Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

viernes, 15 de agosto de 2014

Descartes y la fobia a existir.
Eduardo Abril

Freud mostró cómo el mecanismo de toda fobia no es más que un desesperado intento por parte del individuo de controlar de otra forma aquello que desborda su experiencia. La formación de una fobia consiste en un cambio en el significante para que aquello que se presenta imposible de integrar como experiencia subjetiva, sea asimilable como experiencia objetiva. Freud pone el ejemplo de la fobia a los animales por parte de un niño; éste descubre lo amenazador de la figura paterna, un super-hombre que acecha en cada rincón de la casa y al que es lanzado una y otra vez, pues le debe, a la vez, obediencia y amor. Es esta imposibilidad de conciliar esta experiencia subjetiva, la de un amor  dentro de la temeridad, lo que le hace al infante separar una cosa de la otra. Pero el miedo no desaparece sin más, sino que se le asigna otro significante mediante un proceso móvil dentro de la cadena significante. Así surge, incomprensiblemente para el sujeto, una fobia a un objeto exterior, por ejemplo el animal. Así, el niño guarda todo el amor para el padre, pero pone el afecto negativo en un objeto del que ahora puede huir, incluso respecto del cual puede resguardarse detrás de la protección paterna. El niño ha sacado fuera de sí la representación del padre amenazador y la ha colocado frente a sí como peligro animal. La operación es económicamente exitosa, pues antes, del padre, al que le debía amor, no podía huir, y ahora, del perro puede escapar sin problema. Eso sí, la presencia del animal e incluso la mera expectativa de su presencia, evoca en el niño un terrible pavor.

    Joel Dor (Introducción a Lacan) nos refiere un ejemplo, si cabe más revelador, mostrando cómo todo el proceso fóbico no es más que un cambio de nombres: una mujer que tiene fobia al cuero. Nos cuenta cómo, a los seis años, durante una visita al zoológico le aterrorizó el sonido de las mandíbulas de los cocodrilos chafando comida. Poco después la niña es sorprendida por su madre acariciándose el pubis, que horrorizada,  le amenaza con que un cocodrilo le comerá la mano si persiste en ese tipo de conductas despreciables. Su madre se erige así como una figura amenazadora que se interpone entre ella y el goce, o lo que es lo mismo, entre ella y su fantasía edípica de plenitud. Pero ese significante, la madre, como el elemento amenazador, es difícilmente integrable en la experiencia subjetiva de una niña que depende se sus progenitores para la mera subsitencia. Se produce un cambio de nombre, una variación del significante, propiciado providencialmente por la advertencia materna: un cocodrilo te comerá la mano. A este respecto resulta interesante la variedad de figuras externas con que los padres amenazan a sus hijos a fin de esconder sus aspectos castrantes: el coco, el hombre del saco, el sacamantecas etc. El caso es que el cocodrilo se volvió el significante que sustituía la amenaza de amputación, esto es, de castración. Tiempo después aprendió en el colegio que la piel del cocodrilo servía para hacer artículos de cuero, y a los quince años su madre, la oculta figura amenazadora que había quedado salvada tras la amenaza del cocodrilo, le regala una cartera de cuero. Nuevamente se vuelve a producir una sustitución significante: la cartera sustituye al cocodrilo, y metonímicamente el cuero ocupa el lugar de la cartera. La fobia al cuero aparece como el resultado combinado de una represión  metafórica y de un desplazamiento metonímico inconsciente. El resultado es que el significante «cuero» significa algo completamente diferente de lo que significa. La mujer sabe lo que es el cuero, pero no sabe cuál es el significado verdadero que la atemoriza del significante «cuero». Vemos así que el significado es secundario y lo verdaderamente importante son los significantes y sus sustituciones metafóricas y metonímicas, que es propiamente lo que se da en la cadena significante.

    Ahora, habiendo comprendido la lógica de estos desplazamientos significantes, pensemos en algo que también puede interpretarse de este modo: el sujeto cartesiano y el mundo mecánico. Si leemos el Discurso del método como si estuviéramos psicoanalizando las palabras de René, nos damos cuenta cómo hay una pretensión constante a lo largo de la obra: poner ahí delante, como cosas, tanto la conciencia como el mundo, dispuestas para la manipulación fácil e inocua.

      Los tres primeros capítulos pueden leerse como todo un despliegue de justificaciones y excusas, que Descartes se dice a sí mismo, a fin de llegar en el capitulo cuarto a su afirmación fundamental: yo soy una cosa que piensa, algo que fácilmente puede simplificarse en su enunciación fundamental: yo soy una cosa.

    Miremos sino esto: en el comienzo del Discurso, cuando Descartes justifica la necesidad de un método, lo que está detrás de su argumentación es un miedo, el miedo al extravío, a vagar sin rumbo por la vida, a la soledad del que no sabe a dónde se dirige; es el miedo del apátrida.  Es curioso cómo, pese a estar presentando un método para el conocimiento, el filósofo no deja de hacer referencias a su propia persona y a su vida, dándonos la pista analítica de dónde reside la verdad de sus palabras.

    Si lo que nos sorprende en este inicio del Discurso es el miedo, cuando continuamos leyendo, vuelve a dibujarse en nosotros esa sonrisa de analista, pues lo que encontramos es un carrusel de reproches. Descartes no escatima ahora ni espacio ni esfuerzo para matar, simbólicamente, a su padre intelectual, con el nombre de saber tradicional. Así, uno a uno, va condenando y reprochando a todos y cada uno de los conocimientos en los que alguna vez puso su interés, su incapacidad para satisfacer aquello que una vez prometieron. La escena, trazando la analogía analítica, bien se parece al niño desairado que le espeta al padre un “no te quiero” cuando éste no cumplió su promesa, por ejemplo, acudir a la final de liga en la que participaba su equipo. Al final del capítulo primero, incluso relata su decisión de abandonar a estos, sus padres intelectuales para, y léase bien esto, buscar su propio conocimiento en el mundo. Si tenemos en cuenta el momento en el que está escribiendo Descartes, no podemos dejar de interpretar esta escritura, como una provocación, un rechazo rencoroso y desairado, y no como un tranquilo abandono del hogar al que todo hijo tiene derecho. Un hijo no abandona la casa paterna dejando escrito en una nota en la nevera “me voy a vivir la vida, a experimentar el sexo y las drogas, porque nada de lo que me habéis enseñado vale una mierda”, a menos que lo realmente significativo de esta acción no sea el inicio del viaje individual, sino el rechazo y la agresión al padre.

    En el capítulo segundo Descartes empieza ya a mostrarnos de qué forma iba a enfrentarse tanto a este miedo de soledad, como a su enfado y rechazo edípico del padre. Ambos momentos se copertenecen y uno bebe del otro: el miedo aparece precisamente porque el padre no es quien decía ser, porque esa seguridad del hogar en realidad no estaba tan garantizada y la fantasía de plenitud se desvanece a cada paso. Esta es la fantasía edípica de la que hablan los freudianos, la situación de totalidad y completud que, en el niño, se trunca por la aparición de un nuevo hermano, o por la irrupción violenta del padre, por ejemplo. En el caso de Descartes fue él mismo el que vislumbró a través de la mirilla de la biblioteca en su colegio de La Fleche, que el padre no era quien decía ser. Su reacción va a alumbrar toda una forma de pensamiento y, leído así de forma freudiana bien puede comprenderse como un proceso fóbico.  

    Veamos cómo ocurre esto: la fobia es un proceso, una estrategia para deshacerse de un miedo imposible de integrar en la experiencia subjetiva. ¿qué es lo que le resulta intolerable al bueno de Descartes? Ya nos lo ha dicho al comienzo de su Discurso: lo realmente intolerable es vivir, ese vagar sin rumbo, como un apátrida, sin un lugar de descanso. Lo que le resulta intolerable a Descartes es la mera existencia. La existencia entendida, incluso, a riesgo de resultar extemporáneo, en un sentido heideggeriano como ser-en-el-mundo, esa estructura ontológica en la que el mundo no es más que lo abierto a la intencionalidad del sujeto, y el sujeto no es otra cosa que el abrirse que da cabida a un mundo de cosas (en esta descripción de la existencia, utilizar palabras como sujeto y mundo,  es ya algo que resulta una traición, por eso Heidegger usa el neologismo de ser-en-el-mundo). El mero existir es turbio y amenazante, es, como ya nos advertía Nietzsche en su Zaratustra, un peligroso pasar al otro lado, un peligroso caminar, un peligroso mirar atrás, un peligroso estremecerse y pararse, y por eso el joven Descartes, ansiando una patria tranquila y confortable, rechaza virulentamente el existir. Pero ocurre, como supo entrever Freud, que todo lo rechazado, lo reprimido, retorna como síntoma. En este caso como síntoma fóbico. Descartes  convierte la existencia en cosas colocadas frente a la mirada escrutadora de la conciencia y la manipulación técnica. El mundo comienza a ser un conjunto de objetos materiales, inanimados, ajenos e independientes de nosotros; y el hombre para a ser sujeto, esa cosa clara y distinta que de la que igualmente puede disponerse. No en vano, Heidegger señala en "Ser y Tiempo” que  el concepto de “yo” que manejan las ciencias como la psicología, la biología, o la antropología, excluyen, esto es, reprimen, la existencia como algo abierto, cosificándola y preparándola para la manipulación técnica. Sólo así, entiende Descartes, lo amenazador de la existencia, de lo que no se puede deshacer desde el existir mismo, es puesto delante mediante un proceso de cosificación para, ahora sí, poder hacer algo con ella. Es el mismo mecanismo que genera el vudú: aquello que resulta amenazador e inquietante, se convierte en un objeto fácil de manipular para descargar sobre él nuestro rechazo. Y este mismo es el mecanismo moderno de cosificación de la conciencia y el mundo: ahora el hombre tiene delante de sí un mundo de cosas ajenas sobre las que descargar toda su aversión. De aquí se puede concluir que el pensamiento moderno, lo que Heidegger llamaba metafísica,  es esa forma de vérselas con la existencia de modo que la única posibilidad de existir está localizada en el dominio de todo y su final aniquilación. El hombre moderno es aquel que ha desarrollado una fobia por la existencia y, cuando se topa de frente con sus aspectos más propios, la fragilidad, la incertidumbre, la imposibilidad, o huye como el niño fóbico, o descarga su odio técnico sobre ellos, como el mago vudú. Ese mismo carácter moderno fue lo que Freud estaba descubriendo en 1920, recién terminada la Gran Guerra y con millones de tumbas excavadas por toda Europa, en la pulsión de muerte.

No hay comentarios:

Publicar un comentario