Madrid, todas las mañanas, se sume en su caos y su ruido. A medida que el sol débil de noviembre ilumina dubitativo los resquicios del día naciente, el nuevo desorden irrumpe a través del grito de los motores, a través de la prisa que conmueve las calles o de los desperdicios repartidos por miles de vagones del metro. Todo empieza a funcionar como una máquina desajustada y torpe que rompe el sosiego de la noche. En el centro de la furia, rodeado de millares de coches, y de vendedores del cupón, y de funcionarios y mendigos, los muros del Jardín Botánico delimitan un espacio que -como única forma de supervivencia- se perpetra ante la ofensiva terrible de la realidad. Creyendo conservar el orden tras sus muros, el jardín no advierte que forma parte íntima del desconcierto que es la ciudad, donde todo convive en fantástica mezcolanza. Eso es la ciudad, el hábitat donde todo es posible; una infinita gradación que lleva de la miseria al esplendor, de la suciedad a la belleza, de la acción heroica a la desolación y el crimen; muchos tiempos y muchos lugares obligados a compartir un presente incierto.
A la hora del mediodía el sol ha adquirido fuerza y color y se filtra a través de las ramas despeinadas del Jardín; los paseos geométricos que lo cruzan, trazados con la fuerza y la constancia de un sueño, reflejan el claroscuro que los árboles vierten sobre el suelo. Las fuentes de piedra destellean por la caída comprensible de las hojas del otoño. Los plátanos, los castaños, los olmos se aparecen descoloridos por la cercanía del invierno y se rodean de los desperdicios de hojas y frutos que el verano dejó a su marcha. Los álamos muestran su imponente espalda flamígera. Todo se conjura para crear una realidad amable, bella y placentera, para inaugurar un reino alejado de lo urgente y lo deslabazado, pero también para advertir de su fragilidad.
Mientras, afuera, aumenta el murmullo hostigador del tráfico y se oyen voces y sonidos ininteligibles.
En calidad de administrador, como vais viendo, soy poco entrometido; acorde con el espíritu de esta patria Feacia aquí la libertad de palabra es absoluta, venga quien venga y diga lo que diga. Sin embargo hoy voy a ejercer mi cargo para señalarte, amigo Borja, que hay un apartado perfecto para este tipo de evocaciones: "Gestos y Evocaciones".
ResponderEliminarHaré lo propio y colgaré el texto allí donde le corresponde. Sin embargo no lo elimino de este diario, eso que corra de tu parte si lo crees necesario, y si no perfecto.
Aquí tenéis el vínculo href="http://usuarios.lycos.es/feacios/textos/orden_en_el_caos.htm" target="_blank"> "Orden en el caos"
Por cierto Borja, como siembre brillante... haces que sienta mi exilio aún más exilio.
Eduardo, supongo que ambas cosas no son contradictorias. QUizás me equivoque, pero creo que un diario debe estar abierto a las cosas del día y deberían mostrar la pluralidad, e incluso el desorden, de lo que nos pasa a diario. Creo que, en ese sentido, es necesario escapar a la tentación de convertir la política en único asunto (estuvimos hablando de esto el otro día). La belleza, en el paisaje o en el arte, es plenamente actual, como es actual la fealdad o la miseria. Para cumplir la función de un diario creo que estas páginas (no sé cómo denominar a un blog)deben abrirse a toda esa materia cotidiana que escapa a la discusión política, o a la discusión a secas. Eso, creo, convierte su lectura en algo más agradable, ya que no sólo de política vivimos los hombres. Aunque un post como éste no sea objeto de discusión, sí es producto de experiencia personal y reflexión sobre un aspecto del mundo, que al fin y al cabo es el objeto de un diario como el de Feacia. Te agradezco que hayas colgado esto en "gestos y evocaciones", pero, precisamente, quizás la existencia de un diario-blog nos obligue a reconsiderar la existencia de tantos apartados cuando pueden congregarse todos como hojas volanderas o reflexiones del día. ¿No crees? Bueno, hablaremos sobre el tema. Un abrazo.
ResponderEliminarPero sí hay un trasfondo filosófico escondido entre las alusiones a los árboles y el tráfico, ¿no? La naturaleza, benigna y reconfortante, frente a la tecnología, maligna y alienante. Las nubes negras de Mordor avanzando hacia los cielos de la Comarca.
ResponderEliminarNo, por daros carnaza.
¡Buena carnaza, buena! Dan ganas de construir un ensayo sobre la malignidad de la máquina y la amenaza del cambio climático; no, en realidad no soy de los que aborrecen de la máquina, aunque creo que hay que poner cada cosa en su sitio y saber apreciar la función de cada una: cuando la máquina se convierte en la señora de nuestras vidas en vez de servirnos en nuestros fines estamos ante la inversión de una jerarquía, y eso sólo puede resultar en que nos introduzacamos en un simulacro del papel para el que es concebida; desde esta perspectiva podemos hablar de la noción marxista de "alienación", es decir, del desplazamiento activo de la máquina, que de "cosa" pasa a convertirse en "señora".
ResponderEliminarPero ése no es el asunto, el asunto era Madrid, y creo que en su caso es irremediable el ruido y la furia. Es irremediable, sencillamente, porque es una gran ciudad y la extrema complejidad de la vida ciudadana resulta necesariamente en el franco barullo. Con la ciudad nace el desconcierto de la vida compleja, y toda gran ciudad ha sido siempre inseparable del ruido, como en su tiempo lo fue Roma. Dejemos a los ultramontanos del nacionalismo el pretender reducir la ciudad y conducirla a golpè de decreto ley a la sencillez de lo rural; véase el caso de lo que pretenden hacer de Barcelona. Sus mentes son constitutivamente simples y no soportan la complejidad. La existencia de la ciudad, la existencia de Madrid, hace merecer la pena el barullo y la constante inquietud. Lo contrario es la paz falsa de la aldea. El silencio espectral de la nada.