Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

lunes, 12 de mayo de 2014

Teoría y práctica del liberalismo.
Borja Lucena

La crisis que actualmente atraviesan las sociedades occidentales es sólo en parte una descomunal crisis económica. Antes que nada es una grieta terrorífica que recorre la médula misma de los sistemas políticos herederos del liberalismo del siglo XIX. Entre otras muchas cosas, es una fractura que ha dejado al descubierto las graves deficiencias de su mito político fundacional tras un siglo de guerras: el mito del liberalismo. Si ese mito funcionó largo tiempo, hoy en día una herida longitudinal lo atraviesa hasta dejar, a la vista de todos, sus vergüenzas.

El principal obstáculo que impide apreciar la naturaleza real del liberalismo es la aceptación de una genealogía engañosa que habla del nacimiento del Estado liberal como limitación del poder y retirada del Estado del ámbito de la "sociedad civil". En este caso, creo, es importante no evocar únicamente los textos clásicos y las teorías variadas que dieron soporte conceptual al liberalismo, sino contemplar el desarrollo real de los Estados liberales históricamente efectivos;  así como las bellas páginas de Marx acerca del fin de la alienación en la futura sociedad comunista no excusan de enfrentar los crímenes terroríficos del estalinismo, no podemos desplazar la realidad del liberalismo poniendo en su lugar las reflexiones de teóricos que, a menudo con gran acierto, esgrimían la posibilidad de un sistema político benigno y garante de buenas dotes de libertad. ¿Y si el Estado liberal, frente a la concepción popularmente aceptada, no significara una retirada de los mecanismos del poder, sino la extensión casi ilimitada de éste basada en la concentración exclusiva de sus resortes bajo un único señor?

Liberalismo y socialismo comparten, en lo fundamental, la visión del ser humano como un "animal laborans", un simple ser laborante cuya posición ante el Estado es el conformismo más acendrado. Si bien es cierto que la tradición política liberal no ha llegado al paroxismo explícito de la marxista, también lo es que las sociedades "liberales" actuales se soportan sobre un mito de falsedad indudable: el liberalismo supuso el fin del poder absoluto del soberano, apartó a la sociedad civil del control de los mecanismos estatales, etc. Eso es, sencillamente, mentira: el estado liberal ha sido históricamente el que más se ha enseñoreado de la "sociedad civil", colonizándola, a través de medios tecnológicos nunca antes disponibles, hasta el grado más vasto de la historia humana. El Estado, en el siglo XIX , reescribe el programa del poder absoluto en un grado que ningún rey-sol anterior podría haber imaginado, sustituyendo la dispersión de los centros de poder -que ni siquiera los déspotas absolutos habían podido erradicar del todo- por una saturación monopolista de la soberanía.  Nunca antes había existido una concentración tal del mando, ni un desmenuzamiento de todo poder alternativo o paralelo que se acercara a la construcción del Estado contemporáneo. A ningún rey absoluto se le habría aparecido practicable el expolio de toda la población a través de un impuesto universal sobre la renta, además del control virtuoso y la extensión ad infinitum de los impuestos indirectos, de la vigilancia universal, de la propaganda obligatoria. No ha habido nunca un Estado tan poderoso y omnipresente como el Estado - sea o no tildado de "liberal"- contemporáneo.  El liberalismo, como aquello que retratan sus teóricos en ensayos a menudo bastante cándidos, apenas ha existido más que en sus cabezas. El totalitarismo nazi o el soviético no son la antítesis del Estado liberal, sino su desarrollo límite: patologías del liberalismo antes que realidad contrapuesta. En este sentido, no es exagerado afirmar que el modelo utópico de las actuales sociedades hiperestatalizadas, desarrolladas a partir de supuestos liberales, es el Estado Total de Hitler o Stalin, depurados de sus aristas más toscas e imperfectas. De hecho, la victoria de las potencias occidentales no significó la destrucción de la exuberante acumulación de dominio exhibida por el Estado nacional-socialista, sino su aprovechamiento por las potencias vencedoras.

Creo que el mito del liberalismo no soporta la desmesurada carga de la historia de los siglos XIX y XX, y que el peso del Estado se acrecienta exponencialmente a medida que esas sociedades "liberales" se asientan con más fuerza. Es cierto que  en el siglo XIX el Estado no alcanzaba las cotas de poder que alcanzaría más adelante, pero la lectura de este hecho es problemática. Nunca en la historia se habían generalizado cosas como el control exhaustivo de fronteras, la exigencia de pasaporte, de número de identificación, o la confiscación generalizada llamada "impuesto sobre la renta". ¿Por qué poner como producto del Estado liberal -que en el siglo XIX carecía de esos mecanismos de vigilancia-  lo que, por otra parte, es la constante de la historia humana?  En el caso del Estado liberal, que ciertamente no introdujo los documentos de identidad o el control minucioso de la renta hasta el siglo XX, lo podemos ver, antes que como una virtud propia, más como una herencia de costumbres y modos de proceder heredados del pasado. Lo que sí es cierto es que son esos Estados autoproclamados "liberales" -unidos a sus desviaciones totalitarias- los que, definitivamente, acabaron con tal situación de un modo absoluto y casi universal, lo que sí que es una novedad que puede contar entre sus haberes.

La I guerra mundial es el momento  crítico en todo este proceso, pero es difícil compartir el cuento de hadas que separa a la sociedad liberal decimonónica de su desencadenamiento, como si la guerra hubiese estallado "a pesar" del desarrollo del Estado liberal. Nos olvidamos de que  cuando hablamos de Inglaterra como gran sociedad liberal "sin apenas intervención del Estado" , hablamos del imperio británico que se extendió por todo el globo y dominó gran parte de la tierra con un ejército y una armadas por entonces casi invencibles, inventando cosas célebres como los campos de concentración o las "matanzas administrativas" (en la India). Que un Estado casi inexistente sea capaz de dominar la tierra es algo difícilmente explicable. ¿No indica eso, al contrario, un Estado de dimensiones monstruosas, capaz de mantener un ejército y unas estructuras de poder repartidos por toda la tierra, un Estado como ningún tirano de la antigüedad, y menos un rey medieval, tuvo nunca a su disposición? Quizás la I Guerra Mundial no se desencadenó "a pesar" de los Estados liberales, sino que fue producto del desatamiento de la producción comercial y el imperialismo militar en el que tuvieron la más importante participación. Las sociedades liberales fueron en su mismo nacimiento ""Estados de guerra" basados en el ejército y, como ocurrió en Europa, en las levas regulares. ¿No era en España la facción liberal cosa, sobre todo, del ejército? 

Creo que la historia acumulada sobre la espalda dolorida de Europa nos conmina a examinar el liberalismo con otros ojos; no como un impulso liberador del poder, sino como la erección de un nuevo sistema de concentración de sus mecanismos en las manos de una soberanía única. Y una soberanía única e incontestada, sea en manos de un rey, un general o un pueblo, es la mayor amenaza política que puede existir. 

Me gustaría acabar citando a Alexis de Tocqueville, a quien un genuino liberalismo político no evitó advertir el curso efectivo de las sociedades gobernadas por el liberalismo realmente existente, sujeto a la soberanía creciente del Estado: 
"Si imagino con qué nuevos rasgos podría el despotismo implantarse en el mundo, veo una inmensa multitud de hombres parecidos y sin privilegios que los distingan incesantemente girando en busca de pequeños y vulgares placeres, con los que contentan su alma, pero sin moverse de su sitio (…) Por encima se alza un poder inmenso y tutelar que se encarga exclusivamente de que sean felices y de velar por su suerte. Es absoluto, minucioso, regular, previsor y benigno. Se asemejaría a la autoridad paterna si, como ella, tuviera por objeto preparar a los hombres para la edad viril; pero, por el contrario, no persigue más objeto que fijarlos irrevocablemente en la infancia; este poder quiere que los ciudadanos gocen, con tal de que no piensen sino en gozar. Se esfuerza con gusto en hacerlos felices, pero en esa tarea quiere ser el único agente y el juez exclusivo; provee medios a su seguridad, atiende y resuelve necesidades, pone al alcance sus placeres, conduce sus asuntos principales, dirige su industria, regula sus traspasos, divide sus herencias, ¿no podría librarles por entero de la molestia de pensar y del trabajo de vivir? (…) el soberano extiende sus brazos sobre la sociedad entera; cubre su superficie con una malla de pequeñas reglas complicadas, minuciosas y uniformes, entre las que ni los espíritus más originales ni las almas más vigorosas son capaces de abrirse paso para emerger de la masa; no destruye las voluntades, las ablanda, las doblega y dirige; rara vez obliga a obrar, se opone constantemente a que se obre (…)
Siempre he creído que esta clase de servidumbre, reglamentada, benigna, apacible, cuyo cuadro acabo de ofrecer, podría combinarse mejor de lo que se piensa comunmente con algunas de las formas exteriores de la libertad, y que no le sería imposible establecerse junto a la misma soberanía del pueblo".

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