Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

viernes, 26 de diciembre de 2014

El buen salvaje.
Óscar Sánchez Vega

La leyenda que habla de paraísos habitados por nobles salvajes que desconocen la violencia y conviven pacíficamente sin jerarquías sociales ha sido desmentida una y otra vez por un buen número de antropólogos. Por ello hablamos del mito del buen salvaje. No es mi intención insistir en este punto. El buen salvaje es pues una figura imaginaria, producto seguramente de la mala conciencia, que pasa a convertirse en un tópico de la literatura y el pensamiento europeo muy pronto: poco después del primer contacto con las poblaciones indígenas de América. Ya Cristobal Colón escribe el 12 de Octubre de 1492 en su Cuaderno de Viaje al referirse a los indígenas:
"Ellos andan todos desnudos como su madre los parió, y también las mujeres, aunque no vide más de una farto moça, y todos los que yo vi eran mançebos, que ninguno vide de edad de más de XXX años, muy bien hechos, de muy fermosos cuerpos y muy buenas caras, (...) d'ellos son de color de los canarios, ni negros ni blancos..."
En la primera Historia General de las Indias, las Décadas Orbe Novo de Pedro Mártir de Anglería, concretamente en la primera Década, Libro III, se hace la descripción del “filósofo desnudo”, un “salvaje” de la isla de Cuba que expone a Diego de Colón los principios fundamentales que él mismo ha aprendido de su contacto con la naturaleza. El mito del buen salvaje se extiende por toda Europa y no hace más que reforzarse con la Leyenda Negra española que describe a los indios como seres humanos en estado de naturaleza, virtuosos, amables, ingenuos y confiados; perfecto contrapunto de sus conquistadores, descritos como abyectos y sanguinarios torturadores, entregados a la codicia y al fanatismo, que resumirían todos los vicios y  la degeneración del hombre civilizado. Este mito alcanza renovada fuerza en el Siglo de las Luces gracias a los descubrimientos de las islas de los Mares del Sur y al nuevo rol teórico que desempeña la noción en el seno de las teorías contractualistas. Algunos ilustrados como Diderot y, especialmente, Rousseau son considerados como los más destacados portavoces del mito. Sin embargo, tal es la tesis de estas líneas, una atenta lectura de sus textos lleva a una visión más compleja y menos ingenua del ser humano y del progreso social de lo que en principio hubiéramos podido suponer.

(I)

Tomaremos como punto de partida la publicación en 1755 de la obra de Rousseau el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres. Los manuales de Historia de la Filosofía o de Filosofía Política suelen apuntar, aunque sin extraer de ello las debidas consecuencias, que Rousseau repite varias veces (en el Prefacio y el Prólogo del Discurso) que el estado de naturaleza no corresponde a un periodo real de la historia de la humanidad. “Estado de naturaleza” es pues una “ficción del espíritu”, una construcción conceptual destinada a facilitarnos la comprensión de los hechos reales:
“Pues no es tarea fácil la de desentrañar lo que hay de original y de artificial dentro de la actual naturaleza del hombre y de conocer un estado que ya no existe, que quizá jamás haya existido, que probablemente nunca existirá, y del cual, sin embargo, es necesario tener conceptos justos para poder juzgar bien nuestro estado presente” (Prefacio al Discurso)
Rousseau, que nunca viajó a tierras lejanas pero poseía una documentación tan completa como era posible para un hombre de su tiempo, sabe perfectamente que la sociedad es inherente al hombre, pero entraña males. La cuestión es averiguar si esos males pueden ser mitigados de algún modo y cómo hacerlo. El enfoque de Rousseau es más trágico que primitivista: sabe que la sociedad corrompe al hombre, pero el hombre no es verdaderamente tal, más que por el hecho de haber entrado en sociedad. El hombre “limitado a su instinto físico, no es nada, es una bestia” (Carta a Beaumont). Sin embargo es obligado reconocer que el mismo Rousseau, con su imprecisiones, es responsable del malentendido que denunciamos, hablando en ocasiones del estado de naturaleza como si fuera un estado real. Pero aunque hubiera existido un estado semejante tiempo atrás, el filósofo ginebrino afirma de modo tajante -ahora sí- que es imposible regresar a él. Entre el regreso al pasado o la mejora de la sociedad presente, Rousseau opta siempre por la segunda opción. De nada serviría, por ejemplo, prohibir las artes y las ciencias para recuperar la inocencia originaria; el mal ya está hecho y es irreversible. Si fuera posible sería hasta contraproducente pues se agregaría la barbarie a la corrupción.

Pero entre el Estado natural y la corrupción propia del Estado moderno hay un tercero intermedio, una forma de asociación en la cual el hombre ya no es una bestia pero todavía no es el ser miserable y mezquino que llegará a ser. De nuevo Rousseau genera confusión con el desafortunado nombre que elige para este “ser intermedio” entre el animal salvaje y el hombre moderno: el hombre salvaje. Pero aquí el “hombre salvaje” no es, como pudiera parecer, el hombre en estado de naturaleza sino, por traducirlo al lenguaje de la antropología moderna, el hombre del neolítico, un hombre que ya ha superado la vida “salvaje” -la vida paleolítica- y, gracias a la agricultura y ganadería, se ha liberado del yugo que la naturaleza ejercía sobre él, condenándole a una mera vida de subsistencia. La vida neolítica es concebida por Rousseau como la realización del justo medio aristotélico entre la indigencia e indolencia del hombre paleolítico y la necia y petulante actividad de la civilización mecánica. El estado medio no es pues un estado primitivo sino que tolera y hasta exige cierto grado de progreso.
“Este periodo del desarrollo de las facultades humanas, en el que se guarda un justo medio entre la indolencia del estado primitivo y la petulante actividad de nuestro amor propio, debe haber sido la época más feliz , y la más duradera. Cuanto más se piensa en ello, más se comprende que este estado era el que menos sujeto estaba a las revoluciones, el mejor para el hombre, y que seguramente no salió de él más que debido a algún azar funesto” (Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, II,1755 pag 78, Ediciones Península,1970)
(II)

Denis Diderot, el director de la Enciclopedia, representa, en cierto sentido, una figura opuesta a Rousseau: es el ilustrado por antonomasia; sus textos, especialmente sus entradas en la Enciclopedia, son un himno a los progresos de las Luces en sus distintas esferas. Sin embargo en su última etapa nos encontramos con otro Diderot, podemos constatar en sus textos un desplazamiento de la idea de Progreso en favor de la idea de Naturaleza, al sostener, por ejemplo, que “la opresión del hombre natural le viene de la ley civil y de la creencia religiosa en lo que tienen de artificio”, es decir, de la manipulación y tergiversación de la simpleza y espontaneidad de la naturaleza humana. Estas ideas son desarrolladas por Diderot principalmente en el Suplemento al viaje de Bougainville escrito en 1772 y publicado póstumamente en 1796. El Suplemento pretende completar el relato que el capitán Louis-Antoine de Bougainville había publicado sobre el viaje de investigación realizado entre 1766 y 1769, el cual había sido ampliamente difundido, alcanzando cierta notoriedad. El centro y la clave del éxito del relato es la descripción de las costumbres de los indígenas de Tahití porque eran presentadas como una de las últimas posibilidades de observar al “buen salvaje” y contraponerlo al “hombre civilizado”. Bougainville destaca la belleza y generosidad de la naturaleza en las islas de los mares del Sur, el estilo de vida apacible, nada ajetreado, de los indígenas y, por encima de cualquier otra consideración, la liberalidad y desinhibición de las costumbres sexuales.

Diderot queda fascinado por el relato de Bougainville y encuentra en la sociedad tahitiana una base para explicar la relación entre el hombre y la naturaleza. La vieja Europa frente a la simplicidad originaria. De ahí la necesidad de un “Suplemento” al relato de Bougainville. Diderot formula en el Suplemento toda una una antropología, según la cual hay tres códigos de la humanidad: el de la naturaleza, el de las leyes civiles y el de las leyes religiosas. Los males del hombre moderno provienen de los conflictos y tensiones generados entre estos tres códigos por no respetar la debida jerarquía que debe existir entre ellos. La primacía, claro está, ha de ser para el código natural. Una vida feliz exige lo que no ocurre en Europa: una ley civil y una ley religiosa que no contradigan la ley natural. La correcta jerarquía, viene a sugerir el francés, permite reconocernos primero como hombres, después como ciudadanos y finalmente como católicos, protestantes, musulmanes etc. La supremacía del modo de vida tahitiano sobre el europeo es que, de forma inconsciente, ordena de forma armoniosa estos tres códigos sometiendo los dos últimos al primero. La vida y la sociedad humana no puede, o al menos no debería, contradecir lo que la naturaleza estipula. Francis Bacon, un siglo antes, ya había sostenido que “a la naturaleza sólo se la domina obedeciéndola”. Lo que Diderot propone es enjuiciar a la civilización desde la plataforma de la naturaleza, volviendo, de algún modo, a los cínicos al identificar naturaleza y virtud (al contrario que Sade donde la naturaleza es el reino del egoísmo y del goce insolidario).

Diderot alaba el modo de vida de los tahitianos por no dejarse llevar por la dinámica ilimitada de los deseos y las necesidades ficticias, por haberse detenido en una “feliz mediocridad”, lo que les permite el progreso suficiente para satisfacer sus necesidades elementales (los deseos naturales, diría Epicuro) y evitar el “océano sin límite de las fantasías” del que ya no se sale. La tarea del futuro, el objetivo de un sabio legislador, sería idear una vida sencilla que “retardase el progreso del hijo de Prometeo” y supiera esbozar un lugar intermedio entre “la infancia salvaje” y “nuestra decrepitud”. Diderot trata de encontrar un punto de equilibrio entre los partidarios de una visón unidimensional del progreso (Voltaire) y otra primitivista demasiado arcaizante (Rousseau, acaso malinterpretado por Diderot).

Lo que aquí me interesa destacar es que tanto Diderot como Rousseau proponen como modelo de vida un estado intermedio entre la vida salvaje y la civilizada. Más que el mito del buen salvaje encontramos en el Discurso y el Suplemento una crítica al mito del progreso; esta es mi particular lectura. El progreso no es un valor incondicionalmente bueno. Cierto progreso tecnológico, que nos libere de las ataduras que la naturaleza nos impone, es positivo y deseable, pero el progreso a toda costa, esa apuesta por una carrera desenfrenada hacia ninguna parte, es absurdo y hasta demencial. Tan simple e ingenuo es quien imagina la edad dorada de la humanidad en un pasado puro y primigenio como quien, desde la condescendiente mirada del hombre civilizado, valora otros modos de vida más sencillos y frugales como incompletos, faltos de esa cualidad, la civilización, que confiere dignidad a la vida humana. Diderot y Rousseau se preguntan, cada uno a su modo, si el hombre moderno no habrá ido demasiado lejos en su dominio sobre la naturaleza. Tanto Diderot como Rousseau apuntan a lo que hoy conocemos como modo de vida neolítico como una base desde la cual valorar los distintos modos de vida que las distintas culturas y la civilización occidental promueven.

(III)

Si la Francia del siglo XVIII les parecía a Rousseau y Diderot excesivamente “civilizada” y artificiosa, es difícil imaginar cuán horrorizados estarían ante el espectáculo que el siglo XX nos ha deparado. Quien sí transitó, aunque brevemente, por el siglo con una sensibilidad semejante fue Simone Weil. En Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión, Weil niega la existencia de ninguna Arcadia en el pasado libre de opresión y dominación, pero, al mismo tiempo, subraya que en la sociedad moderna fuertemente mecanizada y burocratizada, de un modo tan brutal como no podían haber imaginado Diderot o Rousseau, el estado de servidumbre de la mayor parte de la humanidad es inaudito e intolerable. También Weil era consciente de cuál ha de ser la dirección a tomar: “la civilización más plenamente humana sería aquella que tendría como centro el trabajo manual”, dice Weil, “aquella que reduce la distancia entre quién toma las decisiones y quien las ejecuta”; es preciso frenar, o mitigar al menos, el consumismo, el mercantilismo, la mecanización y burocratización de la vida humana. De nuevo tales propuestas solo son inteligibles si suponemos cierta intuición de un ideal, que es el mismo en los tres filósofos: lo que podríamos denominar una vida sencilla y frugal, liberada de las ataduras de la naturaleza, pero alejada del artificio de la civilización, una vida neolítica.

(IV)

Por último, el antropólogo estructuralista Lévi-Strauss también participa de este programa común. El objetivo del etnólogo, afirma el francés, es distanciarse de la cultura materna mediante el estudio de otras formas de vida para desentrañar “los principios de la vida social” que aplicaremos en la reforma de nuestras propias costumbres. La existencia de tales principios pone en cuestión la idea misma de progreso. Lévi-Strauss sostiene que, en último término, los problemas y las tareas a los que se entrega la humanidad (hacer una sociedad buena para vivir) son básicamente los mismos en todos los lugares. Solo cambian los medios. Los estudios etnográficos nos ayudan a construir un modelo teórico de la sociedad humana que no difiere sustancialmente del propuesto por Rousseau y Diderot. Este es el camino: para conocer nuestra sociedad, la civilización que nos formó, debemos empezar por rechazarla. Es el precio que hay que pagar antes de iniciar una “segunda navegación”:
“Los defensores del progreso se exponen a ignorar, por el poco caso que hacen de ellas, las inmensas riquezas acumuladas por la humanidad. A uno y otro lado del estrecho surco sobre el que tienen fijos los ojos, sobreestiman la importancia de los esfuerzos pasados o menosprecian todos aquellos que quedan por cumplir para el beneficio de la civilización. Si los hombres sólo se han empeñado en una tarea: la de hacer una sociedad buena para vivir, las fuerzas que han animado a nuestros lejanos antepasados aún están presentes en nosotros. Nada ha sido jugado; podemos retomarlo todo. Lo que se hizo y se frustró puede ser rehecho: “La edad de oro que una ciega superstición había ubicado detrás (o delante) de nosotros, está en nosotros” (Lévi-Strauss, Tristes trópicos, pag 494, editorial Paidós, 2011)

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