Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

miércoles, 18 de diciembre de 2019

República, libertad y rebeldía.
Óscar Sánchez Vega



1. Kant: la constitución republicana.

La faceta de pensador político es una de las menos conocidas y reconocidas de Immanuel Kant; sin embargo el filósofo prusiano dejó escritos algunos textos sobre este tema a los que merece la pena regresar. Tomaré como referencia La paz perpetua de 1795 y la Segunda parte del Conflicto de las facultades de 1798 para plantear algunas cuestiones fundamentales en el republicanismo clásico. 

Rousseau había dicho en El contrato social que ”todo gobierno legítimo es republicano” y este es el punto de partida de la reflexión kantiana: solo se puede concebir la libertad política bajo el amparo de una constitución republicana.   En La Paz perpetua, Kant  destaca que los principios de una constitución republicana son: libertad política, dependencia de todos respecto a la ley e igualdad en cuanto a ciudadanos. Aquí la clave está en la ley porque tanto la libertad como la igualdad se definen en relación a ella. La libertad no consiste en que cada uno haga lo que quiera sino que significa no someterse a ninguna ley susceptible de no recibir el propio consentimiento y la igualdad es jurídica, esto es, igualdad  en relación a la ley.

Por otro lado, para entender lo que es una república hay que distinguir entre forma de estado y de gobierno. La forma de estado se define en función de las personas que tienen el poder -esta es la clasificación clásica de Aristóteles: autocracia, aristocracia y democracia- y la forma de gobernar puede ser republicana o despótica: 
“El republicanismo es el principio político de la separación entre el poder ejecutivo del gobierno y el poder legislativo. El despotismo es la ejecución arbitraria por parte del Estado de las leyes que se ha dado él mismo, con lo que la voluntad pública es manejada por el regente como si fuera su voluntad particular”1
Como otros muchos republicanos clásicos Kant no identifica republicanismo con democracia, más bien al contrario: la naturaleza de  la democracia la hace proclive al despotismo porque en una democracia la facción mayoritaria controla tanto el poder legislativo como el ejecutivo. Kant encuentra más garantías para la separación de poderes en la monarquía o la aristocracia, y esta es la clave del gobierno republicano. No hay para Kant, como tampoco para Rousseau, contradicción alguna entre monarquía y república, un monarca puede gobernar de forma republicana siempre y cuando cumpla con su obligación y se atenga a las funciones ejecutivas que la constitución estipula para él. Pero ¿por qué la separación de poderes es una cuestión importante? ¿Qué importancia tiene para el ciudadano de a pie que el Estado sea de una forma u otra? La respuesta de Kant es que la separación de poderes impide, u obstaculiza al menos,  la interferencia arbitraria del Estado en asuntos que no son de su incumbencia. La experiencia histórica nos dice claramente que la posibilidad de la libertad política está directamente relacionada con la limitación del poder ejecutivo. Precisamente por eso, advierte Kant, la democracia es un forma de Estado que se ajusta mal al republicanismo, por el peligro de interferencia que entraña la tiranía de la mayoría.

Es republicana, afirma Kant en La Paz perpetua,  aquella forma de gobierno en la que “los súbditos son también ciudadanos”. Estamos tentados a responder a Kant que en una república, por definición, no hay súbditos, pero eso sería un error: para el republicanismo clásico, desde Platón a Kant, todas las personas que viven en un Estado son y han de ser súbditas de la ley. La diferencia es que en una república la ley emana del cuerpo social con lo que los súbditos pasan a ser también ciudadanos. Kant deja muy claro que solo podemos acatar unas reglas de juego cuando estas valen para todos por igual tras dárnoslas o hacerlas nuestras con total autonomía.  No hay excepción a esta regla e incluso el máximo custodio de las leyes ha de obedecerlas como cualquier otro. 

Las ventajas de vivir en una república son varias, pero ante todo Kant destaca una: dificulta la declaración de guerra porque en una guerra es el pueblo quien asume todas las penalidades del conflicto bélico, junto a las deudas que acarrean sus daños de toda índole:  
“Si para decidir si debe o no haber guerra, se precisa el consentimiento de la ciudadanía como no puede ser de otro modo en una constitución republicana, nada resulta más natural que se calibre sobremanera el inicio de un juego tan funesto, dado que son los ciudadanos quienes acaban asumiendo todas las penalidades de la guerra, como ir ellos mismos a combatir, costear los gastos bélicos con sus propios bienes, reparar penosamente  la devastación que acarrea todo conflicto bélico y, para colmo de males, amargar finalmente la paz misma con unas onerosas deudas que nunca se cancelan a causa de las siempre inminentes nuevas guerras”2
Además de favorecer la paz podríamos suponer que una república burguesa debiera estimular el desarrollo del libre comercio y, de este modo, aumentar el bienestar de la ciudadanía. Sin embargo en este punto Kant se aleja de las consideraciones liberales y utilitaristas. Lo importante aquí, como en la moral, no son las consecuencias sino la intención y el obrar bajo principios que puedan ser universalizables. Kant se pregunta por qué ningún soberano de su época se ha limitado a presentarse como un amo benevolente, negándose a reconocer derecho alguno del pueblo frente a él. No lo hace, responde, porque una declaración tal sublevaría a todos los súbditos contra su soberano... 
“Pues a los seres dotados de de libertad no les basta el goce de las comodidades de la vida que puede serle dispensado por otro (y en este caso por el gobierno), sino que les importa el principio según el cual se procuran ellos mismos tal goce.” 3
A pesar de que esta reflexión es una nota a pie de página, creo que es del máximo interés para el asunto que nos ocupa.  P. Pettit dice que los republicanos entienden la libertad como no-dominación y que esta noción a menudo se ha confundido con la noción de libertad como no-interferencia propia del liberalismo. El anterior texto puede servirnos para aclarar este punto y subrayar el republicanismo de Kant. Desde el punto de vista liberal si un gobernante no interfiere en los asuntos privados de los ciudadanos y garantiza que todos puedan gozar de las comodidades de la vida... entonces no hay problema, aunque el pueblo no sea soberano; se trataría de un caso de dominación sin interferencia, aceptable para un liberal pero no para un republicano al que le preocupa “el principio según el cual se procuran (los ciudadanos) ellos mismos el goce”. Los republicanos piensan que es posible perder la libertad sin que exista una interferencia concreta, por el solo hecho de que potencialmente ésta pueda ejercerse. Por eso un ser dotado de libertad reclama un gobierno del que sea “colegislador”: “quienes obedecen a la ley también han de ser al mismo tiempo, mancomunadamente, legisladores.” 4

Las consideraciones utilitaristas, por tanto, son de segundo orden cuando se trata de valorar las ventajas de una constitución republicana, además, en ocasiones, están desencaminadas. Por ejemplo, Rousseau defendía la república porque era la forma de gobierno más justa, aquella que nos merecemos, la que está más en consonancia con la naturaleza humana. El planteamiento de Kant es más bien el contrario: 
"La constitución republicana es la única perfectamente adecuada al derecho de los hombres, pero también la más difícil de establecer y, más aun de conservar, hasta el punto de que muchos afirman que es un Estado de ángeles porque los hombres no están capacitados, por sus tendencias egoístas, para una constitución de tan sublime forma. Pero llega entonces la naturaleza en ayuda de la voluntad general, fundada en la razón, respetada pero impotente en la práctica, y viene precisamente a través de aquellas tendencias egoístas, de modo que dependa solo de una buena organización del Estado (lo que efectivamente está en manos de los hombres) la orientación de sus fuerzas, de manera que unas contengan los efectos destructores de las otras o los eliminen: el resultado para la razón es como si esas tendencias no existieran y el hombre está obligado a ser un buen ciudadano aunque no esté obligado a ser moralmente un hombre bueno. El problema del establecimiento del Estado tiene solución incluso para un pueblo de demonios, por muy fuerte que suene (siempre que tengan entendimiento), y el problema se formula así: "ordenar una muchedumbre de seres racionales que, para su conservación, exigen conjuntamente leyes universales, aun cuando cada uno tienda en su interior a eludir la ley, y establecer su constitución de modo tal que, aunque sus sentimientos particulares sean opuestos, los contengan mutuamente de manera que el resultado de su conducta pública sea el mismo que si no tuvieran tales malas inclinaciones"5
Encontramos en Kant una oposición entre “lo que la naturaleza quiere” y las inclinaciones o deseos de las personas concretas y reales. Naturaleza vs naturaleza humana, podríamos decir. La “naturaleza” de la que habla Kant es similar al “logos” de los estoicos o, lo reconoce expresamente, a la “providencia” cristiana (o lo que posteriormente Hegel llamará “Razón”). Lo que quiere la naturaleza es, por decirlo en dos palabras, el triunfo de la Razón, pero los humanos no se lo ponen fácil porque son codiciosos, egoístas, mezquinos, etc. Por ejemplo, el fin de la naturaleza es la Paz, pero el camino para la Paz pasa por la guerra: solo porque la guerra es natural e insoportable, como decía Hobbes, y los hombres tienen entendimiento, es posible erigir un Estado que ponga fín a la devastación de la guerra civil. Los Estados nacionales son una garantía contra la violencia interna, pero la guerra aún no se ha erradicado porque la relación entre los Estados nacionales es similar a la que existía entre los hombres en el estado de naturaleza, pero, por lo mismo, porque el hombre tiene entendimiento, esta situación no puede prolongarse de forma indefinida. Porque los hombres no quieren vivir con miedo y morir, tarde o temprano, acabará implantándose una República Universal o, al menos una Federación de naciones que ponga fin a la anarquía de las relaciones internacionales. Este es, como es sabido, el vaticinio y la apuesta de Kant. 

Me interesa destacar que, según Kant, para instaurar una república basta con que los hombres tengan entendimiento. No es preciso, y hasta es ingenuo suponerlo así, una especial inclinación al bien en el corazón humano.  Se trata de regular la vida social de suerte que, aunque los motivos para obrar de cada individuo sean egoístas, el resultado de las acciones individuales sea positivo para la comunidad. No hay en Kant, como tampoco en Maquiavelo, esperanzas de mejorar la fibra moral del hombre, pero aunque no se pueda obligar a los hombres a ser buenos moralmente siempre cabe obligarles, por medio del derecho y la coacción estatal, a ser buenos ciudadanos:  
“la moralidad interior no es seguramente la que ha de producir una buena constitución, sino más bien ésta la que podrá contribuir a educar moralmente a un pueblo”6 
Por tanto, el cambio en la vida social vendrá de la mano del derecho, no de la evolución de la moralidad. En el Conflicto Kant insiste en esta cuestión:
“Poco a poco irá descendiendo la violencia ejercida por parte de los poderosos y se incrementará el acatamiento a las leyes. En parte por pundonor y en parte por un provecho bien entendido irá surgiendo más dosis de bonhomía, algo menos de pendencia en los litigios, una mayor confianza en la palabra dada, etc, dentro de la comunidad y esto acabará por extenderse también a los pueblos en sus mutuas relaciones externas, hasta consumarse una sociedad cosmopolita, sin que con ello quede aumentada en lo más mínimo la base moral del género humano, para lo cual se precisaría también de una nueva creación (una influencia sobrenatural)”. 7
Es importante subrayar este punto: para Kant, como en general para el republicanismo clásico, la república es necesaria para mejorar la vida social y la responsabilidad de los ciudadanos, no a la inversa; no es que la república sea el régimen político que nos merecemos, el que está a la altura de nuestra moralidad sino que necesitamos la república para mejorar como personas y como sociedad.

Creo que hay al menos un ejemplo que ilustra muy claramente lo que quiere decir Kant.  En 1958 George Wallance es elegido por una amplia mayoría como gobernador del estado americano de Alabama. En la campaña electoral había prometido que se negaría a cumplir la sentencia del Tribunal Supremo de 1954 que ponía fin a la segregación racial educativa y exigía  que los niños blancos y negros compartieran las aulas de la escuela pública. El lema de su campaña fue: “segregación ahora y siempre” y resultado fue una amplia y cómoda victoria para Wallace, con lo cual podemos afirmar que, al menos en relación a este asunto, estaba muy clara cual era la  voluntad política del pueblo de Alabama. Sin embargo la Universidad de Alabama se vio obligada en 1963 a admitir a tres afroamericanos que cumplian todos los requisitos para ingresar en ella. El 11 de Junio Wallace y su camarilla se presentaron a las puertas de la Universidad con la intención de cumplir su promesa e impedir que los estudiantes afroamericanos pudieran entrar en el recinto universitario. El presidente Kennedy reaccionó ordenando a la Guardia Nacional que escoltara a los estudiantes y así, finalmente, pudieron inscribirse como estudiantes.  

Hoy imagino que los ciudadanos de Alabama no estarán muy orgullosos de este episodio. No me cabe duda que el principio de no segregación tiene un amplio apoyo popular, pero fueron las instituciones republicanas las que obligaron, en contra de la voluntad popular, a que tal principio se implantara. Es posible incluso que algunos o muchos blancos de Alabama sean racistas en su fuero interno, pero esto es irrelevante. Lo importante es que los derechos de la población afroamericana están garantizados por la ley en todos los estados de la Unión y ningún partido político osa levantar la voz  y mucho menos promover acciones en contra de una minoría racial.

Este ejemplo, supongo, le hubiera servido a Kant para reafirmarse en su convicción de que solo la ley, es decir, una constitución republicana, garantiza la libertad. Esta es una importante diferencia entre la tradición republicana y liberal. Para los liberales, de Hobbes en adelante, la ley supone siempre una limitación de la libertad individual y, si bien es cierto que el derecho es necesario para garantizar la paz, la seguridad y la prosperidad, no por ello deja de ser un mal necesario. Frente a los liberales, los republicanos, desde Platón, sostienen que no es posible pensar la libertad política al margen de la ley.

  1. Bakunin y Thoreau: la libertad como rebelión y el derecho a la desobediencia civil.

Bakunin, al contrario que Kant, plantea la libertad como un proyecto personal de alcance social: solo cuando el anhelo de libertad brota del corazón humano es posible una transformación social radical, es decir, una revolución que instaure una sociedad libre no represiva.  

El hombre es un producto social, una esponja que lo absorbe todo, desde la cuna se le inculcan ciertos hábitos y valores que le constituyen de manera inexorable. Aquí no hay libertad solo replicación de lo ya dado. La libertad consiste en decir “no”, está ligada a la capacidad crítica, a la ruptura de las jerarquías y al cuestionamiento de lo establecido: 
“Esa inmoderación, esa desobediencia, esa rebeldía del espíritu humano contra todo límite impuesto [...] constituyen su honor, el secreto de su poder y de su libertad. Es buscando lo imposible como el hombre ha realizado siempre lo posible y quienes se han limitado “sabiamente” a lo que les parecía lo posible jamás avanzaron un solo paso.”8
Bakunin entiende la libertad como autonomía que se conquista frente al nomos impuesto. La rebeldía está en el origen de la revolución y la rebeldía es un proceso psicológico que acontece cuando tomamos distancia respecto a la sociedad, cuando somos capaces de cuestionarnos la tradición.  El hombre libre debe emanciparse de sí mismo como producto social, rebelarse contra la tiranía de la educación.

En esta ocasión podemos ilustrar la idea de Bakunin con otra historia de Alabama: el caso de Rosa L. Parks. Como es sabido a Parks la arrestaron en 1955 después de negarse a ceder su asiento del autobús a un pasajero blanco como estipulaban las leyes de segregación vigentes en el Estado. Su figura se convirtió en un icono de resistencia a la segregación racial e inspiró la lucha a favor de los derechos civiles. Las leyes segregacionistas no se abolieron porque los blancos tomaran conciencia de la injusticia de las mismas sino por la rebeldía de Rosa Parks y otros muchos afroamericanos que se alzaron contra la legalidad vigente. Si no fuera por el espíritu de rebeldía de algunos la segregación e incluso la esclavitud seguirían vigentes

Al contrario que Marx, Bakunin afirma que lo que el individuo manifiesta al exterior es generado en el interior: un alma servil se manifiesta como un individuo sumiso ante el poder del Estado, pero un alma rebelde es un potencial revolucionario.  El enemigo del hombre libre son las almas sumisas, su problema es los otros no quieren o tienen miedo de liberarse con lo que se convierten en instrumentos de la dominación. Pero solo el hombre rebelde es el humano pleno, aquel que ha alcanzado su esencia, pues el fin de la vida humana, como subrayará después Castoriadis, es la autonomía; pero esta esencia solo puede actualizarse en la vida social, por ello la emancipación nunca es meramente individual y la lucha por la libertad es una lucha política porque  la libertad es un bien común, el mayor bien común. La libertad y la solidaridad, concluye Bakunin, constituyen la esencia de la humanidad. 
“No soy verdaderamente libre más que cuando todos los seres humanos que me rodean, hombres y mujeres, son igualmente libres. La libertad de otro, lejos de ser un límite o la negación de mi libertad, es al contrario su condición necesaria y su confirmación. No me hago verdaderamente libre más que por la libertad de los otros”9
Para los anarquistas, como es notorio, lo que se opone a la libertad es el Estado por lo que es preciso su destrucción:
“Llegamos hoy a la absoluta necesidad de la destrucción de los Estados o, si se prefiere, a su radical y completa transformación en el sentido de que al dejar de ser potencias centralizadas y organizadas de arriba abajo se reorganicen, ya sea mediante la violencia, ya mediante la autoridad de cualquier principio, con una absoluta libertad para todas las partes”10
No obstante en este texto Bakunin matiza el tópico anarquista: admite la posibilidad de una “completa transformación” del Estado. La clave, como en Simone Weil, es construir un orden social sin dominación, no opresivo; una sociedad que no genere siervos sino ciudadanos libres y autónomos. C. Tylor y en general los comunitaristas nos hacen ver que el argumento anarquista incurre aquí en una contradicción: si la libertad solo acontece como gesto de rebelión contra la tradición, entonces en una sociedad libertaria -o posmoderna- donde ya no hay tradición porque todo está permitido, donde el único imperativo es gozar y ser felices, no es posible ser libre puesto que no hay contra qué rebelarse. Los psicólogos lo saben bien: el adolescente solo puede conquistar su libertad y autonomía si los progenitores levantan muros contra los que arremeter.  Solo con el fondo de la sociedad y sus tradiciones surge la independencia y la autonomía. 
"Solo puedo definir mi identidad contra un fondo que tenga alguna relevancia. Pero poner entre paréntesis la historia, la naturaleza, la sociedad, las exigencias de la solidaridad, todo aquello, excepto lo que encuentro dentro de mí, supone, eliminar todos los candidatos a aquello que importa de verdad. Sólo si existo en un mundo en el que la historia o las exigencias de la naturaleza o las necesidades del prójimo o los derechos de la ciudadanía o la llamada de Dios o algo de este orden importe realmente, podré definir una identidad que no sea trivial. La autenticidad no es la enemiga de las exigencias que emanan más allá del yo, sino que contiene tales demandas."11
Pero supongamos sin embargo que esto no sea así, que psicólogos y comunitaristas estuvieran equivocados y fuera posible una sociedad libertaria en el seno de la cual cada persona pueda alcanzar su libertad y autonomía. Recordemos que, según Bakunin, la libertad no es una cualidad natural sino que es una conquista, algo que se adquiere cuando una persona toma conciencia de sí y se rebela contra lo instituido. Una sociedad justa debe permitir tal rebelión, porque es por mediación suya como las personas adquieren autonomía y, por decirlo al modo kantiano, llegan a la mayoría de edad. Llegamos así al problema de la desobediencia civil. 

En 1846 H. D. Thoreau se negó a pagar impuestos porque no estaba dispuesto a colaborar con un Estado que mantenía el régimen de esclavitud y emprendía guerras injustificadas, en aquel caso concreto contra México. Por ello es encarcelado, aunque solo por una noche en prisión porque alguien, probablemente su tía paga el impuesto en contra de sus deseos. Sea como fuere la experiencia le deja huella y en 1849 publica La desobediencia civil. En esta obra Thoreau se pregunta: ¿qué debe hacer un ciudadano honesto?  ¿hasta dónde debe llegar el respeto a la voluntad de la mayoría? ¿Las leyes de un Estado democrático deben ser obedecidas y respetadas por todos los ciudadanos? Thoreau pensaba que no. Es la conciencia y la voz de la razón quien deben guiar en último término la acción humana, de lo contrario dejamos de ser hombres y nos convertimos en marionetas: 
 "La ley no ha hecho nunca a los hombres ni una pizca más justos, y el respeto por ella convierte diariamente en agentes de la injusticia incluso a los hombres mejor dispuestos. Una consecuencia normal y corriente del excesivo respeto a la ley es que podamos ver una fila de soldados, coronel, capitán, cabo, soldados rasos, etc., marchando a la guerra por montes y valles en un orden admirable; en contra de su voluntad, ¡ay!, y en contra de su sentido común. La mayoría de los hombres sirven así al Estado no como hombres, sino como máquinas con sus cuerpos. En la mayor parte de los casos, no utilizan en absoluto su juicio o su sentido moral, sino que se colocan al nivel de la madera, de la tierra y de las piedras, y quizá pudieran fabricarse hombres de madera que sirvieran con idéntica perfección para ese propósito. Tales personas no merecen mayor respeto que un hombre de paja o un montón de basura. Valen lo que valen los caballos y los perros. Y sin embargo, se les considera normalmente buenos ciudadanos."12 
El respeto a la ley no hace mejores a los ciudadanos. A veces ocurre lo contrario: “bajo un gobierno que aprisiona injustamente, el verdadero lugar para un hombre justo es una prisión”. Se da la paradoja que esas leyes tan ensalzadas por los republicanos han sido instituidas no por ciudadanos respetuosos con el orden social sino por hombres rebeldes. La Constitución americana es hija de la rebelión, los padres de la patria fueron rebeldes que se alzaron contra la legalidad vigente. A mediados del siglo XIX Estados Unidos es una democracia, pero también es un Estado que permite y legaliza la esclavitud. ¿Qué debe hacer el ciudadano honesto? La respuesta de Thoreau es tajante: obrar en conciencia, aunque al hacerlo vulnere la ley; un ciudadano nunca debe “resignar su conciencia a la legislación”.

Estos planteamientos de Bakunin y Thoreau parecen estar en la antípodas del republicanismo, al menos del republicanismo clásico, pues un pilar del pensamiento republicano es el imperio de la ley.

  1. El republicanismo del siglo XXI
¿Es posible pensar el republicanismo contemporáneo a partir de Kant y Bakunin? A primera vista, no. La noción de libertad de Bakunin no parece tener acomodo en la teoría republicana clásica. Recordemos que para Kant es la ley, la constitución republicana, quien garantiza la libertad e incluso la moralidad. Kant nos enseña a no ser optimistas en relación a la naturaleza humana. Nada de esto parece compatible con el derecho a la rebelión y a la desobediencia  de los que hablan Bakunin y Thoreau. 

Pero, a pesar que la propuestas de Kant y Bakunin son muy diferentes, ambas coinciden en entender la libertad como no-dominación y esto es, según Petitt, lo esencial de la tradición republicana. Por un lado la legalidad republicana tiene como objetivo garantizar la libertad política y por el otro lado la revolución anarquista tiene como meta instaurar un orden social que garantice la libertad y la igualdad… Ambos coinciden en promover un orden social que excluya la dominación, la arbitrariedad y la opresión. Kant confía en el poder estatal y la fuerza de las leyes; Bakunin en el espíritu de rebeldía y los lazos naturales de simpatía y solidaridad. Mientras que para Kant y el republicanismo tradicional la libertad política va de arriba a abajo, desde el orden jurídico a las conciencias, en Bakunin es al contrario, es la solidaridad entre conciencias insumisas la que puede y debe derrumbar el orden social vigente y erigir una sociedad libertaria. 

Creo que el republicanismo contemporáneo en relación a este tema -hay otros aspectos muy importantes en el pensamiento republicano como la participación política, la virtud cívica, el federalismo o la soberanía nacional que no he tocado en esta entrada- debería ser capaz de incorporar a la tradición anarquista y abandonar la concepción monolítica de la ley y el derecho. Por una parte el vínculo entre ley y libertad política es más complejo de lo que suponía Kant y, por otra parte, el mito de una sociedad libertaria sin ordenamiento jurídico ni coacción estatal no se sostiene en modo alguno. Si estas dos líneas de pensamiento convergen habría de ser posible algo así como la cuadratura del círculo: por un lado el republicanismo no puede sin más abandonar la tesis del imperio de la ley pues este es un punto nodal del pensamiento republicano, pero por otro lado una sociedad que no admita el disenso y la desobediencia civil pasa a ser una estructura autoritaria contraria a la libertad política. Además, como nos muestran los casos de Alabama, el buen ciudadano, es decir, el buen republicano, en ocasiones debe someterse a ley en contra de su parecer y otras veces rebelarse y asumir las consecuencias. 

Decía Nietzsche que el objetivo de la cultura era “criar un hombre a la que le fuera lícito hacer promesas”, esto es, un individuo libre, autónomo y soberano que tenga el futuro en sus manos y pueda responder por su palabra y sus actos, no un animal doméstico sumiso y obediente, sin orgullo ni coraje e inhabilitado para la generosidad. Tal objetivo puede y debe ser asumido por el pensamiento republicano. La República no puede ser un rebaño de ovejas dirigido por pastores. Pero el ciudadano libre y autónomo tiene un peligro… puede desobedecer y rebelarse; es, hasta cierto punto impredecible e, igual que Thoreau, pone su conciencia por encima de la legislación. Yo creo que este es un peligro que debe ser asumido y de alguna forma incorporado en la legislación. Podría ser inspirador acudir a a la segunda constitución francesa, la constitución jacobina de 1793, que en su artículo 35 dice: 
“Cuando el gobierno viola los derechos del pueblo, la insurrección es, para el pueblo y para cada una de sus porciones, el más sagrado de los derechos y el más indispensable de los deberes”.​
El republicanismo del siglo XXI debe, pienso yo, preservar el potencial revolucionario que tuvo en el pasado y esto pasa por asumir la noción anarquista de libertad como autonomía y templar de algún modo el principio del imperio de la ley porque su preeminencia amenaza con hacer del republicanismo un enfoque acomodaticio e inane, incapaz de ejercer un influjo emancipador en las sociedades contemporáneas. 



1 Kant, Hacia la Paz perpetua, B26
2 Ibíd, B24
3 Kant, El conflicto de las facultades, Ak, VII, 87.
4 Ibíd, Ak, VII, 91
5 Kant, Hacia la paz perpetua, B61
6 Ibíd, B63
7 Kant, El conflicto de las facultades, Ak, VII, 92
8 Bakunin, La libertad, pag 23
9 Bakunin, Dios y Estado.
10 Bakunin, La libertad, pag58
11 C. Taylor, La ética de la autenticidad, 1994, pag 41
12 H. D. Thoreau, La desobediencia civil, 1849

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