A menudo, y no me refiero solo a la
literatura, conviene no hacerse demasiadas ilusiones sobre un libro
porque raramente se cumplen las expectativas despertadas. Algo de eso
me pasaba por la cabeza cuando empecé la lectura de Vida y
Destino después de que coincidieran en el tiempo tres
circunstancias: me recomienda el libro un buen amigo, aparece
mencionado como una de las cumbres de la literatura del siglo XX en
un libro de Finkielkraut que estaba leyendo y escucho una reseña
laudatoria en un programa radiofónico con motivo de la segunda
edición en castellano del libro. Los dioses habían hablado; no me
quedaba más remedio que obedecer. Las 1000 páginas del libro desde
luego intimidan bastante, pero había escuchado que la obra se podía
comparar con Guerra y Paz y como había pasado, gratamente, la
prueba de Tolstoi me anime con Grossman, y pude comprobar que mis
iniciales recelos eran del todo infundados y que la obra estaba a la
altura de lo que de ella se decía.
Creo más interesante en este foro,
dada mi incapacidad para hacer una crítica literaria medianamente
digna, comentar algunas circunstancias que rodean la obra y la vida
del autor. Vasili Grossman fue un escritor y periodista ucraniano (y
judío) que trabajó en primera línea en la batalla de Stalingrado y
posteriormente avanzó con el ejercito rojo hasta lo campos de
exterminio de los nazis, siendo el primer periodista en conocer de
primera mano el horror de los langer. Este es el periodo histórico
en el que está ambientada la obra, entre 1942 y 1944
aproximadamente. La verosimilitud que rezuma todo el relato no es
casual, el autor sabe de lo que habla. Su conocimiento de la sociedad
soviética y de los mecanismos que el estado utiliza para su
afianzamiento es tal que parece increíble que Grossman albergara
alguna esperanza de que su obra fuera publicada, a pesar de ser
presentada durante la apertura de Kruschev. El manuscrito sobrevivió
al KGB, que destruyó varias copias, sin imaginar que existían
otras. Grossman creyó, sin embargo, que no se había salvado ninguna
y cayó en una depresión. Murió poco después, en 1964, de un
cáncer de estómago. Sajarov logra sacar de la URSS una copia
microfilmada a partir de la cual se edita una primera edición, creo
que en Francia. La primera edición en castellano es editada por Seix
Barral en 1985 y pasa sin pena ni gloria (no había llegado el tiempo
de romper con la ortodoxia marxista por parte de nuestros
“intelectuales”). En Noviembre del pasado año la editorial
Galaxia Guttemberg edita la segunda edición en castellano, después
de que la obra haya sido difundida en el resto de Europa y
conmocionado al público, y esta alcanzando en España el éxito que
se merece (es una de las pocas cosas que invitan a uno a
reconciliarse con el país: si Vida y destino es un éxito de
ventas, no estamos tan mal como pudiera parecer).
La truculenta historia del autor y su
obra se refuerza con una impresión muy personal que imagino que no
tiene ninguna base objetiva, pero animo a los feacios a que la lleven
a cabo. Observad la imagen del autor. Es la imagen de un hombre
bueno, integro y justo. Quizá todo sea sugestión después de
conocer su historia o quizá no. Me ocurre lo mismo con los retratos de Antonio
Machado, por ejemplo, pero como no tengo ninguna teoría que lo
explique, lo dejo caer a ver si alguien lo ratifica o me da una
explicación.
Ya que no me atrevo con la crítica
literaria, intentaré, al menos, hacer una lectura política de la
novela. Grossman hace una lúcida crítica del totalitarismo
soviético así como del latente antisemitismo de la sociedad rusa.
Especialmente impactante es la manera en la que describe los
perniciosos efectos del omnipresente miedo característico de toda
dictadura; pero no solo es el miedo, el acoso al individualismo es
más sutil, como cuando uno de los personajes, Victor Sthrum,
primero es acusado de sostener una teoría científica
contrarevolucionaria, y es invitado a rectificar y reconocer su
“error” pero no se retracta por lo que es condenado a una suerte
de ostracismo intelectual. Victor, a pesar de su miedo, ha resistido
la intimidación del estado y en el fondo se siente orgulloso de su
gesto, especialmente ante su hija adolescente. Posteriormente es
“rehabilitado” y cuando se halla en la cumbre de su carrera
profesional, siendo reconocido como uno de los científicos
soviéticos más importantes, es hábilmente inducido a firmar un
infame manifiesto de apoyo al régimen que incrimina a dos médicos
judíos inocentes. Grossman tiene la habilidad de conseguir que te
pongas en la piel de Sthrum: después de resistir contra viento y
marea el acoso del régimen, Victor cede ante las expectativas de los
aduladores y no le puedes reprochar nada por que, tal y como lo narra
el autor, cualquiera hubiera hecho lo mismo. Esta es la esencial
perversidad del totalitarismo: que corrompe todo cuanto toca. Las
dictaduras que perduran no lo hacen a solo por medio de la represión,
su estrategia es más sutil: acaban convirtiendo a toda la población
en cómplices de la ignominia (los españoles sabemos algo de esto,
Franco no necesito del apoyo de los tanques para mantenerse 40 años
en el poder)
Por otro lado la crítica de Grossman
al régimen soviético no es como la de Solzenitzin, que se sitúa
completamente al margen del ideal comunista lo que le permite
mantenerse entero; en el sentido de que se limita a describir las
aberraciones de los bárbaros, los que no son los suyos - y ya se
sabe que “los otros” son capaces de cualquier cosa, pues en el
fondo, cuanto peor sean “ellos”… mejor… más reconfortado me
siento en mi posición-. Grossman, sin embargo, parece ser un
comunista crítico con el devenir del régimen porque aún concibe la
posibilidad, o necesidad, de un comunismo humanista que efectivamente
trabaje a favor de la emancipación de la humanidad. Uno de los
personajes más entrañables de su novela es un viejo bolchevique
prisionero en un campo de concentración alemán que próximo a la
muerte, victima de la barbarie nazi, intuye, pero no llega a aceptar,
que los suyos no son mejores que los “otros” y que los ideales
por los que ha luchado toda su vida habían sido mancillados por los
dirigentes del partido. Desde esta perspectiva émic, no solo social
sino también ideológica, es desde la que escribe Grossman. Su
crítica es interna, le desgarra a él por dentro y a todos los que
creyeron alguna vez en el ideal, porque en el fondo muchos comunistas
pensaban que afiliándose y trabajando por el partido no hacían más
que trabajar a favor de la humanidad entera, por encima de las razas
y las naciones. Son los que permanecen fieles a este ideal último,
independientemente de su filiación ideológica, los personajes que
salen mejor parados en la novela, como la vieja campesina ucraniana
que protege a un prisionero de guerra ruso durante la ocupación
alemana. Pero la fidelidad no es al ideal abstracto, sino a la
encarnación del mismo en las personas concretas: no se puede amar a
la humanidad en abstracto, ni siquiera a todas las personas de carne
y hueso, lo que se puede hacer es vivir comprometido con las personas
que te rodean, como la familia Shaposhnikov que a pesar de los
avatares de la guerra se mantiene unida por lazos de afectividad y
empatía que les permiten vivir de manera humana en un mundo hostil y
deshumanizado. Incluso los comisarios políticos del ejército rojo
aparecen redimidos cuando anteponen sus sentimientos (el amor por
Zhenia en el caso de Krimov, y el amor por sus hijos en el caso de
Guétmanov) a su labor política. Sólo algunos personajes
secundarios, como el general Neudóbnov, permanecen ajenos a esta
marejada humanizadora que apunta una alegoría moral: no hay nada por
encima del ser humano, el individuo concreto, de carne y hueso, que
trata de sobrevivir en las condiciones más difíciles posibles,
porque, como decía Simone Weil, hay, en el fondo del corazón de
todo ser humano, algo que, a pesar de toda la experiencia de los
crímenes cometidos, sufridos y observados, espera invenciblemente
que se haga el bien y no el mal. Es eso, ante todo, lo que es sagrado
en cualquier ser humano.
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