y esté muy lejos de las aspiraciones de Lemkin.

Pero no solo en materia de derecho internacional el consenso sobre el horror del Holocausto proporcionó al mundo nuevas armas conceptuales. Preguntas filosóficas fundamentales emergieron en ese acto de pensar el Holocausto, como fueron la cuestión de la obediencia, del mal, de la responsabilidad moral, entre otras. La pregunta ¿Cómo fue humanamente posible el Holocausto? abría un interrogante nunca antes formulado sobre la responsabilidad en un acontecimiento histórico de quienes no acostumbraban a aparecer en el relato histórico: el conjunto de la sociedad. Como aparece enunciado en Yad Vashem, el Centro Mundial de Conmemoración de la Shoá: «El asesinato de judíos no podría haberse llevado a cabo sin el apoyo, tanto activo como pasivo, del conjunto de una sociedad dominada por los nazis. En casi todos los territorios que se encontraban bajo el control de los nazis, la población era consciente de los asesinatos de judíos que llevaban a acabo y se beneficiaban del reparto de sus propiedades. Muchas personas apoyaron sin reservas los asesinatos, otras se mostraron menos entusiastas. Apenas existía una oposición frontal organizada y solo una escasa minoría se arriesgó para ayudar a sus vecinos judíos (...) los judíos se encontraban excluidos del entorno normativo de la responsabilidad social, dicho de otro modo, la vida de un judío era, cuando menos, prescindible».

Por primera vez éramos conscientes de hasta qué punto la historia no es un encadenamiento de fenómenos casi naturales y de que la sociedad no es un elemento pasivo, una parte más del escenario donde ocurren las cosas, sino una fuerza real cuyo movimiento determina precisamente las cosas que ocurren y cómo ocurren. Así, poniendo el foco en el todo social, la pregunta sobre cómo fue humanamente posible el Holocausto revelaba los más oscuros y más claros lugares del alma humana, que ya no podía ocultarse detrás de ese todo, pues se introducía la cuestión ética en el corazón del análisis de la Historia. Desde esta nueva perspectiva, se clasificaba dentro de la unidad social una «diversidad de reacciones de la población local durante el Holocausto, presentando a los perpetradores y observadores pasivos y destacando a los Justos de las Naciones, la pequeña minoría que supo desplegar un extraordinario coraje para mantener los valores humanos en pie». Estos Justos de las Naciones, «veían a los judíos como seres humanos comunes y corrientes, incluidos en los confines de su universo de responsabilidades».

La relevancia de la indelegabilidad ética en la respuesta a cómo fue humanamente posible el Holocausto colocaba a las víctimas en el lugar central que les correspondía en la Historia. No es que se diluyera la responsabilidad de los nazis en el Holocausto, sino que se dotaba a los miembros de la sociedad de un yo ético susceptible de presentar cierta oposición para, al menos, haber dado batalla. Frente a la posibilidad de que un gobierno o un grupo social lo suficientemente poderoso militar y políticamente pudiese excluir de la categoría de humanos a otro grupo social y proceder a la planificación de su aniquilación, aparecía la obligación moral indelegable de resistirse a esa exclusión del otro (de cualquier otro señalado) del «universo de responsabilidades», «del entorno normativo de la responsabilidad social». Poner el foco en la inacción y el silencio frente al horror del Holocausto nos colocaba a todos frente a un espejo que nos recordaba que cualquiera puede ser responsable de un genocidio. Cuando las víctimas judías apelaban a la existencia de un pequeño número de personas que tuvieron «el coraje para mantener los valores humanos en pie» estaban precisamente colocando y colocándose ese espejo delante. Frente a la extirpación de la humanidad del otro, hay que tener el coraje para mantener los valores humanos en pie, este es el sentido del reconocimiento de los Justos de las Naciones.

Comparar otros crímenes con el crimen del Holocausto no constituye, en mi opinión, una injusticia para con las víctimas del Holocausto, siempre y cuando lo que comparemos no sea a los perpetradores sino a las víctimas, pues solo podemos defender que una serie de acciones son susceptibles de formar parte de un plan genocida si ponemos en el centro a las víctimas, no a perpetradores. Llamar nazis a todos los genocidas es un acto deliberado de tergiversación de la Historia, aunque esto no deba hacer que dejemos de ser precavidos con respecto a aquellos grupos que exhiben simbología nazi, como potenciales simpatizantes de otro genocidio. Lo que quiero decir es que no hay que ser nazi para ser genocida, y que referirse a algo como un genocidio no significa considerar a los responsables unos nazis. Si algo nos enseñan la reivindicación de la memoria del Holocausto, los juicios de algunos de los perpetradores, y gran parte de los análisis sociológicos y filosóficos que buscan la respuesta a la pregunta cómo fue posible el Holocausto, es que lo que convierte algo en un genocidio no es que sus perpetradores sean nazis, o antisemitas, o supremacistas blancos, sino que se dé «una negación del derecho de existencia de grupos humanos enteros» y que «tal negación del derecho de existencia conmocione la conciencia de la humanidad». Y es en este sentido en el que podemos decir que lo que está ocurriendo en Gaza es un genocidio, y lo sabemos porque nos lo ha enseñado la experiencia del Holocausto y todo el aparato crítico, interpretativo y conceptual que sucedió a aquella experiencia traumática.

Pero la experiencia del Holocausto nos dice algo más respecto a los genocidios. También nos habla de la impunidad de los responsables de cualquier genocidio, porque en cualquier genocidio siempre hay una asimetría absoluta entre la magnitud del crimen y el castigo a los responsables. Y esto ocurre porque lo que hace monstruoso este crimen es que contiene un factor de inconmensurabilidad solo en el polo de las víctimas. Al señalar o juzgar a los culpables, a estos siempre se les muestra completamente humanizados, como individuos particulares que no pueden dejar de concebirse a sí mismos como superiores a una masa de seres indistinguibles los unos de los otros: la masa frente al hombre. La tragedia del genocidio es que lo inconmensurable de las víctimas constituye precisamente la salvación de la gran mayoría de los verdugos, y la única forma de paliar esta tragedia es, como nos enseñó el Holocausto, sentirnos todos responsables de cada genocidio. Esto es, juzgarnos como responsables, multiplicar el dolor y la culpa hasta equiparar la inconmensurabilidad de los responsables a la de las víctimas, hasta que a la masa de aniquilados se oponga una masa de culpables. Por eso no podemos dejar de pedir en las calles y en todas las tribunas el fin de los crímenes contra la población de Gaza. La experiencia del Holocausto nos enseñó que debemos ocupar las filas de los culpables, porque solo desde la culpabilidad indelegable podemos parar un genocidio. Que no se nos exija que dejemos de sentirnos responsables de cualquier genocidio.

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