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martes, 3 de septiembre de 2024

Metafísica inevitable.
Borja Lucena

La ciencia, a diferencia de la filosofía u otros saberes inútiles, establece un conocimiento que deja aparte consideraciones metafísicas. En este bello cuento, la metafísica es como el lobo de los de antaño, una figura oscura y aterradora, un poder maligno que enturbia el tranquilo devenir de las cosas y echa a perder las expectativas de una vida disfrutada en paz y progreso. Escojamos saberes útiles, porque están anclados en la solidez de objetos incontestables; rechacemos todo aquello que no nos ofrece un rédito calculable, porque no son más que fantasías o mitos; reduzcamos el saber al "saber hacer" porque éste nos ofrece resultados tangibles en vez de las quimeras proporcionadas por la religión o por esa forma bastarda de religión que es el filosofar. ¿Para qué comprender si podemos sencillamente ser felices? ¿Para qué leer y estudiar si las tecnologías inteligentes pueden hacerlo por nosotros?

Hace ya mucho tiempo que el discurso dominante suena de tal guisa. Desde que los pensadores positivistas e ilustrados se propusieron acabar con el monstruo de la metafísica, no se nos ha dejado de repetir que necesitamos un conocimiento que permanezca en los límites de lo demostrable y medible, porque más allá se abre el territorio de la superstición y la servidumbre. El producto más perfecto de la moderna empresa de fabricar conocimientos ha sido la exclusión de todo lo que no puede insertarse en la malla de cálculos y algoritmos que cartografían al milímetro lo real y producen dispositivos capaces de dominar todos sus pliegues. Las escuelas e institutos, pese a la resistencia de algunos profesores, abanderan esta cruzada, proponiendo un saber manipulativo, un saber centrado en el alumno y en las expectativas de felicidad que podrían ser malogradas en el caso de procurar comprender las cosas más allá de la voluntad de "ser uno mismo".

Todo esto viene al caso porque el principio de sustituir un conocimiento metafísico por otro exento de implicaciones de tal naturaleza es él mismo un mito que ya Hegel (al igual que muchos otros) señaló como el mayor de los embustes. Todo conocimiento, hasta el más elemental, está anegado de implicaciones metafísicas. Comprender cualquier cosa es ser capaz de reconocer el marco de presupuestos de sentido en el que se integra, y estos presupuestos poseen una naturaleza metafísica. Cuando los positivistas científicos nos proponen un saber exento de metafísica nos están sugiriendo que no vale la pena comprender nada. No existe una batalla en la que se enfrentan las fuerzas de la luz y la razón contra el demonio metafísico, sino la contraposición de distintas posiciones ancladas en metafísicas opuestas. No se pretende, en definitiva, eliminar la metafísica, sino, al contrario, imponer la metafísica inconsciente que soporta aquellos conocimientos "positivos" y útiles.

Un pasaje de las "Lecciones sobre la filosofía de la historia" lo expresa con gran claridad:

"Todo su saber [el perteneciente a las ciencias ´positivas´], todas sus nociones se hallan informadas y gobernadas por esta metafísica, que es como la red en la que aparece envuelta toda la materia concreta en que se ocupan los actos y la vida de los hombres (...) aquellos hilos generales no se destacan ni se convierten por sí mismos en objetos de nuestra reflexión".
"Lecciones sobre la historia de la filosofía", I, 58.

lunes, 19 de agosto de 2024

El filósofo como buen carnicero.
Óscar Sánchez Vega

"Hay que poder dividir las ideas siguiendo sus naturales articulaciones, y no ponerse a quebrantar ninguno de sus miembros, a manera de un mal carnicero (...) Y de esto es de lo que soy yo amante, Fedro, de las divisiones y uniones, que me hacen capaz de hablar y de pensar. Y si creo que hay algún otro que tenga como un poder natural de ver lo uno y lo múltiple, lo persigo «yendo tras sus huellas como tras las de un dios». Por cierto que aquellos que son capaces de hacer esto -sabe dios si acierto con el nombre- les llamo, por lo pronto, dialécticos" Platón, Fedro, (265e-266c)

Empiezo estas líneas con la cita de Platón que compara al filósofo dialéctico con un buen carnicero, aquel que “corta” la realidad por sus “articulaciones naturales.” ¿Es esta una buena imagen del trabajo en filosofía? Considero que esta es una cuestión crucial que todos los que de un modo u otro nos movemos en este campo debemos afrontar y responder de alguna manera. Antes de contestar apresuradamente esta pregunta es preciso considerar lo que está en juego, a dónde nos llevan las dos posibles repuestas. Si respondemos afirmativamente, es decir, que el filósofo (o el científico) es como el buen carnicero asumimos una serie presupuestos que no son en absoluto evidentes: suponemos entonces que el mundo está estructurado de cierto modo y que el conocimiento humano lo único que hace es describir y reflejar un orden externo, las leyes del universo que se nos revelan, acaso porque nuestra razón es la misma que la del gran demiurgo que ha creado el universo. Por muchas razones, en las que ahora no voy a entrar, esta posición filosófica, al menos desde Kant es manifiestamente ingenua y poco rigurosa, lo que no es óbice para que esta sea la filosofía espontánea de muchos reputados científicos. Si, por el contrario, respondemos negativamente, negando la analogía propuesta por Platón es porque encontramos diferencias esenciales entre el trabajo del filósofo (o científico) y el del carnicero. En otras palabras, es porque entendemos que el conocimiento humano es básicamente construcción, pues las ideas y categorías científicas son productos del intelecto humano, no “cosas” que están ya dadas y que reconocemos en la naturaleza. Esta posición filosófica es ciertamente más sutil y refinada que la primera pero tiene el grave inconveniente que desde ella es muy difícil garantizar la objetividad del conocimiento y nos lleva al relativismo. La disputa entre teorías rivales sería una cuestión más bien de coherencia de una construcción frente a otra pero, en última instancia, como ninguna de las teorías o categorías que manejamos refleja lo que en verdad son las cosas, toda la controversia queda irremediablemente teñida de un subjetivismo que nos impide avanzar.

Todo lo anterior es un resumen ridículamente simple de un problema bastante más complejo de lo que hasta aquí he expuesto. Por centrar un tanto este problema paso a comentar esta cuestión en un contexto más restringido: las polémicas en el seno del materialismo filosófico.

En el reciente curso del verano de Santo Domingo de la Calzada, con ocasión del centenario del nacimiento de Gustavo Bueno, Carlos Madrid Casado impartió dos lecciones sobre la teoría del cierre categorial y en la segunda de ellas abordó algunas cuestiones controvertidas entre los buenistas. Una de ellas es la doctrina del hiperrealismo. Intentaré explicarme de manera sencilla y centrándome en el asunto que nos interesa. Bueno sostiene que los términos, categorías y teoremas científicos no se limitan a describir el mundo sino que son parte del mundo. El mundo no es algo prístino y exterior ajeno al quehacer humano sino que es algo que va trasformándose conforme avanza el conocimiento: verum ipsum factum, como decía Vico. Carlos Madrid defendía en su ponencia la que me atrevería a llamar la versión ortodoxa de la teoría del cierre, según la cual los términos científicos, (electrón, estrella, hipotenusa, especie, oxígeno, etc) son el resultado de las operaciones de los sujetos humanos, es decir, construcciones que, obviamente, requieren la presencia y la acción de los seres humanos y que carecen de sentido al margen de ellos. En los Ensayos materialistas Bueno había utilizado la fórmula E= Mi. Es decir el Ego trascendental es igual al Mundo, en el sentido que las morfologías del mundo antrópico (los objetos, elementos, leyes, etc) están constituidas a la escala del cuerpo humano y este por su parte, como diría Heidegger, solo puede entenderse como un ser en el mundo. Carlos Madrid recordó en su lección cuando hace algunos años, en un congreso en Oviedo, un participante, Iván Vélez, planteó una pregunta, aparentemente estrambótica, pero que, desde entonces ha hecho correr ríos de tinta en el ámbito de las publicaciones del materialismo filosófico: ¿el hombre de Atapuerca respiraba oxígeno? Vaya tontería, pudiéramos pensar... ¿y qué otra cosa va a respirar?, claro que sí, el hombre de Atapuerca respiraba oxígeno. Pues no está tan claro, al menos no desde la perspectiva de la teoría del cierre categorial. Según Carlos Madrid el término “oxígeno” es un término de la química, o sea, una construcción categorial que nace de ciertas operaciones que realizó Lavoisier a finales del siglo XIX y que no existe al margen (antes) de tales operaciones. Ahora bien, esto no quiere decir que el oxígeno sea una mera representación mental subjetiva de Lavoisier porque las operaciones del científico que dieron como resultado el “descubrimiento” del oxígeno pueden ser realizadas por cualquier otro sujeto quedando así el sujeto operatorio segregado y constituyéndose, de este modo, lo que Bueno llama una identidad sintética, es decir, una verdad científica. El oxígeno es real y objetivo, pero no es natural si por natural entendemos al margen de las operaciones humanas. Así pues, el mundo no permanece estático sino que sus componentes nacen y mueren; en concreto el oxígeno forma parte del mundo desde finales del siglo XIX. En conclusión... ¿el hombre de Atapuerca respiraba oxígeno? Carlos Madrid responde: solo podemos contestar "sí" de manera retroactiva, proyectando nuestros conocimientos actuales hacia una época pasada, pero, puesto que el oxígeno no es una realidad natural (tampoco cultural, es terciogenérica, desborda la metafísica oposición entre naturaleza y cultura), no podemos hablar en sentido estricto de oxígeno antes del siglo XIX. Además, en defensa de la ortodoxia de su interpretación, el ponente afirma que su postura no se aleja un ápice de la de su maestro, pues el mismo Bueno había hecho consideraciones idénticas en relación al paisaje cámbrico. Entonces, retomando la pregunta inicial, Carlos Madrid sostiene que, contrariamente a lo que afirma Platón en la cita que abre esta entrada, no existen unas “junturas naturales” que estructuran la realidad que el científico se limita a descubrir. Para ilustrar su postura antiplatónica propone el siguiente ejemplo: ¿cuáles son las “junturas naturales” de un cordero? Y responde: para un lobo vendrán dadas en función de sus colmillos (de la mordedura), para un carnicero vienen determinadas por el cuchillo y acaso para una bacteria carnívora sean del todo diferentes. No cabe hablar de “junturas naturales” porque las categorías son siempre antrópicas, establecidas por los sujetos operatorios. Hablar de “junturas naturales” supone ponerse en lo que Putnam llamaba punto de vista de Dios, observar la realidad desde ningún sitio, bajo ninguna perspectiva, pero esto es absurdo, es pura metafísica, solo podemos hablar del mundo desde la perspectiva humana.

Por otra parte, a principios de este año (2024), otro materialista y discípulo de Bueno, David Alvargonzález había publicado un libro con un elocuente título, La filosofía de Gustavo Bueno. Comentarios críticos, en el que, entre otras cosas, había criticado este punto; había hecho otra interpretación, digamos heterodoxa, de la teoría del cierre. Según Alvargonzález un filósofo no puede llamarse materialista si renuncia a la posibilidad de conocer lo que son las cosas. El materialismo es precisamente esto: el reconocimiento que no todo gira en torno al ser humano sino que la terca realidad se nos impone y no se somete a la nuestra voluntad. En la misma línea que Alvargonzález, el nieto de Bueno, Lino Camprubí, en los encuentros de Santo Domingo del 2023, comentó una anécdota sobre su abuelo: cuando le preguntaban a Bueno cuánto faltaba para la finalización de un libro o la presentación de un trabajo, Bueno solía responder con un dicho: lo que pida el hierro. El trabajo del herrero o del científico está determinado por el material con el que trabaja que tiene su propia configuración que nos ofrece más o menos resistencia. Las cosas no son amorfas ni están sometidas a nuestros deseos; por ello Bueno siempre se presentó como un estoico, por su voluntad de partir de lo que las cosas son, de un mundo que se nos impone. Alvargonzález interpreta la doctrina del hiperrealismo en el sentido literal: más realismo. Hay muchas cosas reales, entre ellas los teoremas científicos, pero el hiperrrealismo no es ni puede ser negar la posibilidad del realismo, es decir, de conocer lo que son las cosas en sí mismas. Por ejemplo: el agua es H2O... ¿Y antes de que hubiera humanos o después de que nos hayamos extinguido? La molécula del agua está formada por dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno. Esta verdad, naturalmente, ha sido descubierta por los humanos pero no es una construcción humana en ningún sentido. Decir lo contrario es puro idealismo. De este modo cobra importancia una distinción de Bueno que Alvargonzález destaca y que Carlos Madrid omite: una cosa son las categorías del ser y otra las categorías del hacer. El arte y las técnicas también “roturan” el mundo, tienen sus propias categorías, pero estás son categorías del hacer; en cambio las categorías científicas son las categorías del ser, nos muestran cómo está estructurado el mundo, al margen de la voluntad humana. Por ello Alvargonzález llama a las primeras categorías antrópicas y a las segundas anantrópicas. Y, por supuesto, afirma Alvargonzález, el hombre de Atapuerca respiraba oxígeno.

Quizá alguien pueda pensar que esta es una estéril controversia en el seno de una minoritaria secta filosófica, como si debatiéramos sobre el sexo de los ángeles. No es así en absoluto. Intentaré abordar el mismo problema desde otras perspectivas.

El naturalismo y el cientificismo también platean esta cuestión. Para muchos científicos y filósofos analíticos el asunto está bastante claro. Toda la confusión, dicen, reside en no haber distinguido claramente entre ciencia y filosofía. La ciencia es realista, nos muestra lo que son las cosas y la filosofía, por el contrario, es una construcción teórica subjetiva. No me cabe duda que esta es la respuesta más habitual a este problema. Pero no es una respuesta satisfactoria. Por varias razones. Primera; porque, contrariamente a los que afirman los naturalistas, no existe una imagen científica del mundo sino que cada ciencia, incluso cada teoría (mecánica cuántica, teoría de la relatividad, química orgánica, etc) opera con un modelo diferente e irreductible. Segunda; porque aun suponiendo que hubiera un modelo único, es decir, suponiendo que el mundo fuera un conglomerado coherente de partículas subatómicas, funciones de onda, campos gravitatorios, antimateria, etc, tal imagen del mundo es internamente contradictoria, pura metafísica. Veamos a dónde nos conduce este camino: los cientificistas afirman que lo que percibimos no son las cosas mismas sino representaciones mentales, imágenes generadas en nuestro cerebro a partir de impulsos eléctricos. En general, dicen, los objetos macroscópicos son meras apariencias generadas a partir de la confluencia de millones por partículas subatómicas que no tienen volumen, ni masa y ni siquiera son partículas en el sentido estricto del término. Si percibo una manzana roja encima de la mesa, tal imagen es una construcción del cerebro; en realidad no hay ninguna manzana ni mesa, solo electrones, fotones, impulsos eléctricos, etc. Pero el problema es que el mismo cerebro es un objeto macroscópico y, por lo tanto, el cerebro tampoco existe, es un mero epifenómeno. De este modo todo desaparece en un absurdo bucle: no hay objetos macroscópicos, no hay cerebros, por lo tanto tampoco fenómenos y mucho menos electrones, fotones, etc. Existen más argumentos en contra de una imagen científica del mundo pero no voy a profundizar más en este asunto porque, a mi modo de ver, el naturalismo, la filosofía de las personas sin filosofía, es tan manifiestamente absurdo y contradictorio que no merece la pena perder demasiado el tiempo con él.

Por otro lado, buena parte de la filosofía moderna y contemporánea ha reaccionado frente a este mundo sin espectadores que propone el naturalismo. Kant, Hegel, Schopenhauer, Nietzsche, Husserl y Heidegger, entre otros, insisten en que un mundo sin sujetos no es un mundo, en que la pretensión de borrar al sujeto es contradictoria y descabellada. Por ejemplo, para Heidegger el mundo es el mundo del Dasein, revelado a través del Dasein y el Dasein es un ser en el mundo. Para Heidegger la idea de un mundo sin espectadores es impensable. Por ello al final de su vida decía:

«En sentido estricto no podemos decir qué había cuando todavía no existía ningún hombre. No podemos decir ni que los Alpes existían, ni que no había Alpes. ¿Podemos prescindir en absoluto del hombre?»

Martin Heidegger, Zollikoner Seminaren, en Gesamtausgabe, Fráncfort del Meno: Vittorio Klostermann, 1975-, vol. 84, p. 71

Por último, el nuevo realismo de Markus Gabriel también se plantea esta cuestión. Gabriel en este punto está del lado de Platón y de la versión heterodoxa de la teoría del cierre. Su ontología de los campos de sentido afirma que los objetos se nos aparecen siempre en relación otros objetos en ciertos ámbitos. Estos ámbitos o campos no son amorfos, tienen un sentido que podemos conocer. Por ejemplo, los hombres primitivos no distinguían entre planetas y estrellas; en un momento dado algunos hombres se percataron que algunas estrellas eran “errantes”, más tarde supimos que las estrellas errantes eran planetas que giraban alrededor del sol y no emitían luz propia. Pues bien en este breve relato aparecen unos objetos (planetas y estrellas) en un campo de sentido (el sistema solar). Hace 20.000 años, igual que ahora, los planetas giraban alrededor del sol, es decir, en el campo de sentido del universo existen, entre otros objetos, planetas y estrellas que se relacionan de cierto modo, a saber: los planetas son iluminados por las estrellas y giran en torno a ellas. Los humanos pueden conocer o no esta relación, pero este es un hecho verdadero independiente de los seres humanos; del mismo modo que es independiente de los hombres la relación entre los catetos y la hipotenusa de un triángulo rectángulo o la causa de la extinción de los dinosaurios.

¿En qué se diferencia entonces el realismo de Gabriel del naturalismo? Pues en negar un estatus especial a las ciencias. Por ejemplo, en el campo de sentido de la astronomía es verdad lo que hemos dicho sobre las estrellas y los planetas; en el ámbito del arte es verdad que Miguel Ángel fue un gran artista y en el ámbito de los cuentos infantiles es verdad que las brujas son malvadas. Toda verdad remite a un ámbito o campo de sentido; no existen, por tanto, verdades absolutas; lo cual no quiere decir que toda verdad sea subjetiva puesto que algunos de esos campos dependen de la voluntad humana (los cuentos infantiles), pero otros no (la astronomía, química, etc). 

Pero siempre entender, comprender algo, implica atender a las cosas mismas, aprehender las relaciones que se establecen entre los objetos estudiados en ciertos ámbitos, captar como las partes se ensamblan unas con otras y, por medio del lenguaje, expresar estas relaciones de la mejor manera posible. Este último paso, expresar por medio del lenguaje las regularidades aprehendidas, es quizá el reto más difícil para un realista. Por ello Horkhemimer decía:

«La filosofía es el esfuerzo consciente para entretejer todo nuestro conocimiento y comprensión en una estructura lingüística en la que todas las cosas se llamen por su nombre correcto»

M. Horkheimer, Eclipse of Reason, pag 179

lunes, 12 de diciembre de 2022

Conocimiento y verdad en George Santayana.
Óscar Sánchez Vega

1. Introducción.

George Santayana es un filósofo peculiar: su origen es español, su formación americana, su lengua inglesa y su destino mediterráneo y europeo. La tesis que voy a defender en esta entrada es que, de la la misma manera que distinguimos dos Wittgenstein sin perjuicio de reconocer que ciertos hilos de pensamientos, temas y obsesiones vertebran toda su obra, así también podemos distinguir dos Santayanas: uno americano y otro mediterráneo, uno profesor de Harvard y otro viajero errante.

El primer Santayana es el pensador norteamericano. Santayana nace en Ávila y permanece con su padre en Madrid hasta los 8 años, es entonces cuando ambos viajan a Boston a reunirse con la madre y las hermanastras de nuestro filósofo. El padre no acaba de integrarse en la sociedad norteamericana y regresa a España y Santayana queda en América bajo la tutela de su madre y ya solo regresará a España en periodos vacacionales para visitar a su padre. Aprende su nueva lengua que ya nunca abandonará, ingresa en Harvard en 1882 y, primero como estudiante y después como profesor, permanece treinta años ligado a la universidad norteamericana. En Harvard entra en contacto con William James y los pragmatistas y su influencia es decisiva en esta primera etapa. Por lo que atañe al contenido de esta entrada, lo que voy a destacar es que su concepción del conocimiento se forja en este periodo en clara sintonía con el pragmatismo americano. Es esta la etapa más sedentaria y convencional de su vida, aunque incluso entonces Santayana siempre fue un espíritu nómada que nunca acabó de encontrar su lugar en el mundo porque Santayana, como Nietzsche, no encaja en la vida académica, escapa siempre que puede, disfruta de años sabáticos, etc. Pasa los veranos en Europa y, cada vez más, vive con un pie en América, el negocio, y otro en Europa, el ocio y la vida. Hasta que por fin en 1912 ejecuta un plan largamente acariciado, renuncia a la cátedra de Harvard y abandona América para no volver jamás.

Europa para nuestro autor es antes una realidad moral y un paisaje mental antes que una realidad geográfica y política y a esa Europa, quizá idealizada, Santayana permanece fiel hasta la muerte. Ni siquiera las dos guerras mundiales —que le tocó vivir en Inglaterra e Italia respectivamente, no en algún plácido país neutral— despertaron en él deseos de emigrar a América de nuevo, cuando tantos europeos lo hacían. El segundo Santayana es pues el Santayana europeo, un pensador que se distancia cada vez más de la tradición pragmatista y profundiza en una peculiar ontología de impronta materialista y platónica. En realidad estos rasgos de su pensamiento ya aparecían, si bien soterrados, en la etapa americana y es ahora, a partir de 1912, cuando se manifiestan de forma más evidente y clara. La etapa europea se corresponde con la fase de madurez del pensamiento de Santayana y es en este periodo cuando escribe sus obras más originales e importantes, especialmente Escepticismo y fe animal (1923) que será la guía principal que seguiré en esta entrada para comentar la noción de verdad y marcar la distancia entre el Santayana pragmatista y el metafísico.

2. ¿Qué es el conocimiento?

Teeteto, en el diálogo platónico que lleva su nombre, propone a Sócrates una definición de conocimiento que posteriormente será rechazada: conocimiento es creencia verdadera. Santayana estima que este es un buen punto de partida para una reflexión filosófica sobre el alcance y el sentido del conocimiento humano. Ahora bien, el acento debemos ponerlo en “creencia” antes que en “verdadera”. Quizá sería más apropiado hablar de “creencia justificada” o “aseveración justificada” que son los términos que utiliza Dewey pero la idea es la misma. Lo que debemos subrayar es que una creencia siempre va acompañada de una disposición a la acción: es porque creo que el agua moja por lo que salgo a la calle con un paraguas un día lluvioso y así sucesivamente. En otras palabras: las creencias verdaderas son hábitos o pautas complejas de comportamiento que se demuestran útiles para actuar en el mundo. El conocimiento humano es para Santayana una serie más o menos coherente de creencias verdaderas que tienen como objetivo final ajustar la conducta del organismo a las condiciones del entorno.
"La función de la percepción y de la ciencia natural no es halagar el sentimiento de omnisciencia de una mente absoluta, sino dignificar la vida animal al armonizarla, en la acción y el pensamiento, con sus condiciones. Poco importa si las noticias del mundo que esos métodos pueden traernos son fragmentarias y vienen expresadas retóricamente; lo importante es que la ciencia se integre con el arte y que el arte sustituya, en la medida de lo posible, el dominio del azar por el dominio del hombre sobre las circunstancias. No hay aquí sacrificio de la verdad a la utilidad; lo que hay es más bien una sabia dirección de la curiosidad hacia cosas que pertenecen a la escala humana y caen dentro del alcance del arte." 1
El objetivo del conocimiento es pues “armonizar” acción y pensamiento, ciencia y arte y todo ello con vistas al “domino del hombre sobre las circunstancias”. Ser verdadero a la "escala humana", y para nosotros no hay otra escala, es cumplir con esta labor de armonización. Podríamos pensar que la armonía es posible porque nuestro conocimiento describe las cosas tal y como son, es decir, porque los conceptos científicos que utilizamos son una representación fiel de la realidad. Pero Santayana considera este paso ilegítimo e infundado. El conocimiento humano es meramente humano, no avanza un ápice en el conocimiento de las cosas mismas. Empezamos a entender la fama de escéptico que ha acompañado siempre a nuestro filósofo: conocer el noúmeno, la cosa en sí, es imposible, la Verdad, con mayúsculas, está fuera del alcance del conocimiento humano.
"¿Cómo puedo comprobar la exactitud de las descripciones refiriéndolas a algo que no sólo no está ahora a la vista, sino que probablemente nunca ha sido otra cosa que un objeto de intención [...]? Si conozco a un hombre sólo por su reputación, ¿cómo juzgaría si la reputación es merecida? Si conozco las cosas sólo mediante representaciones, ¿no son las representaciones la única cosa que conozco?

Este desafío es fundamental, y en tanto sus presuposiciones no sean a su vez desafiadas, conduce inexorablemente a los críticos del conocimiento hacia un escepticismo de corte dogmático, quiero decir, a la afirmación de que la noción misma de conocimiento es absurda." 2
Sin embargo, el escepticismo radical de Santayana -que no es un "escepticismo dogmático"- no conduce al nihilismo porque es posible otro punto de partida, porque el conocimiento, afirma el pensador hispano-norteamericano, no es representación. Solo dos años más tarde de la publicación del Tractatus, del cual desconozco si tuvo noticias nuestro filósofo, Santayana lleva a cabo una radical y lúcida crítica a la teoría figurativa o pictórica del significado del primer Wittgenstein porque si el conocimiento fuera representación, entonces ni hay ni puede haber un criterio de adecuación objetivo que decidiera cuando una representación es fidedigna y cuando no. La teoría figurativa conduce al nihilismo porque si solo se conocen las cosas por sus representaciones, es que, entonces, sólo se conocen representaciones, lo cual no es conocer objetos. En la misma línea del estructuralismo lingüístico de Saussure, Santayana afirma que el significado de un signo es otro signo, porque un símbolo remite a otros símbolos, de tal manera que el conocimiento nunca es la captación intuitiva de objetos en su literalidad sino que conocer es vincular un símbolo con otro. La naturaleza del conocimiento no es pictórica sino simbólica y los símbolos no se justifican en base a la función representativa sino que se justifican en la acción. Por ejemplo, los sonidos, olores y sabores son “señales” o “signos” que sirven al animal, es decir, que este puede utilizar como indicativos de los objetos con los que tiene que habérselas en su entorno. El conocimiento, aunque simbólico, no deja de ser creencia verdadera. Y lo es siempre que lo que el animal toma como signo cumpla su función, es decir, siempre que no le frustre o se interponga en su intento de lidiar con su entorno.
"El conocimiento es creencia verdadera. Es un esclarecimiento del yo mediante las intuiciones que en él surgen, de suerte que lo que el yo imagina y afirma de la cosa colateral, con la que forcejea en la acción, es realmente verdadero de esa cosa. En tales suposiciones o concepciones la verdad no implica adecuación, ni una identidad pictórica entre la esencia que hay en la intuición y la constitución del objeto. El discurso es un lenguaje, no un espejo." 3
Afirmar que el conocimiento es un un lenguaje, es decir, una herramienta simbólica, es una tesis pragmatista y es innegable la influencia de William James en la etapa de formación de Santayana en Harvard; pero suele ocurrir, y no solo en el caso de nuestro filósofo, que atribuimos a los pragmatistas una influencia exagerada que no les corresponde y se la escatimamos a la persona que ha ejercido una influencia mayor en el panorama intelectual americano de finales del XIX y principios del XX: Charles Darwin. Es difícil hacerse una idea del impacto que causó el darwinismo en el pensamiento norteamericano. Lo que hemos comentado acerca del carácter simbólico del lenguaje quiere decir, en términos darwinistas, que las “descripciones simbólicas” verdaderas son aquellas seleccionadas en función de su valor adaptativo. Es en este sentido en el que hay que entender la noción de “fe animal” que aparece en el título del libro de Santayana de 1923: el conocimiento es una abstracción de la “fe animal”, es una herramienta en la lucha por la vida, de tal modo que las “verdades” de este mundo no son más que  creencias a las que nos aferramos para conjurar los males de la existencia:
"Las ideas que tenemos de las cosas no son retratos fieles; son caricaturas políticas hechas en interés del hombre; pero a su parcial manera pueden ser obras maestras de caracterización y penetración." 4
Es este naturalismo de origen darwinista lo que acerca más a Santayana y los pragmatistas clásicos. Pero el naturalismo de los pragmatistas era ante todo una toma de postura a favor de la ciencia que les evitaba todo compromiso metafísico. Santayana, sin embargo, entiende el naturalismo no solo compatible sino solidario de cierta metafísica: una metafísica materialista que concibe al ser humano como un organismo biológico que para conocer el mundo realiza todo tipo de operaciones materiales, de tal manera que el espíritu no es más que "una función de la vida animal" y no tiene autonomía en relación al reino de la materia del que depende en todos los sentidos.

Pero el campo de la metafísica en el que nos estamos adentrando no es el del conocimiento sino el de la verdad.

3. ¿Qué es la verdad?

Para los pragmatistas la pregunta por el conocimiento y la pregunta por la verdad son la misma pregunta. Ellos pensaban que existe una relación inmanente entre creencia y verdad: el concepto de verdad es sólo el concepto de una creencia que satisface un determinado conjunto de condiciones de asertabilidad. “Verdad”, dicen, es el nombre que damos a los procesos de verificación; esto equivale a decir que la verdad es concebida desde la inmanencia, desde el orden de lo que existe; la verdad del pragmatismo es un criterio que orienta nuestras creencias y acciones.

James, por ejemplo, reconoce la inestabilidad y contingencia de la experiencia, tanto de la pasada como de la futura, pero admite y celebra también la capacidad humana para estrechar los márgenes de incertidumbre y acercarse a la verdad. Aunque, hablando en sentido estricto, no nos "acercamos" a la verdad porque la verdad no preexiste en relación al conocimiento sino que se va construyendo: son los avances científicos los que nos permiten ser optimistas y albergar la esperanza de una reconciliación final entre la verdad y las opiniones humanas. La verdad pragmática revela así su condición antropomórfica: es una verdad que no es en sí, sino que se hace, se construye en el seno del conocimiento, especialmente gracias a la investigación científica. Por eso dice Peirce: “está claro que nada fuera de la esfera de nuestro conocimiento puede ser nuestro objeto, ya que nada que no afecte a la mente puede ser motivo para un esfuerzo mental” 5

Santayana, sin embargo, adopta una posición diametralmente opuesta a los pragmatistas en relación a este tema. Para Santayana el punto de vista de James es puro antropomorfismo o, como él dice, “egotismo”. El compromiso inamovible de Santayana con una noción absoluta de verdad le distanció progresivamente de James y los pragmatistas clásicos y le condujo a una posición escéptica radical al ser cada vez más consciente de la distancia que separa la verdad de la opinión que tenemos de ella.
"Aquí vemos esa curiosa autodegradación latente en el egotismo. Parece que está convirtiendo uno su propio yo y experiencia en absolutos; sin embargo, por esa misma arrogancia, se deshereda uno de todo dominio intelectual sobre cualquier cosa, y renuncia al pensamiento mismo de un conocimiento natural o de una verdad genuina. Y este sino se apodera del empirista y del pragmatista no menos que del idealista absoluto que lo admite francamente, y que piensa que es la prueba de su divinidad esencial." 6
La verdad pragmática es inmanente, es una verdad construida desde el barro de la experiencia, pero la verdad de Santayana es una verdad platónica, trascendente. En su libro Los reinos del ser, Jorge Santayana afirma que la verdad es como la luna, hermosa pero muerta. Se trataría, así lo entiendo yo, de regresar a la distinción kantiana entre conocer y pensar. La Verdad, con mayúsculas, no forma parte del conocimiento sino del pensamiento y pensar solo es posible, como decía Spinoza, desde la eternidad.
"Creo que la palabra “verdad” debe reservarse para lo que todo el mundo quiere decir espontáneamente con ella: la descripción comprehensiva estándar de cualquier hecho en todas sus relaciones. La verdad no es una opinión, ni siquiera una opinión idealmente verdadera; pues, además del limitado alcance al que las opiniones, por lo menos las humanas, están siempre sometidas, aun la más completa y exacta de las opiniones daría prioridad a ciertos términos y miraría en una determinada dirección; y esa dirección podría cambiarse o invertirse sin caer en el error; de suerte que la verdad es el campo que atraviesan diferentes opiniones verdaderas en diferentes direcciones, y no una opinión ella misma. Una diferencia aún más contundente entre la verdad y cualquier discurso verdadero es que el discurso es un acontecimiento; posee una fecha que no es la de su asunto, aun si ese asunto es existencial y vagamente actual; [...] mientras que la verdad carece de fecha y es absolutamente idéntica, tanto si las opiniones que buscan reproducirla aparecen antes del suceso que la verdad describe, como si lo hacen después." 7
La pregunta que se nos plantea ahora es la siguiente: si la verdad es trascendente, si la experiencia humana no nos conduce a la verdad, entonces ¿cómo decir algo de ella? ¿cómo podemos pensar esta verdad absoluta de la que nos habla Santayana? En el fragmento precedente encontramos una pista: "la verdad es el campo que atraviesan diferentes opiniones verdaderas en diferentes direcciones", es decir, la verdad puede ser pensada como un cruce de caminos, como el lugar de encuentro de distintos haces de luz que se entrecruzan -siendo los caminos o haces de luz las creencias verdaderas- pero este punto de encuentro es de naturaleza diferente a los instrumentos que hemos utilizado para determinarlo porque la verdad no es una opinión ni una creencia verdadera.  Medidas por el rasero de la verdad absoluta, todas las opiniones son igualmente falsas; o, como preferiría decir Santayana, igualmente poéticas, pues no son más que un comentario poético a la vida de la naturaleza que fluye por sí misma, indiferente a todo. Santayana, igual que Russell, reprocha a los pragmatistas que confunden verdad con corrección. La corrección es es una cualidad relativa y temporal de las opiniones, pero la verdad es otra cosa, la verdad debe ser entendida en términos platónicos: la verdad es la esencia, es decir, es una propiedad absoluta y eterna de algunas proposiciones. Por ello:
"La verdad propiamente dicha es indiferente a que alguien la elogie o la posea."8
Pero esta verdad imponente no obliga a nada, no es cuestión de creencia y, por ello, no tiene ningún poder sobre lo existente, es incapaz de dar algo de sí.

4. Conclusiones.

Podemos ahora justificar mejor algo que apuntábamos en la introducción: la existencia de dos Santayanas, uno americano y otro europeo, uno pragmatista y otro platónico. El conocimiento es la infancia, es EEUU, pertenece al Yo; la verdad es vieja, es europea, pertenece al Mundo; y entre uno y otro, entre el Yo y el Mundo, hay un abismo infranqueable. La verdad es eterna, pero el conocimiento es falible y contingente. El error fundamental de los pragmatistas (y en cierto modo del primer Santayana) y lo que más les distancia del segundo Santayana es que los primeros confunden la verdad con el conocimiento de ella. El crítico Lionel Trilling redujo a una única razón última el desencuentro entre Santayana y Norteamérica: “el conocimiento del abismo, captar la discontinuidad entre el hombre y el mundo, esa fue la percepción que dio forma a su pensamiento” Creo que es acertado este dictamen.

Los pragmatistas se comprometieron resueltamente con una descripción del mundo en términos de lo impredecible y lo contingente. Para ellos el flujo de los acontecimientos no es la manifestación de un orden preexistente y unitario dotado de su propio sentido. De ahí que las acciones humanas, las creencias y juicios de valor, posean un alto grado de incertidumbre intrínseca y estén sujetos a formas de justificación siempre precarias y provisionales. Sólo la contribución humana introduce sentido en el mundo, convirtiéndolo en algo inteligible y significativo. Por eso decía James: “la huella de la serpiente humana está por todas partes”.9

Pero es justamente esta equiparación del mundo con nuestra experiencia de él, o con el mundo tal como el hombre lo experimenta, lo que Santayana encontraba inaceptable en el pragmatismo de James y Dewey. Esto era puro y simple egotismo, la enfermedad del idealismo. Por el contrario Santayana negó cualquier posible interferencia de lo ideal (el “reino del espíritu”) en lo existente (el “reino de la materia”). En la ontología materialista de Santayana el espíritu es un subproducto o un epifenómeno de la materia; como todo lo incorpóreo, carece de existencia, y, como todo lo inexistente, carece de eficacia. Lejos de animar el cuerpo, el espíritu es una reverberación suya, un eco de noticias ya pasadas y que ocurren siempre en otro lugar.
“El espíritu, con el conocimiento y demás prerrogativas suyas, es intrínsecamente y en conjunto una función de la vida animal; de forma que, si no estuviera alojado en algún cuerpo y expresara sus ritmos y relaciones, no existiría en absoluto."10
El pensamiento sirve como mucho para aceptar el mundo tal como es, pero carece de toda fuerza para mejorarlo. La vida del espíritu sólo puede transcender su impotencia al precio de retirarse del mundo y concentrarse en el disfrute de sus propios productos. La propuesta de Santayana es un poco como la de Schopenhauer: una invitación a vivir la vida del espíritu y aceptar la miseria de lo real. Frente a la fe pragmatista en un feliz matrimonio del pensamiento con la acción, tenemos la certeza de Santayana sobre la esencial ineficacia de todo pensamiento.

Los pragmatistas siempre se mostraron críticos con la “Filosofía teórica pura”, sin embargo Santayana se sentía a sus anchas en el ejercicio especulativo y descreía absolutamente del potencial socialmente transformador de la filosofía. La crítica de Santayana apunta hacia ese carácter poco radical y por lo mismo, infantil, de la filosofía pragmatista; cuando se trata de ser escéptico hay que serlo hasta las últimas consecuencias. Además...
"el escepticismo total no es incongruente con la fe animal; admitir que nada dado existe no es incompatible con creer en cosas no dadas." 11
Lo cual quiere decir que el escepticismo radical de Santayana no nos lleva a la pasividad y el nihilismo. Nuestra naturaleza animal, la “fe animal”, nos empuja a creer y por tanto a obrar en consecuencia, aunque la filosofía nos ha convencido de la falta de fundamento objetivo de todas nuestras creencias y convicciones. ¿Qué es pues el conocimiento? El conocimiento humano, para el segundo Santayana, es una suerte de mitología, un vocabulario de metáforas proyectadas sobre un mundo que permanece recóndito e incomprensible por su esencial heterogeneidad respecto del discurso mismo.

Para terminar: es en cierto modo irónico que el pragmatismo contemporáneo, al menos el pragmatismo de Richard Rorty, sea en este punto más cercano a Santayana que a los padres fundadores. Si la verdad es lo que dice Santayana, y Rorty parece conceder esto al filósofo abulense, entonces, concluye el filósofo norteamericano, debemos abandonar la noción de verdad. Este es el argumento central sobre el que se apoya la propuesta rortyana de sustituir la verdad en nuestros debates éticos y políticos por la utilidad y la persuasión:
"La verdad no es una meta de la investigación. Si “verdad” es el nombre de esa meta, entonces, desde luego, la verdad no existe. Porque el carácter absoluto de la verdad la vuelve inservible como tal meta. Una meta es algo respecto de lo cual uno puede saber que se está acercando o que se está alejando. Pero no hay forma de saber a qué distancia estamos de la verdad, o siquiera si estamos más cerca que nuestros antepasados. [...] La razón es que el único criterio de que disponemos para aplicar la palabra “verdadero” es la justificación, y la justificación siempre es relativa a un auditorio. Por tanto, también es relativa a la apreciación de ese auditorio —a los propósitos que desea ver atendidos y a la situación en la que se encuentra—." 12

Notas:


1 George Santayana, Escepticismo y fe animal, Introducción a un sistema de Filosofía, 2011, p 131.

2  Íbid, p 201.

3  Íbid, p 211.

4  Íbid, p 130.

5  C.S. Peirce, La fijación de la creencia, Cómo aclarar nuestras ideas, 2007, p 42

6   George Santayana, Escepticismo y fe animal, Introducción a un sistema de Filosofía, 2011, p 380

7  Íbid, p 311

8  George Santayana, Los reinos del ser, 1959, p 456

9  William James, Pragmatismo, 2000, p 91

10  George Santayana, Escepticismo y fe animal, Introducción a un sistema de Filosofía, 2011, p 197

11  Íbid, p 131.

12  Richard Rorty, Verdad y Progreso, 2000, p 14.

miércoles, 23 de noviembre de 2016

¿Kant romántico?
Óscar Sánchez Vega

Hay filósofos que impregnan de tal modo el entorno cultural en el que habitan que nada de lo que acontece en su época puede ser concebido al margen de ellos (Marx puede ser el caso más paradigmático). En cambio otros, por muy importante que sea su contribución filosófica, solo repercuten en el ámbito académico, pero su influencia no se deja notar más allá de los muros de la Academia. Immanuel Kant parece ser de este último tipo. Pero está es solo una impresión superficial. A poco que indaguemos en su obra encontraremos ideas, líneas de reflexión, que se prolongan mucho más allá de la vida de su autor. No es el objetivo de este texto seguir todas estás líneas. Voy a destacar nada más una idea que tiene su origen en Kant y que retumba de tal modo en el siglo XIX que los efectos se dejan sentir en el siglo XXI. Lo curioso de este acontecimiento es que la planta que germina poco tiene que ver con la semilla kantiana, al menos en cuanto a la intención.

Kant es, naturalmente, un filósofo ilustrado: su pensamiento es un modelo de serenidad y racionalidad que está en las antípodas de los planteamientos románticos. Sin embargo, esta es la tesis que voy a defender, hay un vínculo necesario entre uno y otros. Si esto es así, lo que me parece más interesante es que las ideas kantianas fundamentan y hacen posible un movimiento político y cultural que hubiera sido aborrecido por el filósofo de Königsberg: el romanticismo. Caracterizar este movimiento es una compleja tarea que rebasa el objetivo de estás líneas, aunque más adelante me veré obligado a decir algo más.

Empiezo destacando algunos de los inequívocos planteamientos y objetivos ilustrados que Kant defiende: la universalidad de la razón humana, los derechos del Hombre, la confianza en el progreso de la humanidad, la defensa de la libertad política y, por tanto, de los logros de la Revolución francesa, etc. Además elabora un famoso proyecto para una liga de las naciones en defensa de la paz perpetua. Así pues, no; Kant no es un filósofo romántico. Y sin embargo hay, como veremos, una clara línea de influencia entre algunos planteamientos kantianos y los románticos (Es como HAL en 2001, una vez elaborado el sistema conceptual kantiano este sigue por unos derroteros inesperados y alejados de las intenciones de su autor).

Al principio he señalado que la influencia de Kant es evidente en el ámbito académico y no tan manifiesta en lo que podríamos denominar cultura popular. Pero esto es así solamente si atendemos a la Crítica de la Razón pura o la teoría del conocimiento. Por el contrario, la filosofía moral o práctica kantiana va a tener, como vamos a destacar, una enorme influencia posterior.

Recordemos algunos puntos básicos del enfoque kantiano. El hombre es un ser libre porque de lo contrario no sería moralmente responsable y un mundo sin moralidad es, para el prusiano, inconcebible. En el mundo humano es posible y necesario diferenciar entre el bien y el mal y tal distinción solo toma sentido si presuponemos una voluntad libre en cada uno de nosotros. Se trata de una libertad en cierto modo absoluta; no es suficiente con estar liberado de coacciones externas, también es necesario liberarse condicionantes internos: psicológicos, fisiológicos, genéticos, etc. Si, por ejemplo, una persona no puede actuar de un modo distinto a como lo hace porque es vencido por una pasión, entonces no actúa de manera libre y soberana. Las normas morales son dictados de la razón, surgen de una voz interior. La ley moral exige la posibilidad de sobreponerse a todas las determinaciones y hacer lo correcto porque es lo correcto, como un acto de autoafirmación y soberanía: lo hago porque sí, porque así lo decido yo, no porque me presionen y sin esperar nada a cambio. Según Kant, solo tales actos son morales en sentido estricto.

La libertad, como dice Kant, en ¿Qué es la Ilustración? supone la ruptura con todos los tutelajes, alcanzar la mayoría de edad y la autonomía. Es la razón, o lo que los románticos denominarán el espíritu, quien marca la ruta, quien decide lo que debe ser realizado pese a quien pese y al margen de los convencionalismos sociales, las consecuencias que se deriven de los actos, la Naturaleza o, incluso, la divinidad. Esta es la cuestión clave. Durante siglos la humanidad se ha concebido dentro de un orden superior, como parte de una Totalidad. O bien sometida a los designios de la divinidad o bien parte de la Naturaleza, en todo caso, siempre dentro de una estructura u Orden dentro del cual el Hombre tiene un lugar definido. Las variantes de este marco general pueden ser muchas. Para los filósofos cristianos el mundo es una gran estructura piramidal en cuya cúspide está Dios, otros defienden que es una estructura organicista donde cada elemento está en armonía con el resto o afirman, con Descartes, que es una máquina maravillosa donde todos sus engranajes encajan perfectamente como en un reloj. La idea compartida por toda la tradición es que todo tiene su lugar establecido y el hombre no es una excepción. El problema moral acontece cuando una persona se desvía de su lugar natural, cuando actúa la margen de los designios divinos o en contraposición a la Naturaleza. La labor moral consiste en reintegrar al díscolo y volver a la armonía.

Pero en Kant acontece una dramática ruptura. Con su énfasis en la autonomía, la autodeterminación e independencia, Kant abre una nueva vía: una vuelta hacia el mundo interior semejante a la que en su día promovieron las escuelas helenísticas pero mucho más radical. Los mandatos morales no son una parte de la realidad, surgen del interior, son dictados por una razón que nada tiene que ver con el mundo, ni siquiera con el propio cuerpo. Lo que resuena en Kant es la potencia de la voz interior que se intenta preservar de la influencia de un mundo mecánico e impersonal. Recordemos el epitafio de la tumba de Kant: Dos cosas me llenan la mente con un siempre renovado y acrecentado asombro y admiración por mucho que continuamente reflexione sobre ellas: el firmamento estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí”. Así pues, "el firmamento" y "la ley moral" constituyen mundos separados y para saber qué debo hacer no miro hacia el firmamento, sino que escucho mi voz interior, sigo los dictados de la ciudadela interna. Los románticos cumplirán fielmente este imperativo kantiano que consiste en defender obstinadamente el reino interior frente a toda intromisión externa.

Isaiah Berlin sostiene que el romanticismo es el más significativo punto de inflexión en la historia del pensamiento occidental, la última gran revolución de los valores y los criterios. Antes de la revolución romántica los fines de la vida humana, individual o colectiva, ya estaban dados por Dios, la Naturaleza, la razón, la tradición, etc. La nueva consiga es no someterse a ningún Amo ajeno al propio espíritu, no rendirse jamás, defender a toda costa los propios principios por el mero hecho de ser propios, más allá de las consecuencias prácticas que de ellos pudieran desprenderse. Kant había insistido en que solo es incondicionalmente buena la buena voluntad, en que no somos responsables de las consecuencias de nuestros actos porque solo somos señores del mundo interior. Lo que debe prevalecer a toda costa, por tanto, es la integridad moral y la fidelidad a las propias convicciones. En este contexto se explica que a principios del siglo XIX surja una profunda admiración por los mártires y las causas perdidas que hubiera sido incomprensible unas décadas antes. Solo hay un acto imperdonable para el héroe romántico: traicionar aquello en lo que uno cree. La felicidad, el éxito, la sabiduría, el bienestar o la verdad objetiva son instancias ajenas al espíritu que no deben perturbarlo. El romántico crea sus propios valores y con ello se crea a sí mismo. Se produce a principios del siglo XIX una radical transmutación de los valores: pureza frente a eficacia, libertad frente a felicidad, motivo frente a consecuencia, guerra frente a paz, integridad frente a tolerancia, compromiso frente a prudencia, etc.

Antes de la revolución romántica todas las preguntas, incluso las cuestiones de valor, eran en el fondo cuestiones de hecho; también las morales o políticas. ¿Qué meta debemos perseguir? ¿cómo hemos de vivir? ¿cómo organizar la sociedad? Las respuestas se buscaban de forma muy diferente: por la vía mística, mediante especulación metafísica, atendiendo a los libros sagrados o a los dictados de la asamblea pública. Lo que tenían en común todos los planteamientos tradicionales era la convicción de que los problemas éticos y políticos tenían una solución, era posible alcanzar una verdad y proclamarla a los cuatro vientos con la esperanza de que todo aquel que considerara la cuestión debidamente no tuviera más remedio que asentir ante la solución propuesta. “La virtud es conocimiento” decía Sócrates y la tradición del pensamiento occidental fue fiel a este legado. Incluso los relativistas admitían la existencia de respuestas objetivas, si bien circunscritas a un pueblo o época. Por el contrario, los románticos alemanes (Fitche, Schelling, Jacobi, etc) sostuvieron que en el fondo no había respuesta alguna a los interrogantes morales o políticos y que los valores entraban en contradicción unos con otros, de tal modo que si somos fieles a los valores románticos (integridad, rectitud, lealtad a los propios principios, arrojo para defenderlos, determinación, pureza de espíritu, etc) colisionaremos necesariamente con personas o instituciones vinculadas a la moral tradicional. Los conflictos morales no son una novedad en la historia intelectual de occidente. Lo novedoso aquí es que se niega toda posibilidad de conciliación, todo acuerdo es denunciado como debilidad y claudicación. Entre el hombre de principios y el pragmático no hay tregua posible porque no hay un territorio compartido donde erigir una verdad común. Con la revolución romántica se destruye la noción de verdad en el ámbito de la ética y la política y se toma el modelo del arte: los valores no se descubren, sino que se crean, no son ni verdaderos ni falsos: son míos y basta. Otro tanto ocurre en el ámbito político: los fines de la vida social son creados por hombres geniales (como Napoleón) que no proceden mediante razonamientos sino por intuición, por destellos de revelación.

Kant, como hemos dicho, habría desaprobado esta concepción de la vida humana, hubiera renegado de la ética y la política romántica. Él era un ilustrado que creía en el poder de la razón, defendía los derechos universales, odiaba la desigualdad y recelaba de los nacionalismos, el paternalismo y los excesos sentimentales. Sin embargo, esta es la tesis de estas líneas, el romanticismo alemán no se entiende al margen del imperativo categórico y la razón práctica, tal y como es expuesta por Kant. Sólo es preciso dar dos pasos teóricos para ir de la propuesta kantiana a los postulados románticos y nacionalistas:
  • Primero: desplazar a la razón como fundamento de los valores. Los valores no son verdad porque sean universales sino porque son míos.
  • Segundo: ampliar la noción de sujeto. Ya no es solo es sujeto individual, también la comunidad o el pueblo el legislador del reino interior. Así cada pueblo o nación tendrá sus propios valores e ideales que, por el mero hecho de ser idiosincrásicos, son absolutos e inconmensurables.
La moral subjetiva que promueve el romanticismo penetra en la conciencia europea de un modo inexorable: ¿o no pensamos que los juicios de valor son distintos a los de hecho? ¿que los valores colisionan unos con otros? ¿que el político íntegro es más admirable que el eficiente? Sin embargo, dos mil años de tradición no pueden borrarse de un plumazo y la vieja moral aguanta el tipo y no sucumbe del todo. Vivimos tiempos de confusión, entre otras cosas, porque los valores tradicionales conviven con valores románticos y ambos son incompatibles. Buena parte de los conflictos y dilemas morales del mundo contemporáneo pueden interpretarse a la luz de este choque de tradiciones.

miércoles, 19 de agosto de 2015

Actualidad de Kant.
Óscar Sánchez Vega

Qué duda cabe que Immanuel Kant es una referencia inexcusable en la Historia de la Filosofía. Sin embargo la teoría del conocimiento contemporánea, especialmente la de tradición analítica, no suele tomar en consideración sus aportaciones y, en ocasiones, adopta un planteamiento prekantiano. En su momento Marx había reprochado a sus contemporáneos que trataban a Hegel como un “perro muerto” y otro tanto cabría decir del trato que recibe Kant por buena parte de los actuales filósofos. Se reconoce que su valía para organizar y clarificar el panorama filosófico de los siglos XVII y XVIII, pero no su potencia explicativa para iluminar los problemas de la epistemología y la ciencia de los siglos posteriores. Creo que es un error. Kant también nos ayuda a pensar hoy.

Los problemas ontológicos y epistemológicos de la Modernidad no han cambiado de manera sustancial desde el siglo XVII hasta ahora y giran, fundamentalmente, en torno a las relaciones entre sujeto y objeto. Nos preguntamos por el vínculo entre la mente y el mundo, lo conocido y el objeto del conocimiento, la representación y aquello que es representado, el significado y la referencia, etc. Estos problemas nacen de la mano de Descartes y, contrariamente a lo que suponen muchos filósofos analíticos, la respuesta alternativa de Hume no supone superación alguna de los parámetros fijados por el francés. La cuestión es que tanto racionalistas como empiristas comparten un postulado fundamental: afirman que no tenemos acceso a la realidad, que lo que conocemos son ideas, es decir, no las cosas mismas sino sus representaciones. Pero, si esto es así ¿cómo garantizar una correspondencia fiel entre la representación y la “cosa en sí”? ¿cómo superar el solipsismo? es decir ¿cómo podemos al menos asegurar la existencia de algo exterior a la propia conciencia? Por otra parte la Realidad o Naturaleza es concebida por la Modernidad en términos estrictamente matemáticos, de tal manera que no queda margen alguno para la subjetividad. Incluso cuando el objeto a analizar es el sujeto humano, la ciencia lo explica de manera objetiva y cuantitativa. Así que por un lado tenemos un sujeto encerrado en su esfera de ideas y representaciones y por otro un mundo objetivo organizado y ordenado de forma mecánica que se mueve y evoluciona al margen de las expectativas o intereses de los humanos. Estas son las dos trampas de la Modernidad: el subjetivismo y el cientificismo, que no son más que las dos caras de la misma moneda y el resultado del abismo que la metafísica cartesiana establece entre sujeto y objeto.

Todos sabemos en qué consiste la solución kantiana que, recordamos, entiende la experiencia y el conocimiento como una síntesis entre las estructuras formales que aporta el sujeto y la materia de la sensibilidad, de tal manera que no cabe hablar de mundo por un lado y sujeto por el otro. En esto consiste el giro copernicano de la filosofía kantiana, en una nueva forma de concebir la subjetividad que permite superar una desafortunada metáfora: la idea de que la mente humana es un espejo que refleja la realidad. El conocimiento es posible, sostiene el filósofo prusiano, porque el mundo se ajusta a mi facultad de conocer. La máxima que kantiana que sostiene que “las intuiciones sin conceptos son ciegas; los conceptos sin intuiciones vacíos” merece ser recordada y tomada en consideración. La filosofía analítica cuando aborda problemas epistemológicos, como el estatus de los enunciados observacionales, la distinción entre hechos y proposiciones, la verificación de las teorías científicas, el problema de la inducción, la formación de los conceptos, el significado de las palabras, etc, se olvida a menudo de este planteamiento. Es mérito del filósofo sudafricano John McDowell, en su obra Mente y Mundo (2003), transitar por esta vía y actualizar el enfoque kantiano. El subjetivismo y el cientificismo nos abocan a un callejón sin salida. La solución pasa por recusar los presupuestos de partida: es preciso una nueva noción de subjetividad sin subjetivismo y un nuevo modelo de conocimiento alejado del cientificismo. Y en esta búsqueda de un nuevo enfoque Kant nos es imprescindible.

Frente al subjetivismo, McDowell insiste en que toda la subjetividad y toda intuición, como subrayaba Husserl, es intencional, es decir, apunta a algo distinto de ella misma. Todo conocer es una apertura al mundo, de tal manera que las “intuiciones” o “ideas” no son contenidos inmanentes de la mente e independientes del mundo, sino más bien, como suponía Aristóteles, el conocimiento de las cosas es directo, inmediato y fiable. Por otra parte el mundo que conocemos no es algo ajeno a nuestras necesidades subjetivas pues está condicionado por lo que Kant denominaba estructuras trascendentales, por nuestra forma de conocer, de tal modo que el conocimiento solo puede ser fenoménico: no conocemos en mundo en sí, conocemos el mundo para mí. No hay manera de concebir la mente y el mundo por separado, lo que hay es un continuo, una conexión constante y recíproca entre lo subjetivo y lo objetivo. No está, por un lado, una mente llena de conceptos e ideas y, por otra parte, un mundo independiente del sujeto. Mente y mundo se implican mutuamente, son inseparables. Estos postulados kantianos sirven no solamente para superar la tradicional oposición entre racionalismo y empirismo de los siglos XVII y XVIII, sino también para abordar problemas de la filosofía de la ciencia del siglo XX como pudieran ser las sorprendentes tesis de la mecánica cuántica y el extraño y decisivo papel que juega el observador en la descripción del mundo.

Pero, en esta puesta al día del kantismo, McDowell rechaza una tesis fundamental del idealismo trascendental: la distinción entre fenómeno y noúmeno o cosa en sí. El filósofo sudafricano afirma que con la noción de noúmeno Kant se traiciona a sí mismo y vuelve al antiguo dualismo que trataba de superar: la escisión entre sujeto y objeto que abre la filosofía cartesiana. Si aceptamos esta distinción, argumenta McDowell, la experiencia se devalúa a sí misma y volvemos a separar la experiencia como construcción subjetiva por un lado y el mundo real por el otro. Lo real y objetivo cae del lado del noúmeno mientras que lo ficticio y subjetivo del lado del sujeto. Creo que en este punto McDowell malinterpreta a Kant. La noción de noúmeno, bien entendida, no remite a dualismo alguno y cumple una función terapéutica muy necesaria. El noúmeno (igual que el Dios de Spinoza, la voluntad en Schopenhauer, el Límite en Trías o la Materia ontológico-general en Bueno) es una noción límite que evita caer en el dogmatismo al señalar aquello que no puede ser conocido y, de este modo, hace que reconozcamos la limitación y finitud del conocimiento humano. No es posible el acceso a la Verdad -así, con mayúsculas-, todo nuestro conocimiento es humano y solo humano. Sin embargo -esto se ve más claramente en Schopenhauer- a veces, es posible, mediante el arte, vislumbrar algo de ese Ser, el noúmeno, que permanece fuera del alcance de nuestras capacidades cognoscitivas.

Así pues entiendo, al contrario que McDowell, que la distinción entre fenómeno y noúmeno cumple una función importante y que, de una u otra forma, merece ser preservada. ¿Qué ha quedado entonces obsoleto en el kantismo? Pues, según mi criterio, el trascendentalismo y un teoreticismo o formalismo excesivo. Kant partía de un concepción de la naturaleza humana fija e inmutable, equipada con ciertas estructuras trascendentales que posibilitan el conocimiento de igual manera en todo lugar y en toda época. Esta noción remite al ideal universalista característico de la Ilustración del siglo XVIII que hoy nos parece superado. Además Kant entiende de manera excesivamente teórica la función de las categorías. Los conceptos solo existen en el lenguaje y cuando aprendemos una lengua no solo adquirimos una herramienta intelectual; con el lenguaje aprendemos -como nos enseñó Wittgenstein en las Investigaciones filosóficas- una forma de vida, una manera de habitar el mundo. Los conceptos tienen una dimensión pragmática que Kant soslaya y debe ser tomada en consideración.

En resumen, una epistemología del siglo XXI naturalmente no puede seguir al pie de la letra los dictados del idealismo trascendental kantiano, pero haría bien en asumir y tener presentes algunas tesis planteadas por el filósofo de Königsberg como las siguientes: la Realidad, la cosa en sí, está más allá de nuestro alcance, todo conocimiento es fenoménico, la experiencia es una síntesis entre lo que aporta el sujeto y las impresiones que recibimos a través de los sentidos, toda descripción del mundo está condicionada por el sujeto, el mundo que conocemos es un mundo humano, es decir, un mundo que se ajusta a mis necesidades subjetivas. Este es el camino para pensar más allá del subjetivismo y el cientificismo que lastran la epistemología contemporánea.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Verdad y Mentira.
Borja Lucena

Uno de los asuntos que más nos han ocupado últimamente, casi como una obsesión repetida, ha sido el de la posibilidad y consistencia de la verdad. Yo he defendido que lo verdadero es un horizonte que permite ofrecer dirección y sentido al pensamiento, un horizonte sin el cual se me antoja que la mente se escurre ingrávida como un fluido sin color ni forma; además, también he defendido que una dimensión permanente de la sensibilidad y el pensamiento es la de alcanzar las cosas, los hechos, las acciones y sucesos que jalonan el marco mundano en el que habitamos; no sé si fatalidad o liberación, pero creo que contamos con el poder, incierto y a menudo desdibujado, de desvelar lo que existe -lo que quiere decir: interpretarlo- y nos acompaña en nuestro deambular. Aun así, es tangible la fragilidad de ése nuestro poder, y nuestra torpeza para acertar en su uso. Tenemos el poder de lo verdadero, pero la mayor parte de las veces somos incapaces de distinguirlo del deseo o la vanidad de fijar una verdad. Esto último, además, suele estar presente tanto en los que afirman como los que niegan que haya algo así como verdad.

Defiendo que sin apertura a las cosas, sin reconocimiento de hechos de magnífica otredad con respecto al yo, el pensamiento ceja en un empeño fundamental: el de dar y darse cuenta del mundo. Es cierto que el asunto es de una complejidad endemoniada, y es cierto que nuestros intentos, al final, se convertirán en vanos, pero creo que mi idea de la verdad cuenta, al menos, con algunos apoyos sin los cuales se me haría difícil simplemente hablar:

En primer lugar, no me parece que la existencia de hechos sean en sí misma opinable; podemos reconocerlos o no, y podemos ofrecerles interpretaciones diversas, pero pasan cosas, hay sucesos y sucederes, acciones y palabras que, sin más, ocurren. Por otro lado, no creo que los hechos sean insignificantes o superfluos respecto al lenguaje, ya que lo que hablamos nace y adquiere consistencia porque algo ocurrió.

Lo anterior no quiere decir que lo verdadero sea simple, o unívoco; evidentemente, hablamos de la verdad de muchas formas, y sería absurdo suponer que toda verdad consiste meramente en adecuar el pensamiento a una cosa. Junto a la apertura a los hechos del mundo, existe una apertura a los hechos y acciones humanas que no consiste en señalar un objeto al que adherirse como guía de lo verdadero. El mundo de los asuntos humanos consiste en deseos, consiste en intereses y realidades de luz y sombra que no se reducen a la piedra de toque de la representación ajustada. Para ofrecer un concepto plausible de verdad, sería necesario contar con que existe una diversidad radical de hechos que no pueden ser encerrados en una clase homogénea. La existencia del mundo y lo que en él acaece, no obstante, sigue siendo el gran desencadenante.

En segundo lugar, sólo la asunción de que nos entienden nos conduce al habla. Todo diálogo, toda conversación banal se asienta en la presunción de compartir un mundo y unos hechos que en él se dan. Incluso cuando la conversación no trata hechos. Sin existencia compartida no hay lugar para el lenguaje. Hablar significa participar en verdades que se dan en el lenguaje y en él se reconocen de una u otra forma. Mostrar no quiere decir señalar, sino dar y pedir comprensión acerca de. La primera regla del diálogo es que haya algo acerca de lo que hablar, algo que, a la vez, se alcanza y se mantiene siempre inalcanzable, algo que en las palabras no sólo es palabra.

En tercer lugar, más allá que algo a ser adquirido, la verdad es seguramente una suerte de compromiso ético que exige no abandonarse a la ocurrencia, no dejarse mecer en el suave viento de las primeras opiniones que uno en su cabeza encuentra. En este sentido, la realidad es regla aristocrática, el esfuerzo de someterse a un poder extraño para escapar a la complacencia y la confortable dulzura del yo. La realidad representa en el pensamiento el poder corrosivo de lo negativo, de lo que no se deja reducir a explicación. Sin su presencia, moriríamos por consunción, tornaríamos pensamiento ahogado en pensamiento. Sin un horizonte de verdad ajeno al propio deseo, ajeno a la utilidad o a la eficiencia de la convicción, ajeno al hechizo de la propia representación y a la tentación de la autorreferencia, suprimimos la posibilidad de la crítica, la posibilidad del error o la mentira; y, en este sentido, antes que la verdad, lo que sostiene cualquier conversación es la posibilidad de mentir.

Al hablar de lo verdadero se hace más urgente reafirmar que nuestro destino no es otra cosa que el fragmento. También que la razón sin ironía es una potencia terrible y profundamente antipática. Por eso traigo conmigo un fragmento de Josep Pla que me ha empujado a escribir lo anterior. Pertenece al "Cuaderno gris", si no recuerdo mal a una anotación del 10 de agosto de 1918:
El drama literario es siempre el mismo: es mucho más difícil describir que opinar. Infinitamente más. En vista de lo cual todo el mundo opina.

viernes, 13 de junio de 2008

Una concepción pragmática de la verdad.
Óscar sánchez Vega

Hace ya más de cien años William James impartió una serie de conferencias por toda Norteamérica donde explicaba qué es el pragmatismo y cuál era su concepción de la verdad. A pesar del tiempo transcurrido la reflexión de James me sigue pareciendo pertinente – desde luego ha envejecido mucho más el contrincante contra el cual James lanzaba sus dardos en esta conferencia: el idealismo de corte hegeliano.-

El interés de James radica, a mi juicio, en su capacidad para hacer un profundo análisis de la noción de verdad, en una dirección muy adecuada, pero alejada del tecnicismo logicista que será característico de la filosofía analítica posterior, especialmente después de Tarski, en relación al asunto de la verdad. A mi modo de ver la minuciosidad del análisis lógico que realizan los filósofos analíticos oscurece, más que aclara, la noción de verdad. En realidad el efecto de estas investigaciones lógicas ha sido el contrario al deseado: buena parte de la filosofía ajena a esta tradición analítica ha abandonado por completo la noción de verdad dejando a los lógicos aislados en su torre de marfil y promoviendo, consciente o inconscientemente, una filosofía mundana de corte relativista.

Las razones para regresar a James son para mi bastante elementales: si queremos evitar el relativismo es preciso manejar alguna idea de “verdad”; si además queremos evitar los excesos positivistas y el realismo ingenuo al que nos aboca la teoría referencialista de la verdad, necesitamos acercarnos a otras concepciones de la verdad. A mi modo de ver, Pearce, Dewey y especialmente William James, proponen una muy interesante noción de verdad que en modo alguno está agotada: una concepción pragmática de la verdad.

El enlace: El significado del pragmatismo.William James

jueves, 21 de junio de 2007

Un asunto menor.
Óscar Sánchez Vega

La política española produce en mí extraños efectos: hastío, aburrimiento y, sobretodo, resignación en relación a los grandes problemas que aquejan al país (terrorismo, nacionalismo, educación etc.) pero ocasionalmente un estallido de indignación por algún asunto menor que pasa generalmente desapercibido.

Recientemente la ministra Salgado (que siempre me recuerda el dicho ese que afirma que cuando el diablo está aburrido mata moscas con el rabo) ha decidido prohibir que la publicidad de bebidas alcohólicas incluya informes que confirmen que su consumo moderado tenga algún efecto beneficioso en la salud, AUNQUE SEA VERDAD. El asunto me deja tan perplejo que temo no haber entendido bien: ¿quiere decir que si un estudio confirma, como ha sucedido, que el lúpulo de la cerveza es beneficioso para disminuir el colesterol tal estudio no pude ser publicitado? Efectivamente.

La ofensiva del pensamiento políticamente correcto alcanza aquí una de sus más altas cotas. La prepotencia de sus adalides se manifiesta de manera tan evidente que es un interesante ejemplo para ser analizado como síntoma de la sociedad que nos ha tocado vivir. La verdad contra la corrección. ¿Deben saber los ciudadanos los beneficios de un consumo moderado de cerveza o vino o es preferible mantenerlos ignorantes instalados en el miedo a las múltiples enfermedades asociadas con el consumo de bebidas alcohólicas? En el fondo el dilema es ¿tratamos a los ciudadanos como niños o como adultos? ¿Les informamos o les “cuidamos” aunque no quieran? ¿Confiamos en la libertad indivual o instauramos lo que hace tiempo Savater denominó un Estado clínico que tiene como misión imponer la salud a toda costa? Como si la salud fuera un concepto unívoco que pudiera ser explicitado desde el poder e impuesto a los súbditos (ya no ciudadanos) en aras del bien común.

Pero todo lo anterior no es nuevo, viene de lejos. La novedad es la desfachatez de la nueva propuesta: “…aunque sea verdad.” …¡qué más da! Lo importante es que “seamos buenos”, que nos dirijamos hacia el cielo de Salud por los senderos trazados. ¡Qué cerca están los nuevos redentores de los viejos moralistas!

domingo, 10 de junio de 2007

Sobre la inmigración ilegal.
Óscar Sánchez Vega

Decía Nietzsche que la Verdad era una entelequia, que todo discurso, toda valoración estaba condicionada por una determinada perspectiva, - un lugar desde el cual se contempla el mundo, y lo que es más importante, se vive-, que no puede ser equiparada, medida o juzgada desde otra perspectiva. Durante mucho tiempo he pensado que esta tesis es la misma que el tradicional relativismo moral de los sofistas que, en mi modesta opinión, en lo que tiene de verdad es una banalidad y en lo que tiene de tesis filosófica es, sencillamente, falsa. No es mi intención aquí justificar la anterior afirmación, más que nada porque no tengo argumentos medianamente originales: Platón lo ha hecho mucho mejor de lo que yo jamás podría. En términos generales pienso que la tesis relativista suele ser esgrimida cuando no se encuentran otros argumentos y que en el fondo es una coartada de la pereza intelectual. Así pues quede claro: no soy relativista, mi simpatía está con los racionalistas e ilustrados que defendieron la igualdad y la libertad humana fundamentándola en la razón. Una razón, la misma para todos, que por encima de condicionantes históricos, sociales o psicológicos garantiza la comunicación, el intercambio de ideas y el avance del conocimiento. Soy consciente que este discurso suena un tanto ingenuo y ñoño, pero que le vamos a hacer, en el fondo soy un filosofo simplón, nada sofisticado.

Sirva lo anterior para contextualizar la siguiente reflexión. Por norma general pienso que la verdad tiene una cara y que dos posiciones antagónicas no pueden estar ambas en lo cierto. Pero hay un asunto que me desconcierta, me deja perplejo, y este escrito no es otra cosa que la constancia de esta perplejidad. El tema no es otro que la inmigración ilegal y mi postura al respecto es “políticamente correcta” y nada original: el estado debe regular los flujos migratorios – por razones obvias- y perseguir y repatriar a los inmigrantes ilegales. Cualquier otra postura en relación a este tema es una frivolidad y una falta de responsabilidad por parte del gobierno – y el gobierno español, por cierto, no ha sido todo lo responsable que debería- . Por tanto, no puedo menos que asentir ante un enunciado del tipo: “los inmigrantes sin papeles deben ser repatriados a su país de origen” Un buen gobernante, entre otras cosas debe trabajar para que esta justa – desde el punto de vista de los intereses nacionales- petición sea satisfecha y consiguientemente debe ser inflexible con los inmigrantes sin papeles.

Ahora nos ponemos al otro lado. Todos hemos visto documentales, películas – y muchos conocerán historias en primera persona; no es mi caso- en donde se describe la situación de estas personas: inmigrantes subsaharianos – ahora no se puede decir “negros”, como si no hubiera blancos por debajo del Sahara- que no tienen otra opción que escapar de su país de origen, poner en peligro sus vidas y dejarlo todo en busca de una vida mejor- o de una vida, sin más-. Hemos escuchado sus lamentos por la insensibilidad de los países desarrollados, piden una oportunidad para trabajar en lo que sea. Solo quieren un hogar donde formar una familia y sacar adelante a su prole. Me siento incapaz de poner un solo “pero” a sus acciones: entran de manera ilegal en nuestro país, trabajan en cualquier cosa – muchas veces explotados por empresarios sin escrúpulos- y aspiran a “tener los papeles”. Desde su perspectiva el “interés nacional” no es más que un sintagma vacío de significado. Y tienen razón. Aquí no es cuestión de argumentar sino de imaginar ¿Qué harías tú si estuvieras “al otro lado”? ¿Qué debe hacer el “buen inmigrante”? Mi respuesta es que el “buen inmigrante” debe hacer todo lo que está en su mano para encontrar una vida digna. Las únicas trabas al “todo” enunciado son morales pero no legales: El “buen inmigrante” no debe matar, ni robar para alcanzar su objetivo – si lo hiciera perderíamos la empatía que nos lleva a considerarle “buen” inmigrante- , pero por lo demás puede incumplir las leyes del país de acogida que le impiden alcanzar su objetivo (visados, permiso de residencia, permisos de trabajo etc) Por consiguiente cuando afirman que “toda persona tiene derecho a una vida digna, a un trabajo, a la educación, a un lugar donde cobijarse etc” pienso que tienen razón, que los “malos” son los que se oponen a su noble objetivo y los “buenos” los que les ayudan a vivir y establecerse en nuestro país, aun cuando carezcan de papeles.

El reto es el siguiente ¿Cómo hacer compatible lo afirmado en los dos párrafos anteriores desde un planteamiento no relativista – al menos no relativista en el sentido que los sofistas dan al término-?

El relativismo clásico tiene una parte de verdad que es preciso reconocer: nuestra concepción y comprensión del mundo depende de una perspectiva, de unas coordenadas que nos son dadas, no elegidas (época histórica, cultura, clase social etc) que no solo condicionan sino que determinan todo aquello que somos y pensamos. Sólo Dios podría tener una “visión adecuada” o neutral del mundo. Pero de ello no se desprende que todos los valores son relativos, que toda opinión vale lo mismo o que no hay criterios que justifiquen una decisión racional. Los atenienses que debatían en el agora compartían unos determinantes similares y defendían posiciones contrapuestas. Por ejemplo, unos consideraban adecuada la sentencia dictada contra Sócrates y otros la consideraban una injusticia manifiesta. ¿Quién tenía razón? El relativista afirmará que cada uno tiene su ideal de “justicia” y que examina el caso conforme a tal ideal, y, como ningún ideal es superior a otro, la cuestión de cuál es la posición correcta carece de sentido. Tal planteamiento estimo que es una impostura filosófica que revela la pereza intelectual que evita examinar cuidadosamente los argumentos de unos y otros. La tarea no ya del filósofo sino de cualquier persona que se precie es ponerse en la situación de los afectados – cosa posible pues tenemos mucha información sobre la época y sus circunstancias- y, una vez nos hemos hecho cargo del contexto histórico-político, valorar la fuerza de los argumentos de unos y otros y tomar una opción. No es posible que sea justo y no sea justo condenar a Sócrates. Nuestra posición en modo alguno zanjará la cuestión, otras personas, hoy y en el futuro seguirán defendiendo una posición contraria a la que nosotros consideramos justa. Pero debemos tomar partido. Es casi un imperativo moral: haz uso de tu razón. El relativismo clásico supone una abdicación de la condición racional del hombre y una afrenta a la filosofía al cancelar todo debate y diluir toda postura en un subjetivismo extremo.

La tesis perspectivista de Nietzsche pudiera parecer una versión moderna del clásico relativismo sofista, pero no lo creo. El alemán asume la acertada tesis ontológica que encierra el relativismo: vivimos y conocemos desde una determinada posición, desde una perspectiva ineludible y no existe algo así como la “perspectiva correcta”. Pero no sigue a los sofistas cuando estos desembocan en un relativismo gnoseológico. Nietzsche no piensa que todas las opiniones son iguales y todas las formas de conocimiento equiparables, por el contrario defiende un discurso contrario al dominante en su época porque entiende que es “más verdadero” que el discurso imperante. Si bien es verdad que la manera en la que puede articularse el”perspectivismo ontológico” con una epistemología no relativista es una cuestión que se echa en falta en las obras del alemán.

A mi modo de ver estos puntos de vista sólo pueden ser conciliables si entendemos el perspectivismo de una forma no radicalmente subjetiva, sino más bien social. Si resulta que cada uno vive “en su mundo” entonces la comunicación, el lenguaje y el conocimiento es imposible, pero no creo que sea el caso. Cada uno de nosotros tiene distintos “mundos” que no son herméticos y que comparte con otras personas: su familia, sus compañeros de trabajo, sus amigos etc. La separación nunca es total y la comunicación siempre es posible - puedes hablar con tu pareja de los problemas del trabajo, por ejemplo- si bien es cierto que cada mundo tiene sus interlocutores privilegiados – hablamos de los problemas del trabajo entre compañeros y de la salud de la abuela con nuestra pareja, generalmente-. Entiendo que la tesis perspectivista no debe interpretarse en un sentido subjetivista. Las condiciones que determinan nuestra perspectiva son sociales y como tales afectan a otras personas por lo cual es una exageración el dicho que afirma que “cada persona es un mundo”

Supongamos que consideramos la perspectiva de un modo no subjetivo, atendiendo básicamente a la dimensión social antes que a los condicionantes psicológicos ¿Cómo afecta esto a la cuestión de la verdad antes planteada? Vivimos y conocemos desde una determinada perspectiva que compartimos con otras personas y dentro de la cual no hay relativismo: existe la Verdad y la mentira, la corrección formal y las falacias, la justicia y la injusticia etc. No se puede establecer a priori qué es lo justo o verdadero en cada una de las perspectivas sino de un modo dialógico al estilo de Habermas. Compartimos una sola razón y como ya decía Heráclito sólo los dormidos piensan que tienen un logos privado. Por el contrario el Logos es común y aunque las perspectivas sean diferentes la comunicación - y ocasionalmente el acuerdo- es posible. O no.

El Logos común es condición necesaria pero no suficiente. Además de una razón común los hombres necesitan compartir intereses y objetivos, si quiera planteados en su forma más minimalista. La razón es esclava de las pasiones, como nos enseñó Hume y si no existen algunos intereses comunes pudiera darse el caso que las perspectivas fueran tan diferentes, la distancia tan grande, que el acuerdo fuera imposible al no existir un “mínimo común denominador” - lo contrario es pecar de optimista como le pasa a Habermas- . Lo estamos viendo todos los días. Por poner sólo un ejemplo, es obvio que los palestinos y los judíos ven el mundo desde perspectivas incompatibles e irreconciliables. Tal y como yo lo veo la cuestión no se plantea adecuadamente en términos de blanco y negro, todo o nada. Hay posiciones que comparten una misma base que pueden dialogar y establecer desde criterios racionales lo que es verdadero y justo, y otras cuya distancia es tal que, a menos que con el tiempo sus “perspectivas” se acerquen, efectivamente viven en “mundos diferentes”.

Pienso que la perspectiva política del ciudadano de un país desarrollado está en las antípodas de la perspectiva del inmigrante ilegal. Ambos tienen su verdad. Lo que no quiere decir que todo es relativo. La verdad política es que sólo es aceptable la inmigración legal, la posición contraria es una impostura que merece ser criticada por ser contraria a la razón de estado. La verdad del inmigrante es que debe hacer todo cuanto este en su mano para alcanzar una vida digna. Nada podemos reprocharles. Nosotros haríamos lo mismo. La conclusión no es relativismo sino la necesidad de pensar de forma dialéctica. Necesitamos una razón que no intente clausurar todas las contradicciones porque es imposible, porque a la armonía sólo se llega por el camino de la burda simplificación, una razón capaz de mirarle al mundo cara a cara… aunque duela, aunque no consuele.