Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

martes, 5 de junio de 2007

La Izquierda española y su anomalía.
Borja Lucena

Me cuento entre los que, como Eduardo Abril (Feacio), no dejan de sorprenderse ante la pantomima en que se convierte la política cuando prevalece la ideología fundamentalista sobre el más elemental y craso cuidado por la realidad de las cosas. Lo preocupante, como él afirma en su artículo del 21 de enero, no es que esa farsa sea representada por una minoría nacionalista, sino que su discurso haya ganado a amplias capaz de población, que, acongojada por un difuso sentimiento de culpa, aceptan barbaridades como denominar Euskadi al País Vasco, enarbolar una bandera sectaria e inventada como su símbolo… El integrismo acomplejado que se ha apoderado de lo que se autodenomina "izquierda" llega hasta extremos de verdadero delirio; a menudo parece que nuestros políticos pertenecen antes a una película de Monthy Python que a una realidad comprensible.

Es sabido que la inseguridad producida por la pérdida de los elementos narrativos que nos confieren rasgos en los que reconocernos conduce a la adopción de gestos y acciones exagerados, cuyo fin es dar la impresión, ante los otros y el mismo yo, de una inconmovible fortaleza. Estos gestos y estas palabras, que pretenden otorgar identidad y confianza en lo que se es , adoptan generalmente, dado su carácter impostor, la impresión de una parodia. Eso es lo que esta izquierda está llevando a cabo, un intento desesperado de aferrarse a una identidad y conseguir la distinción compulsiva con respecto a todo lo que pueda parecerse a "la derecha". En un momento en el que la política general, y particularmente la política económica, de un gobierno de "izquierdas" es indistinguible de la de un gobierno meramente capitalista o de "derechas"(hablamos de Europa), necesitan exhibir constantemente todo un repertorio de símbolos que impidan la confusión entre el "ellos" y el "nosotros". Necesitan una delimitación estricta y absoluta del campo político, y una irrebatible claridad en la categorización de lo bueno y lo malo; de esa manera, confraternizan con todo lo que, supuestamente, se oponga a su demonizada "derecha", aunque eso signifique abrazarse a la extrema derecha del nacionalismo vasco o catalán, o al integrismo antioccidental de la "resistencia" islámica. El caso del uso político de lo extrapolítico, como puede ser la lengua, es paradigmático al respecto; se apela a lo emocional para despojar a la política de sus claves racionales, y de esa manera se expulsa del ámbito político toda referencia a argumentaciones para sustituirlas por sentimientos. Entre estos sentimientos se hacen predominar los claramente amalgamadores, como son los de "patria" , "cultura" o "lengua", que son conceptos que, por definición, presentan una demarcación clara entre el “ellos” y el “nosotros”. Se trata del mismo procedimiento que propulsó al poder al nacionalsocialismo en la Alemania de los años veinte y treinta.

Lo que nos parece grave, lo que da risa pero también inspira a menudo un miedo bastante sensato, es que esa supuesta izquierda se conduzca de tal manera, lo que no puede más que hacernos pensar en la convergencia tan lógica entre el nacionalsocialismo y el bolchevismo, entre Hitler y Stalin, y recordar el pacto Molotov-Ribbentrop de 1939. La cuestión que hoy se impone con irremediable urgencia es: ¿hasta cuándo seguiremos con la farsa? ¿Qué tiene que ver un verdadero pensamiento político de izquierdas con la defensa de lenguas aldeanas o trajes regionales? ¿Cuándo existirá valentía entre la izquierda para desmarcarse de ideas políticas disparatadas? ¿Cuándo pesará más la verdad que el miedo a ser identificado como “de derechas”?

(En lo referente al maniqueísmo romo en que se goza la izquierda española, es reveladora la viñeta de Forges en El País del sábado 20 de enero: ante un rótulo que anuncia la entrega de un doctorado Honoris Causa a Aznar por parte de la Universidad Católica de Milán, dos demonios se frotan las manos y afirman: “cada vez nos lo ponen más fácil”. En este simple, y malo, chiste, se muestra, más nítidamente que en cualquier tratado político, la esencia del fenómeno político “progre”)

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